Historia de Andrea (1)

Historia de una joven mucama de una familia opulenta y muy estricta.

La historia de Andrea.

En el siglo XXI aun siguen ocurriendo cosas propias del siglo XIX. Esta es la historia de Andrea, una joven huérfana que fue criada en un convento de San Juan, ubicado en una zona rural de escasa accesibilidad. Cuando las chicas cumplen 18 años, las monjas las ofrecen para trabajar en servicio doméstico o de niñeras. Aunque no están formalmente obligadas, es costumbre (y las chicas están concientizadas de eso) de que los salarios que obtengan durante los dos primeros años, se donan íntegramente al convento, para que las monjas puedan sostener su obra de bien, rescatando huerfanitas de los institutos estatales, que son verdaderas prisiones. En el convento tienen una vida sana y religiosa, son cuidadas y educadas, y aprenden labores domésticas con las cuales pueden defenderse para reinsertarse en la sociedad.

Las monjas organizan un pequeño curriculum de cada chica, con una foto y sus principales habilidades, y ofrecen sus servicios a través de una especie de agencia de empleo, totalmente informal, que funciona dentro de la comunidad católica. Por ese servicio no cobran ningún arancel. Es la última parte de su obra. Las chicas lo saben y es por ello que respetan férreamente la tradición de donar su salario al menos por dos años completos.

Andrea, aunque de carácter reservado y tímido, sobresalía entre sus compañeras por las facciones aniñadas de su rostro y las proporciones de su cuerpo que, sin que le alcanzara para ser modelo, ejercían un magnetismo al que nadie podía escapar. De fino cabello lacio, castaño, sus ojos marrones de inocente mirada contrastaban con sus apenas rosadas mejillas. En su rostro siempre había una tímida sonrisa dispuesta, que coronaba inevitablemente con mirada clavándose en el piso ante cualquier observación.

Aunque no sobresalía por sus pechos, mas bien pequeños, aunque firmes y redondos, su estrecha cintura (56 cm) remataba sobre su cadera redondeada, con nalgas mullidas, formando una suave curva. Sus piernas, sin duda, completaban esa belleza natural; torneadas, firmes y ágiles, daban a su andar un toque de celestialidad. Caminaba acariciando el suelo, con movimientos suaves, no ostentosos.

Su cara brilló de felicidad cuando al mes de haber enviado su curriculum las mojas le dijeron que una familia la iba a tomar, en Buenos Aires, para el servicio doméstico. En general tardaban entre 4 y 8 meses para colocar a una chica. Lo de Andrea fue muy rápido.

Su corazón se debatía entre la angustia y la felicidad. El temor a lo nuevo, a lo desconocido, se mezclaba con su ansiedad por empezar su verdadera vida, fuera de allí, aunque allí estaba su hogar, sus amigas, sus queridas monjitas. Le aclararon, antes del viaje, que se trataba de una familia católica muy apegada a las tradiciones, y muy adinerada; que fuese obediente, servicial y respetuosa. Casi un formulismo con ella, que reunía todas esas condiciones naturalmente.

El viaje en ómnibus duró varias horas. Andrea, pese a la felicidad, lloró por lo que dejaba.

Sabía que la estaban esperando en la terminal de ómnibus. Bajó nerviosa, con su pequeña maleta en la que llevaba todas sus pertenencias: su pobre pero aseada y prolija ropa, y una Biblia. Todo se lo habían obsequiado en el convento.

La esperaban dos hombres, de unos 50 años. Cuando bajó se acercaron a ella y se presentaron. Uno era su futuro patrón, peinado a la gomina, de gesto serio, y el otro era el chofer, morocho, también serio. El chofer tomó la maleta y el patrón, el Señor Luis, le dio formalmente la bienvenida.

El enorme auto al que subieron la impactó. Ella no veía el mundo exterior mas que por televisión desde hacía diez años. Todo la apabullaba. El señor Luis le dijo que Gertrudis, la ama de llaves, la pondría al tanto de todo.

Entraron en una enorme mansión en el barrio de Palermo, cercada por altos muros. La casa, cuyo terreno ocupaba mas de media manzana, estaba rodeada de jardines y arboledas.

El señor Luis se despidió de ella y Ramón, el chofer, la acompañó ante Gertrudis. La ama de llaves tenía aspecto rudo. De indisimulable ascendencia alemana, rubia ya canosa, rostro surcado de arrugas, ojos celestes, labios finos, muy delgada, y con movimientos nerviosos.

Le explicó que iba a depender directamente de ella, que el plantel se componía de otras dos mucamas, una cocinera, el chofer, el jardinero y el mayordomo. La familia era de seis integrantes; el matrimonio del señor Luis y la señora Leticia, tres hijos varones; Fernando, Mario y Antonio, y una mujer, Magdalena.

