Higiene bucal

Una sorpresa en el consultorio dental

Después de treinta años de trabajo y sesenta y tantos de edad, la doctora Loisi, mi dentista, ha decidido jubilarse. Durante este año último, previendo su retiro, ha acostumbrado a sus pacientes a la presencia de su hijo Rodrigo en el consultorio.

El muchacho tornea y empasta, extrae piezas irrecuperables con gran destreza, y hace unos magníficos postizos de acrílico a los que su madre suele alabar con entusiasmo aunque no sea para nada necesario.

Pero lo mejor de Rodrigo es que con su metro noventa y modos afables, amén de su seguridad en el trabajo, paralelamente ha creado una buena clientela que sin duda con la que herede de su madre le permitirá una situación desahogada.

El lunes pasado tomé una cita con la doctora Loisi para hacer una limpieza que suelo hacer cada seis u ocho meses, y al llegar al consultorio me encontré con la sorpresa de que estaba de viaje con su marido, por lo que o me atendía Rodrigo o esperaba a que regresara de Europa. Dado que ya había constatado su idoneidad, decidí que fuese él quien hiciera el trabajo y ni bien ingresé en la sala me senté en el sillón dispuesto a dejarlo hacer sin oponer ninguna resistencia. No es de mucha conversación -apenas la necesaria para hacer sentir su competencia y ofrecer seguridad y calma- por lo que me resultó un tanto extraño que ese día se mostrase tan locuaz.

-Sabes que los lunes en verano no trabajamos… -señaló. –Pero como estabas agendado en la libreta de mi madre no creí correcto cambiarte de día –prosiguió mientras se colocaba un par de guantes desechables.

-Oh, lo siento –dije un tanto azorado- En realidad lo mío no es urgencia, y si no te viene cómodo puedo regresar en otra oportunidad.

-Para nada, tranquilo. Ya que estoy en casa no me cuesta nada hacerte la higiene bucal hoy –sonrió con amabilidad- Y como no tengo más pacientes podemos hacerlo sin prisa alguna…

En ese momento lo observé más detenidamente mientras sacaba de un armario varios frascos que iba ordenando con suma prolijidad encima de la mesita contigua. Las mangas cortas de su guardapolvo blanquísimo permitían apreciar un par de brazos bien formados cubiertos de un fino vello castaño que nunca antes había podido ver de cerca.

-A ver, abre bien la boca. Así, muy bien –dijo mientras aplicaba una pasta espumosa sobre mis dientes con hábiles pinceladas- Lo que me temo es que deberás dejarla abierta mientras el producto aclara el esmalte, que no será mucho, y luego enjuagamos y volvemos a aplicar en los molares…

La pasta, que tenía un olor un tanto anisado, parecía invadir la boca y lograr hacerme parecer un tanto tonto en aquel asiento en el que estaba yo casi en posición horizontal mirando a aquel pedazo de hombre sin intentar moverme.

-¿Muy incómodo? Ya la retiramos –dijo echando con el aspersor un buen chorro de agua fría- Haz buches, descártala y vuelve a recostarte –indicó mientras enfocaba una linternilla en mi dentadura.

Observó durante unos segundos el efecto, volvió a aplicar la espuma en los molares, y reiteró:

-Así, sí. Bien, ¿ves qué rápido vamos? Eso sí, durante cuarenta y ocho horas nada de té, café… Para evitar manchar esa sonrisa…

El comentario me hizo hacer una mueca, ya que con la boca abierta no podía demostrar si la sonrisa sería tan impecable como él anunciara. Pero también me provocó un poco de morbo, que seguramente se tradujo a mi entrepierna ya que como al pasar, señaló distraídamente:

-Parece que el amigo también requiere ser atendido –y deslizó una mano enguantada por encima de la bragueta de mis bermudas.

Sorprendido, giré la cabeza y lo miré para constatar que no había escuchado mal: volvió a pasar la mano, ahora con un poco más de firmeza, justo encima de la cremallera que exhibía un bulto respetable.

-Tranquilo, ya te avisé que hoy no vendrá nadie.

Volvió a echar un chorro de agua en la boca, a ordenarme hacer buches, escupir el líquido en la bacha redonda junto al sillón y a apretar esta vez la entrepierna con suma atención.

-¿Puedo liberar a ese prisionero de una vez por todas? –preguntó con una sonrisa. Y sin aguardar una respuesta que no cabía duda cuál sería, con la mano todavía enguantada abrió el cierre, corrió la abertura del boxer, asió el miembro desde la base y en un único movimiento preciso lo engulló sin aviso.

La lengua, experta y golosa, lo recorrió de arriba abajo para detenerse con fruición en el prepucio que masajeó con la punta.

Mientra trataba yo de reponerme de la sorpresa, Rodrigo se quitó los guantes que arrojó en el bote de desperdicios y continuó para hacerme la mamada más espectacular de mi vida.

Creo que después de esta experiencia solo pediré turno con él y en día lunes. Y comenzaré a cuidarme del sarro todos los meses. Quién sabe, tal vez también Rodrigo necesite de mis cuidados, por lo que me encargaré de devolver su atención con toda mi buena voluntad.

