Historia de Andrea (2)

Siguen las penurias de esta pobre muchacha.

Esos primeros días fueron de gran tensión para Andrea. Procuró no hacer nada que rozara siquiera las reglas de la casa. Poco a poco fue conociendo a todos; a la familia, de vista, a sus compañeros de trabajo, más en profundidad, si es que se puede decir eso del conocimiento de unos pocos días.

Al cuarto día Gertrudis se presentó en su cuarto a las 5 de la mañana, hora en que Andrea se despertaba. Se sobresaltó al verla. Lo primero que se le ocurrió es que se había quedado nuevamente dormida. Pero no. La mujer de aspecto teutón solo quería corroborar el estado de su pilosidad púbica. Le hizo bajar la bombacha y le pasó su mano sobre ese íntimo lugar.

—"En un par de días tendré que volver a rasurarte" le dijo, y se retiró. Andrea no respondió. Se sentí profundamente humillada por ese control, pero sabía que debía aceptarlo.

Se duchó, se vistió, desayunó y a las 6 en punto estaba en la cocina, donde Gertrudis le encomendaba las tareas que debía realizar. Alternadamente ayudaba a Ana, Analía y Carla. Ana y Analía eran, definitivamente, más cálidas. No es que Carla fuese mala, pero era mas callada y siempre parecía distante. Ana, en cambio, siempre estaba de buen humor, y Analía le daba consejos en voz baja. Le dijo, por ejemplo, que estaba mal visto que durante el primer mes, como mínimo, saliera en sus días francos.

Si bien todas eran prolijas para trabajar, Carla era la más puntillosa. Fue justamente ayudándola a ella cuando le ocurrió otra desgracia: entraron a arreglar el cuarto del señorito Fernando y Carla le pidió que fuera adelantando con el baño. Andrea se dirigió allí sin tomar la precaución de golpear la puerta. ¡Cuál no fue su sorpresa al encontrarlo allí, en paños menores, al señorito Fernando! Horrorizada cerró la puerta, pero ya era tarde. Carla lo había visto y le dijo, con tono de pesadumbre, que debería comunicárselo a Gertrudis. Andrea se desesperó. Sabía que, en el mejor de los casos, sería azotada, lo cual era terrible. Le rogó a Carla que la perdonara, que no volvería a ocurrir. Carla le pidió que por favor no hablara mas. Durante el resto de la mañana sintió un nudo en el estómago, muerta de miedo y de incertidumbre.

A la hora del almuerzo Carla habló con Gertrudis. Aunque no escuchó lo que le dijo, lo sabía. Gertrudis la miró y le dijo que después del almuerzo quería hablar con ella. Apenas pudo probar bocado, por la angustia que sentía.

Cuando terminó el almuerzo, y le tocaba el descanso, Gertrudis se le acercó y le dijo:

—"Al sótano".

Andrea suspiró, mitad aliviada, porque conservaba el trabajo, mitad angustiada, por lo que le esperaba. Bajaron las escaleras en silencio y se dirigieron al cuarto de castigo. Gertrudis cerró la puerta y la conminó a desnudarse. Andrea sollozaba mientras iba liberando su grácil y delicado cuerpo de las ropas que lo cubrían. Ante una indicación con la mirada de la mujer, se inclinó sobre el caballete. Gertrudis la inmovilizó de pies y manos, amarrándola con las correas que pendían de las patas del caballete.

La posición en que quedó era, por si misma, y sin ningún adicional (que vendría) por demás mortificante. No solo por la incomodidad física, que era bastante, sino y fundamentalmente por la degradación que implicaba para Andrea quedar indefensa, con sus asentaderas elevadas, expuestas, esperando el castigo físico. Además su sexo quedaba visible para Gertrudis. Su alma estaba ya atormentada por esa situación.

—"Hoy seré mas severa" le anunció la mujer. "Intentaste evadir el castigo, y eso es muy grave" sentenció. A Andrea se le heló el cuerpo al escuchar esto. ¿Mayor severidad aún? ¿Qué sería esta vez? Rápidamente iba a averiguarlo.

