Hijo del amante

Parte final de Retrato de un adulto

HIJO DEL AMANTE

Apenas habíamos convivido una semana cuando percibí cierta ausencia de mí mismo, en ciertos momentos, en aquella inesperada y precipitada relación con Antonio.

Aunque ya hacía un mes de habernos conocido pero tan poco tiempo de compartir nuestras vidas, mi amado grandullón actuaba como si me conociera desde siempre; como si fuera un miembro más de su familia. Tanto fue así el último fin de semana, que llegué a pensar que estaba sobreactuando. Incluso me sentí culpable de haber llegado a esa situación. Me hacía sentirme confuso.

Pensé en ciertos momentos ―a pesar de que jamás dudé de mis sentimientos hacia él― que intentaba cambiar la vida de mi pareja sin que él se opusiera a nada. Era como si pudiera hacer y deshacer a mi antojo… excepto en el sexo. Me estaba dejando llevar por su forma de comenzar y llevar a cabo cada uno de aquellos momentos íntimos que estábamos viviendo, mientras él parecía aceptar todas las proposiciones que yo le hacía sobre la vida cotidiana; como si fueran órdenes.

Hasta ese fin de semana, no habíamos hecho otra cosa que conocernos muy bien en la cama y un poco más personalmente. En mi mente seguía, como un plan estricto a cumplir que, si pasados quince días de su estancia conmigo, en casa, no se había encontrado un trabajo para él o no se sentía a gusto, debería volverse a Plasencia. Lo pensaba más por su bien que por el mío. Era como mi respuesta a su insistencia sobre su deseo de no depender económicamente de mí.

El segundo lunes que vivimos juntos, como ya pasara la mañana del primero, volvió a sonar mi teléfono muy temprano y se retorció para mirarme, como sonámbulo, hablándome entre dientes:

―¿Ya es la hora?

―¡Ya! ―le susurré tras silenciar la alarma―. El otoño se acerca, cari, y la pereza hace acto de presencia de vez en cuando, por las mañanas; cuando es más inoportuna.

―¿Qué quieres decir? ―preguntó como si le hubiera insinuado algo.

―¡Nada importante! Sigue descansando. Me refiero a que se acerca el tiempo de las mañanas oscuras, frías y lluviosas. En verano, a estas horas, ya entra la luz del sol por la ventana y, cuando llego a casa por la tarde, quedan muchas horas de día para hacer lo que quieras.

―Tienes razón ―contestó dándome la espalda despacio―. Te vas de noche y vuelves de noche. Esta casa es fría. Cuando estoy solo me envuelvo en una manta.

―¿Es que en Plasencia no hay invierno? ―le pregunté con cierta sorna mientras me incorporaba haciendo un esfuerzo.

―¡Claro que lo hay! ¡Y muy duro! Por eso le pondrían a aquella tierra Extremadura, supongo. O te asas en verano o te hielas en invierno. Aunque en el Valle del Jerte la temperatura es más suave que en la sierra. La diferencia con esto es que nuestras casas están preparadas para el frío.

―Esta también, Antonio ―le expliqué―. En cuanto aparezca el frío de verdad encenderán las calderas del edificio y tendrás el piso calentito todo el día. Si te quedas vestido aquí dentro, pasarás calor.

Al oír esas palabras, notando que no me movía del sitio de la cama donde estaba sentado, volvió la cabeza:

―Si tuvieras tiempo…

―¿Tiempo para qué? Sabes que me sobra alguno después de ducharme, vestirme, desayunar… Lo hago así para no tener que irme corriendo al trabajo. No está lejos, según lo que entendemos en Madrid como «lejos», pero hay un buen paseo. Otra gente tiene menos suerte que nosotros. Algunas personas tienen que andar un rato hasta la estación de metro más cercana, viajar unos veinte minutos y tomar luego el tren de cercanías o el autobús. El día que empecemos a movernos por otros barrios, serás consciente de que esto no es una ciudad cualquiera.

―Tú andas casi una hora, ¿no? ―respondió poco conforme―. No me parece poco.

―No lo es. ¿Por qué te interesa eso ahora?

―Me gustaría que te quedaras algo más ―gimió―. Solo es por eso. Te necesito esta mañana a mi lado.

―¡Antonio! ―exclamé acercándome a su rostro casi tapado―. ¿Te sientes mal? ¿Por qué estás así?

―Te necesito ahora, cari ―susurró compungido sacando los brazos del edredón para abrazarme―. Si tan solo pudieras quedarte un rato más…

―¡Claro que puedo! ―le respondí como pude evitando dejar asomar tristeza alguna―. No quiero verte así y tampoco puedo fallar en mi trabajo, pero tengo margen. ¡Dime! ¿Qué tienes?

―Te necesito ―me rogó―. A lo mejor, si te tengo un poco antes de que desaparezcas, no se me hará tan largo.

―No te preocupes ―dije seguro empujando las ropas para echarme a su lado―. No vas a estar solo tanto tiempo. Piensa que puede que trabajes pronto. También en tu trabajo harás amistades y el tiempo pasará sin que te des cuenta. He intentado ponerme en tu lugar en más de un momento. ―Acaricié sus cabellos para que se sintiera tranquilo y se volvió hacia mí―. Es lo que mis amigos llaman «empatía necesaria». Te aseguro que sé lo que me dices.

Me miró fijamente; casi sin pestañear. Sus ojos brillaron en la penumbra del dormitorio cuando acerqué mi boca a la suya.

―Espera ―dijo chasqueando sus labios contra los míos―. Tengo la boca seca.

