Hierbas brujas

La lujuria es un pecado antiguo y sus practicantes han tenido mucho tiempo para practicarlo.

Las noches en la Ciudad Alta siempre eran más brillantes que en el resto del mundo, pero la luz que se proyectaba a través de aquellos ventanales inmensos era deslumbrante. Al otro lado de las cortinas púrpuras el bullicio resultaba casi ensordecedor: cientos de personas bailaban y reían en medio del salón dorado, tomándose de manos enguantadas, describiendo círculos y cadenetas que se entrelazaban, haciendo ondear las colas de chaqués, faldas y velos de todos los colores. Alrededor se extendían mesas larguísimas cubiertas de manteles inmensos decorados con bordados asombrosos, que sostenían miles de platos argénteos cuyas filigranas quedaban sepultadas por toda clase de manjares; a juego con ellos, había jarros enormes y copas delicadas en los que se decantaban zumos, vinos y licores que abarcaban los sabores más atrevidos e inimaginables, alternados con una cubertería fina y pesados candelabros de una manufactura admirable. En las paredes espejadas se reflejaba la luz de las velas colgadas de apliques, arrancando resplandores caprichosos a los dibujos esmerilados que decoraban los lienzos en los que se reflejaba la multitud que jugaba, comía, hablaba y conspiraba bajo la sombra luminosa de las arañas de cristal.

Era evidente que un anfitrión quería cegar a sus lujosos invitados.

—Esto es muy atrevido —musitó con voz melosa en su oído—, aquí hay gente que podría ver mi verdadero rostro.

Hizo un tremendo esfuerzo por contener el escalofrío que recorrió su cuerpo al sentir el tacto de aquellas manos pequeñas y delicadas. Alraune describió un giro grácil sobre la punta de sus pies, realizando una curva alrededor de su captor que hizo murmurar las faldas de sus ropajes violáceos alrededor de su cadera menuda, descendiendo los talones con suavidad mientras las uñas adornadas de su manita recorrían aquel rostro severo de mirada autoritaria. Era una doncella de rostro fino y pequeño con forma de corazón, con una densa melena negra cuidadosamente trenzada y adornada con una miríada de estrellas talladas en ópalos, dotada de una mirada de singular belleza, pues sus ojos eran de un azul intenso y profundo, casi índigo.

—No se atreverían en mi propia casa —gruñó apartando la mirada de la doncella, fingiendo que despreciaba a la multitud que le rodeaba—. Saben que si me insultan puedo destruirlos desde mi rectoría. A veces hay que tomar riesgos.

Alraune se cubrió los labios sonrosados con un pañuelo de encaje antes de emitir una entrecortada risita de sonido dulce como la fruta y cantarín como las campanillas. Los párpados del amo temblaros levemente.

—¿Quién será la desgraciada víctima que alimentará mi insaciable apetito, mi señor?

—Él.

Alraune siguió la mirada del amo a través del gentío ignorante hasta el otro extremo de la sala, donde un caballero de apreciable juventud destacaba entre la multitud. No era tan solo porque su estatura sobresaliera respecto a su entorno, ni porque sus hombros fueran anchos y fornidos; tampoco tenían nada que ver sus orejas picudas ni sus rasgos bien parecidos, algo angulosos y cuadrados en contraste a sus rasgos élficos.

—Interesante elección, mi señor —sonrió—; muy arriesgada.

—¿Puedes encargarte de él?

Ella apartó la mirada y se cubrió el rostro con inocencia teatral, dejando que sus mejillas se ruborizaran.

—Podría encargarme de toda esta sala si fuera vuestro deseo, mi señor.

La voz inocente de Alraune le perturbaba. Intentaba disimularlo aunque ambos lo supieran.

—No —la interrumpió—. No todavía. Le necesito vivo.

—El hedor de su piedad me alcanza incluso desde aquí, mi señor, no podría acabar con su vida siquiera me lo ordenaseis. No sin haberlo roto antes.

—Ten cuidado —le ordenó—, no debe sospechar. Necesito sus ojos en la Iglesia, no los ojos de la Iglesia sobre nosotros.

—Como ordenéis, mi señor.

Alraune se dispuso a dar un paso hacia la multitud pero se detuvo, girando aquellos ojos grandes y profundos, de brillo inocente, hacia su amo.

—Me he percatado de que mi hermana no está presente, mi señor. Permitidme el atrevimiento, pero os recuerdo que su carácter no toleraría que le arrebatéis este divertimento.

—Le he encomendado un esparcimiento más adecuado para todos nosotros. Cumple. No me obligues a forzarte.

Alraune dobló las rodillas y alzó el vuelo de su falda cubierta de violetas en una reverencia delicada.

—Vuestros deseos son órdenes, mi señor —respondió servicial mientras se giraba con gracia, internándose en la multitud.

Absenta caminó por el empedrado húmedo de las callejas entre las fachadas de pintura desconchada y marcadas por las manchas de salitre. Aquella zona de la ciudad era más sombría que otras, con apenas unos pocos faroles encendidos cada muchos pies, la mayoría rotos y desprotegidos contra la brisa marina que traía el rumor de las olas y las campanas del puerto, y según como soplase, el hedor a légamo y algún alarido provenientes de los Marjales. El Murillo era el barrio más pequeño, el segundo más pobre de la isla, y sus moradores intentaban olvidarlo gritando ebrios en las tabernas sucias y posadas destartaladas hasta que caían inconscientes. Al otro lado del canal, a la sombra de la Muralla de los Enanos, la ciudad quedaba sepultada bajo la oscuridad entre senderos embarrados y chabolas cochambrosas; si cualquier persona afinaba un poco el oído probablemente escucharía algún grito de auxilio de la siguiente víctima de paliza, asesinato o violación.

Amaba aquel rinconcito de la ciudad.

Se había dejado la frondosa melena rubia suelta, cayendo en bucles descuidados sobre los hombros morenos y descubiertos. Se arremangaba la falda sencilla de color marrón para evitar que se le mojara demasiado mientras caminaba con paso vivo, saludando a los otros viandantes, recorriendo con sus ojos verdes como esmeraldas la multitud en busca de un rostro concreto.