Esta vez Gertrudis abrió el armario pero no sacó el gato de nueve colas, sino una fina y flexible vara, de poco mas de un metro de longitud. La hizo vibrar en el aire, produciendo un zumbido verdaderamente estremecedor.

—"Por favor, señora, no volverá a ocurrir..." suplicó Andrea. No pudo terminar la frase cuando el primer azote le quemó la piel de sus redondas nalgas. Aun conservaba algunas marcas de la azotaina anterior, cuando ya estaba recibiendo la segunda.

El segundo varazo que se estrelló sobre su posterioridad le arrancó un profundo y angustioso chillido de dolor.

Gertrudis sabía golpear. Los azotes eran espaciados. Le daban tiempo a recomponerse, justo para poder absorber en su plenitud el dolor del siguiente azote. El sufrimiento de Andrea era atroz. Esa vara incursionaba en su delicada piel dejando una roja huella. Cada azote la hacía arquearse y largar un espantoso grito. Y después del golpe, la tortura de esperar el siguiente, manteniendo, a pesar suyo, el culito erguido, dispuesto y preparado para seguir siendo castigado.

Los varazos seguían cayendo, para desgracia y desesperación de la joven. Quería huir de allí, pero por mas que forcejeara, estaba firmemente amarrada y nada podía hacer para evitar el terrible castigo que estaba recibiendo.

Al borde de sus fuerzas, y cerca ya del desmayo, la flagelación culminó luego de 30 terribles varazos.

Como la vez anterior, Gertrudis la liberó y guardó el temible instrumento mientras Andrea se colocaba, con las pocas fuerzas que le quedaban, su ropa. Gertrudis tuvo que ayudarla a caminar, pues apenas podía sostenerse en pié. La llevó hasta su cuarto y cerró la puerta cuando ella entró.

Andrea se dejó caer de bruces en la cama. A los cinco minutos, mas o menos, escuchó la puerta. Era Analía nuevamente.

—"Otra vez…" dijo, sin esperar respuesta de la joven que sollozaba en silencio en la cama.

Se sentó a su lado, le alzó la falda y con extrema delicadeza le bajó la bombacha. Abrió el pote de crema que traía en su bolsillo, y le untó despacio y con movimientos suaves la dolorida carne de Andrea.

—"Pobrecita… mas vale que te habitúes a esto…" dijo, sin dejar de pasar esa estimulante crema que aliviaba en parte el terrible dolor que sentía.

—"¿Así será siempre?" preguntó, con la voz entrecortada Andrea.

—"Si. Lo máximo que pueden pasar son diez o quince días sin recibir una paliza. Pero lo peor de todo es…" no pudo terminar la frase pues la puerta se abrió intempestivamente. Era Gertrudis. Analía se paralizó.

—"¿Así que consolando a tu nueva compañera?" dijo en tono más que amenazador. Andrea no supo qué hacer.

—"Esta noche arreglaremos las cuentas" agregó. Analía, en absoluto silencio y con celeridad guardó el pote y saltó de la cama, saliendo rauda de la habitación.

—"¿Te estuvo tocando?" preguntó la mujer, con tono enérgico.

—"Me… me estaba aliviando… me pasó una pomada…" balbuceó Andrea.

—"Pregunté si te tocó" reafirmó Gertrudis, más severa aún.

—"Si… si… apenas…" admitió muerta de miedo.

—"Voy a preguntarte algo y quiero que seas absolutamente clara y sincera, si es que aún deseas conservar este trabajo. ¿Sentiste algún tipo de placer cuando te tocó?"

—"Alivio, señora…" respondió Andrea, sin saber qué decir para no agravar la situación.

—"¿¡Te dio placer o no!?" replicó la ruda mujer.

—"Si…" dijo con un hilo de voz, apenas audible, Andrea.