Después de treinta años de trabajo y sesenta y tantos de edad, la doctora Loisi, mi dentista, ha decidido jubilarse. Durante este año último, previendo su retiro, ha acostumbrado a sus pacientes a la presencia de su hijo Rodrigo en el consultorio.

El muchacho tornea y empasta, extrae piezas irrecuperables con gran destreza, y hace unos magníficos postizos de acrílico a los que su madre suele alabar con entusiasmo aunque no sea para nada necesario.

Pero lo mejor de Rodrigo es que con su metro noventa y modos afables, amén de su seguridad en el trabajo, paralelamente ha creado una buena clientela que sin duda con la que herede de su madre le permitirá una situación desahogada.

El lunes pasado tomé una cita con la doctora Loisi para hacer una limpieza que suelo hacer cada seis u ocho meses, y al llegar al consultorio me encontré con la sorpresa de que estaba de viaje con su marido, por lo que o me atendía Rodrigo o esperaba a que regresara de Europa. Dado que ya había constatado su idoneidad, decidí que fuese él quien hiciera el trabajo y ni bien ingresé en la sala me senté en el sillón dispuesto a dejarlo hacer sin oponer ninguna resistencia. No es de mucha conversación -apenas la necesaria para hacer sentir su competencia y ofrecer seguridad y calma- por lo que me resultó un tanto extraño que ese día se mostrase tan locuaz.

-Sabes que los lunes en verano no trabajamos… -señaló. –Pero como estabas agendado en la libreta de mi madre no creí correcto cambiarte de día –prosiguió mientras se colocaba un par de guantes desechables.

-Oh, lo siento –dije un tanto azorado- En realidad lo mío no es urgencia, y si no te viene cómodo puedo regresar en otra oportunidad.

-Para nada, tranquilo. Ya que estoy en casa no me cuesta nada hacerte la higiene bucal hoy –sonrió con amabilidad- Y como no tengo más pacientes podemos hacerlo sin prisa alguna…

En ese momento lo observé más detenidamente mientras sacaba de un armario varios frascos que iba ordenando con suma prolijidad encima de la mesita contigua. Las mangas cortas de su guardapolvo blanquísimo permitían apreciar un par de brazos bien formados cubiertos de un fino vello castaño que nunca antes había podido ver de cerca.

-A ver, abre bien la boca. Así, muy bien –dijo mientras aplicaba una pasta espumosa sobre mis dientes con hábiles pinceladas- Lo que me temo es que deberás dejarla abierta mientras el producto aclara el esmalte, que no será mucho, y luego enjuagamos y volvemos a aplicar en los molares…

La pasta, que tenía un olor un tanto anisado, parecía invadir la boca y lograr hacerme parecer un tanto tonto en aquel asiento en el que estaba yo casi en posición horizontal mirando a aquel pedazo de hombre sin intentar moverme.

-¿Muy incómodo? Ya la retiramos –dijo echando con el aspersor un buen chorro de agua fría- Haz buches, descártala y vuelve a recostarte –indicó mientras enfocaba una linternilla en mi dentadura.

Observó durante unos segundos el efecto, volvió a aplicar la espuma en los molares, y reiteró:

-Así, sí. Bien, ¿ves qué rápido vamos? Eso sí, durante cuarenta y ocho horas nada de té, café… Para evitar manchar esa sonrisa…

El comentario me hizo hacer una mueca, ya que con la boca abierta no podía demostrar si la sonrisa sería tan impecable como él anunciara. Pero también me provocó un poco de morbo, que seguramente se tradujo a mi entrepierna ya que como al pasar, señaló distraídamente:

-Parece que el amigo también requiere ser atendido –y deslizó una mano enguantada por encima de la bragueta de mis bermudas.

Sorprendido, giré la cabeza y lo miré para constatar que no había escuchado mal: volvió a pasar la mano, ahora con un poco más de firmeza, justo encima de la cremallera que exhibía un bulto respetable.

-Tranquilo, ya te avisé que hoy no vendrá nadie.

Volvió a echar un chorro de agua en la boca, a ordenarme hacer buches, escupir el líquido en la bacha redonda junto al sillón y a apretar esta vez la entrepierna con suma atención.

-¿Puedo liberar a ese prisionero de una vez por todas? –preguntó con una sonrisa. Y sin aguardar una respuesta que no cabía duda cuál sería, con la mano todavía enguantada abrió el cierre, corrió la abertura del boxer, asió el miembro desde la base y en un único movimiento preciso lo engulló sin aviso.

La lengua, experta y golosa, lo recorrió de arriba abajo para detenerse con fruición en el prepucio que masajeó con la punta.

Mientra trataba yo de reponerme de la sorpresa, Rodrigo se quitó los guantes que arrojó en el bote de desperdicios y continuó para hacerme la mamada más espectacular de mi vida.

Creo que después de esta experiencia solo pediré turno con él y en día lunes. Y comenzaré a cuidarme del sarro todos los meses. Quién sabe, tal vez también Rodrigo necesite de mis cuidados, por lo que me encargaré de devolver su atención con toda mi buena voluntad.

