HERMANOS de SANGRE
Dos hermanos mellizos hacen un ritual y descubren otra forma de vivir.
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- El chico del pito
- Toño y Roberto
- Los hijos del conserje*
- Diálogos junto al mar*
- Primo Flavio*
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Mi agradecimiento por adelantado a todos.
HERMANOS DE SANGRE
Al entrar en la casa que teníamos en la sierra, me llegó un desagradable y cálido olor a cerrado. Mis padres nos obligaban todos los años a irnos allí con ellos unos días en febrero. Coincidía que nuestros cumpleaños eran todos en el mismo mes y a pocos días de distancia. Evidentemente, el cumple de mi hermano y el mío era el mismo día, porque nacimos juntos. Por eso nos pusieron de nombre Justo y Pastor. ¡Hay que joderse!
Era tal su manía, que mi padre mismo se encargaba de avisar en la Escuela Superior de que íbamos a faltar una semana. Ese año, por iniciativa propia, quedó aclarado que era el último que asistíamos a ese molesto festejo con ellos. Íbamos a cumplir ya los veinte. Mi hermano Justo, al que le contaba todas mis intimidades, pensó que era la decisión acertada:
―Ya no volveremos a usar esta habitación más, Pastor ―dijo al encender la luz de nuestro dormitorio―. Obsérvala bien. Es el último año. No sé para qué se gasta papá un dinero en esta casa y tiene los muebles tan descuidados.
―Son nuestras camas de cuando éramos pequeños, Justo. Imagino que les daba pena tirarlas. Lo que sí deberíamos hacer es abrir la ventana un buen rato. Aquí huele a cerrado y a viejo.
―¿Estás loco, hermano? ―exclamó―. Ahí afuera hace un frío que pela. ¡Está nevando! Dentro de unos minutos, cuando se te adapte la pituitaria y mamá guise la cena, ni te acordarás de este olor.
―Voy a dejar mi mochila aquí ―protesté―. Ni siquiera pienso usar otra ropa. Con el teléfono y un libro me basta.
―¿Y vas a estar vestido con lo mismo cuatro días? Apestarás a sudor. Por lo menos, cámbiate de calzoncillos.
―¿Y qué? ¿Te molesta eso? Yo nunca huelo mal; igual que tú.
Nuestra conversación quedó interrumpida por el desagradable sonido de la vieja tele del salón. Mi padre no podía vivir sin tenerla encendida y, para colmo, decía que tenía que ir amoldándose al silencio de la sierra.
Mamá, después de ordenar cada cosa en su sitio, se fue directamente a la cocina. Nos dijo que iba a preparar unas coles esparragadas.
―¡Bueno! ―comenté―. Por lo menos, ese olor disimulará el otro. Por no abrir las ventanas cinco minutos…
―¡Calla, niño! ―gritó mi padre―. Si abres las ventanas, tendrán que venir mañana a retirar nuestros cadáveres congelados. Lo que tenéis que hacer ya es ir a por la leña y entreteneros en encender la chimenea. Así entramos en calor y se llenará la casa de aroma a madera.
Salimos los dos, cubiertos hasta las cejas, a coger unos maderos de la leñera, que ni estaba lejos ni estaba a la intemperie. A pesar de que llevábamos unos buenos guantes, creí que se me iban a helar los dedos.
―¡Corre, hermano! ―me gritó Justo―. Da unos golpes en la puerta, que se me va a helar la churra antes de que haga pis.
―Haber meado antes de salir de casa ―balbuceé con la bufanda casi metida en la boca―. ¡Vas a mear cubitos! Ahora me están entrando ganas a mí también…
Di unos golpes en la puerta con los maderos y abrió mi padre lo suficiente para que cupiésemos y para cerrar lo antes posible:
―¡Qué barbaridad! ―exclamó―. Nunca hemos pasado tanto frío aquí. No sé dónde se habrá metido ese calentamiento global…
―Lo que viene es una edad de hielo…
―¡Seguro! Esto es viento polar que se ha venido para este sitio. ¡Lo ha dicho la tele!
―¡Ah! ―bromeó mi hermano―. Lo ha dicho la tele, ¿sabes?
