Hija, ¿qué haces? (1)

Óscar se pajea viendo a la niña de sus ojos masturbándose frente a una webcam

Alicia era la hermana mayor, pero eso no quitaba que fuera la favorita de su padre. Óscar estaba loco de amor por su primogénita desde el momento en que la sostuvo en sus brazos por primera vez. Para él ella era la niña más guapa, lista y dulce de todo el universo.

Pero su hija no era realmente tan dulce como él creía, o quería pensar.

Alicia desprendía una imagen angelical, pero lo cierto es que su cabeza estaba repleta de los más impuros pensamientos. Desde que perdió la virginidad a los quince, hasta el momento en el que su relación con su padre cambió para siempre, exploró su sexualidad de todas las maneras posibles: se masturbaba casi a diario, folló con hombres, mujeres y los dos a la vez; practicó tríos, orgías, sexo en lugares públicos, BDSM… En cuanto al incesto, esa fantasía nunca cruzó su cabecita, si bien continuamente pensaba en lo atractivo que es su padre, y alguna vez fantaseó con cazar a sus padres en el acto.

Ese día estaba probando con la webcam.

Escogió un día en el que sabía que estaría sola. Su hermana pequeña, la favorita de mamá, se había ido de excursión y estaría fuera durante toda la semana. Su madre, que era profesora en clase de su hermana, igual. En cuanto a su padre, éste le había dicho que iría a trabajar, y que probablemente no llegaría para la cena.

Así pues, decidió dar el paso a exponerse a un público online. Se vistió lo más inocente posible, y, a la vez, provocativa (pues su amiga Irene, que era igual de zorra que ella, le había dicho que el rollo lolita y colegiala eran lo que más ponía a los pajeros que hacían uso de ese tipo de plataformas). Vestía su uniforme escolar de cuando empezaba secundaria. La falda le quedaba un poco corta y podían verse sus nalgas por detrás, lo cual le venía de perlas. La camisa estaba apretada de manera que algunos botones se habían roto, y con esto sus tetas se veían como globos. A esto le añadió una corbata a medio atar, las medias hasta las rodillas y dos coletitas altas.

“Estás para comerte”, respondió su amiga Irene a la foto del look final que le mandó Alicia por whatsapp, “me masturbaré con esta foto”. Alicia rio. “Lo dejaremos para otra ocasión”, respondió, mientras notaba sus muslos empezando a mojarse debido a la humedad de su entrepierna. No llevaba bragas.

Encendió la cámara y se sentó en la cama, frente al ordenador, rodeada de su extensa colección de peluches. Llevaba una máscara puesta, de manera que no se le reconociera, pues aunque pareciese broma le daba cierto pudor que alguien pudiera reconocerla. Quizá otro día se la quitaría. La gente comenzó a meterse en el vídeo, más hombres que mujeres. Alicia sonrió. Empezaba el espectáculo.

Mientras que Alicia se abría de piernas y comenzaba a jugar frente a una veintena (y el número subía y subía) de hombres y mujeres calenturientos, Óscar cogía un autobús de vuelta a casa, pues ya había terminado su turno. Le había dicho a su hija que volvería tarde porque quería sorprenderla con un enorme peluche de un delfín, su animal favorito, como regalo por tan buenas notas en la última evaluación.

“Le va a encantar” pensó Óscar para sí mismo, “un peluche más para su colección, pero este va a ser especial, porque es un delfín y porque se lo he regalado yo”. Y cierto es que ese peluche cobró un importante significado para Alicia, y también para Óscar, pero no por las razones que él esperaba.

Llegó a casa a los diez minutos, y por culpa del peluche, que abarcaba la mitad que Óscar, se le dificultó abrir la puerta. Cuando por fin consiguió entrar, con la ilusión de ver a sonrisa y alegría de su niña al recibir el regalo, no se imaginaba lo que llegaría a encontrarse… y lo que iba a pasar.

—Ah, ah… Sii… Mirad como me masturbo, mirad como me ponéis, mmm, aah…

Óscar se acercó despacio al cuarto de su hija, incrédulo. No asumía que lo que oía eran los gemidos de su hijita, su primera hija, el amor de su vida. “Hija, ¿qué haces?” quiso gritar, pero cuando vio lo que pasaba con sus propios ojos, las palabras no salieron de su boca.

A través de la rendija, pues la puerta no estaba cerrada al completo, pudo ver a su dulce e inocente Alicia vestida de colegiala putón, con su uniforme que a saber cómo había entrado en él y un par de coletas perfectas para tirarle del pelo mientras se la empotraba.

“¿Pero qué cojones, Óscar? ¡Que es tu hija, por Dios!” se dijo el pobre hombre a sí mismo, pero aun así no tuvo el valor de apartar la mirada, ni de interrumpir a la guarra de su hija, ni de borrar ese impuro e incestuoso pensamiento de su mente. Su hija estaba masturbándose aparentemente frente a una webcam, jadeaba y se retorcía como una perra alentando a sus seguidores con frases a cada una más guarra, introduciéndose un consolador por su chochete depilado y completamente visible (pues esa falda no tapaba nada), hundiendo su espalda en los peluches de su infancia.

Los peluches…

Óscar se acordó del peluche de delfín que traía con él. A su hija siempre le habían gustado los peluches, desde pequeña, y no podía dormir sin uno. Ahora, en cambio, ahí estaba, para nada inocente. Ya era toda una mujer, una mujer sexy y caliente, irresistible y muy follable. ¿Para qué querría más peluches, cuando estaba claro que ya no era una niña?