Bebió un poco de agua del vaso que dejaba en su mesilla, la tragó sonoramente, sonrió y puso sus labios donde estaban un momento antes:

―Vas a pensar que soy un obseso sexual o como se llame eso. No es así, Roberto. Sabes tan bien como yo que, cuando abres los ojos por la mañana, descubres cuál va a ser tu estado de ánimo. Hoy… no quiero quedarme solo. ¡Ya sé que tienes que trabajar! No voy a interferir en nada de eso. Es que hoy…

Puse mis manos sobre sus hombros para dejarlas caer por su espalda hasta abarcar sus nalgas. Se movió un poco, solo un poco, para rozar su cuerpo con el mío; lo suficiente para hacerme comprender que me necesitaba. Lo fui acariciando y pellizcando mientras sus manos se movieron lentamente, por debajo de las sábanas, hasta apretar mis calzoncillos para descubrir mi erección matutina.

―Tomaré un taxi si hace falta.

Pensé que lo hacía feliz así; tan feliz como él me hacía a mí. Su rostro apenas se apartó del mío y, sin embargo, noté que no aparecía su sonrisa habitual. Era verdad que me necesitaba porque lo percibía en sus movimientos y, para colmo, yo lo necesitaba a él. Como había dicho con tino, hasta que uno no abre los ojos por la mañana no sabe de qué humor va a estar.

Fue un polvo rápido, por supuesto, pero no estaba dispuesto a dejarlo así todo el día. Me sonrió abiertamente cuando me levanté de la cama, empapado por su riada de esperma, para irme a la ducha.

―¡Gracias! ―susurró―. Sabía que lo harías por mí.

―¡No te quepa la menor duda! Ahora, aunque no me apetece, soy yo el que tengo que ponerme las pilas, prepararme y salir pitando. Te llamaré en cuanto pueda; en cuanto llegue, si te hace falta.

―No es necesario que te preocupes tanto. Trabaja y rinde. Creo que saldré luego a pasar la mañana en la calle.

―Como quieras. Te llamaré al móvil si no estás en casa.

―¡No, no hace falta! ―insistió―. Voy a evadirme.

Otra vez, con aquella ya molesta sensación de incomodidad, salí por la puerta camino al trabajo. Había olvidado la costumbre de ponerme los auriculares e ir oyendo música para hacer el camino más corto. Ni siquiera los había metido en el bolsillo de la chaqueta. Caminé a paso ligero.

Cuando llegué a la oficina del hotel era algo tarde ―unos minutos― y nadie comentó nada al respecto. Normalmente, era el primero en llegar. Me esperaban por si quería asistir a una corta reunión antes de comenzar la jornada. No me interesó nada eso de ponerme a charlar y decidí quedarme con Carolina, una de mis compañeras, para llamar a Antonio. Demasiado temprano para llamarlo, desde luego. Lo más lógico era que siguiera acostado. Colgué al tercer timbrazo y decidí esperar hasta las diez.

Carolina me observaba con curiosidad y, cuando la miré, se echó atrás la melena en un gesto instintivo de disimulo:

―¿No has visto que tienes una llamada perdida? ―preguntó amablemente ordenando su escritorio―. Ha sonado demasiado temprano. Hoy me he venido un poco antes y tú has tardado un poco más.

―¡El jefe quizás! ―le quité importancia―. Ya llamará otra vez…

―No, no, Roberto ―advirtió un tanto extrañada―. Si hubiera visto que era el teléfono del jefe, hubiera contestado yo misma.

―¿Entonces? ―pregunté inquieto.

―¡No lo entiendo! ―balbuceó―. Era… una llamada desde tu casa.

No pude contestarle. No había excusa creíble para aquella situación. Era evidente que yo no había llamado unos minutos antes, así que Carolina tenía que suponer que alguien me llamaba desde casa. Disimulé:

―¿Y Margarita? ¿Todavía no atiende las llamadas?

―No la he visto en su sitio al entrar. Sabes que el PBX desvía ciertas llamadas hasta aquí cuando no está ella.

―Claro ―inventé sobre la marcha buscándome en los bolsillos―. Tengo a un familiar en casa y quizá se me haya olvidado algo.

Volví a descolgar, pulsé el botón de rellamada y lo dejé sonar. Antonio no contestaba. Podría haberse equivocado de número intentando llamar a sus padres, por ejemplo, pero… ¿por qué tan temprano? ¿Por qué no me daba la señal de que estaba comunicando?

Me levanté un tanto intranquilo, me acerqué a la ventana que daba al patio y pensé.

―Voy a salirme un minuto a fumarme un cigarrillo, Carolina. Mientras estos acaban la reunión, poco podemos hacer.

―No te preocupes ―contestó amablemente―. Si volvieran a llamarte, te aviso.

Me apresuré hacia la salida de servicio asegurándome antes de que Margarita, como me dijo mi compañera, no estaba aún en su puesto. Saqué mi móvil y llamé a Antonio al suyo. El desesperante mensaje que decía que el terminal no estaba operativo me hizo dejar caer los brazos mirando al frente; con la vista perdida.

«Me he equivocado», musité mintiéndome a mí mismo y volví a pulsar su icono en la pantalla. No escuché ni las primeras palabras del mensaje. Antonio había apagado su teléfono que, una hora antes, estaba encendido y cargándose junto al vaso de agua de su mesilla.

Pensé mil posibilidades mientras me fumaba un cigarrillo con ansiedad casi insana. Podría haberme llamado para decirme que salía temprano a la calle pero, ¿por qué apagó su móvil? ¿Podría ser que se hubiera metido en el metro y estuviera fuera de cobertura? Sabía por mis amigos que a veces fallaba ese servicio… Tenía que esperar. Volví a la oficina.