—"Me lo temía. Tendré que informar al Sr. Rigoberto" profirió, y salió dando un golpe seco a la puerta. Andrea lloró desconsoladamente. No sabía qué ocurriría, pero se imaginaba que sería peor.

A la hora señalada volvió al trabajo. Se movía con dificultad, ya que el roce de su ropa interior avivaba el dolor de sus nalgas. Durante toda la tarde estuvo en absoluto silencio, acompañando a Carla.

Por la noche, en la cena, casi le saltaron las lágrimas al sentarse. El dolor le llegaba hasta la cintura.

Pese a que casi no había probado bocado al mediodía, tampoco a la noche comió. Apenas pudo probar el pastel de papa que había preparado Ana. Por su cabeza pasaban todo tipo de fantasmas. Se preguntaba qué diría el mayordomo Rigoberto, con quien no tenía ningún trato, pero se veía severo.

Terminada la cena se dirigió a su cuarto. En la puerta la esperaba Rigoberto. Le indicó que lo siguiera. Andrea no dijo nada. Internamente se estremeció pero obedeció sin pronunciar palabra alguna.

La llevó a una habitación que no conocía, en la otra punta del altillo. Era una habitación amplia y bien iluminada. Tenía dos puertas. Una, por la que entraron, y la otra, que no sabía adonde conducía. Parecía un estudio, porque tenía un amplio escritorio, un armario, dos sillones, y una mesa de roble.

Aunque nada lo delatara a simple vista, Andrea intuyó que se trataba de otra habitación de castigo. Enseguida advirtió que intuyó correctamente.

—"La señora Gertrudis me informó de lo ocurrido hoy. Es realmente grave. He determinado que Ud., además del castigo específico que oportunamente recibirá, será la encargada de aplicar el correctivo a Analía. Lo que ella hizo es de falso compañerismo. Si a Ud. se la castiga es por su bien, para que mejore. Y ella no tiene ninguna autoridad para minimizar el castigo, quitando parte de sus efectos. Eso atenta contra la autoridad natural. Por eso hay que corregirla. Y para que no le queden dudas de su mal proceder será Ud. quien se lo aplicará. Y lo hará con el máximo rigor. Por cada golpe débil que efectúe, Ud. recibirá dos, con la intensidad con que debieron ser dados. ¿Está claro?" preguntó. Andrea no tenía salida.

—"Si… señor…" alcanzó a decir.

En eso se abrió la puerta. Eran Gertrudis y Analía. La primera venía altiva, con paso seguro; la segunda lo hacía con temor, mirando el piso.

Rigoberto repitió el breve sermón. De inmediato Gertrudis abrió el armario. Analía, con lágrimas en los ojos, comenzó a desnudarse. Miró a Andrea con mirada suplicante. Esta mirada la desarmó por completo. La vio desnuda, indefensa. De alguna manera, aunque hacía unos días que la conocía, la sentía su amiga. Era quien la había ayudado en esa inmensa soledad. Gertrudis sacó una vara, similar a la que había usado para castigarla a ella esa mañana y se la dio. Después se puso del otro lado de la mesa. Analía se inclinó sobre la misma, extendiendo los brazos, de donde la tomó Gertrudis con firmeza, para sostenerla. Andrea se puso a llorar. Su alma no resistía el tener que azotar a su amiga.

Con enorme pesar, y ante la orden de Rigoberto, se puso detrás de ella, para castigarla. ¡Qué terrible! Castigar a quien la ayudaba, justamente por ayudarla. Se sentía un monstruo haciendo eso. Pero las circunstancias la obligaban.

Pese a que puso su mejor empeño, el primer varazo le salió extremadamente débil. Era obvio que no podía.

Rápidamente Rigoberto la tomó del brazo y la hizo sustituir a su amiga sobre la mesa. Él mismo le alzó la falda y le bajó la bombacha. Andrea se desesperó. No resistiría más azotes. Gertrudis la tomó fuertemente de los brazos. Lo terrible fue que Rigoberto encomendó la tarea a Analía.