—¡Cuánto por una mamada, guapa! —bramó la voz rota de un grandullón que apenas era capaz de mantenerse sentado contra la pared de una taberna, sentado sobre un charco apestoso.

—Más de lo que llevas en la bolsa, bombón —replicó alegre sin frenar el paso—. Prueba suerte mañana.

—¡Pues pasa más temprano! —le increpó entre carcajadas, interrumpidas por una repentina arcada.

Absenta no conocía a aquel hombre y aquel hombre jamás había visto a una mujer como Absenta, pero si caminaba sola en la madrugada por las callejas del Murillo significaba que ni iba a atender un negocio respetable por la mañana, ni estaba atendiendo uno de los negocios casi respetables que abundaban en aquella zona de la isla; la presunción de que era una prostituta era la más habitual. Y si una jovencita atractiva no lo era todavía, lo sería cuando el Perrero diera con ella.

Un hedor salado diferente alcanzó su nariz. No era el aroma de la brisa marina, sino el sudor de un día largo de trabajo mezclado con el salitre reseco en la ropa. Sus oídos captaron el repiqueteo lento de unas botas pesadas caminando tras ella, así que apretó el paso y giró en el siguiente callejón. Las zancadas que la seguían aceleraron y supo que un Perro había olido su rastro.

A medida que Alraune se aproximaba al semielfo percibió los pequeños detalles con más nitidez. El hombre sonreía con calidez y trataba con exquisitos modales a las personas que iban y venían a su alrededor. Mientras muchos bailaban, jugaban y bromeaban cada vez más desenfadados, a medida que los giros, licores y manjares nublaban su razón, aquel hombre joven permanecía sereno al margen de los juegos, luciendo el símbolo de su fe sobre el pecho. Atendía cada interrupción, respondiendo servicial al llamamiento de cada doncella y cada dama que iniciaba una conversación con él sin atreverse a establecer contacto directo con ninguna de las pajarillas que le sobrevolaban. Y sin embargo, su educada rectitud flaqueaba un tanto cuando la compañía que se le acercaba pertenecía al género opuesto.

Eso no supondría ningún problema.

No se abrió paso entre la multitud. Que tuviera una orden que debía acatar no significaba que no pudiera hacer lo que quisiera. Tomó la mano ofrecida por un caballero y bailó un par de giros antes de cambiar de pareja, entregándose a la algarabía. Cuando giró sobre sí misma, sus faldas adornadas de violetas dejaron de girar y se ajustaron a sus piernas, por dentro de unas botas altas; al pasar bajo los arcos formados por los brazos de otros bailarines su cabello se acortó y los topacios que decoraban su fugitiva melena se esfumaron sin llamar la atención de nadie. Algo parecido sucedió cuando se despidió de uno de sus compañeros de baile y pasó por las espaldas de otro aristócrata, momento en el que su rostro juvenil se agudizó y su mentón se volvió más masculino sin perder un atisbo de aquella inocencia pálida. Antes de que alcanzara la mesa del banquete, un doncel vestido con una casaca púrpura de abotonadura dorada se excusó al tropezar con el paladín.

—Disculpadme, dioses, qué torpeza —tartamudeó mientras el color acudía a sus mejillas, apartando nervioso los ojos grandes, índigo brillante.

El semielfo le apoyó las manos grandes sobre la cadera y le ayudó a recuperar el equilibrio que había perdido con una credibilidad magistral.

—Disculpadme vos, no os había visto venir.

Tenía una voz clara y profunda, elegante y vivaz. Sintió cómo sus ojos azules como la mañana intentaban buscarle pero los rehuyó juguetón.

—Juro que, que fueron los giros de tanto, tanto baile —balbuceó con timidez— y el calor de la multitud.

—¿Cómo decís?

—No quisiera que, bueno, vos sois, lleváis colgado… —farfulló señalando con un gesto apocado su cuello.

El paladín rió. Una risa potente, sincera y hermosa, de las que regocijan el alma.

—No juzgo los pequeños placeres, señorito, la Fe no debe ser tan severa. ¿Puedo hacer algo por vos?

—Si fuerais tan amable de alcanzarme un poco de agua —musitó.

El semielfo le volvió la espalda ancha ceñida por el chaleco sencillo y elegante mientras escanciaba una jarra en una de las copas de plata. Se giró de vuelta a él y se la tendió. Alzó la mano menuda y delicada, rozando sus dedos fuertes en una caricia deliberadamente accidental mientras dejaba que sus miradas se cruzasen por unos segundos.

—Os lo agradezco —dejó que la voz se entrecortara en su garganta—, maese…

El paladín le dedicó una sonrisa dulce.

—No soy maestro de nada, mi señor. Llamadme Ilien y decidme vuestro nombre si es de mi incumbencia.

Le devolvió la sonrisa.

—Espero que lo sea. Llamadme Andragor.

El semiorco se quedó quieto en mitad del callejón cerrado, recorriendo con el ceño fruncido las sombras grises a su alrededor. Para su gente la oscuridad no suponía ningún problema, así que había visto perfectamente a la joven mujer cometer la imprudencia de alejarse de la multitud y de las luces proyectadas desde los cristales sucios de las tabernas. Resopló mosqueado, la puta era atractiva y hubiera sido una buena caza, pero se le había escapado aunque no supiera muy bien cómo. Se giró con movimientos pesados. La noche era joven y otra caería. Sin embargo enarcó las cejas en la frente pronunciada, algo sorprendido al ver a aquel hombre justo delante de él.

Gorki no era llamativo entre los de su sangre: alto, fornido e hinchado, con las rastras pardas naciendo en lo alto de su cabeza y cayendo por su nuca, con las sienes rapadas, dotado de una frente prominente, ojos rojizos hundidos, unas orejas lupinas y una mandíbula cuadrada con cierta similitud a los colmillos de un jabalí. Así que era sorprendente mirar a unos ojos humanos que estuvieran a la misma altura que los suyos: unos ojos verdes que brillaban como esmeraldas. Aquel tipo también era musculoso, pero llevaba la camisa entreabierta mostrando parte del pecho depilado y lo suficientemente ceñida para dejar evidente que carecía de barriga; tenía una melena negra y ondulada recogida en una coleta, una barba bien recortada en un rostro anguloso y proporcionado que describió un arco feroz contra la nariz chata de Gorki.