Se me pasó el tiempo volando y, a las diez de la mañana, cuando llegó la hora del desayuno, me aparté del grupo de compañeros, fui a recepción y le pregunté a Margarita ―que ya estaba en su sitio atendiendo llamadas― que si había recibido alguna más. Se limitó a confirmarme mi llamada perdida a primera hora, le di las gracias y volví a la salida de servicio.

Antonio no contestaba al teléfono de casa y su móvil seguía apagado. Recordé entonces aquellos comentarios, aparentemente sin importancia, que habíamos hecho sobre mis llamadas para controlarlo. La única persona a la que él conocía en Madrid ―al menos eso pensé― era Paul. Tal vez se había ido dando paseos hasta su tienda para… recoger la ropa, charlar, distraerse… No podía colegirlo. ¡Me dijo que quería evadirse!

Sobre las diez y cuarto decidí llamar a la tienda:

―¡Roberto, cariño! ―contestó mi amigo―. ¿Qué bicho os ha picado hoy?

―Hola, cucaracha ―ironicé―. No andará por ahí mi novio, ¿verdad?

―¿Antonio? ―exclamó―. ¡Ya decía yo que algo pasaba! ¡Hm! Esta llamada tuya tan rarita a estas horas… Tu… novio, estaba aquí esperando en la puerta cuando llegué, para recoger la ropa que le faltaba. Se la he dado toda, ha estado super, super amable, ¡qué encanto!, y se ha despedido corriendo.

―¿Sabes si volvía para casa?

―¡Vamos a ver, corazón! ―contestó teatralmente―. No sé qué es lo que os traéis entre manos y no me gusta meterme en la vida de nadie, como ya sabes, pero… yo diría que ha sido como una despedida; des-pe-di-da; ¡adiós! Le he dado la ropa porque así me lo pediste.

―Perdona, Paul ―me disculpé jadeando―. No entiendo muy bien qué quieres decir.

―¡Vaya! ―me pareció que se quejaba―. Creo que ya me he metido donde no me llaman. Tonto no soy, Roberto. ¿Crees que no me di cuenta de cómo era tu novio? La otra noche estuvimos mucho tiempo hablando, cariño. ¡Un idiota se habría dado cuenta de que Antonio te estaba sacando los cuartos! Creí que no te importaba, pero en esas cosas no me meto… y eso lo sabes de sobra.

―No lo entiendo… ―reflexioné.

―Será verdad que el amor es ciego ―prosiguió―. A mí me pareció que ese pedazo de tío era un poco… ¿tonto? ¡Un tonto listo! No sé lo que ha pasado entre vosotros y mejor no me cuentes nada. Solo te digo que ha recogido el resto de la ropa, amablemente, y se ha despedido de mí; ¡para siempre! ¡Chao! ¿Comprendes?

―¡Ya! ¡Gracias… gracias!

Corté la llamada intentando encajar las piezas de aquel rompecabezas incomprensible. Unas horas antes me había quedado en casa unos minutos más para despedirme de él, como me pidió. «Voy a evadirme», dijo. No sabía qué pensar y me iba a ser imposible trabajar. Volví a la oficina pasándome la mano por la cara y el cuello, muy nervioso, exagerando mi malestar. Carolina se levantó y se me acercó:

―Tienes mala cara, Roberto ―me susurró al oído―. Coge un taxi y vete a casa. Sé lo que tengo que hacer; no me pongas excusas.

Creí que iba a estallar en el taxi y lo pensé mejor. Tenía que cerciorarme bien antes. Quizá no estaba pasando nada especial.

Subí las escaleras saltando los escalones y, al ir girando la llave, supe que no estaba allí: le había dado las cuatro vueltas al cerrojo. Entré en casa como una exhalación y lo vi todo muy ordenado. La cocina estaba tan bien recogida como él la dejaba siempre, las cortinas echadas, la cama hecha…

Me acerqué al ropero a ver si estaba su ropa. No, no estaba; tampoco su bolsa. La caja donde dejaba siempre algo de dinero en metálico para gastos estaba vacía. Corrí al teléfono para ver las llamadas salientes y allí estaba la que había hecho al hotel pocos minutos antes de que yo llegara; porque me retrasé… También había llamado a Paul ―que no le habría contestado― y… a un número de teléfono con el prefijo de Plasencia, 927.

Me detuve a pensar para no actuar visceralmente. Tal vez, el grandullón no estaba haciendo lo que imaginaba. Sin embargo, llevárselo todo ―incluso más de mil euros de la caja―, era una señal muy mala. O yo era muy tonto o él era demasiado listo. No había notado nada extraño en su mirada; solamente la candidez desconcertante de siempre.

Descolgué de nuevo y observé dudoso el número de teléfono que posiblemente era el de su casa. Lo seleccioné y pulsé la tecla de llamada…

―¡Buenos días! ―contestó una voz femenina joven―. Residencia de los señores de Fajardo. ¿Quién llama?

―¡Hola! ―hice un esfuerzo para parecer amable―. ¿Podría hablar con Antonio?

―¿Don Antonio padre o don Antonio hijo?, por favor.

―Don Antonio hijo.

―¿De parte de…?

―Soy un amigo de Madrid… Andrés.

―¡Ay, lo siento, señor! ―respondió con seguridad―. Todavía no ha llegado. ¿Le dejo algún recado?

―¡No, no, no hace falta! Ya lo llamaré más tarde… ¿Sabe sobre qué hora llegará?

―¡No, señor! La hora exacta no la sé… Creo que llegará a mediodía o esta tarde. Si quiere hablar con su señora madre…

―¡No, gracias! Muy amable. Lo llamaré esta tarde.