—"Si no lo hace con el suficiente rigor, ambas serán azotadas por nosotros, hasta sangrar" le advirtió.

Eso fue suficiente. Los dos varazos de Analía fueron en extremo rigurosos. Andrea lanzó dos fuertes alaridos. Pese a que supuso que su amiga sería indulgente con ella, no lo fue. Esto, mas la promesa (que sabía, cumplirían) de azotar a ambas por igual, hizo que tomara la fuerza suficiente como para realizar las descargas con la severidad demandada por el mayordomo.

Pese a las súplicas de la azotada, Andrea no cesó en ritmo ni intensidad.

Descargó una sucesión de cuarenta terribles zurriagazos, tras cada uno de los cuales Analía debió dar, humillantemente, las gracias.

Concluido esto, la maltrecha mujer acomodó como pudo sus ropas y se retiró a su habitación.

Andrea esperaba también poder irse ella. Pero Rigoberto la retuvo.

—"Según me informó Gertrudis, el manoseo le causó placer. Y aquí está estrictamente prohibida cualquier actividad sexual".

—"¡No! No fue eso…" quiso argumentar Andrea.

—"¡Cállese la boca!" interrumpió, seco, Rigoberto. La chica se quedó muda. Se dio cuenta que nada podría cambiar su suerte, sea cual fuere la misma.

Gertrudis, por detrás de ella, le metió las manos por debajo de la falda y le bajó la bombacha. La chica tuvo que levantar primero un pierna y luego la otra para que la prenda íntima saliese totalmente.

Luego, la mujer de gran porte la tomó del brazo y la condujo a la mesa, haciéndola sentar y luego acostarse boca arriba sobre la misma. Rigoberto, entre tanto, sacó del placard un "gato de nueve colas". Gertrudis se subió a la mesa y se sentó sobre el vientre de Andrea, dándole la espalda a su cara. El enorme peso de la enorme mujer apenas la dejaba respirar. Le hicieron levantar las piernas, que fueron tomadas por Gertrudis por detrás de las rodillas, separándoselas y manteniéndolas con firmeza. Andrea se desesperaba pues su sexo quedaba totalmente expuesto, a la vista del mayordomo. Ella jamás se había mostrado así frente a un hombre. De inmediato, un zumbido cortó el aire y un fuerte chasquido se escuchó al estrellarse los tientos del látigo sobre la indefensa y virgen vulva de la muchacha, que emitió un grito exasperado. Instintivamente quiso cerrar las piernas, pero los fuertes brazos de Gretrudis las mantenían separadas con firmeza.

Enseguida vino el segundo latigazo. Andrea luchó por liberarse, pero fue en vano.

Un tercer y cuarto azote en su región íntima la hicieron aullar de dolor. En total recibió diez terribles azotes en esa zona tan sensible.

Los ojos de Andrea estaban rojos de llanto. Su rostro reflejaba el sufrimiento extremo.

Gertrudis se levantó y la liberó finalmente. Con desesperación, Andrea llevó su mano al sitio castigado, pero una severa mirada de Rigoberto le indicó que no debía tocarse.

Como pudo se vistió. Apenas si podía caminar. Le dolían las nalgas, la vulva. Estaba a la miseria. Además, nunca se había sentido tan degradada, tan violentada como en ese momento, en que tuvo que exponer su intimidad ante un hombre extraño, a quien apenas había visto un par de veces en los últimos días.

Cuando llegó a su cuarto se preguntó si realmente podría aguantar ese régimen.

Pero la idea de dejar el trabajo la mortificaba más aún que los azotes mismos, ya que sentía que no le podía fallar a las monjitas que tanto habían hecho por ella. Se convenció que tanto sufrimiento se debía a su propia impericia y que, de alguna manera, se lo tenía merecido.

Sin dejar de sollozar, con el cuerpo roto de dolor, se durmió.

CONTINUARA