Hija de la luna
Masulokunoxo presenta así su relato: Hay noticias que se me atragantan. Me da igual que haya sido en Italia y los negros fueran gitanos. Cualquier día ocurrirá -ocurre, pero no lo vemos- y nos preguntaremos por qué.
En el nombre de Alláh, El Compasivo, El Misericordioso.
Alabado sea Alláh, Señor del universo.
El Compasivo, El Misericordioso.
Dueño del día del Juicio.
A Ti sólo servimos y a Ti sólo imploramos ayuda.
Dirígenos por la vía recta. La vía de los que Tú has agraciado, no la de los que han incurrido en tu ira, ni la de los extraviados.
Me considero una buena creyente de la Fe Verdadera, procuro cumplir con los preceptos revelados en El Libro y no anidan en mi corazón ni el odio ni la envidia por ninguno de mis hermanos. Tampoco por los infieles; aunque ahora que vivo entre ellos, cada día me resulte más difícil. También albergo la esperanza de realizar algún día la peregrinación a La Meca. Algún día, Inshalla.
Esta noche, mientras Tekotu intentaba seducirme con todo su repertorio de bonitas palabras, y yo procuraba que sus manos no dejaran de acariciar las mías para que no las posase en otra parte de mi cuerpo-, he sentido el alma abandonar mi cuerpo y he viajado de vuelta en el tiempo y el espacio. El rumor de las olas rompiendo en la orilla, la Luna llena, majestuosa y serena y el olor de las patatas asándose en las brasas, me han transportado de nuevo a la playa de Axim, rememorando la última ofrenda de las Hijas de la Luna. Algún día yo también seré protagonista de la ceremonia y podré solicitar la protección de la Luna para mis hijos.
Estando tan cerca de África, el cielo de estas islas debería serme familiar. Pero es un cielo triste, con pocas estrellas. Un cielo tan triste como la gente de esta tierra. Una tierra de viejos. Como siempre le digo a Tekotu, no me gusta este mundo sin apenas niños. Echo de menos su risa y sus juegos.
Después de la lluvia de la tarde llueve todas las tardes en la Costa de Oro-, el sol se pone con un estallido de color y las sombras de la noche quedan perfumadas con el aroma profundo que exhala la tierra mojada. Es la señal que esperan las estrellas para inundar el cielo con los cientos de miles de puntitos blancos, uno por cada hogar de mis antepasados Fanti; mientras los niños alborotan, protestando antes de acostarse.
Los Fanti somos un pueblo orgulloso de sus tradiciones y, por mucho que se ofenda el mullah de la mezquita, la Luna gobierna el mundo de un pueblo de pescadores; particularmente el de las mujeres. Ella regula las mareas, las migraciones de los bancos de peces que nos alimentan y la fertilidad de sus hijas. Por todo ello la honramos.
La ofrenda tiene lugar con la luna llena, en la época de las mareas vivas. Es entonces cuando Ella demuestra todo su poder y la vieja hechicera convoca a todas las mujeres de la aldea. A medianoche, cuando los hombres y los niños duermen, nos reunimos todas en la playa, llevando con nosotras a los bebés que han nacido desde la última ceremonia. Los únicos varones que nos acompañan, a parte de los recién nacidos, son media docena de muchachos desnudos y con los ojos vendados. Han practicado todo un año con los tambores y se muestran ansiosos por demostrar que son dignos de tal honor.
Mientras en las hogueras se asan los frutos de la tierra y los dones del mar que ofrendamos, bailamos alrededor, muchas de las mujeres jóvenes con sus hijos atados a la espalda. El ritmo de los tambores va aumentando poco a poco, y con él, nuestra excitación. El baile se vuelve frenético, pateamos la arena de la playa, aullamos y nos vamos despojando de nuestras ropas, dejando que los rayos de luz de la Luna nos penetren, siendo fecundadas por ellos y cayendo en un clímax que, la mayoría de nosotras, estamos incapacitadas para obtener por otros medios. La luz se refleja en el sudor de nuestros cuerpos y demuestra nuestra total entrega. Si nuestros hombres nos vieran, apenas podrían creer que sus sumisas madres, esposas e hijas sean capaces de tal muestra de desenfreno. Los muchachos siguen batiendo los tambores y no se atreverán a mirar temen perder su virilidad irritando a la Luna.