Caí como un saco sobre el sofá. Antonio se había ido a su casa. Tenía que trazar algún plan. ¡Ir aprisa a la estación!

Inmediatamente, al mismo tiempo que iba rehaciendo planes uno tras otro, salí corriendo a la calle de Toledo a buscar un taxi. Me aseguré de que llevaba dinero suelto y levanté el brazo cuando vi el primero:

―¡A Atocha AVE, por favor!

Ni siquiera recogí la vuelta del taxista cuando llegamos a la entrada de la estación. Me bajé del taxi corriendo y bajé, casi peligrosamente, hasta donde estaban los paneles de las salidas. Podría haber salido en un tren a Plasencia a las 10:18 y ya no habría otro hasta la una del mediodía. Eran más de las once. Corrí a mirar con prudencia si estaba allí esperando. No; por más vueltas que di, no pude encontrarlo. Era demasiado visible y llevaba demasiado bulto como para moverse mucho o pasar inadvertido.

Llamé otra vez a Paul ―que contestó asustado― para saber a qué hora había estado Antonio en la tienda. Me aseguró que estuvo a las nueve en punto; hora a la que llegaba él para abrir. Le pareció que tenía prisas… lo que significaba, con toda seguridad, que Antonio ya sabía que saldría un tren pasadas las diez. Tenía que rehacer mis planes.

Me senté en la mesa de una cafetería con un café bien caliente para reponer fuerzas y, sacando mi libreta de notas Moleskin y mi teléfono, me dispuse a hacer los organigramas que siempre me permitían aclarar mis dudas en muy poco tiempo.

No era nada probable que se le ocurriese volver a Plasencia en autobús, por ejemplo. Antonio se había ido en ese tren. No estaba en la estación y, por las palabras de la persona que me habló por teléfono, ya sabían que llegaría sobre el mediodía: a partir de la una. Yo solo tenía dos posibilidades: olvidarme de él para siempre o intentar localizarlo. La primera opción quedó descartada al instante; amaba de verdad a Toño y no estaba dispuesto a perderlo de esa forma. Localizarlo no iba a ser tan fácil. Si volvía a llamarlo para preguntarle, lo más seguro era que no se pusiera al teléfono.

Tomé la decisión más radical. Pedí otro café caliente ―más corto de café para no saltar de los nervios― acompañado por una porra ―masa frita― y llamé a Margarita:

―¿Estás muy ocupada?

―No, no demasiado. ¿Qué ha pasado?

―Os lo contaré con calma ―le expliqué―. Ahora necesito que me digas si sería posible tener una habitación para un par de noches en el Parador de Plasencia… Quizá sean tres noches.

―¿Sería para hoy? ―preguntó con normalidad.

―¡Sí! Entrada para esta tarde. Me gustaría saber si habría problemas para quedarme algún día más si lo necesito…

―¡Qué disparate! ―exclamó riendo―. A nosotros no nos van a poner pegas. ¿Te llamo cuando lo sepa seguro?

―¡No, no! ¡Déjalo! Necesito mirar algunas cosas antes. Yo te llamaré dentro de un rato; desde casa.

―¡Ah, perfecto! Y no te preocupes; no es mala temporada, es lunes, y… ¡llamo yo! Cuenta con la habitación. ¡Suerte!

Decidí irme en coche para tener mayor libertad de movimientos. No sabía dónde estaba la «residencia de los señores de Fajardo» o si tendría que desplazarme a otro lugar.

Apuré el café, pagué, tomé otro taxi y volví a casa ultimando detalles y haciendo una lista de lo que necesitaría llevarme, aparte de la ropa. Ya en casa, volví a llamar a Margarita, que me confirmó que disponía de una habitación para, como mínimo, dos días:

―¡Verás, Margarita…! ―titubeé―. Me llame quien me llame, ¿podrías decirle que estoy reunido? Sea quien sea y cuando sea.

―¡Pues claro! Vete tranquilo.

Preparé el equipaje y, muy poco tiempo después, tras apagar el teléfono, salí con mi coche hacia la carretera de Toledo para ir por las autovías. Según el GPS tardaría dos horas y media y llegaría a buena hora para almorzar. Llevar el móvil apagado y no estar localizable ni en casa ni en el hotel, si me llamaba, sería una intriga para él. Estaba seguro de que no imaginaba que iba aparecer por su ciudad.

Sin darle más vueltas al asunto y terminado el viaje, entré en Plasencia. No era una ciudad tan pequeña como había imaginado aunque, tras recorrer algunas calles y pasar el puente sobre el Jerte, llegué enseguida al casco histórico. Aspiré profundamente cuando me encontré de frente en una plaza con la fuente de San Nicolás. Allí cerca, muy cerca, estaba el Parador. Esperé allí fríamente al momento adecuado.

Después de un almuerzo exquisito, con platos típicos, caí rendido en la cama. Si había llegado a su casa poco antes que yo, no saldría a la calle hasta más tarde; si salía. Me quedé dormido.

Al salir del Parador cuando se iba el sol, pasando la fuente, entré por la callejuela Rúa Zapatería, que daba directamente a la Plaza Mayor. No era un lugar demasiado espacioso, así que fui mirando con disimulo y buscando en los bares. Antonio, sin duda alguna, no estaría esa tarde para paseos. Me volví al hostal sin éxito, cené y me dispuse a descansar.

El reloj de mi mente me llamó muy temprano el martes, aún de noche, y decidí desayunar en la calle y dar más paseos. Empezaba a desesperarme por no encontrarlo ni ver una pista, sin embargo, en general, había conseguido tomar las circunstancias con la máxima frialdad.

Aquella misma tarde, después de dar unas vueltas para ver los monumentos, me encontré otra vez en la Plaza Mayor, sentado durante mucho tiempo en una mesa de la terraza de un bar desde donde podía observarlo todo.