Ante este pensamiento Óscar acercó el peluche hacia sí mismo, apretándolo contra su cuerpo, de manera que rozó contra el bulto en su entrepierna. Ahí es cuando Óscar se dio cuenta de que su polla estaba más dura que la piedra ante la imagen de su hija dándose placer. Era innegable: estaba cachondo. Muy cachondo.

Los pensamientos lógicos abandonaron la mente de Óscar, pues toda su sangre se concentraba en su pene largo, grueso y palpitante apresado por sus pantalones. Y comenzó a mover el peluche de delfín arriba y abajo, adelante y atrás, creando una deliciosa fricción con su miembro, tratando de aliviar la presión que sentía, pero esto sólo lo puso más cachondo, si eso era posible.

A tomar por culo.

Se olvidó de que era su hija a quien observaba, se olvidó de que él era su padre, y se restregó contra el delfín de peluche con más ganas. No tardó en bajarse la bragueta y sacarse la vibrante y dura polla para poder masturbarse directamente. Ya no buscaba aliviar su excitación, ahora buscaba buscaba gozar, experimentar el más rico placer y correrse ríos infinitos de semen.

Ajena a todo lo que pasaba detrás de la puerta y a los pensamientos (ya convertidos en acciones) de su padre, Alicia decidió que era tiempo de dejar de jugar y comenzó el principio del fin, el camino hacia un orgasmo que llevaba minutos aguantándose.

Todo por los fans.

Clicó un botón en su consolador y éste, introducido al completo en su estrecho coño, comenzó a vibrar deliciosamente. Empezó un bruto mete y saca mientras se imaginaba que un hombre maduro, viril y con un pollón tremendo se la follaba con todas sus fuerzas. Los comentarios de su público no hacían más que contribuir a sus fantasías.  “Menudo coño más bonito, lo lamería hasta dejarlo completamente seco”. “Pareces un ángel pero eres una completa perra, mira lo que estás haciendo ante cientos de personas”. “Me estoy corriendo como nunca antes”.

Pero sin duda el que más calentó a Alicia fue el siguiente: “Ojalá fueras mi hija para que vivieras bajo mi techo y folláramos todos los días, puta guarra”. Bajó la mano a su clítoris y se lo frotó con ímpetu, imaginando por primera vez, y empujada por ese comentario, que era su padre quien lo hacía. Sus gemidos y gritos aumentaron cuando, de reojo, descubrió a su padre escondido tras la puerta. En la oscuridad del pasillo, le pareció notar un movimiento sospechoso de su brazo derecho. ¿Acaso estaba su padre pajeándose… por ella?

Esto hizo que Alicia soltara un gemido aún más placentero y abriera las piernas más todavía. Se imaginó a su padre, con sus cuarenta y cinco años bien llevados, sus abdominales y músculos de tardes en el gimnasio, follándosela de todas las maneras imaginables: misionero, a cuatro, de pie, a horcajadas, sesenta y nueve, en la cama, en el sofá, en la encimera, en la ducha, en un ascensor, en un parque, en su despacho…

—¡JODER, PAPI! ¡SÍ! ¡DAME TU LECHE, QUE ME CORRO! ¡AAH, A-AH, M-ME CORRO!

Aumentó el ritmo de las embestidas del consolador y pronto la alcanzó un arrollador orgasmo. Alicia tembló de pies a cabeza, jadeante, mientras la leche salía de su coño y se corría como un lanzacohetes. Se acercó al ordenador de manera que sus 157 admiradores pudieran verla más de cerca y correrse con ella. Los comentarios de placer y satisfacción no se hicieron de esperar, y el coño de Alicia no paraba de soltar fluidos. Menudo orgasmo más rico…

Óscar, ante el grito de su hija, también aceleró el ritmo de su paja. Había intentado aguantarse, pues una parte de su mente le impedía dar ese paso de correrse por y con su hija, pero verla sucumbir al orgasmo le hizo por fin dejar salir su corrida. Aquel grito de “joder papi, dame tu leche que me corro”, además, había hecho que perdiera la cabeza.

En ningún momento se le ocurrió que realmente iba dirigido a él.

Untó el líquido preseminal de su glande a lo largo de toda su longitud y bombeó su polla de una manera hasta casi dolorosa. Apretó el peluche de delfín contra su boca para que su hija no lo escuchara, aunque ésta ya le había descubierto. A los pocos segundos, y con la ayuda de la imagen de Alicia todavía corriéndose, el semen salió descontrolado del nabo de Óscar. Ni siquiera le dio tiempo a cubrir su polla con alguna tela para no dejar evidencias de lo ocurrido. Ya hasta le daba igual: estaba siendo una corrida monumental. Salpicó su abdomen, su mano, la pared, la puerta y el suelo. Chorros y chorros de semen, blanquecino y espeso, que parecía que no terminaría nunca. Era la mayor corrida de su vida.

Óscar frotó y frotó su polla hasta que la exprimió por completo. Ésta, sin embargo, seguía a medio levantar. Normal, y es que nunca había experimentado tal placer. Se llevó los dedos a la boca y probó su propio semen, imaginando que era a su hija a quien le daba de probar de su leche. Hostia puta. Podría correrse con tan solo imaginarlo.

Sus pensamientos pasaron entonces al suelo, la pared y la puerta, empapados de su corrida. “Mierda”, pensó Óscar, “qué hago yo con esto?”. Pero, por suerte, no tuvo más tiempo para preocuparse. Alicia abrió entonces la puerta, agitada todavía por el reciente orgasmo. Su mirada se posó entonces en la majestuosa y recién corrida polla de su padre, y se detuvo ahí un rato, antes de decir las palabras que cambiarían su relación al completo y daría pie a la más placentera etapa de sus vidas.

—Menudo desastre, papi. ¿Te ayudo a limpiar?