Hermann, el alemán

Me espero de nuevo y me alegré de poder disfrutar de aquella polla gorda, y del cuerpo atlético de un hombre muy maduro, pero el quiso ser mío y le poseí con pasión

No había pasado aún una semana y Hermann, el alemán, se presentó de nuevo a la salida de mi trabajo. Nos dimos la mano cordialmente, como dos conocidos. Quería verme de nuevo, pero esta vez a solas. Por fin supe su nombre: Hermann.

-       ¿Cuándo? –le pregunté sin más preámbulos.

-       Cuando tengas un par de horas libres. Lo antes posible.

-       Mañana.

Al día siguiente era viernes. Podría disponer de toda la noche si me apetecía. Después de pasar un buen rato con él, podría escaparme a tomar una copa por el centro y acabar de relajarme para el fin de semana.

Repetimos la escena de siempre en el metro. Se colocó cerca de mi y se me pegó discretamente en cuanto nos vimos rodeados de viajeros. Se frotó con mi cadera. Me giré ligeramente y le ofrecí una nalga. Y un par de estaciones más allá, colocó su bulto entre mis dos glúteos. Me atreví a deslizar mi mano por detrás hasta palpar la dureza de su falo.

Bajó en mi estación para despedirse y justificarse, y  para seducirme. No era necesario. Me bastaba con el recuerdo de su polla gorda para rendirme a sus deseos. O fijarme en sus ojos azules bordeados de unas pestañas largas de color rojizo, como sus cejas pobladas; o mirar sus labios finos y bien dibujados, bajo la nariz recta salpicada de pecas.

Me confesó que su esposa, Elke, quería verme pronto. Ambos quedaron insatisfechos. No fue un trío equilibrado. Se culpaba a sí mismo por no poder excitarse con su mujer.

Aquella noche anulé una cena que había concertado con una amiga, con la que comparto de vez en cuando sesiones sexuales que merecen un capítulo aparte.

Hermann no me esperó a la puerta del metro de mi trabajo. Aguardaba en la Verneda. Siempre elegante. Esbelto y arrogante a pesar de sus setenta años.

-       Estaremos solos. –dijo

Caminamos el uno al lado del otro sin mediar palabra. Noté la mirada curiosa sobre él de alguna que otra mujer. Y algún jovencito, de aspecto afeminado, se fijó alternativamente en los dos. Yo les sonreí y me devolvieron la sonrisa.

Me besó con delirio nada más cerrarse la puerta del ascensor. Sus besos, a pesar del ímpetu, siempre fueron dulces. Se limitaba a posar sus labios sobre los míos y deslizarlos de un lado a otro, atrapándolos con las carnosidades. Me excitaba locamente el calor de sus labios. Me puso la mano en la bragueta y notó la erección que había provocado.

-       Hoy vas a ser sólo mío, pero yo también quiero ser tuyo. –susurró a mi oído.

El recibidor y el salón estaban elegantemente amueblados. Mientras soltaba las llaves en una cajita del mueble donde colgaba chaquetones, eché un vistazo a la colección de fotos que había sobre un estante a la entrada del comedor. En la mayoría de las instantáneas estaba el matrimonio, eran el denominador común de todas. La distribución de los marcos y los integrantes de las fotos me indujo a pensar que coincidían dos familias diferentes en aquel espacio.

-       Elke y yo nos juntamos hace quince años, cuando cada uno ya tenía su propia familia.-aclaró leyendo mis pensamientos.- Sólo uno de sus hijos vive en Barcelona. También tiene una hermana en Calella. Allí está estos días. Le echa una mano algunos fines de semana en una pequeña tienda de ropa para turistas.

Sacó un par de cervezas del frigorífico y subimos a la terraza acristalada. Aún era de día.

Me cogió por la cintura y me atrajo hacia él. En aquel momento no supe cual era mi papel. Decidí dejarle llevar las riendas, dispuesto a jugar a dos bandas. Es el estilo que más me gusta.

Me abracé a su cuello y le ofrecí mis labios tímidamente, invitándole a decidirse. Y lo hizo con ternura. El calor de sus labios abrasó los míos y se abrieron como dos pétalos sedientos de sol. El juego dulce se paseó de un lado a otro, aprisionando nuestros deseos desatados. La humedad de su boca se fusionaba con la de la mía y las lenguas se asomaron entre nuestros labios para acariciarse suavemente. No hubo invasión, ni avaricia, sólo un roce tenue pero electrizante.