Después, el ritmo cambia. El sonido de los tambores se vuelve grave, solemne, como si el latido de la tierra se acompasara con nuestro corazón. Llega un momento en que el ritmo cardiaco de todas nosotras late al unísono, dejando de ser nosotras mismas y tomando conciencia de que somos una sola entidad: Las Hijas de La Luna. Si el éxtasis anterior tenía un carácter casi físico, éste es aún más intenso y nos sume en un trance espiritual.
Es el momento en el que las madres elevan sus brazos a la Luna, mostrándole a sus hijos recién nacidos y solicitando para ellos su protección.
La magia es tan poderosa, que nos protege durante unos días de las palizas y humillaciones -a las que tan acostumbradas estamos-, de nuestros hombres.
Esta es una de las razones, al menos en mi caso, que me impulsó a emigrar poco después. Aunque, desde el día que me extirparon el clítoris, siendo aún una niña, tomé la firme decisión de no permitir que tal cosa le ocurriera a ninguna de mis hijas. Creo que ya entonces, aún sin saberlo, estaba decida a lograr un futuro mejor para mi familia. Pero, claro, esas decisiones no puede tomarlas una mujer; y menos aún una mujer casada, aunque puede influir en su marido.
Me casé bastante tarde, con dieciséis años. Ninguno de los hombres de la aldea venía a tratar con mi padre del negocio matrimonial y, mi madre, se desesperaba con el paso del tiempo. Incluso, llegó a amenazarme, que si antes de cumplir los diecisiete no encontraba marido, me ofrecería como concubina a uno de los ricachones de la ciudad. Creo que no esperó tanto. Un día, cuado aún faltaba más de un año, llegó la oferta de un rico comerciante de Axim: 500 $, al contado.
-Eres demasiado alta, muy flaca y con esos ojos grises, de bruja, no esperes que tu padre reciba una oferta mejor. Además, el señor Nkrina, te ofrece una gran oportunidad, como cuarta esposa.- Cuando ya estaba resignada a convertirme en la nueva adquisición de un viejo gordo y feo, aunque muy rico, me enteré gracias a un cotilleo de mercado- que mi pretendiente ya tenía cuatro esposas y varias concubinas. Ni tan siquiera mi madre estaba dispuesta a dejarme caer tan bajo, poco más que una puta.
La oferta que hizo Ngome, un amigo del hijo mayor del viejo, nos pilló a todos por sorpresa; a mí la primera. Apenas me había fijado en él, cuando vino acompañando al señor Nkrina y a su hijo. Se marcharon muy enfadados, después que mi padre rechazara tan indecente proposición. Un mes más tarde, llegó la suya: diez cabras y el 10% de participación en las capturas de una barca de pesca, propiedad de la familia de Ngome como primera esposa. Lo primero que me dijo, después de casarnos no había tenido la oportunidad de hablar antes con él-, era que le recordaba a cierta modelo americana de alta costura. En fin, son cosas de la gente de ciudad.
Mi primer hijo, una niña, murió antes de cumplir el año. La epidemia de tifus fue muy grave ese año. Los negocios de mi marido no marchaban bien y empezó a acumular deudas. Mientras nos veíamos cada vez más angustiados económicamente menos mal que su familia nos ayudaba-, crecía su determinación por emigrar a Europa. Mientras tanto, para evadirse de los problemas, me tomaba todas las noches hasta caer exhausto. Era un suplicio que yo aguantaba lo mejor que podía, sin quejarme. Una vez está bien, es lo correcto; dos todas las noches- ya es mucho; pero tres, cuatro y hasta cinco veces seguidas, me dejaban con el sexo hinchado, irritado y goteando sangre. Esperaba quedarme embarazada de nuevo cuanto antes y así tener una disculpa para negarme sin que me moliera a palos.