El matón trastabilló hacia atrás, cubriéndose el rostro dolorido, aún aturdido por la sorpresa; pero no era simplemente un matón callejero, era uno de los Perros. Se había llevado golpes peores que un cabezazo. Alzó el brazo grueso a tiempo de desviar el puñetazo que aquel humano de tez morena le había arrojado, así que separó los dedos gruesos y los lanzó directo a por los ojos verdes. El tipo usó su otra mano para golpearle en la muñeca y desviar el ataque, así que dio un paso adelante descargando todo su peso mientras avanzaba el codo directo contra su cara. Esta vez fue el humano el que dio un paso atrás llevándose la mano a la cara. Se acarició el labio roto y bajó la mirada a sus dedos ensangrentados, luego volvió a fijar aquella vista de ojos verdes en Gorki mientras deslizaba los dedos entre los labios deformados en una amplia sonrisa.

Gorki se arrojó de nuevo sobre él, pero el tipo debía ser rápido. No supo cómo, pero cuando sus brazos se cerraron entorno al aire vacío el humano se encontraba a su lado en vez de frente a él. Sintió cómo apoyaba una de sus manos en la espalda y cómo con la otra le agarraba de las rastras, pegando un tirón seco hacia abajo que le obligó a inclinar ligeramente su torso mientras la rodilla del tipo se alzaba chocando contra su barriga dura como una piedra.

—¿A qué crees que estás jugando, chaval? —se mofó mientras se proyectaba de lado, embistiéndolo contra la pared.

Se giró y su puño cerrado describió un arco directo contra la mandíbula del humano. El golpe hizo que su nuca restallara contra los ladrillos de adobe en un crujido seco, pero aquellos ojos verdes continuaban brillando con furor. Sintió como la manaza del humano le golpeaba en la tráquea, haciéndole toser mientras retrocedía.

—No sé qué mierda has esnifado, cabrón, —gruñó ronco— pero me lo vas a decir antes de que te tire al canal.

Lanzó sus manazas contra el cuello del humano pero sus dedos apenas pudieron arañar el adobe. Se quedó unos segundos con las yemas apoyadas en la superficie rugosa y húmeda de la pared, boquiabierto; no le dio tiempo a preguntarse qué estaba pasando. Sintió una fuerza inmensa proyectándolo de bruces contra aquel muro. Lanzó uno de sus codos rugosos hacia atrás pero el golpe se perdió en el aire y una mano le enganchó por el antebrazo velludo, retorciéndoselo. Sintió un inesperado latigazo de dolor recorriendo su hombro y su codo, acompañado de un nuevo golpe de su cara plana contra la pared de adobe.

—¿Qué le ibas a hacer a esa mujer? —susurró una voz profunda a sus espaldas.

—¡Suéltame, cabrón!

—A una mujercita solitaria e indefensa en un callejón sucio como este. Qué poco caballeroso.

—¡Te voy a reventar, hijo de puta! —se revolvió.

La voz profunda rió a sus espaldas mientras retorcía el brazo con más fuerza. Sintió algo grueso y duro apretarse contra su trasero.

—No, chaval, yo te voy a reventar a ti —le murmuró al oído lupino.

La conversación insustancial se había prolongado varios minutos ante la mirada atenta de una docena de aristócratas que se creían disimuladas. Andragor paladeaba el hedor de la envidia mientras mantenía el papel de muchacho tímido e inocente, deslizando una red de palabras aparentemente ingenuas alrededor de Ilien. El semielfo se comportaba como un auténtico caballero dedicándole una conversación atenta, haciendo gala de unos modales exquisitos; aunque sereno, formal y respetuoso, respondía a los halagos que Andragor deslizaba en sus oídos y no se retiraba a medida que el tacto suave de las manos pálidas ascendía por sus antebrazos.

—Vuestra compañía es un gozo para mi alma, pero no debería distraeros de vuestras responsabilidades.

—Me temo que es tarde para aliviar esa falta —respondió el paladín—, aunque mentiría si dijera que lo lamento.

—Y un hombre como vos no puede tolerar la mentira, ¿me equivoco?

Ilien le sonrió.

—Jamás.

—Ni la ajena ni la propia, me supongo.

—La Verdad es una virtud poco favorecida que debo defender. De lo contrario, ¿qué clase de ejemplo daría?

—Entonces tendríais que ser sincero a cualquier pregunta que os haga.

—No tengo nada que ocultar, adelante.

—¿Disfrutáis de mi compañía?

—Desde luego.

—¿Lamentaríais si me retiro?

—Ciertamente.

—¿Desearíais venir conmigo?

Ilien separó los labios, pero no emitió ninguna respuesta. Andragor curvó los labios y bajó la mirada, con las mejillas ruborizadas.

—El deseo no es el pecado, es el camino hacia el pecado —respondió con medida lentitud—. No me sentiría en paz turbando la inocencia de un joven tan agraciado por los Dioses.

—Yo no os he dicho que sea inocente —susurró sin mirarle a los ojos, acortando la escasa distancia que separaba su rostro lampiño del pecho del semielfo—. Lo lamento si os hice creer que aún soy puro.

Las manos vigorosas del paladín se deslizaron por sus brazos con firmeza.

—La castidad no tiene  tanto que ver con la pureza como otras doctrinas opinan. Que eso no os quite el sueño.

Andragor buscó con sus ojos índigos la mirada celeste de Ilien.

—Lo que me quita el sueño —musitó— es vuestro piadoso rostro.

Se cubrió el rostro con un pañuelo de encaje, con un gesto vergonzoso muy ensayado. Sintió cómo Ilien se balanceó sobre sus pies, en un amago de distanciarse que flaqueó en el último instante. Bajo la seda, los labios sonrosados de Andragor se retorcieron maliciosos.