La dureza de su sexo se apoyaba sobre mi vientre. Mi pecho ardía y mis pezones querían estallar. Como si lo adivinase, desabrochó mi camisa poco a poco y acarició mi torso con un vigor controlado, aprisionando los pezones con dos dedos y apretándolos con la fuerza precisa para enviar unas descargas eléctricas a la punta de mi polla. Noté, como si lo estuviera viendo, cómo se escapaban de mi glande unas gotas de líquido blanquecino. Le quité la camiseta que cubría su torso y apoyé mi mejilla sobre el vello blanco que cubría una buena parte de su pecho. Besé dos pezones rosados que emergían entre la vellosidad. Y bajé mis manos para despojarle también del pantalón. No llevaba ropa interior. Ante mi se presentó erguido y desafiante aquel pene grueso que no me había podido quitar de la cabeza. Antes de poder acariciarlo, tomó mi cara entre sus manos enormes y me besó de nuevo en la boca. Ahora con más intensidad, poseyéndome, introduciéndome la lengua suavemente y demostrando quien se apoderaba de quien. Mi mano encontró su polla gruesa de piel aterciopelada. Palpé su grosor y mi cuerpo se quedó sin fuerza. Su boca me insuflaba alientos apasionados y sus manos descendieron por mi espalda. Bajó mis pantalones, pero no se apercibió de las braguitas negras de raso que me puse para la ocasión. Atrapó mis nalgas con sus dedos largos. Todo mi ser palpitaba. Mi piel se erizaba y una brisa abrasadora me envolvía completamente.

Alcancé mi primer delirio al sentir sus dedos jugueteando a la entrada de mi ano. Me lo había lubricado por dentro antes de salir de casa para estar receptivo desde el primer instante.

Me di media vuelta y puse su miembro entre mis nalgas. Su ardor se contagió del que emanaba de mis entrañas. Apenas unos segundos bastaron para que sus manos, sus grandes y fuertes manos, recorrieran mi cuerpo, desde mi cuello hasta mis muslos, sin dejar un milímetro cuadrado sin palpar.

Atrapó mi polla y notó la humedad que brotaba de mi glande.

-       Estás lubricando como una mujer, pero hoy quiero que seas tú quien me posea y me hagas tuya.

-       Si, lo que tu quieras –le respondí.

Y sin esperar más me apreté fuerte sobre él hasta que sentí la punta de su polla a las puertas de mi interior. Moví mis caderas hasta sentir la molestia de la penetración. Esperé unos segundos. Mi esfínter se acomodó al enorme grosor que le atravesaba y me contoneé para sentirme lleno. Atrapó mis pezones y me besó en el cuello.

-       Eres insaciable –susurró a mi oído.

-       Sí, de ti.

Giré la cabeza y me besó en los labios.

Saqué lentamente su polla de mi profundidad, resistiéndome a dejar escapar aquella delicia. Sin dejar de tocarnos, nos recostamos sobre la superficie aterciopelada. Acaricié de nuevo su torso, su estómago, su vientre y me entretuve en el matorral de vellos rojizos y canosos del que emergía el objeto potente del delirio. Retiré el prepucio para admirar de nuevo un glande de forma extraña y deliciosa. Le di un beso antes de introducirme en la boca todo lo que cabía de su polla. Mis manos palpaban suavemente sus testículos, colgando alejados del falo. Busqué con las yemas de mis dedos esa pequeña protuberancia, escondida entre las nalgas, que contiene el orificio apretado que da acceso a uno de los placeres más indescriptibles del sexo. Lo tenía abultado y grande y al palparlo se relajó y me permitió imaginar que parecía más una brecha que un agujero.

Me arrodillé entre sus piernas y estas se abrieron de par en bar, levantándose sobre sus costados y doblando las rodillas. Ante mi se presentó un magnífico paisaje. Sus nalgas pequeñas pero duras quedaban separadas y el ano se ofrecía ante mi sin condiciones. Lo acaricié y se fue expandiendo. Él mismo hacía intentos de abrirse. Mis caricias hacían efecto. Pero aún estaba muy cerrado y los sonidos guturales de placer se le escapaban a Hermann con mis roces. Intuyó mi pregunta mientras yo miraba a mi alrededor.

-       En aquel rincón, bajo la mesita, encontrarás lubricante y otras cosas.

Había varios tipos de lubricante, pero yo escogí un aceite corporal para bebés. Rocié su ano y mis dedos iniciaron la penetración delicadamente. Primero uno, después dos y, finalmente, tres. Él gemía. Murmuraba algo que no entendía, pero lo debía estar pasando muy bien.

Me puse el aceite en mi polla y acerqué la punta hasta rozar el ano convertido en una pequeña raja, un pequeño coño. Empujé levemente y el agujero me dio la bienvenida. Seguí empujando y encontré una leve resistencia. Supuse que atravesaba el esfínter en aquel punto. Realicé cuatro o cinco intentos y, finalmente, se relajó permitiéndome el acceso hasta el fondo. Gimoteó de placer. Apreté para llegar lo más hondo, y continuó balbuceando algo ininteligible.

La saqué poco a poco y la dejé rozando la entrada. Introduje medio centímetro apenas. Gimoteó y me suplicó que le penetrara. Lo hice. Moví mis caderas para follarle con un buen ritmo. Afirmaba en alemán, fue la única palabra que aprendí aquella tarde “ja”. La saqué de nuevo provocándole un ataque de ansiedad y la plena satisfacción cuando se la volví a meter. Repetí la operación varias veces. Confieso que me vuelve loco el instante de atravesar ese punto más estrecho de un ano dilatado. Varias veces tuve que contenerme para no eyacular. El resultado siempre es fantástico. Consigo varios orgasmos y llega un momento en que soy yo quien decide el momento final. Hermann recibió una larga follada y yo estuve a punto de correrme varias veces. De vez en cuando me embadurnaba la polla con el aceite corporal y le empapaba su ano. Mi polla dentro de su culo y la suya, morcillona, llenando mi mano.