El negocio que iba a sacarnos de apuros, salió mal. El socio capitalista que promovía un negocio de importación de piezas de recambio, un francés, se infectó con el virus del VIH y desapareció de la noche a la mañana. La deuda contraída era demasiado grande para que la familia de Ngome la pagase y los acreedores empezaron a mostrarse demasiado impacientes por cobrar. Yo había oído historias muy desagradables de lo que les ocurría a los morosos y a sus familias- y no estaba dispuesta a que mis órganos internos fueran a parar al mercado negro de trasplantes.
Nadie sabe quién maneja las mafias de la inmigración ilegal, pero todo el mundo conoce a un amigo, que tiene un pariente, que está bien relacionado con alguien del gobierno, que puede ponerte en contacto con alguien, que a su vez sabe dónde dirigirte. Al final de esta cadena, aparece un siniestro individuo que, previo pago de 2.500 $ por ambos, te reserva pasaje en el puerto de Nouadhibou, en Mauritania. Cómo llegues hasta allí, es cosa tuya. Si no llegas, que es lo más probable, no hay devolución del pago adelantado. Entre ambas familias se reunió esa fortuna y salimos de Axim con poco más de 300 $ para los gastos de viaje.
Yo volvía a estar embarazada. Una mala noticia cuando tienes por delante 2.500 Km a pie. Al menos, por las noches, podía descansar tranquila.
Según las cuentas que había echado mi marido, en unos cuatro meses estaríamos en Europa, con tiempo suficiente antes de que naciera el niño. Además, eso nos ayudaría a solicitar asilo y obtener los papeles de residencia muy rápido. Un amigo le había dado una dirección en París y le había contado maravillas de Francia. Yo no era tan tonta como para no saber que en una barca no se puede llegar hasta allí, por mucho que él insistiera que sí. Lo primero que íbamos a hacer decía-, después de liquidar la deuda de nuestras familias, sería comprar un Ford Mondeo y una casita con jardín, aunque fuera en un barrio periférico de París.
Por desgracia, la frontera de Ghana con Costa de Marfil estaba cerrada, por no sé qué conflicto de intereses sobre los recursos forestales que explotaba una compañía americana. Para atravesar ilegalmente la frontera, había que cruzar el río Volta Negro, en balsa o a nado. El día que vimos docenas de cadáveres arrastrados por la corriente, algunos con agujeros de bala, decidimos que sería mejor esperar. Pasaron los cuatro meses, luego otros dos más, y seguíamos esperando; aunque para no tocar la reserva de dinero, trabajamos para los americanos: Ngome como peón, desbrozando la selva y yo como cocinera en los barracones de la compañía. Ahorramos 20 $ en esos seis meses.
Cuando despidieron a mi marido, decidió intentarlo por el interior, atravesando el Alto Volta y el sur de Mali, a pesar de que nos advirtieron que era muy peligroso. Nos unimos a un grupo de gente que hacía el mismo trayecto. Al día siguiente de cruzar la frontera me puse de parto y tuve que descansar una semana en una aldea, dejando que el grupo siguiera su camino sin nosotros. Me impresionó la pobreza de aquella gente, aferrada a una tierra que el desierto se comía poco a poco. Aún así, todas las noches compartieron con nosotros un plato de gachas de mijo.
Cuando me recuperé lo suficiente e intentamos reanudar el viaje, aquella gente nos disuadió, contándonos que una pareja viajando sola no tenía la menor oportunidad de evitar a los bandidos que infestaban la región. Nos recomendaron que esperásemos al siguiente grupo que pasara por allí y que no se ocurriera encender fuego por las noches. Una anciana desdentada me sugirió que el dinero lo guardase yo, señalando los pañales de tela del niño, al que acababa de cambiar. Creí entender lo que quería decirme, después de asegurarle que no teníamos dinero. Sonrió comprensiva y me aseguró que nunca había visto un niño que cagase tanto y con tan mal olor.