En no demasiado tiempo, estaba la chimenea dando calor y empezaba a esparcirse por la casa el aroma a pimentón de las coles. La televisión seguía hablando de todo menos de las cosas importantes que nos gustaban.
―Me meo, Pastorcito ―me susurró mi hermano―. ¿Vienes?
―¡Vamos!
El único cuarto de baño de la casa estaba arriba, junto al dormitorio de mis padres, así que subimos sin armar mucho estruendo y encendimos la luz:
―¡Vaya, hombre! ―protesté―. Ahora se ha fundido una bombilla.
―Es igual. Se ve poco pero para mear es suficiente. Ponte tú por aquél lado, que no aguanto.
Nervioso, porque no atinaba a abrir la portañuela y apartar tanta ropa que llevaba puesta, abrí los pantalones y tiré de ellos y de los calzoncillos.
―¡Joder! ―bromeó mi hermano―. Si no te la hubiera visto dura más de una vez, diría que lo que tienes es un pellejito de nada.
―Tampoco la tuya está para romper nueces, Justo. Ni siquiera te encuentras esa vaina flácida y pellejuda.
―Hubiera preferido quedarme en casa. Prefiero mi cama calentita. Si se me sigue encogiendo, se meterá para adentro.
―Pues aquí… ―le dije pensativo sin dejar de mirársela mientras orinaba― como no nos demos calor los dos, tendremos que acostarnos vestidos. ¿Te acuerdas de lo que hicimos el año pasado?
―¡Sí! ¡Me acuerdo! ¿Ya estás pensando en hacer algo parecido?
―¿Yo? ―exclamé mientras me la sacudía bien para ponerme los calzoncillos―. Fuiste tú el que empezaste. No pasó de un magreo. No te quejes.
―¡Vamos! ―dijo entre risas―. Me vas a decir ahora que no te lo pasaste bien…
―¡Bueno! Me gustó…
La cena estaba casi preparada. Mi madre había puesto el mantel, los platos, los vasos y algunas cosas más:
―Están las coles ―dijo nuestra madre―, hay pan bueno, vino y… ¿os apetece que abra una lata de algo?
―¿No traías albóndigas? ―preguntó mi padre al instante―. Seguirán congeladas. Si puedes sacar unas cuantas y calentarlas, tendríamos de sobra.
―¡Coles y albóndigas! ―susurró mi hermano acercando su boca a mi oreja―. Espero que no te peas demasiado esta noche. Acabaremos convirtiendo esto en una pocilga.
―Échale limón a las coles, como siempre, y así no te darán gases. No te creas que tus peos huelen a incienso…
Aquella primera cena en la casa fue normalita y rápida; como siempre. Necesitábamos comer algo bien caliente para entrar en calor a pesar de que la chimenea ya había prendido con fuerzas.
―¡Vaya tostón! ―espetó papá―. Ahora ponen El hombre elefante ; y en las otras no se ve nada o no hay nada que ver. Mejor acostarse temprano y levantarse antes.
―¡Mejor! ―comentó mamá―. Prefiero madrugar. Tengo que darle un buen repaso a la casa y espero que me echéis una mano los tres. Sí, los tres he dicho.
Justo y yo pensamos en quedarnos un buen rato junto a la chimenea y, sentados cada uno a un lado, comenzamos a sentir más calor que el que esperábamos.
―Hace calor ahora, ¿eh? ―comentó mi hermano―. Tengo los pies ardiendo. Parece que las zapatillas se van a quemar.
―Yo me las voy a quitar, ¿sabes? ―razoné tirando de los cordones―. Mejor que se me calienten los pies a que se me quemen las zapatillas.
―Eso voy a hacer yo también. Nos las pondremos cuando vayamos a subir. Papá no quiere vernos descalzos.
―¡Oye, Justo! ―susurré señalando a la escalera―. ¿Tú crees que bajarán para algo?
―¡Ni de coña! Mamá ya se ha subido agua de la garrafa para lavarse y estarán medio dormidos. ¿Has visto que tu padre se levante alguna vez de la cama y baje?