—La juventud nos zarandea por caminos tentadores pero tortuosos —susurró el paladín—. Me temo que siento vuestra misma inclinación y lamento tener que rechazar su complacencia, pero no puedo permitirme que el deseo turbe mi conciencia si quiero atender el propósito que cargo sobre mis hombros. Eso no nos impide conservar nuestra amistad, si fuera vuestra voluntad.

Desenroscó la mueca maliciosa oculta bajo el pañuelo y alzó el rostro pálido ensombrecido por la tristeza.

—Qué clase de amistad podría ofreceros si temo que mi corazón se estremezca de amor cada vez que se crucen nuestras miradas.

Los ojos celestes de Ilien se oscurecieron mientras su sonrisa resistía.

—No se puede hablar del Amor cuando apenas ha pasado una hora. Las mismas llamas eternas del firmamento se estremecen ante la presencia del auténtico Amor.

—Un Amor que ya le habéis declarado a vuestra fe, y con el que no puedo ni deseo competir. Una vida entera no alcanzaría para haceros entender lo que apenas me habéis hecho sentir esta afortunada noche.

Una de las manos de Ilien ascendió por su brazo y se posó con tacto cálido en su mejilla sonrojada, obligándole a mantenerle la mirada. El paladín sonrió con un brillo renovado en los ojos celestes.

—El Amor no se entrega ni se mide, mi señor. El Amor es la fuerza que empuja a los Dioses a bendecir a los hombres y a resistir las tentaciones mortales, es la fuerza de un padre se gana el salario con el que alimenta a su familia y la paciencia de una madre que educa a sus hijos, es el lazo que protege a los hermanos y ata el destino de los amigos. El Amor es vasto e incuantificable, un sentimiento intenso y poderoso que apenas puede arder en unos pocos, pero que en todo caso puede y debe compartirse. Si no, no es Amor, sólo la ambiciosa lujuria.

—Entonces enséñame lo que es y lo que no el Amor. Enséñame tú que sabes, por favor…

Con un fuerte tirón, Gorki salió proyectado contra unas cajas al final del callejón. El estrépito de la madera resonó en las calles cercanas, pero lo que ocurría en los lugares apartados y sombríos era cosa de gente marginada y sombría. El semiorco intentó rebelarse pero el humano era sorprendentemente rápido y apenas tuvo tiempo para apartarse. Su aliento húmedo le impregnaba la nuca y su respiración pesada resonaba junto a su oreja.

—Dímelo, valiente imbécil —murmuraba con tono burlón—, dime que le pretendías hacer a esa mujer.

—¡No es asunto tuyo! —replicó nervioso.

—Era guapa, ¿verdad? —insistió mientras una de sus manos empujaba el cuello de Gorki contra los cajones y los dedos de la otra se introducían bajo la cintura de sus pantalones— ¿Qué es lo que querías de ella?

—¡Suéltame! —gritó.

Sintió un tirón seco y torpe que le desgarró la ropa, dejando que la brisa fría de la madrugada le mordiera las nalgas. Se apoyó sobre los cajones con ambas manos y tensó sus brazos gruesos, incapaz de empujar a su captor.

—¿Fueron sus ojos? Tenía unos ojos bonitos, ¿eh? —El humano empotró su cabeza contra la madera húmeda— ¿Fue su cabellera, su voz? ¿O fueron sus tetas?

Las venas de sus brazos se marcaron en la piel verdosa y áspera, pero no logró escabullirse.

—¡Suelta!

—Esas tetas eran gordas y grandes, ¿eh? —Notó cómo la mano libre bajaba los calzones hasta la altura de las rodillas.  —Suaves, brillantes, firmes; quién podría resistirse.

—¡Qué quieres de mí! —bramó.

Apenas sentía una única mano haciendo fuerza contra su cuello y por alguna razón que no alcanzaba a entender le faltaban fuerzas para resistirse. Su captor apoyó algo helado, puntiagudo y afilado en la parte baja de su espalda, deslizándolo sobre su espina dorsal con suavidad. Su jubón se rasgó y los jirones se destensaron, colgando de las mangas. En contraste al aire frío de la noche, el torso lampiño de aquel tipo extraño que se inclinó sobre él parecía arder como el mismo infierno.

—Quiero que me digas qué pretendías hacerle a esa mujer —repitió la voz profunda con tono divertido en su oreja puntiaguda—. Quiero que me digas las frases que usas, que me describas cómo las agarras, cómo las golpeas, cómo las desnudas. Quiero que me reconozcas el placer que te produce oírlas llorar y suplicar piedad, ver cómo se rompen entre tus brazos y dejan que los gritos se conviertan en gimoteos mientras tu polla les destroza el coño y tus manazas les arrancan mechones de cabello. Quiero que admitas tus pecados.

—¿Es que no sabes cómo se folla y quieres clases particulares, maricón?

El humano chasqueó la lengua varias veces y un escalofrío hizo que se arrepintiera al momento de aquella bravuconada.

—Tú no follas —murmuró—. Tú secuestras —apretó los dedos que sujetaban alrededor del cuello grueso de Gorki—, apaleas—la punta helada le causó una punzada de dolor entre los hombros—, violas —algo grueso, duro y enorme ardió entre sus nalgas—. Tú las humillas, las destrozas, las arrastras delante de tu jefe y las conviertes en juguetes de alquiler hasta que mueren, las matan o se matan porque ya no pueden aguantar más dolor —la mano sobre el cuello aflojó la presión y se deslizó hacia la nuca, pero no se resistió porque seguía sintiendo el metal helado apoyado sobre la piel; los dedos de la mano libre se enroscaron alrededor de sus rastras—. Yo también voy a humillarte, destrozarte y arrastrarte delante de tu jefe como un juguete roto, pero no te voy a violar, ¿sabes por qué?

—Por qué —preguntó sin aliento, más por seguirle la corriente a aquel maníaco que por auténtico interés.

—Porque me vas a pedir más.