En cierto momento, cuando me daba por vencido y me disponía a dar otras vueltas, me pareció ver a alguien corpulento, con traje oscuro, entrar en otro bar. Me acerqué a paso ligero decidido a entrar, pasara lo que pasara, cuando tropecé con alguien que salía. Era él.

A un metro el uno del otro, nos miramos durante unos segundos que me parecieron interminables. Allí delante, con su belleza, con su mirada ladeada y misteriosa, llena de espanto, de inseguridad, de temor a mi reacción, tenía al chico que estaba buscando.

―¡No, no, Toño! ―musité haciéndole un gesto de tranquilidad con las manos―. No tengas miedo de nada… Necesitaba verte.

No hubo respuesta. Dio un corto paso atrás y temí que huyera corriendo.

―¡Espera, hombre! ―insistí―. Ni siquiera quiero molestarte… ¿Podemos hablar?

Asintió levemente sin abrir la boca y me pareció que temblaba. Le sonreí:

―Si prefieres que no nos vean juntos, podemos ir a otro sitio, ¿vale?

Asintió otra vez sin perder su gesto severo e hizo un ademán para que lo siguiera. Respiré tranquilo; sabía que el encuentro iba a ser lo más difícil.

No caminamos mucho. Fui todo el tiempo tras él observándolo y solo volvió la cabeza un par de veces para asegurarse de que lo seguía. Al llegar a un portal grande de una vivienda que parecía deshabitada, dejó de andar y se volvió despacio:

―No es lo que piensas ―dijo casi lloriqueando―. Creo que me he equivocado.

―Te has equivocado, Toño ―insistí en usar su verdadero apelativo―. No entiendo por qué me has hecho esto. ¿En qué me he equivocado yo?

―¡No! ―respondió muy asustado―. ¡No, no! Tú no te has equivocado. No sé qué me pasa.

―¿Te has asustado por algo? Compréndelo; si hubiéramos discutido… pero desapareciste de repente, cuando menos lo esperaba.

―Te llamé ―susurró bajando la vista―. Nadie cogía el teléfono.

―¿No te vendrías por eso, no? La telefonista no había llegado.

―No vas a perdonarme, lo sé; pero no podía seguir viviendo así en Madrid.

―¿Por qué? ―fui cariñoso―. Hubiera bastado con que me lo dijeras. Nunca he querido obligarte a nada.

―¡No, no! Querías que me quedara a trabajar…

―Eso tenías que decidirlo tú, no yo. Insistías en que no querías vivir a mi costa. ¡Nada más!

―Si me ponía a trabajar, no nos íbamos a ver nunca… Preferí dejarlo todo.

―No me malinterpretes, Toño. Me dices que no quieres vivir de mi dinero y te traes toda la ropa y todo lo que había en la caja…

―¡No, no, espera! ―gimió acerándose a mí bastante y dudando lo que iba a decir―. A lo mejor no me crees, Roberto… No puedo vivir sin ti, ya te lo he dicho mil veces. Pensé que esa ropa siempre me recordaría a ti. Yo ya tengo ropa de sobra, de verdad. Puedes llevártela, si quieres.

―No vengo a llevarme tus cosas, grandullón ―dije como si no hubiera pasado nada―. Me asusté al ver que también me dejaste la caja de caudales vacía.

―¡Me lo dijiste tú! ―se lamentó como dándose cuenta de no haber entendido algo―. Me dijiste que no saliera a la calle sin dinero. No sabía cuánto me iba a costar volver y, con las prisas, decidí coger el sobre entero. ―Metió su mano en un bolsillo―. Aquí lo tienes, Roberto. No he tocado un céntimo. Solo he gastado de mis sesenta euros y me ha sobrado, ¡de verdad!

Me dejó sin palabras. Si en aquellos momentos me hubiera dicho alguien que Toño tenía algún tipo de retraso mental, me lo hubiera creído. En el bolsillo llevaba el sobre con todo el dinero.

―¡Dios mío! ―exclamé―. ¿Llevas todo esto encima?

―¿Es mucho? ―preguntó sorprendido―. Ni siquiera lo he contado. Si lo dejo en casa, me registran y me lo quitan. Pensaba devolvértelo.

―¡Vamos a algún sitio, anda! Deberíamos sentarnos un buen rato, si no tienes algo que hacer, y comentar lo sucedido. No temas, porque cogeré el coche y me iré si no quieres verme más.

―¡No, espera! ―reprimió un grito aferrándose a mi brazo―. ¡No te vayas!

―Pues vamos a alguna terraza tranquila; donde no haya gente. Nadie tiene por qué enterarse de nada, ¿no crees?

―Tienes que comprenderme y no sé cómo voy explicarte esto. ¡No lo sé!

―Por eso ―insistí amablemente―. Yo te ayudaré. Si no ves claro lo de vivir en Madrid o no quieres verme…

―¡No digas eso! ―Se volvió como si llorara.

―¡Venga, grandullón! No pasa nada. Vamos a charlar un rato. Si quieres, podemos cenar juntos. Mañana tengo que irme.

―¡Claro! ―accedió―. Pero sería mejor no sentarnos en la calle.

―¡Escucha, Toño! ―le dije con misterio―. En el Parador hay un bar espectacular y casi no hay nadie. ¿Qué te parece?

―¡Sí, sí! ―contestó seguro―. Allí no he entrado nunca y no conozco a nadie, pero… ¿vamos a subir a la habitación?

―No; eso no puede ser. No sé si me llamarían la atención.

―Mejor no subir ―concluyó―. ¿Vamos?