―No, es verdad…
―¿Por qué lo preguntas entonces?
―Verás… ―pensé las palabras―. Yo creo que lo mismo que nos hemos quitado las zapatillas para calentarnos los pies, si nos quitamos los pantalones, nos dará el calorcito en los huevos, ¿no crees?
―Puede ser. Yo me los voy a quitar… Me pondré un rato en pelotas ahí delante hasta que me fluya la sangre a regar la verga. A ver si me la encuentro…
―¡Te sigo! Necesito ponerme caliente.
―¿Ah, sí? ―me preguntó con segundas―. ¿En qué sentido?
―En los dos, Justo; aunque me la tenga que cascar esta noche… si no te importa.
―Por mí, puedes hacer lo que quieras.
Allí delante del fuego, que comenzaba a bajar un poco de intensidad, noté que toda la parte de mi cuerpo a la que le daba el calor estaba casi ardiendo. Moví la mano para tocar la panza de mi hermano y estaba igual.
―¡Déjalo! ―dijo en voz baja―. Vamos a vestirnos, y a la cama. A ver quién es el guapo que calienta ahora las sábanas.
Entramos en el dormitorio ―más frío que el salón― y me dirigí a mi camastro para volver a sacarme las zapatillas. Cuando me senté en él, noté que crujía algo debajo del colchón y, en pocos segundos, todo se vino abajo, conmigo encima, cayendo al suelo.
―¿Qué haces, Pastor? ―me preguntó mi hermano que preparaba las sábanas de espaldas a mí―. Vamos a ver si podemos montarla otra vez. Se habrá soltado algo.
―No, no. He oído claramente que se ha partido por la mitad.
―¡Hala! ―exclamó poniéndose en jarras―. Tendremos que poner el colchón en el suelo y retirar todas esas tablas para que te acuestes.
―No me hace ninguna gracia dormir en el suelo.
―Pues te acuestas aquí conmigo. Vamos a estar un poco estrechos y nos servirá para que entremos antes en calor.
―¡Espera! ―cavilé―. Voy a ver si esto tiene arreglo.
En cuanto metí la mano por debajo del colchón noté que me arañaba con algo:
―¡Ay! ¡Mira lo que me he hecho ahora!
Le enseñé la muñeca derecha a mi hermano. Acababa de cortarme y sangraba un poco.
―¡Je! ―farfulló bromeando―. ¿Quieres que te la chupe? ¡Un momento! ¿Sabes cómo se hacen los gitanos hermanos de sangre?
―Ni idea. ¿A qué viene eso ahora?
―¡Dame tu cúter! ―apremió―. Supongo que lo tienes en la mochila.
Buscó un momento en los bolsillos, lo encontró y lo levantó para mostrármelo.
―¿Qué vas a hacer ahora con eso? ―inquirí imaginando cualquier burrada.
―Me voy a hacer un corte en la muñeca ―dijo―. En el mismo sitio que te lo has hecho. Luego, tenemos que unir las manos para que se mezclen nuestras sangres. Así seremos hermanos de sangre para siempre…
―¡Vamos, Justo! ―protesté―. Tenemos la mismísima sangre desde antes de nacer.
―Pues yo quiero ser tu hermano de sangre. ¿No te da eso morbo?
Se acercó a mí sangrando un poco, tiró de mi muñeca con la izquierda y giró la suya para restregarla con la mía hasta mezclar las dos sangres.
―¿Ya? ―pregunté con misterio pero seguro de que tenía razón―. Ahora sí somos hermanos de sangre, supongo.
―Ahora sí. Vamos a desnudarnos antes de perder todo el calor de la chimenea y a meternos en mi cama.
Noté mucho frío en el dormitorio, así que encendí el pequeño calentador y me quité solo lo que me estorbaba para dormir; solo lo justo. Vi que mi hermano hacía lo mismo.
―¡Métete! ¡Rápido! ―dijo sin levantar la voz―. Tenemos que calentar esto y calentarnos nosotros.
―Ya me tienes ya como una moto, Justo. Ojalá pudiera echar un polvo ahora mismo.