Sintió un tirón del pelo que le obligó a incorporarse. Apenas había tenido tiempo de reaccionar cuando otro tirón le hizo torcer el cuello, acompañado de un golpe en la corva que hizo que una de sus rodillas se desollara contra el pavimento. Volvió a tirar de él haciendo que su cara plana de facciones salvajes chocara contra un miembro hinchado y enrojecido al que la escasa luz arrancaba destellos lúbricos, colgando entre sus piernas portentosas. La punta afilada de una daga plateada se apoyó bajo su garganta y le obligó a alzar la mirada a través de los abdominales cincelados y profundos que daban paso a unos pectorales amplios y abultados, bajo un rostro deformado por una sonrisa macabra y una mirada ciega de delirante furor.

—Dime qué ibas a hacerle. —El callejón pareció oscurecerse a su alrededor, sólo podía mirar atónito el fuego verde de sus ojos. —Dímelo o me lo imaginaré, será mucho peor.

Ilien sentía su razón tambalear golpeada por una culpa sombría, impotente ante la pasión que aquel joven despertaba en él. El muchacho se había retirado del salón de baile pero no podía abandonarle con aquel pesar en el corazón, así que lo siguió e intentó disculparse por no poder concederle lo que tanto anhelaba. Y sin embargo no podía mentirle ni a él ni a sí mismo, no podía ocultarle lo que no podía negar que sentía al mirar aquellos huidizos ojos índigo, aquella tímida sonrisa sonrosada, aquellas pálidas mejillas sonrojadas.

Qué fácil resultaba tentar a los hombres castos y solitarios.

Andragor apretó el lazo de la pasión hasta estrangularlo y le obligó a seguirlo a un pasillo solitario, prendió su corazón con falsas promesas y alimentó con palabras venenosas las tentaciones que ya estaban anidadas en los rincones más oscuros de su conciencia. Un beso fugaz fue la fruta prohibida que le retiró cuando apenas había logrado paladearla y así lo arrastró hasta uno de los dormitorios sombríos del palacio. Empujó su cuerpo contra la puerta para cerrarla y dejó que le atrapara entre sus brazos formidables. Cuando el paladín se inclinó, Andragor se alzó sobre sus puntillas y abrió los labios en una tímida invitación. Ilien le besó tres veces, y con cada beso la tensión de su cuerpo en torno al doncel aumentaba, antes de que su lengua se adentrara en busca de la del muchacho.

Andragor no hizo el menor esfuerzo por zafarse. Distrajo la mente del semielfo mientras sus lenguas competían entre sus labios para que no se resistiera mientras sus manos diminutas sacaban la blusa del cinturón y se abrían paso ávidas por el roce de su abdomen terso. Ilien se separó de él empujándolo con sus manos y lo miró a los ojos, Andragor se detuvo en un instante de duda; existían riesgos en seducir un paladín y comenzó a buscar en las profundidades arremolinadas de su deformada alma las fuerzas adicionales que pudiera necesitar para hechizar a aquel necio. Pero aquellos ojos celestes estaban desbocados. Las manos se hundieron bajo sus axilas y los antebrazos se hincharon tensando las mangas de la camisa cuando izó a pulso el cuerpo menudo del muchacho. Andragor no perdió ni un instante en enzarzar las piernas alrededor de su cadera y lanzar su boca hambrienta en busca de la de su amante, que cargó con él como si apenas pesara, derrumbándose sobre la cama con dosel.

Andragor miró el rostro frenético del paladín, que le besaba con un salvajismo inesperado; pero Ilien no se percató porque sus ojos permanecían cerrados, entregando sus otros sentidos a los placeres carnales. Apretó la presa de sus piernas obligando a la cadera del semielfo a rozarle y percibió su dureza. Intentó volcarle con intención de comenzar a contonear su cadera sobre su pelvis, pero el paladín era más pesado y fuerte, resistiéndose sin esfuerzo. Abrió los ojos y sus manos aferraron vigorosas las muñecas de Andragor, arrastrándolas sobre la cama a los lados de su cabeza. Le besó dos veces más, alternas a miradas de pasión, antes de besarle por tercera vez en el cuello. Soltó las muñecas de Andragor y deslizó sus manos robustas desde su cadera hacia arriba, arrastrando a su paso jubón y levita; ayudó al muchacho a liberar su cabeza pero dejó los brazos enredados en sus propias prendas mientras sus besos descendían por su cuello largo y su pecho plano.

Andragor estaba sorprendido. Fingió que se resistía porque supuso que aquello lo inflamaría, pero se dejó hacer, satisfecho.

La lengua del paladín descendía por su ombligo y sus manos acariciaban su cuerpo menudo, recorriendo el sendero hacia su cadera. Forcejeó con su ropa, arrebatándosela con suavidad. El miembro de Andragor saltó de entre sus calzones golpeando la faz apasionada de Ilien, largo y delgado, de tronco pálido y cabeza escarlata. El paladín lo engulló con una avidez que le hizo retorcerse con un placer sincero. Sonrió malicioso. Era evidente que el paladín hacía tiempo que había dejado de ser un hombre casto.

Tenía la daga apoyada en el gaznate y el arañazo en la piel le advertía de que el arma estaba muy afilada, así que no se arriesgó a morder. Aquel rabo grueso que se deslizaba entre sus labios apenas le cabía en la boca, y aunque sentía una molestia creciente en las articulaciones de la mandíbula, se forzó a abrirla más y más porque cada vez que notaba sus dientes arañando el tronco del miembro que le golpeaba en la garganta, el cuchillo se hundía un poco más en su piel. Aquel pedazo de carne salada era enorme, comparable a los de su propia raza, y le inundaba cada rincón impidiéndole respirar. Sus lanzadas le provocaban arcadas que apenas era incapaz de contener y hacía que sus ojos rojizos se inundaran de lágrimas. Pero se dejaba llevar porque él también había violado antes, y sabía lo que hacía a las mujeres que se le resistían.

El humano intentaba hundírsela cada vez más profunda, pero eso era imposible, apenas lograba evitar arañar con los dientes el primer tercio. El tipo retrocedió sin soltarle de las trenzas ni alejar el cuchillo de su gaznate; le dedicó una mirada furiosa y una sonrisa sardónica.