Su horario de trabajo era de 6 a 22, con dos horas de descanso, entre las 13 y las 17, según conviniera en cada momento. Los domingos los tenía libre, entre las 6 y las 22, pero podía quedarse en la casa si lo prefería. Le dijo que iba a empezar haciendo de todo un poco, hasta que ella le encontrara una función definida, pues quería observar su desempeño. Le recalcó la puntillosidad en todo lo que hiciera, y que su aspecto y su aseo debían ser perfectos siempre. Que no se toleraba ninguna falta, y cualquier falta que cometiera significaría el despido o un castigo acorde. Andrea escuchaba, muda, sin poder asimilar aun tantas cosas. Gertrudis la acompañó a lo que desde ahora sería su habitación, un diminuto cuarto en el ático, con una modesta cama, una mesita de luz, una silla y un pequeño armario. Todo muy pulcro. En el armario había dos uniformes de mucama, con cofia y todo, que debía usar en todo momento. Le dijo que tomara uno y la llevó al pequeño baño contiguo, que tenía un lavabo, inodoro, bidet y una ducha manual. Allí la hizo desnudar. Andrea sintió un podo de pudor, pero accedió. Se quitó todas sus ropas frente a Gertrudis. La brava mujer enfocó su mirada en el pubis la de jovencita. "¿Qué son esos pelos? Hay que sacarlos todos" afirmó con tono autoritario. Andrea intentó preguntar porqué, pero la intimidatoria mirada de Gertrudis la hizo desistir. "Seguro que no sabes hacerlo. Hasta que aprendas, y espero que sea pronto, yo misma te lo haré" le dijo. "Una cosa mas. Mientras vivas aquí, nada de sexo." Dicho esto le pidió que la esperara y se retiró. Andrea quedó sola, confundida y un poco avergonzada, pero no sabía bien de qué. Sentía que había cometido una falta por tener vello púbico, pero las monjas nunca les habían dicho nada de esto. Ni siquiera las revisaban. En unos minutos estuvo nuevamente Gertrudis. Portaba una pequeña bolsita, de donde sacó una tijera. La hizo sentar en el inodoro, con las piernas abiertas. La mujer se arrodilló y rápidamente comenzó a recortarle el no muy abundante vello. Cuando concluyó con eso, le mojó la zona, le puso un poco de jabón y comenzó a rasurarla con una máquina de afeitar. Lo que más incomodó a Andrea fue cuando pasó la máquina por sobre sus labios. Realmente temió que pudiera cortarla, pero Gertrudis era diestra en este menester. Una vez que la dejó perfectamente lampiña la hizo duchar, en su presencia. Cuando terminó le dijo que siempre tendría todos los elementos de aseo, que a medida que se fueran terminando se lo comunicara, y ella le daría mas. Tenía cepillo de dientes, dentífrico, cepillo para el cabello, jabón, shampoo, crema enjuague, y paños íntimos.

Una vez vestida la llevó para que conociera la casa. En la recorrida fue conociendo a sus compañeras de trabajo: Ana, la cocinera, una gorda cuarentona con cara de buena, Analía, una de las mucamas, de unos 25 años, Carla, la otra mucama, de unos 30, y Rigoberto, el mayordomo, un cincuentón delgado y muy serio.

Su primer trabajo fue ayudar a Analía en los dormitorios. Casi no hablaron. Analía la estudiaba con cierto recelo. Luego ayudó a Carla, quien, por el contrario, le aconsejó estar bien con Gertrudis.

El primer día fue agotador para ella, entre el viaje y la tensión, quedó extenuada. A las 22.15 estaba en su cuarto y al instante cayó en un profundo sueño.

Se despertó sobresaltada cuando le quitaron las mantas de la cama. Era Gertrudis. "Son las 6.15" le dijo en tono severo.

Andrea se desesperó. El primer día y se había quedado dormida. "En tu horario de descanso hablaremos" le dijo Gertrudis.

Con toda velocidad se duchó y se vistió. A las 6.40 estuvo lista. Toda la mañana sintió una profunda angustia. Recordaba que cualquier falta podía significar el despido. ¿Cómo volvería al convento? Ese pensamiento la mortificaba. En el almuerzo apenas probó bocado. A las 13, terminado el almuerzo, le tocó el descanso. Gertrudis la llamó. Fueron a su cuarto.