Las noches son muy frías en el Sahel y no pudimos convencer al grupo que no encendiera hogueras. El asalto se produjo diez días después. Nos pillaron por sorpresa, al amanecer, después de rajarles el cuello a los dos centinelas. Eran apenas unos niños, pero armados con cuchillos y machetes, y nos demostraron que sabían usarlos: le partieron el cráneo de un machetazo a un pobre chico que intentó oponer resistencia. Cuando nos exigieron el dinero, todos protestamos que éramos los más miserables pordioseros que se había visto nunca. Sin decir palabra, echaron mano del que les pareció mejor vestido, lo sujetaron entre cuatro, le clavaron un cuchillo a la altura del escroto y, con habilidad de carniceros, lo abrieron en canal hasta la rabadilla. Cuando el que parecía el líder de la banda, extrajo un tubito de metal de la sanguinolenta masa de carne, estallaron en carcajadas. 100 $ y un cadáver auque aún tardó un buen rato en serlo-, era para ellos un asunto muy divertido.
No hizo falta que repitieran la operación. Todos los hombres del grupo, los diez que aún quedaban con vida, se bajaron los pantalones y extrajeron del ano otros tantos malolientes tubitos. De los otros dos cadáveres también sacaron tajada. A las tres mujeres nos cachearon por separado, detrás de unos arbustos, comprobando que no escondíamos nada. Fue mi primera y última violación, porque las de mi marido no cuentan. Además, nunca se le ocurrió hacérmelo como uno de aquellos cerdos, por detrás. Aunque nos registraron el equipaje, ninguno tuvo valor para meter las manos entre los pañales sucios. Aún nos quedaban los 300 $.
Entramos en Mauritania mientras el ejército nos pisaba los talones. Trataban de impedir que nos acercásemos a la costa, empujándonos hacia el interior. Mucho más tarde, me enteré que varios países africanos habían firmado un acuerdo de cooperación con la Unión Europea para frenar la inmigración ilegal. El plan debió de tener un gran éxito, porque el desierto estaba alfombrado de esqueletos. Entre ellos está mi hijo.
El hambre y la sed me cortaron la leche y, un par de días más tarde, el niño ya no tenía fuerzas ni para llorar. Mi marido desapareció la noche siguiente, con el bebé en brazos. Cuando volvió sin él, supe que había hecho lo correcto. Yo no habría podido.
Aún no sé cómo, pero llegamos a nuestro destino. Para encontrarnos con una multitud que hacía cola a la espera de la salida de una barca, o de cualquier cosa que flotase. Tuvimos suerte, dentro de lo que cabe, ya que la fortuna que habíamos pagado nos garantizaba un pasaje de primera, en un cayuco de cuarenta metros, motor fuera borda y un patrón experimentado en la travesía.
Mi marido empezó a preocuparse cuando supo que seríamos unas ciento veinte personas a bordo, el motor escupía más gas-oil del que consumía y que el experimentado patrón había sufrido una inoportuna indisposición. Pero la alternativa de esperar en tierra era aún peor y ya habíamos cubierto nuestro cupo de desdichas. Además, el paraíso estaba ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Mi marido lo celebró preñándome por tercera vez.
El motor se paró al segundo día. El móvil que nos habían dado para solicitar ayuda, como último recurso, no tenía batería. Y el agua, después de racionarla, nos duró seis días más. La travesía, de cinco días como mucho, duró catorce. Ngome trató de tranquilizarme, asegurándome que aquella era una ruta muy transitada y que algún mercante o barco de pesca nos ayudaría. Y no se equivocaba, vimos unos cuantos, pero cambiaban de rumbo en cuanto nos divisaban.