Le pedí que se girase y se puso a gatas. El espectáculo era fantástico. Se la metía poco a poco en el agujero completamente dilatado y le daba palmadas en sus nalgas prietas y pequeñas. Me pase varios minutos mirando como entraba y salía mi glande del agujero. Mi polla estaba completamente inflamada. No recordaba haberla visto tan gorda nunca. Se la metí toda y mis huevos se encontraron con los suyos. Le abracé por la cintura y empujé hasta el fondo. Acaricié sus pezones, Besé su espalda y bombeé a ritmos diferentes para arrancar de su boca todo tipo de gemidos y suspiros.

Mis testículos y mi falo tenían tanto gusto concentrado que necesitaba expeler su contenido en una explosión delirante.

Le hice tumbarse completamente, boca abajo, para que su piel y mi piel entrasen en contacto plenamente. Mis pezones ardían al roce con su espalda. Mis muslos rozaban los suyos y mi pene se introducía en su ano por la estrechez de sus nalgas. No podía evitar besar su cuello y acariciar sus costados. Ahora le penetraba con mucha parsimonia, poco a poco, suavemente. Me demoraba en llegar hasta la profundidad de sus entrañas y gozaba al salir de su interior para volver a penetrarlo.

-       Te voy a llenar de la ambrosía que tu dulzura cálida ha generado en mi polla.

-       Préñame –respondió

Esa palabra estuvo a punto de provocar la explosión de mi universo sexual. Dejé escapa algunas gotas de líquido seminal para aliviar la presión de mis huevos.

Le hice girarse de nuevo ponerse boca arriba. Le metí mi polla en la boca. La paladeó con glotonería. Pasó su lengua de abajo arriba y de arriba abajo. Atrapó con sus labios el glande y lo saboreó con ansiedad.

-Ahora mismo podría soltar el chorro en tu boca. Me estás llevando al delirio- le dije

Sólo me miró. Me invitaba a que lo hiciese. Preferí volver a la primera posición y, de rodillas, delante de él con las piernas recogidas, se la metí de nuevo. Profundicé hasta que sus huevos se apoyaron en mi pelvis. El tacto sedoso del escroto, volvió a provocarme una pérdida de consciencia de origen orgásmico. ¡Cuánto placer, deleite, gusto, felicidad! No encuentro palabras ni expresiones para describir el nivel de sensualidad que electrizaba todo mi cuerpo.

Cogí su polla medio dormida dispuesto a extraer toda su potencia. Mi mano bajaba descubriendo el glande y volvía a subir. Se la meneé a conciencia, con ansiedad. En pocos segundos recuperó su dureza y grosor. Aceleré la masturbación hasta que se le escaparon unas gotas del líquido blanquecino que anunciaba la proximidad de un orgasmo.

Apreté mi mano sobre el capullo y aceleré la masturbación. Me concentraba exclusivamente en esa parte de su polla. A medida que se aceleraba su respiración, mis caderas empezaron a bambolearse para que sintiese mi polla en cada punto de su recto. Gimió y empezó a suspirar y a exclamar palabras que no entendía. Sabía que estaba a punto de llegar al final. Continué aplicando la presión exacta sobre su capullo para mantener el nivel. Los sonidos de su garganta me anunciaron que llegaba el momento.

De su polla emergió el semen en abundancia. Sin explosiones, como la lava de un volcán emergiendo y resbalando por las laderas, que en este caso era mi mano. Los chorros manaban en abundancia y llegaron hasta mi muñeca. Ahora le aplicaba la masturbación con más suavidad, pero mi polla aceleró el ritmo.

En el último instante, antes de expulsar el primer chorro de mi semen, cambié de idea. La saqué delicadamente de su interior y, con su leche llenando el reverso de mi mano, puse mi polla en su boca después de darle a probar su semen y lamer yo mismo mi mano para saborearlo.

Atrapó con sus labios mi capullo y, con una maestría inesperada, lo chupó de tal manera que aproveché el ardor que me abrasaba toda la polla para expeler el primer chorro. Abrió los ojos sorprendido, pero continuó aplicando la increíble presión con sus labios mientras yo sentía que me vaciaba completamente.

Sólo tuve fuerzas para rogarle

-       No te la tragues toda

Mientras salían mis últimas fuerzas, recuperé con la lengua el semen que permanecía enganchado en mi mano. Tenía un sabor levemente amargo, pero a mi me pareció un manjar.

Le besé en la boca y la encontré llena de mi esperma. Un beso largo que nubló mi consciencia y caí en un estado de insensibilidad sensorial que me hacía flotar por el universo.

Desperté en la oscuridad. Estaba solo y me dediqué a mirar el cielo a través de los cristales. Quería permanecer en aquel silencio, relajado, adormecido y feliz.

No sabía la hora, ni me importaba. Oí ruido en la planta inferior y poco después subió Hermann con un par de cervezas. Me besó en los labios antes de entregarme una botella de medio litro.

  • Gracias -dijo