―¿Y quién te lo impide? ―insinuó dejándome sitio―. Pégate bien a mí y toca. Ya verás que el pellejito de mierda que decías antes ha vuelto a su tamaño natural.
―¡No! ¡So guarro! Tócamela tú antes y verás lo que es una polla dura. Lo que quieres es que yo te de gusto, que te conozco demasiado bien.
―Bueno ―aclaró―. No hay por qué ponerse así. Para que no haya ventajas, nos las cogemos al mismo tiempo. ¡Yo también estoy que me salgo!
―¡Espera un momento! ―apunté levantando un poco las ropas de la cama―. Voy a coger los pañuelos, si no, vamos a poner las sábanas echa una porquería.
―Si lo prefieres… ―dijo mientras volvía para meterme junto a él―. No me importaría que me la metas… con una condición.
―¿Qué te folle? ¿De qué hablas?
―No te hagas el asustado que no es la primera vez que hacemos estas cosas.
―¡Ya! ―gruñí metiéndome en la cama―. Lo que pasa es que ya estás hablando de algo muy distinto. Esto no es un juego, ¿sabes?
―Lo sé, Pastor, lo sé. Y tú sabes muy bien que este es el último año que venimos y que tenemos la oportunidad de estar tan juntos. Recuerda que ahora somos hermanos de sangre. Nada nos puede parar.
―¿En serio quieres que te folle? ―le pregunté agarrándosela bajo las sábanas―. Estás duro como una piedra y yo estoy que no aguanto.
―Eso no es obstáculo para que me la metas. Ya veré lo que hago yo con la mía. El caso en entrar en calor, ¿no?
―Bueno… ―pensé lo que iba a decir―. Siendo ya mi hermano de sangre, si quieres, intenta metérmela luego. Pero te advierto que no sé si me va a entrar eso por el culo.
―Tú métela ahora ―susurró ilusionado volviéndome la espalda―. Yo ya sé lo que tengo que hacer luego para que no te moleste ni te sientas mal.
―No, si en realidad no me importa, es que no sé si mi culo da para tanto.
―Eso se dilata, ¿sabes? Lo que pasa es que hay que saber prepararlo.
―En tus manos lo dejo, hermano. Si me haces daño, me la sacas al momento.
―¡Vamos, Pastor! Métemela ya. Échate un poco de saliva, busca el agujero y pon la punta. Ya verás cómo entra sin problemas.
―Somos unos guarros ―comenté mientras me la embadurnaba de saliva―. De haber sabido esto, me hubiera traído unos condones y lubricante.
―¡Anda ya, hombre! ―exclamó muy seguro―. Prefiero notar la carne viva entrando por ahí.
―Alguien te la ha estado metiendo antes. No me mientas.
―No, no me la ha metido nadie. Tengo mis herramientas para darme gusto.
―¡Ah, claro! ―razoné―. O sea, que el consolador ese que hay escondido en el altillo de casa es tuyo.
―¡Sí! ―dijo extrañado volviéndose para mirarme―. ¿Cuándo lo has descubierto?
―Estaba buscando otra cosa y…
―¡Venga! Ya está en su sitio. ¡Empuja! Yo te ayudo.
Sabía que iba a entrarle con facilidad. Si había hecho ejercicios de dilatación con el dildo que encontré en casa, no iba a tener ningún problema… y yo tampoco, porque lo había estado usando a escondidas dejándolo luego muy limpio y exactamente en el mismo lugar que lo encontraba siempre. Seguramente ―eso pensé―, los dos deberíamos tener el culo del mismo diámetro.
Efectivamente, en cuanto empujé un poco la noté entrar sin dificultad. Fue tanto el placer que sentí cuando llegué al fondo, que me agarré a sus caderas y me lo follé a gusto. Gemía algo, pero no como para despertar a mis padres.
Por fin, noté unos calores que indicaban que el placer final del orgasmo iba a llegar. Me paré un instante y, empujando a mi hermano para que se pusiera bocabajo, tiré de su culo un poco y seguí follando con todas mis fuerzas:
―¡Ya, Justo! ―gemí conteniéndome―. Ya me viene. ¿Qué hago?
