Hermanos

La fuerza del cariño... y del deseo.

Esteban y Beatriz son hermanos. No voy a describir aquí de qué manera se hicieron amantes. Baste saber, por el momento, que lo eran.

Una tarde de junio. Ya no había clases y se dedicaban a preparar los próximos exámenes. Sus padres no estaban en casa, así que aprovecharon para darse un homenaje, tal y como solían hacer cada vez que se les presentaba la ocasión. Fue ella la que tomó la iniciativa.

Estaban en el sofá del salón, después de comer, viendo la televisión. Ella se acurrucó junto a su hermano y le pasó un dedo por el hombro, deslizándolo a lo largo del brazo. “¿Qué tal estás?” Esteban, que intuía las intenciones de la joven, quiso darle carrete. “Bien”, dijo, intentando dar a su voz el tono más indiferente y neutro posible. Cogió el mando de la tele y comenzó a hacer zapeo. Ella, adivinando sus intenciones de hacerse de rogar, y con su más sugerente tono de voz, dijo “Me voy a mi cuarto…” Se puso de pie y se pasó las manos por las caderas. Esteban la miraba de refilón y deseó aquel cuerpo joven y apetecible. “Espera”, dijo, después de carraspear, y Beatriz se convenció de que él estaba tan deseoso como ella. “¿Qué?”, preguntó con fingida impaciencia. “¿Qué vas a hacer?” Beatriz sonrió inocente. “No sé; dormir, supongo.” Esteban se había puesto en pie frente a su hermana. La sujetó por los hombros y acercó su boca a la suya. No había que decir nada más. Se besaron con intensidad, con fuerza, con deseo. “Vamos”, dijo él. Entraron en su habitación. Abrazados, volvieron a besarse con igual vehemencia. Las manos se multiplicaban a lo largo de los cuerpos ajenos. Los labios sólo se separaban para recorrer superficies cercanas: mejillas, cuellos, hombros… No era la primera vez que tenía lugar un encuentro parecido. Se conocían bien, sabían cómo actuar, una vez roto el siempre difícil inicio para no parecer ansiosos. Y sobre todo querían. Querían satisfacerse, querían llegar al placer absoluto; querían separarse de este mundo y llegar a otro, otro mundo distinto en el que sólo contaba lo carnal, lo físico, el Placer, así, con mayúsculas, sin otras consideraciones morales o afectivas.

La primera vez que se encontraron en esta situación, de eso hacía ya varios meses, tuvieron una larga conversación sobre los límites morales del incesto. Revisaron algunos casos famosos y la abundante literatura sobre el tema. Exentos de prejuicios, acabaron concluyendo que el incesto, cuando no tiene fines reproductivos, ni es tabú ni mucho menos pecado.

Retomó Esteban la iniciativa. Situándose detrás de ella, comenzó a besar breve y suavemente cuello y hombros, mientras las manos rodeaban el torso y se acercaban a los senos, no de forma tímida, como pudiera parecer, sino intencionada y sutilmente. La respiración, al principio relajada de Beatriz, suspirando mansamente, le decía a Esteban que iba por buen camino. Bien lo sabía él: no era la primera vez que recorría esos territorios.

De todos es sabido que todas las mujeres, TODAS, tienen, al menos, una zona sensible . Puede que tengan más de una, cierto. Esteban conocía cuáles eran las de Beatriz. Esos puntos suelen estar, por lo general, en los senos: la mama, el pezón, la areola y alrededores. Pero pueden estar situados en otras zonas del cuerpo: cuello, caderas, pies, hombros, la nuca en muchos casos. (Una vez estuve con una mujer que era sensible en los codos. En invierno lo pasaba fatal porque el simple roce de la ropa la hacía estar excitada todo el día.) Una vez sabido dónde actuar, hay que trabajar, trabajar y trabajar. Esto quiere decir concentrarse en esa zona sensible: tocar, acariciar, besar, soplar cuando sea posible, etc. El único límite es no tocar la zona genital. Esto está absolutamente prohibido. Hay que concentrarse en los puntos que se sabe que excitan a nuestra partenaire , y sólo en ellos. Esto es muy importante. No sólo es importante: es fundamental, y de ello depende el éxito final. Esteban sabía todo esto, y sabía también que hay que tener paciencia, mucha paciencia. Nosotros enseguida reaccionamos. Ellas, no. Hay que tomarse tiempo, y ser pacientes. Ya se sabe: Patientia in reguli nostri prima virtus est .

Esa respiración fue acelerándose poco a poco, según el calor interno de la muchacha iba aumentando en intensidad. A medida que él se afanaba, el cuerpo de Beatriz fue agarrotándose hasta quedar rígido completamente, la espalda arqueada, la cabeza echada hacia atrás, la respiración agitada, entrecortada, jadeante, los labios entreabiertos, la piel erizada. Había gotas de sudor en la frente de la muchacha y sobre el labio superior. Esteban rozó los pezones, duros como canicas, y el estremecimiento de ella fue como una sacudida eléctrica. Fueron apenas unos segundos, pero fueron intensos como un latigazo. Beatriz se retorcía presa de un placer tan puro que parecía dolor.

Pasados los segundos, su cuerpo perdió la tensión que lo había hecho arquearse, y se aflojó. De tal forma, que si Esteban no la hubiera estado sosteniendo, habría doblado las rodillas y caído al suelo. Los ojos se entreabrieron, y la respiración recuperó el ritmo normal. Las manos de la muchacha tantearon detrás de ella, buscando el falo enervado. “Ahora, por favor”, dijo con una voz tan tenue, tan agotada estaba, que a Esteban le llevó un par de segundos comprender qué quería. La empujó suavemente hacia la cama, donde terminaron tendidos los dos. No tardó nada en ponerse sobre ella, que cogió el miembro y lo enfiló hacia el punto adecuado. La punta del pene atravesó la barrera de la vulva, completamente encharcada, y se adentró en la avenida del placer que Beatriz le ofrecía.

Penetrarla él y correrse ella fue todo uno.

Se repitieron los sudores, los jadeos, las uñas clavadas en la piel y los estremecimientos de su cuerpo cada vez que Esteban entraba, y también cuando salía; y cuando volvía a entrar, y cuando volvía a salir…

Cuando el cuerpo de Beatriz dejó de agitarse, Esteban morigeró sus movimientos hasta casi detenerse. “Sigue”, dijo ella, pero tan falta estaba de aliento que él no oyó. Suspiraban ambos, ella de satisfacción; él de deseo incontenible. Se besaron. Beatriz alzó la pelvis y el miembro se insertó en el fondo de su vagina. “Dale”, fue lo que dijo. Tan ansioso estaba el muchacho que ni dos minutos tardó en llegar a su propio éxtasis. Cuando el primer chorro de esperma inundó las entrañas de la joven, abrió los ojos desmesuradamente y dijo “¡Quema!” Un segundo y un tercer torrente de líquido lechoso brotaron, haciendo que Esteban se sintiera invadido por el vértigo del orgasmo, con un placer tan intenso que parecía doler. Dejándose caer sobre el cuerpo de Beatriz, todavía dentro de ella, se besaron otra vez. Con cuidado, se apartó y quedaron juntos, tendidos y cogidos de la mano, respirando con fuerza.

“¿Sabes? Follas mejor que papá.”

Un silencio. Una sonrisa abrupta de Esteban.

“Sí. Mamá también me lo dice.”