—Qué mal lo haces joder —le escupió—. ¿Es que nunca te la han comido bien?

Separó el cuchillo de su pescuezo un instante que dedicó para golpearle con los nudillos en la mejilla.

—Claro que te la han comido bien. Algunas de tus víctimas te habrán hecho las mejores mamadas de tu vida, las pocas que lograron contener su miedo, las que creían que si te corrías rápido no les harías nada peor. Pero tú nunca lo apreciaste, ¿verdad? —Volvió a golpearle, pero esta vez con la propia verga. —Para ti el sexo es esto: dominación, control, poder; eres patético.

Le soltó y retrocedió. Intentó recuperar el aliento y contener sus tripas, se estaba preparando para arrojarse contra él cuando la bota de su agresor restalló sobre su frente arrojándolo de espaldas contra el empedrado. La cabeza del Gorki se estrelló contra las cajas y un millar de luces deslumbrantes distorsionaron su vista mientras su cabeza palpitaba con fuerza dolorosa. Apenas se había recuperado cuando la bota se apoyó sobre su entrepierna. Intentó doblar las rodillas y contraer los muslos para protegerse, pero ya era demasiado tarde: el humano se balanceaba entre un pie y el otro, aumentando y aliviando la presión sobre sus testículos.

—Te lo voy a pedir una última vez. Dime: ¿qué le ibas a hacer a esa mujer?

Gorki no respondió. Estaba dolorido, aturdido, sorprendido, humillado y asustado; en cuanto se recuperara de todo aquello estaría muy cabreado. Entonces el tipo comenzó a descargar su peso en la bota apoyada en su entrepierna, infligiendo una presión cada vez más dolorosa.

—¡Para, para! —suplicó con voz ahogada— ¡Iba a estamparla contra la pared!

El tipo describió una amplia sonrisa.

—Mucho mejor —susurró satisfecho—. ¿Y luego?

—Primero atontarla, luego arrancarle la ropa —farfulló.

El tipo soltó una carcajada.

—Está bien, entonces desnúdate.

—¿Cómo?

—Arráncate la ropa o te la arranco yo con esto —ordenó besando el filo de la daga.

Intentó levantarse, pero el tipo volvió a descargar el peso sobre su entrepierna.

—No te he ordenado que te levantes.

Gorki permaneció un momento inmóvil. Se arrancó los jirones del jubón que colgaba de uno de sus brazos midiendo los gestos del humano, buscando el momento adecuado; impotente, se arrancó los restos que pendían de su otro brazo. Su vientre abombado, sus pectorales hinchados y sus brazos gruesos quedaron al descubierto, apenas abrigados por el vello pardo y encrespado.

—Buen chico —el tipo retiró el pie y golpeó con la puntera entre sus muslos, obligándole a abrir las piernas, apoyándose entre ellas—. Ahora el resto.

Gorki se llevó las manazas a la cintura arrugada y manchada del pantalón sin apartar la mirada, preguntándose hasta qué extremos le obligaría a llegar. Dobló las rodillas y se contorsionó, arrancándose los calzones de las piernas fuertes. El empedrado estaba helado y mojado.

—Se me enfrían los huevos —gruñó—. ¿Ahora qué?

El tipo volvió a reírse, era evidentemente un maniaco.

—Eso te iba a preguntar yo: ¿qué les haces después de arrancarle la ropa?

Se le aceleró la respiración.

—Yo…

El tipo hundió la puntera entre sus muslos, peligrosamente cerca de sus testículos. Gorki tragó saliva.

—Se la meto —murmuró.

—¿Cómo?

— Las follo contra la pared.

El hombre asintió, retirándose.

—Premio a tu honestidad. Ponte en pie.

Gorki se levantó con torpeza, pálido, intentando contener el temblor que intentaba atribuir al frío nocturno. Miró nervioso hacia la pared y a la entrepierna del humano. El tipo soltó otra risotada maniática. Alzó la mirada hasta su cara y le vio asentir son una sonrisa perturbadora. Estaba desnudo y el otro tenía una daga. Tembloroso, comenzó a girarse contra la pared mientras perdía color y el corazón se desbocaba en su pecho, sin saber qué hacer.

Andragor nunca le admitiría a su piadoso amante que aquella mamada había sido digna de mención, algo sorprendente para una criatura como él. Le hubiera encantado hacerlo, porque los hombres siempre se vuelven más débiles cuando se alimenta su orgullo, pero hubiera tenido que admitir detalles que habrían arruinado el resto de la diversión. Sin embargo, se merecía una recompensa.

Se desprendió de sus últimas prendas y deslizó sus piernas sobre los hombros del semielfo mientras empujaba con sus manos menudas la cabeza del paladín, obligándole a descender aún más abajo. Presa del placer, el hombre piadoso comenzó a acariciar juguetón sus testículos con la lengua. Pero Andragor le presionó un poco más abajo, Ilien no se resistió y la lengua se hundió en su ano sin dificultad. Dilató al instante pero no le permitió separarse, le obligó a lamerle y le presionó la nuca con fuerza creciente, dándole tiempo para abolir sus dudas y volverse más atrevido. Andragor gimió abandonando toda timidez al sentir aquella lengua cálida acariciándole y hundiéndose en él, buscando ávida un grito aún más agudo e intenso. El mortal tenía un don.

—Poséeme —le ordenó, fingiendo un gemido.

Ilien se incorporó desprendiéndose de sus ropas y agarrando las piernas de Andragor, apoyando su miembro entre sus posaderas. El muchacho ansiaba la embestida, pero se demoró. Sintió que unas de sus manos se deslizaba muslo abajo y acariciaba su nalga, percibió entonces el tacto de la yema de un dedo acariciándole, presionando poco a poco, hundiéndose en el esfínter dilatado sin oposición. Así que no tardó en penetrarle con un segundo dedo pero la misma paciencia. Volvió a inclinarse sobre él para engullir hambriento el miembro delgado de Andragor mientras la mano libre le propiciaba caricias repletas de ternura que recorrían cada rincón de su piel. Ilien estaba completamente entregado al placer de su amante.