―¡Córrete dentro, cojones! ―contestó de igual modo―. Así no dejamos manchas.
Fue una corrida sin precedentes. Creí que me iban a caer sudores por la frente.
―Ahora me toca ―me dijo cuando la saqué y mientras me la miraba―. No vale esperar mucho, que se me baja.
―¡Voy! ―respondí sin entretenerme―. Ya sabes lo que te he dicho. Si me duele, te lo digo y la sacas, ¿eh? Si quieres desahogarte de otra forma, yo me encargo.
Falso. Estaba deseando, tanto como él, notar su trozo de carne dura separándome las paredes del culo y llegándome a la garganta.
Se untó saliva rápidamente y empezó a tocarme buscando mi buje. Le ayudé un poco, desde luego, pero se notaba que sabía lo que buscaba. Todo fue encontrar mi culo y meterme un dedo, para darse cuenta de que no iba a tener problemas. La colocó allí y, sin ninguna espera, empujó y empujó hasta que ya no le quedaba nada más que meterme:
―¿También tú has estado haciendo ejercicios? ―preguntó desconfiado.
―¡Calla y sigue, anda!
Estuvo unos segundos respirando profundamente y no dije nada. Se movió un poco entrando y saliendo y, cuando le pareció conveniente, empezó a follarme, pero, eso sí, con bastante más delicadeza que lo había hecho yo.
Me hizo sentir un placer bastante distinto al que sentía con el dildo . Solo la idea de saber que era mi hermano el que me tenía clavado como a un pinchito, fue para mí una experiencia extraordinaria, tanto, que no pude resistir encorvarme, darme la vuelta, y besarlo con pasión.
―Eso no me lo esperaba de ti ―dijo luego, mientras descansábamos y nos limpiábamos un poco con los pañuelos de papel.
―¿He hecho algo mal, Justo? ¡Lo siento! Creí que…
―¡Calla, hermano! ―musitó volviendo sus ojos para mirarme mientras levantaba la mano para acariciarme la mejilla―. No esperaba que acabaras besándome.
―¡Lo siento! Me ha salido así. Ha sido por instinto.
―Pues me ha gustado ese instinto tuyo ―confesó―. A veces, nos las hemos tocado por curiosidad o por mero placer. Hoy, sin pensarlo, te he tenido dentro. Pero no sé si lo del beso ha sido un simple capricho o…
―Creo que no ―dije en serio―. Es verdad que estaba caliente y deseando echar un polvo. Una vez que lo he hecho contigo y cuando me lo estabas haciendo tú, he notado que me faltaba algo… Necesitaba besarte.
―Y yo ―farfulló acercándose a mis labios―. No sé tú, pero esta noche no me ha parecido un juego.
―¡No! No lo ha sido. Supongo que será porque ahora también somos hermanos de sangre… ¿Tú me quieres, Justo?
―¡Pues claro! Te he querido siempre. Te he querido como hermano, por supuesto.
―No, no me refiero a eso.
―Sé a lo que te refieres. Lo que quiero decir ahora es que te he querido como hermano hasta esta noche.
No pudo seguir hablando. Puse mis labios sobre los suyos y comenzamos un verdadero beso largo y apasionado. Duró tanto, que cuando acabamos ya estábamos acariciándonos otra vez como preámbulo al segundo de la noche. Ya no era un juego.
A partir de entonces nada fue igual. Pasamos de ser hermanos mellizos a ser amantes. Tal vez para toda la vida. La pequeña cicatriz de mi muñeca nunca se me borró.
A media mañana, cuando despertamos, nos pusimos la ropa, nos besamos con mucha precaución y detrás de la puerta y, al llegar a la cocina, le dimos los buenos días a mamá, que preparaba el desayuno.
―Buenos días, hijos. Habéis dormido muy bien, ¿verdad?
―Sí, claro, mamá ―respondí buscando la leche―. Como siempre.
―Un poco mejor y más apretaditos, creo. Cuando me asomé esta mañana y vi la cama rota en el suelo y a los tan… abrazados… Taparos bien esta noche. Si dormís así, desnudos, vais a pillar un resfriado. Y no me manchéis las sábanas.