Después de treinta años de trabajo y sesenta y tantos de edad, la doctora Loisi, mi dentista, ha decidido jubilarse. Durante este año último, previendo su retiro, ha acostumbrado a sus pacientes a la presencia de su hijo Rodrigo en el consultorio.

El muchacho tornea y empasta, extrae piezas irrecuperables con gran destreza, y hace unos magníficos postizos de acrílico a los que su madre suele alabar con entusiasmo aunque no sea para nada necesario.

Pero lo mejor de Rodrigo es que con su metro noventa y modos afables, amén de su seguridad en el trabajo, paralelamente ha creado una buena clientela que sin duda con la que herede de su madre le permitirá una situación desahogada.

El lunes pasado tomé una cita con la doctora Loisi para hacer una limpieza que suelo hacer cada seis u ocho meses, y al llegar al consultorio me encontré con la sorpresa de que estaba de viaje con su marido, por lo que o me atendía Rodrigo o esperaba a que regresara de Europa. Dado que ya había constatado su idoneidad, decidí que fuese él quien hiciera el trabajo y ni bien ingresé en la sala me senté en el sillón dispuesto a dejarlo hacer sin oponer ninguna resistencia. No es de mucha conversación -apenas la necesaria para hacer sentir su competencia y ofrecer seguridad y calma- por lo que me resultó un tanto extraño que ese día se mostrase tan locuaz.

-Sabes que los lunes en verano no trabajamos… -señaló. –Pero como estabas agendado en la libreta de mi madre no creí correcto cambiarte de día –prosiguió mientras se colocaba un par de guantes desechables.

-Oh, lo siento –dije un tanto azorado- En realidad lo mío no es urgencia, y si no te viene cómodo puedo regresar en otra oportunidad.

-Para nada, tranquilo. Ya que estoy en casa no me cuesta nada hacerte la higiene bucal hoy –sonrió con amabilidad- Y como no tengo más pacientes podemos hacerlo sin prisa alguna…

En ese momento lo observé más detenidamente mientras sacaba de un armario varios frascos que iba ordenando con suma prolijidad encima de la mesita contigua. Las mangas cortas de su guardapolvo blanquísimo permitían apreciar un par de brazos bien formados cubiertos de un fino vello castaño que nunca antes había podido ver de cerca.

-A ver, abre bien la boca. Así, muy bien –dijo mientras aplicaba una pasta espumosa sobre mis dientes con hábiles pinceladas- Lo que me temo es que deberás dejarla abierta mientras el producto aclara el esmalte, que no será mucho, y luego enjuagamos y volvemos a aplicar en los molares…

La pasta, que tenía un olor un tanto anisado, parecía invadir la boca y lograr hacerme parecer un tanto tonto en aquel asiento en el que estaba yo casi en posición horizontal mirando a aquel pedazo de hombre sin intentar moverme.

-¿Muy incómodo? Ya la retiramos –dijo echando con el aspersor un buen chorro de agua fría- Haz buches, descártala y vuelve a recostarte –indicó mientras enfocaba una linternilla en mi dentadura.

Observó durante unos segundos el efecto, volvió a aplicar la espuma en los molares, y reiteró:

-Así, sí. Bien, ¿ves qué rápido vamos? Eso sí, durante cuarenta y ocho horas nada de té, café… Para evitar manchar esa sonrisa…

El comentario me hizo hacer una mueca, ya que con la boca abierta no podía demostrar si la sonrisa sería tan impecable como él anunciara. Pero también me provocó un poco de morbo, que seguramente se tradujo a mi entrepierna ya que como al pasar, señaló distraídamente:

-Parece que el amigo también requiere ser atendido –y deslizó una mano enguantada por encima de la bragueta de mis bermudas.

Sorprendido, giré la cabeza y lo miré para constatar que no había escuchado mal: volvió a pasar la mano, ahora con un poco más de firmeza, justo encima de la cremallera que exhibía un bulto respetable.

-Tranquilo, ya te avisé que hoy no vendrá nadie.

Volvió a echar un chorro de agua en la boca, a ordenarme hacer buches, escupir el líquido en la bacha redonda junto al sillón y a apretar esta vez la entrepierna con suma atención.

-¿Puedo liberar a ese prisionero de una vez por todas? –preguntó con una sonrisa. Y sin aguardar una respuesta que no cabía duda cuál sería, con la mano todavía enguantada abrió el cierre, corrió la abertura del boxer, asió el miembro desde la base y en un único movimiento preciso lo engulló sin aviso.

La lengua, experta y golosa, lo recorrió de arriba abajo para detenerse con fruición en el prepucio que masajeó con la punta.

Mientra trataba yo de reponerme de la sorpresa, Rodrigo se quitó los guantes que arrojó en el bote de desperdicios y continuó para hacerme la mamada más espectacular de mi vida.

Creo que después de esta experiencia solo pediré turno con él y en día lunes. Y comenzaré a cuidarme del sarro todos los meses. Quién sabe, tal vez también Rodrigo necesite de mis cuidados, por lo que me encargaré de devolver su atención con toda mi buena voluntad.