Aunque por fuera se retorcía y gemía, por dentro se estremecía por la risa contenida; le resultaba graciosa aquella ternura y cuidado que el humano le propiciaba, ignorante de las monstruosidades que otros amantes mucho más aberrantes habían usado para complacerle en otras ocasiones. Pobre idiota. Se hubiera apiadado de él si hubiera sabido cómo.

Respingó cuando sintió el tacto húmedo y caliente entre sus nalgas, pero aquel tacto suave no correspondía al capullo ardiente y gordo de aquel miembro enorme. Era un tacto más afilado aunque blando, que se retorcía y presionaba con firmeza contra los músculos cada vez menos tensos de su cuerpo. Tardó unos instantes en comprender que su asaltante estaba arrodillado tras él en el pavimento y hundía su boca entre las nalgas verdosas y ásperas, en una posición desventajosa. Pero no la aprovechó. Sus piernas temblaban pero ya no sentía tanto frío, sus manos arañaban los ladrillos de adobe y bufaba en un torpe intento por contener los gemidos que le producía aquel placer desconocido.

No era sólo el frío, también había empezado a perder el miedo, la rabia y la vergüenza. Notaba cómo cada vez le importaba menos estar desnudo y apoyado contra la pared de un callejón lleno de agua salada y meados mientras un desconocido que habría podido rajarlo como un cerdo se dedicaba a darle un placer que no había experimentado nunca. Tenía la razón tan embotada como los sentidos y lo único en lo que podía pensar era en las putas a las que mordía, en las tetas que lamía, en los coños que reventaba en embestidas salvajes. Su miembro se endureció venoso y grueso al roce de unos dedos ardientes mientras otra mano no menos calurosa masajeaba sus enormes huevos.

Cada vez bufaba con más fuerza.

Ilien apoyó el miembro entre sus nalgas mientras reclinaba su torso musculoso sobre él. Sus ojos azules celestes le dedicaron una mirada llena de pasión, pero también de ternura, mientras sus brazos le envolvían el cuello y sostenían con cariño la nuca de Andragor. El glande se deslizó lentamente en sus entrañas, que abrió para él. El mortal había mostrado un talento inaudito para las felaciones, pero había capacidades que sólo estaban reservadas para las criaturas como Andragor; talentos que estaba dispuesto a mostrarle, se lo había ganado.

La pelvis de Ilien se apoyó con suavidad sobre Andragor, y este apresó el miembro de su amante entre sus entrañas.

—¿Estás bien? —le susurró.

—Nunca he estado mejor —mintió.

Ilien empezó a sacarla con lentitud, experimentando la sensación más extraña y placentera de su vida, pues Andragor parecía ajustarse a él. El doncel le besó y se atrevió a penetrarlo de una forma diferente, proyectando su mente dentro de la del paladín. Buscó en sus recuerdos cada momento de placer que acudían a su mente y los explotó, los intensificó y los revivió con una fuerza inusitada mientras tensaba sus entrañas alrededor del miembro del semielfo con una fuerza que ningún otro hombre podría haberle proporcionado, para luego acogerle con la misma suavidad que la primera vez.

El paladín gemía y suspiraba sin despegarse de los labios sonrosados de Andragor, quien recorría con sus manos los músculos tensos de su espalda y sus nalgas, intentando animarle a aumentar el ritmo; pero aunque el semielfo se estremecía dentro de él se resistía, de algún modo, a perder el control. Y Andragor no era la clase de criatura que se deleitaba en el sexo tierno. Rebuscó entre los deseos de Ilien, tenía que tener alguna pasión perturbadora en alguna parte.

El humano se incorporó, enredó la mano en las trenzas de Gorki y estampó su frente prominente contra la pared; pero esta vez Gorki pidió más. El tipo le tenía bien agarrado: su manaza le rodeaba el tronco hinchado de su rabo y lo masajeaba con fuerza mientras sentía la polla del humano hundiéndose entre sus nalgas. Al principio escoció y luego ardió, pero en ningún momento intentó resistirse. Los dedos humanos que aferraban su rabo se deslizaron hasta su glande púrpura y comenzaron a frotarlo con fuerza, resbalando en la baba preseminal que empezaba a brotar en abundancia. No tenía compasión de él y sentía cómo sus entrañas se desgarraban a medida que aquella verga inmensa se iba hundiendo cada vez más adentro. Tampoco se apartó. Sus piernas no le respondían, sus pies se apartaban, su espalda se encorvaba, su culo se alzaba. Sin siquiera ser consciente de ello, entregaba su trasero y se forzaba a recibir aquel pedazo de carne pulgada tras pulgada, más y más adentro.

Bufó y gimió, y con cada súplica recibía un tirón de pelo y un empellón que desgarraba un poco más sus entrañas. Las lágrimas se le saltaban de los ojos entornados y sus gruñidos eran cada vez más desesperados.

Amaba cada maldita pulgada de aquella puta polla.

La voluntad de Ilien era más firme que su cuerpo. Tal vez con un compañero mortal habría resistido más tiempo, pero el trasero de Andragor se moldeaba y contraía alrededor de su miembro, causándole sensaciones que creía reservada a los dioses mismos. Sintió su icor ardiente estallar en sus entrañas mientras un alarido de placer escapaba de los labios del paladín, cuyos brazos se estremecieron desplomándose sobre el muchacho. Andragor no había tenido suficiente.

Sin dejar que saliera de él volteó a su presa en la cama y se sentó a horcajadas sobre el semielfo, agitando la cadera en círculos cada vez más frenéticos. Podía percibir como la verga de su pareja perdía firmeza, así que azotó los recuerdos más satisfactorios y golpeó los sueños más eróticos de Ilien, haciendo que la temperatura de su cuerpo volviera a desbocarse. Su mirada estaba perdida y sólo balbuceaba cosas sin sentido. Tuvo que agarrar las manos del paladín y llevarlas a su polla, dejando que fuera su instinto más bajo el que moviera sus brazos y continuaran complaciéndole. Mientras recibía la masturbación por parte de su víctima, Andragor aceleró el ritmo y la fuerza de sus botes, dejando que cualquier atisbo de timidez o inocencia se desvaneciera en lugar de la rabia ansiosa que ardía en su pútrida alma.