"Ayer te lo advertí. Una falta y quedas despedida, salvo que aceptes recibir el castigo" le dijo. "¿Qué castigo señora?" se atrevió a preguntar. "Ahora te muestro" dijo, y salió. En unos minutos estaba de vuelta acompañada por Analía. Andrea no entendía que hacía su compañera allí. "Analía ayer cometió una falta", le dijo a Andrea. "Analía, muéstrale de qué se trata" le ordenó a la otra. Sin pronunciar palabra, pero visiblemente avergonzada, Analía giró, se metió las manos bajo la falda, bajándose la bombacha y luego se alzó la falda. Andrea se estremeció al ver el culo de la chica totalmente surcado por marcas de azotes. "Este es el castigo corriente por los errores que cometan, si quieren seguir trabajando aquí. Así que elige" le dijo a Andrea. La idea de ser azotada la espantaba, pero la de volver, fracasada, al convento, era peor aun. Con los ojos brillosos, al borde del llanto, aceptó ser castigada. Analía, mientras tanto, con la cabeza gacha, se acomodó la ropa y se retiró. "Vamos al sótano" le indicó Gertrudis. Muerta de miedo, Andrea la siguió.

Bajaron al sótano. Detrás de la bodega había una puerta, por la que entraron a un pequeño cuarto. El ambiente era muy húmedo. Una lámpara eléctrica alumbraba débilmente el lugar, de estrechas dimensiones, no mas de 2,50 por 3 metros. Había un armario metálico y un caballete de madera, con un almohadón en su lomo. Unas correas colgaban en cada una de sus patas. Gertrudis le ordenó que se desnudara, y mientras Andrea lo hacía, la mujer abrió uno de los candados del armario y sacó un "gato de nueve colas". La chica rompió en llanto en cuanto lo vio. "Si no te calmas, seré mas severa aun" amenazó la rígida mujer. Pero Andrea no podía contener el llanto. Gertrudis amarró sus piernas a cada pata del caballete. La chica no se resistió, aunque sin dejar de lloriquear. Luego la hizo inclinarse hacia adelante, sobre el almohadón, y amarró sus muñecas a las patas delanteras del caballete. Andrea quedó doblada, con sus nalgas casi en el vértice del ángulo que formaba. Gertrudis se puso detrás de ella y comenzó a descargar fortísimos azotes sobre la delicada carne de la muchacha. Cada latigazo era seguido de un desesperado grito de dolor. Andrea arqueaba la cabeza, como buscando aire tras cada golpe. El sufrimiento de la chica parecía enfurecer más a su disciplinadora, que se ensañaba castigándola con más ahínco aún.

Al cabo de unos momentos, y luego de haber descargado medio centenar de latigazos, por fin la paliza cesó.

Gertrudis tomó distancia, y con suma parsimonia guardó el látigo en el armario. Luego se acercó a la joven atada, que lloraba espasmódicamente, mientras el cuerpo le temblaba incontroladamente.

"Esta ha sido tu bienvenida. Espero que seas mas cuidadosa de las normas ahora" comentó mientras la liberaba.

Andrea no podía parar de llorar ni de temblar. Con dificultad se incorporó y apenas se pudo poner la ropa. La piel había quedado tan sensibilizada en la zona del castigo que la bombacha la rozaba y tenía el efecto de una lija.

Gertrudis la acompañó a su cuarto, y allí la dejó. Andrea se desnudó y se tiro en la cama, boca abajo, para aliviar su dolor, tanto del cuerpo como del alma.

Lloraba silenciosamente cuando escuchó abrir su puerta. Se sobresaltó. Era Analía que, con un gesto, le pidió silencio. Se le acercó con sigilo y se sentó a su lado, en la cama.

—"Bueno, ya debutaste. La primera vez es la mas impactante, luego una se habitúa a ser castigada. Aquí no nos salvamos ninguna de eso, ni Carla, que es la preferida de Gertrudis, ni la señorita Magdalena".

Andrea la miró con ojos sorprendidos. Estaba confundida y esas palabras le resultaron extrañas e incomprensibles.

—"Si. Supongo que todas las mujeres de la casa" prosiguió Analía, enigmática. Mientras hablaba, de su bolsillo extrajo un pote de crema, que abrió, untándose las manos, para pasarlas por las laceradas nalgas de la muchacha. Para Andrea la crema fue un verdadero bálsamo que aliviaba su dolor.

—"¿Ya pasaste por la «peluquería»?" le preguntó, cambiando de tema.

—"¿Qué peluquería?" inquirió Andrea. Su compañera le hizo un gesto señalando el sexo.

Andrea comprendió y asintió. "Trata de estar siempre bien depilada, Gertrudis se fija mucho en eso" la aconsejó. Luego tomó el pote, poniéndoselo nuevamente en el bolsillo, y salió tan furtivamente como había llegado, no sin antes pedirle que mantuviera la visita en secreto.

Andrea quedó mas confundida aún. ¿Qué le habría querido decir con que "todas las mujeres de la casa" eran castigadas? ¿También la señora Leticia? ¿Y Getrrudis? No parecía concebible. Siguió tratando de entender, hasta que se acercó el horario de volver a la faena.

Se vistió, muy dolorida aún, y volvió al trabajo.

CONTINUARÁ.