El paseo hasta el Parador fue corto y algo tenso. No quise comenzar a aclarar temas hasta estar en un lugar apartado y Toño se limitó a ilustrarme sobre los edificios que íbamos viendo.

Ya dentro del bar del Parador, que era un lugar impresionante, comentamos algo sobre lo espectacular del edificio, nos sentamos en una mesa apartada de la barra ―no había nadie en esos momentos― y saqué el tema:

―Pienso que tal vez veríamos las cosas más claras si me comentas cuándo y por qué decidiste abandonar Madrid. Después, ya veremos…

―Me sentía muy triste ―respondió tranquilo―. Cuando fui al restaurante y me hablaron de trabajar en otro sitio, me di cuenta de que no nos íbamos a ver más.

―No iba a ser así, pero sigue…

―Me da pánico la idea de verme solo en Madrid… ¡No me preguntes por qué! No me veía yendo solo a trabajar por unas calles que desconozco. No podría hacer eso y quedar como un irresponsable para la empresa… ¡La empresa de tu padre!

―¡Eh, no, no espera! ―aclaré―. Esa cadena de empresas no es de mi padre. Digamos que es uno de los accionistas y que trabaja en ciertas gestiones. Pero, sí es verdad que noté que no te sentías muy a gusto en la calle; tampoco si ibas conmigo.

―Me dijiste que aquello era solo un barrio y que el día que fuéramos a otros, me daría cuenta de que Madrid no es una ciudad cualquiera. ¡Ponte en mi lugar!

―Te entiendo ―asentí―. No se puede evitar ese miedo a sitios desconocidos y, si te asusta salir solo a la calle… Eso es un miedo que no sé cómo solucionar. Podría ser una agorafobia, creo. Me parece que el problema no soy yo, ¿verdad?

―¡No! ―exclamó conteniéndose al instante―. No sé qué va a ser de mí sin ti. Ahora tampoco me sentía a gusto aquí sabiendo que te abandoné.

―Quizá necesites un psicólogo que pueda descubrir cómo evitar eso… No lo sé. Si es verdad lo que dices y te quedas, los dos nos vamos a sentir muy mal.

―Hasta he soñado que pudieras trabajar aquí… No veo una salida por ningún lado. Por la mañana, el lunes, me di cuenta de que no podía decirte que quería venirme y no podía soportar la idea de quedarme allí encerrado. Te lo dije: al abrir los ojos por la mañana es cuando te das cuenta de cómo va ser el día.

―De todas formas, Toño, podríamos haberlo hablado. ¿Tú sabes el susto que me has dado?

―Lo siento. ―Bebió unos tragos de su refresco―. Me di cuenta de que tenía que irme de allí si no quería caer enfermo; por eso te pedí que te quedaras unos minutos más. No esperaba que robaras parte de tu tiempo para estar conmigo. Me sentí muy bien.

―Pues eso mismo podría haber pasado por la tarde, por la noche, al día siguiente. A mí no me ibas a perder nunca, pero si dejara de trabajar para estar juntos, sí que no podríamos estar juntos. ¿Comprendes?

―Comprendo ―contestó bajando la vista―. Debo haberte parecido un vago, un imbécil, un aprovechado o un hijo de puta; no quería hacerte daño. ¿Qué podía hacer?

―No lo sé, la verdad ―razoné―. Tienes un problema que yo no puedo solucionar. Lo único que puedo hacer es darte mi cariño. Necesito el tuyo…

―¿Qué habitación tienes? ―cambió la conversación―. ¿Es bonita?

―¡Sí, muy bonita! Acorde con el precio, claro. A las habitaciones las llaman celdas, como si esto siguiera siendo un convento; pero es bastante lujosa. No puedo permitirme tanto gasto en tan poco tiempo. Volveré a Madrid por la mañana temprano y tendré que soportar una bronca por desaparecer del hotel…

―Todo por mi culpa ―reconoció cabizbajo―. Si al menos pudiera hacerte feliz un poco más…

―Tendrías que hacer un sacrificio y sé que no vas a poder. No voy a pedirte que te vengas conmigo. Esa sería la única forma de que lo nuestro no se acabara. Siento que sea así; tanto como tú.

―¿Y no puedes enseñarme la habitación? ―insinuó atemorizado.

―¡A ver! ―le dije con paciencia como tantas veces―. No me parece bien llevar a la habitación a un invitado. Me da igual si piensan esto o aquello; es una cuestión… formal. Si quieres… ―pensé mucho lo que iba a decir―. Estas escaleras del bar suben a la galería. Mi habitación está cerca y un tanto escondida. ¿Sabes que me arriesgo a que me llamen la atención?

―¡No, no, déjalo! ―balbuceó―. ¡Se pueden dar cuenta!

―Nadie se va a dar cuenta de nada, Toño. No voy a meterte en la habitación a pasar la noche de incógnito. Si quieres… verla…

Asintió y sentí escalofríos. Pasar un rato juntos en mi celda no iba a servir para nada. Mi amor con Toño era imposible. Se trataría de echar un polvo que no haría más que empeorar la situación, pero no podía negarme a algo tan deseado. Me levanté y le hice señas.

Subimos por aquellas egregias escaleras que llevaban a la galería y le fui mostrando algunos detalles que me habían llamado mucho la atención: los muebles, las lámparas, los ventanales… Ya era de noche cuando entramos por el pasillo que llevaba a mi estancia. Abrí la puerta, coloqué la tarjeta en la ranura y se encendieron las luces. Abrió la boca asombrado:

―¡No sabía que aquí había un hotel así! Tiene despacho y cama con dosel. Mi padre los quitó hace un par de años.