Los que se negaron a beber su propia orina fueron los primeros en morir. Arrojamos sus cuerpos al mar y, desde entonces, tuvimos a los tiburones como siniestra compañía. Otros bebieron agua salada hasta hartarse y no les fue mejor. Finalmente, cuando ya habíamos alcanzado un punto tal de desesperación, en que la alternativa de saltar por la borda parecía atractiva, alguien tuvo la idea de sangrar los cadáveres que aún quedaban a bordo, antes de arrojarlos a los tiburones. ¿Habríamos sido capaces de beber la sangre de nuestro hijo? Sólo sé que, en ese momento, pensar que sus huesos blanqueaban en el desierto, fue un alivio para mí.
Chocamos contra las rocas por la noche. El cayuco se deshizo como un barquito de papel y yo estaba aterida de frío, demasiado agotada como para intentar ganar la orilla a nado. Mi marido me sacó a flote y nadó por los dos. Yo había perdido el conocimiento antes de pisar la arena, pero tengo el vago recuerdo de que me abrazaba para darme algo de calor. Debió de ser la única vez que después no me hizo gritar de dolor, pero gracias a ese último abrazo sigo viva.
Todo lo que ocurrió después es un caos de imágenes en mi cabeza. El cuerpo de mi marido sobre mí, inerte y frío. Unos niños jugando, chillando algo ininteligible. El sol calentando mis huesos, agrietándome los labios y robándome las pocas gotas de agua que mi cuerpo aún retenía. La sed, otra vez el tormento de la sed y el horror de estar bebiendo la sangre de los muertos.
Recuperé la conciencia cuando me trasladaban en una ambulancia y un enfermero luchaba a brazo partido para quitarme la botella de agua de los labios. Ngome no estaba entre los diecinueve supervivientes, según supe más tarde. Cuando nació mi hija, siete meses y medio más tarde, le puse su nombre. Nadie se extrañó, aquí en Gran Canaria, de que una niña tenga un nombre masculino, aunque tampoco hay ningún fanti que pueda echármelo en cara.
El único compatriota que conozco es Tekotu, el botones del hotel, y es ashanti. Descendiente de un orgulloso clan guerrero. Seguro que hay otras formas menos ostentosas de presentarse a la nueva cocinera., pero Tekotu es así.
-¡Oh, un valiente guerrero! Fíjate si seré tonta, que te había confundido con el mozo de equipajes-. Se enfadó y me levantó la mano, pero algo en el brillo de mis ojos le hizo desistir. Un año después, la primera vez que bajamos a la playa, una noche de luna llena y marea viva, me confesó que había visto ese mismo brillo en los ojos de las leonas de la sabana.
De eso hace casi dos años, porque nuestro hijo, descendiente de un orgulloso clan guerrero ashanti, cumplirá su primer año el mes que viene. Espero que tenga más sentido del humor que su padre.
Muchas veces, personas que han oído la historia sólo la parte final de la historia y quiero pensar que no es por morbosa curiosidad-, se han interesado por conocer mi opinión sobre lo sucedido. ¿Qué les puedo decir? ¿Me entenderían si les digo comprendo mejor al que asesina a un naufrago para robarle? Eso ya lo he visto. Lo que nunca había visto ni oído- es que alguien se quede de brazos cruzados mientras a su lado agonizan personas. Comprendo la maldad, el egoísmo y la falta de escrúpulos del ser humano casi siempre obedecen a un motivo, aunque sea repugnante-; pero soy incapaz de comprender esa indiferencia. Al final, me los quito de encima con un: "Son cosas que pasan".
¡Pobre gente la del paraíso! Me da mucha pena verlos angustiados por unos problemas que para mí los quisiera, desesperados por cualquier contrariedad, capaces de cambiar de coche antes que criar a un hijo, comiendo sin control y volviéndose locos después por adelgazar al revés de lo que me pasa a mí-. Tampoco cantan salvo en el karaoke del hotel- y, además, un cielo sin estrellas -aunque esté en el paraíso-, no se merece tal nombre. No me extraña que sean tan miedosos, tristes y cobardes.