Ilien tenía los ojos en blanco y se encontraba fuera de sí, con la respiración pesada y acelerada, completamente obnubilado por el placer. Andragor había cambiado los gemidos entrecortados por rugidos de placer.

—¡Fóllame, joder!

Aquella tranca entraba y salía con rapidez de él. Gorki apoyó la frente sobre sus brazos para amortiguar los cabezazos que había comenzado a darse contra la pared, impulsado por el bombeo salvaje y frenético que le arrancaba jadeos y alaridos de rabiosa pasión. Podía escuchar los bufidos de su follador a sus espaldas, que aún le mantenía agarrado por la cabellera para que no escapara, entremezclado por el rítmico repiqueteo acuoso de su rabo hundiéndose en su trasero. Y a pesar del vaivén salvaje, aquel tío no había dejado de sacudirle la poya.

Un tercer escupitajo blanco salió disparado contra la pared. Las piernas le fallaban, pero no quería parar.

Andragor hundió las uñas delicadas en los pectorales amplios de Ilien, que simplemente yacía bajo él inerte y agitado por el impulso del propio súcubo, balbuceando como un necio. La sangre brotó negra y ardiente del torso hundiéndose y circulando con rapidez a través de los resquicios de aquellos músculos cincelados, mientras el semen del semielfo se derramaba entre las nalgas del demonio, que extendía sus alas sombrías como la noche mientras gruñía blasfemias lujuriosas.

Gorki se desplomó sobre el pavimento. Intentó levantarse ansioso pero no fue capaz, ya no sentía nada de cintura para abajo, y aquello le aterraba. Nunca había sentido algo así.

—¡Más! —suplicó.

No podía vivir sin sentir algo así.

El humano sonrió izándolo del pelo, arrancándole algunas de las rastras a causa de los repetidos tirones. No tuvo que darle órdenes. Tan pronto Gorki tuvo aquella carnaza venosa al alcance de la lengua se la tragó, esta vez hasta el fondo; prefería morir asfixiado antes que parar, y el tipo estaba dispuesto a satisfacer su deseo. Folló su garganta sin compasión mientras una segunda cola larga, delgada y acabada en punta de flecha se extendía entre sus piernas, estrangulando el rabo de Gorki y lacerando su abdomen en latigazos que ardían como el infierno. Como el Perro había aprendido la lección lo correcto era darle un premio, así que el íncubo se relajó y dejó que el fuego del abismo inundara la garganta de aquel idiota.

Un joven doncel de cabello negro, ojos índigos y traje púrpura se sentó sobre el escritorio de su amo cuando rayaba la madrugada. Como un gato perezoso, empezó a estirarse frente a él. Bajo la levita llevaba el torso descubierto.

—Se me ha ido la mano un poco —se disculpó.

El amo torció el gesto.

—¿Lo has matado? —inquirió alarmado.

Andragor se cubrió el rostro sonrojado.

—¡No, no, por los dioses que no! —juró en vano— Pero tardará en recuperar sus fuerzas, desde luego —añadió mientras se tumbaba sobre los libros, ignorando los que se clavaban incómodos en su espalda—. No nos será útil en un par de días, así que necesitaré otro  amiguito que juegue conmigo, mi señor.

Cruzó los brazos bajo su cabeza y dejó que la chaqueta se abriera, mostrando el torso joven y pálido tendido a disposición del demonólogo. Pero el viejo mago gruñó irritado.

—Busca a tu hermano. No caeré en vuestros trucos de ramera barata.

Andragor suspiró, torciendo su gesto en una mueca desagradable e infantil.

—Viejo impotente —masculló irritado.

Extendió sus pensamientos a través de las calles oscuras de Concordia, en busca de una conciencia muy familiar, tan antigua como la suya propia, esquivando aquellos otros lazos que lo unían con sus antiguas víctimas. Al menos, con aquellas que aún seguían vivas.

<<¿Has terminado, hermanita?>>

El hombre de ojos verdes como esmeraldas se detuvo en la puerta de un edificio cochambroso, cerca del muelle. Tiraba de las perneras de un pantalón que había usado para rodear el pescuezo de un semiorco desnudo, que arrastraba los pies con torpeza tras él.

<>

Golpeó la puerta con una patada y entró en el prostíbulo vacío. Ignoró los ruidos de la planta superior y se dirigió hacia la barra, en la que se tumbó apoyando la cabeza sobre la mano. Chasqueó la lengua y con un simple gesto de mentón, hizo que Gorki se arrodillara en el entarimado y le mirara con los ojos de un cachorro ansioso y la baba resbalando por la comisura de sus labios.

—Buen chico —le murmuró con un guiño.

La multitud de putas y matones no tardó en formarse en la penumbra, a su alrededor.

—¿Quién cojones eres tú?

—¿Ese es Gorki?

—¿Qué demonios?

—¿Qué está pasando aquí?

La última voz silenció a todas las demás. Sonaba más autoritaria y más cabreada. La multitud se apartó cabizbaja dando paso a un semielfo de rostro severo.

—Me moría de ganas por conocerte, Ilurien —saludó el íncubo desde la barra de la taberna con voz perezosa—. Hay muy poca gente en los bajos fondos tan despreciable como tú, ¿lo sabías?

El Perrero se quedó inmóvil entre sus lacayos, analizando la situación. Enarcó una ceja.

—Dame una buena razón para no lanzarte al canal —murmuró.

—¿Qué te parece si me das una buena razón para no destrozarte igual que a tu Perro? Gorki, cielo, ladra si quieres un premio.

Gorki, para sorpresa de todos los presentes, intentó imitar un ladrido. Cuando el tipo de la barra asintió con la cabeza, Gorki hundió la cara con avidez en su entrepierna.

—¿Quién coño eres?

—Tu contacto con tu nuevo jefe —jadeó de placer—. Puedes llamarme Artemis.