―Seguro que tenéis una buena casa ―comenté―. Llamé el mismo lunes y lo cogió una joven…

―¡Ah! ―exclamó sonriendo y acercándose a mí―. Sería una de las sirvientas. ¿Le dijiste quién eras?

―No, no dije nada. ¡Pasa, anda! Si quieres, tomamos algo.

Permaneció en silencio. Me tomó de la mano y nos acercamos a la cama. Lo miré con tristeza y, al mismo tiempo, quise memorizar toda su belleza; una belleza que iba a perder para siempre.

―Nos haremos más fotos ―dijo―. Quizá algún día pueda escapar de estos miedos y volvamos a vernos como ahora, pero en tu casa.

―Te estaré esperando siempre ―contuve las lágrimas―. No creo que sea capaz de emparejarme con nadie si no eres tú.

Sus manos se posaron en mi pecho ―como lo habían hecho casi siempre― y se cortó mi respiración. Tenía delante a la persona que quería para mi vida, sabiendo que iba a ser imposible que mis deseos se cumplieran. Toño, mi amado, el amado de mi vida, era para mí como mi hijo. Me gustaba cuidar de él, mostrarle mi mundo, enseñarle lo que no supiera… Guiarlo.

No, amigo lector; ya había visto y oído lo suficiente como para saber que la vida en pareja con Toño sería imposible; no solo para mí, sino para cualquiera.

Retiré la colcha con cuidado y nos sentamos uno junto al otro, muy cerca; como aquella primera noche en el sofá de mi bungaló de Mazagón. Su mirada cándida, en realidad, la percibía como la de un niño. Mi niño; mi grandullón.

Mi mano cayó sobre su pierna y saltó con entusiasmo para besarme sabiendo que yo no estaba allí para reprimirle. En un beso largo, de los que a él le gustaban, me estaba entregando todo su ser; como había hecho siempre. Los dos éramos amantes y amados y, eso, no era ni es algo fácil de encontrar.

Caímos hacia tras, sobre las sábanas, y me miró profundamente con sus ojos de miel:

―¿Puedo chupártela?

―¡Claro que puedes!

Se sentó y abrió sin prisas mis pantalones, bajando poco a poco la cremallera. Ayudé para que pudiera tirar de ellos un poco y, agarrándose con fuerzas a mi bulto prominente, se dejó caer hasta hundir su boca y su nariz entre mis piernas. Aspiré profundamente. Esperaba lo mejor de lo mejor.

Tiró despacio de mis calzoncillos para sacar de allí lo que deseaba con locura y, antes de que me diera tiempo a pensar en nada, la noté entrar en su boca hasta el fondo, mientras cerraba los ojos.

Podía notar en la piel de mi miembro los movimientos lentos de su lengua, el roce pausado de sus labios apretados y su respiración agitada:

―Creo que es mejor que no llegues hasta el final, Toño. Sé lo que te gusta y no voy a estar preparado para eso.

Hizo una pausa, deslizó su mano por mi vientre, bajo la camisa, para llegar hasta mi pecho y, pellizcándolo, se incorporó para mirarme:

―Avísame ―susurró―. No quiero que esta última vez te quedes sin metérmela.

Mamó y mamó como un niño chico y cada vez con más ansias, de tal forma, que en poco tiempo me agarré a sus cortos cabellos:

―¡Para, para! No aguanto más.

―Aguantas poco y me sabe a poco ―protestó.

―Sabes que solo de pensar en ti me corro. No sé por qué dices eso. Hoy no hay tiempo para repetir como a ti te gusta.

―Está bien ―protestó poniéndose de pie y arrancándose los pantalones―. Ahora te toca y sé que no me vas a fallar.

―¡Ven aquí y compruébalo!

Se quitó el resto de la ropa que le quedaba en menos tiempo de lo normal, dejándose solo los calzoncillos ajustados ―uno de esos que compramos en Madrid―. Se inclinó sobre mí para besarme y, dejándose caer hacia un lado, me dio la espalda, apoyó sus rodillas en las sábanas y acabó a gatas descansando su cabeza en la almohada.

Me levanté para ponerme de rodillas, bajé mis pantalones todo lo que pude y mi arma mortal, dura como siempre que lo sentía a mi lado, acabó empujando entre sus nalgas y rozándolas de arriba abajo.

Sabía que no le gustaba esperar y usé mis pulgares para abrir sus carnes y ver nuestro punto de encuentro favorito. Sin ningún preámbulo, tal como a él le gustaba, puse allí la punta y respiré a fondo para contenerme. Empujé uniformemente y, a veces, apreté con un leve empujón; hasta que fue entrando y su propio esfínter la absorbió.

Ya dentro, quemándome con el calor de sus entrañas, lo apreté por sus deseadas caderas y comencé a sacarla despacio y meterla casi de un golpe hasta el tope. Sabía que le gustaba que se lo hiciera así y lo supe en cuanto volvió sus ojos un instante para mirarme. Me sonrió.

Hice un esfuerzo extraordinario. Tuve que apartar mi mente de lo que estaba haciendo y, sobre todo, de con quién lo estaba haciendo. Me hubiera corrido al primer empellón. No hubo palabras como otras veces, sino silencio absoluto, hasta que supe que iba a estallar. No había vuelta atrás, ni espera posible.

Todo mi semen se había acumulado a borbotones en mis testículos, preparado para derramar mi interior en el suyo, estertor tras estertor. Apreté a fondo, todo cuanto pude, y fluyeron varios chorros que iban a quedarse allí con él. Uno, otro, otro… Caí agotado sobre sus espaldas y mordí su cuello mientras bajaba la actividad de mi cuerpo.

Me puse de rodillas, erguido, para dar un par de empujones de propina. Más que placer, empezaba a sentir cierta desazón. Tiré despacio y gemí cuando salió del todo. Se volvió hacia mí y mordió mis labios ―esa vez sí― como si supiera que no iba a poder vivir algo así en mucho tiempo.

Poco después. Cuando menos lo esperaba, me tomó por la muñeca y llevó mi mano hasta su miembro; enorme y erecto como no iba a encontrar otro. Quería que lo masturbase y me hizo mucha ilusión. Se la fui moviendo lentamente al principio y, al ver que abría la boca y aspiraba profundamente tapándose los ojos con el antebrazo, aceleré el vaivén, más y más, hasta que se dejó caer del todo sobre las sábanas, mirándome con los ojos espantados.

Por más que lo intentó, tampoco pudo evitar un orgasmo en pocos segundos. Los golpes de sus chorros de esperma caliente y muy abundante, se estrellaron en mi vientre, sobre mi camisa, que quedó totalmente empapada.

Yacimos unos minutos bocarriba, uno junto al otro, sin hacer otra cosa que mirarnos de vez en cuando. Tiré de su mejilla para observar sus ojos:

―¿Dónde voy a encontrar a un ser así? ―pregunté c0n cierta tristeza.

―Ya me has encontrado. Sabes dónde estoy y sé dónde estás.

―Voy a quitarme esta ropa ―dije limpiando mis manos―. La dejaría así para siempre porque está empapada de ti.

―¡Me amas! ―susurró―. Sé que me amas de verdad. Nadie hubiera dado un céntimo por alguien como yo; una mente vacía en un cuerpo lleno. Solo un buen padre y un verdadero amante harían lo que tú has hecho por mí.

No quería hablar de ese tema, así que me bajé de la cama, me cambié ante su mirada curiosa y le pedí que se vistiera.

Ya preparados y eliminada cualquier traza de haber estado en la cama, nos acercamos a la puerta para irnos.

Me dio la espalda antes de salir y lo abracé, apretando su vientre, para que se sintiera protegido, asomando mi rostro por un lado de su hombro. Me habló sin volverse y entrecortadamente:

―¡Ojalá te tuviera siempre así! No sé qué va a ser de mí ahora. Estar a tu lado me hace sentir seguro y tranquilo, no como en casa, que siempre me siento vigilado o bajo las órdenes de mi padre. Él encontró una fortuna venida de la herencia. ¿Para qué iba a estudiar? Tenía su vida más que resuelta… y la mía también. A lo mejor me enseñó a tenerle pánico a estar fuera de casa para que no huyera de él. Ahora, me aterra Madrid y, si es así, te voy a perder.

―Lo que dices es triste ―musité a su oído―. Puede que no lo haya hecho con mala intención, pero te ha convertido en un inútil; por mucho que sepas de cocina o de lo que sea. Podría decirte ahora mismo que te vinieras y darte un sueldo solo por estar a mi lado y, así y todo, no podrías hacerlo.

―No, no puedo. ¡Ojalá fueras mi padre!

―¿Yo? ―exclamé sorprendido―. Apenas te llevo dos años. Aun así, si te consuela pensarlo…

―Me consuela ―respondió seguro―. Puede que algún día aprenda cómo vencer este miedo y deje de hacerte sufrir. Dejaría de sufrir yo mismo. Ahora es imposible.

―Me queda el consuelo de que no vamos a perdernos del todo. Podemos conectar, hablar, vernos… Lo que no podremos es tenernos. Y yo ya no quiero tener a nadie si no eres tú. Tal vez, si el verano que viene volvéis a Mazagón…

―¿Irías? ―Se volvió inmediatamente―. ¿Volverías allí aunque no te guste?

―No iría a un sitio que no me gusta, Toño. Iría al único sitio donde podría tenerte un mes. Tampoco sé qué voy a hacer el resto del año. Nos hemos metido en un callejón sin salida. ―Lo besé un instante―. Vamos a cenar a algún sitio que conozcas. Volveré ya solo.

―Claro. Vamos a cenar ―hizo una pausa―. No te despidas de mí, por favor. Llámame cuando llegues para saber que estás bien.

De esta forma, amigo lector, se había hecho una pausa en nuestra relación que, muy posiblemente, sería más bien un final.

Nada se habló de nosotros en la última cena. Nos despedimos en la puerta, bajo un acuerdo tácito, con un simple «hasta luego» y, sin tener en cuenta el tiempo que lloré durante toda aquella noche, salí muy temprano de Palencia sin mirar atrás, como si temiera convertirme en una estatua de sal y, después de contar una película poco creíble en el hotel, me llamó el jefe a su despacho:

―Siéntese ahí, don Roberto ―dijo inexpresivo―. No vamos ahora a discutir sobre lo pasado. Afortunadamente, tiene usted a dos buenas compañeras que siempre le van a echar una mano. Me refiero a Carolina y a Margarita. Espero que estas faltas sin avisar no vuelvan a ocurrir. Para que eso no pase, siempre que necesite ausentarse dos o tres días, basta con que me lo comunique. Yo mismo hablaré con la dirección para que se le dé un trato especial en Plasencia.

―Pero… ―exclamé asustado.

―Váyase ahora a casa a descansar. El lunes se incorporará a su puesto; y… el otro jefe, su señor padre, no tiene por qué saber nada de esto. Descanse.

Poco más que contar por ahora, amigo; quizá en mucho tiempo. Llamé a Toño desde casa y se puso tan contento como si hiciera meses que no conectáramos. Lo que nos quedaba a los dos, de momento, eran unas videoconferencias por la tarde y seguir conociéndonos a distancia. Como si nunca hubiese estado en casa.