Hermandad

Una chica hara lo que sea por ser aceptada por una hermandad.

Esto me ocurrió cuando tenía 19 años y fui a estudiar un año a una universidad norteamericana.

En mi país siempre fui una chica muy popular con una gran vida social —algo lógico teniendo en cuenta que soy alta, rubia y guapa, aunque esté mal que lo diga yo—, pero allí tuve grandes problemas para integrarme porque todo giraba en torno a las “hermandades”, una especie de sociedades estudiantiles con normas de ingreso muy restrictivas.

Con el fin de abrirme camino y ocupar el lugar que me correspondía, me propuse ingresar en la más exclusiva de dichas asociaciones, a la que llamaremos AB, Alfa-Beta, aunque no sea ése su verdadero nombre.

La Hermandad AB sólo admitía dos chicas nuevas al año y hacía falta la recomendación de al menos una “hermana” para siquiera poder presentarse al proceso de selección. Para lograrlo no dudé en seducir a Peter, el novio de una, para que influyera en ella.

Peter debió resultar muy convincente porque enseguida recibí la llamada de Lisa, la cornuda en cuestión, que me citó para el viernes noche en la sede de AB, una bonita casa en los aledaños del campus. Me presenté con mis mejores galas, dispuesta a arrasar: minifalda elástica, top de tirantes escotado y botas altas de tacón. A los tíos con los que me crucé sólo les faltó babear.

Me abrió la puerta la propia Lisa, enfundada en un ridículo hábito como el que utilizan los monjes de clausura. Me hizo pasar a una habitación sin muebles donde aguardaban varias personas con idéntica vestimenta. La capucha que les cubría la cara hacía imposible reconocerles o discernir su sexo, pero supuse que eran chicas, claro. Una de ellas se adelantó y proclamó con voz tétrica:

—¿Estás dispuesta a entrar en la Hermandad AB?

—Sí —contesté con firmeza.

—¿Obedecerás nuestras órdenes sin rechistar?

—Sí.

—Entonces, desnúdate.

Obedecí. Era una idiotez, pero ¿qué importaba? ¿Acaso no éramos todas chicas?

—La ropa interior también.

Aquello ya me pareció excesivo. Pensaba que simplemente querían comprobar que cumplía los requisitos físicos de la Hermandad —sólo admitían chicas de más de metro 70 y medidas de modelo—, aunque en realidad mi vestimenta no dejaba mucho a la imaginación. ¿Para qué coño hacía falta que me quedara completamente en bolas?

—¿Es realmente necesario? —pregunté algo ofendida.

—No. Puedes irte, la prueba ha terminado.

—Vale, vale. ¡Entendido! —Me quité sujetador y bragas en un santiamén y me planté ante ellas sin ningún pudor—. Ya está. ¿Algo más?

—Sólo hemos empezado. Pon las manos detrás, una hermana va a atártelas.

—Estupendo. Y luego, ¿qué? ¿Cosquillas? ¿No somos un poco mayorcitas ya para esto?

—Harías mejor en tomártelo en serio. Si no consigues desatarte, no ingresarás en la Hermandad.

—¿Y por qué tengo que estar en pelota?

—Las cuerdas agarran mejor sobre la piel desnuda.

En aquel momento pensé que era un prueba ridícula, pero que tampoco sería tan complicado: alguna vez me habían atado de niña y normalmente conseguía liberarme. Además, quería entrar en la maldita Hermandad. Decidí no protestar más e intentarlo.

Me pusieron las manos en la espalda, con las palmas apoyadas entre sí, y me ataron fuertemente. A continuación, hicieron lo mismo con mis codos. ¿Habéis probado alguna vez a juntar los codos en la espalda? No es nada fácil, crea mucha tensión en los hombros. Soy muy flexible, pero aquello dolía.

—¡Jolín! ¿Hace falta apretar tanto?

—Todo forma parte de la prueba. ¿Te rajas?

—No... no. Venga, ¡acabad de una vez!

Pero les llevó un buen rato. Me ataron las piernas juntas por cuatro sitios: en los tobillos, por encima y debajo de las rodillas, e incluso a la altura de los muslos. Por si fuera poco, se aseguraron de que no pudiera despegar los brazos de la espalda pasando varias cuerdas alrededor de mi tronco, evitando cuidadosamente mis pechos, eso sí. Cuando quisieron añadir una más en torno a mi liso y perfecto vientre, advertí:

—Cuidado con el piercing.

Pero no me hicieron el menor caso. Cuando terminaron parecía una morcilla con tantas ataduras. Eran cuerdas finas que se clavaban cruelmente en la piel abultando la carne alrededor. Me hicieron ponerme de rodillas y Lisa se me acercó y dijo:

—¿De qué tamaño dirías que tienes la boca? ¿Grande, pequeña o mediana?

Fastidiada por todo lo que estaba pasando y tener estar obligada a mirar hacia arriba para verla, respondí de mala hostia.

—Los chicos que la han probado dicen que grande, que me cabe todo.

—La mordaza más grande, entonces. ¡Abre!

Antes de que pudiera comprender del todo lo que estaba pasando me encontré con algo metido en la boca, una especie de pelota de goma. ¡Era enorme! Intenté escupirla, pero estaba insertada en un cinturón y la aseguraron cerrando en mi nuca una hebilla bien apretada. Morder la bola tampoco sirvió de nada. Era muy dura, imposible cortarla. ¡Y tenía un sabor asqueroso!

Me revolví y sacudí la cabeza, descolocando mi bonito peinado. Todo inútil, aquella “cosa” estaba dentro de mi boca para quedarse. Miré a Lisa con odio.

—¿Qué? ¿No te gusta? ¡Eso te enseñará a no ser tan “bocazas”! Terminad de atarla —ordenó a las otras.

Intenté insultarla pero todo cuanto salió de mis forzados labios —que a duras penas podían abarcar el inmenso tamaño de la cruel mordaza— fue un patético balbuceo absolutamente ininteligible. Remataron mi tortura atándome las muñecas a los tobillos y el cabello a un gancho del techo. ¡No podía ni ponerme de pie ni descansar sentándome sobre las posaderas!

—Tienes dos horas. Vámonos.

Y, sin más, me dejaron allí, de rodillas sobre el frío y duro suelo.

Atada, amordazada y desnuda.

Dos horas.

Al principio intenté aflojar las ligaduras revolviéndome como una loca, pero pronto comprobé que era inútil. Lo único que conseguí fue que las cuerdas se clavasen más en mi suave y delicada piel y dolorosos tirones de pelo. Estaba bien atada, jamás conseguiría soltarme sola. Finalmente, me resigne a esperar que pasaran las dos horas.

El tiempo se me hizo eterno. Las cuerdas dolían, pero sobre todo me mataban las rodillas y la cara. La pelota de goma era demasiado grande, me obligaba a permanecer con la boca abierta como un buzón de correos y cada vez me dolían más los dientes, las comisuras de los labios, la mandíbula... Por si fuera poco, producía otro efecto terriblemente humillante... ¡me hacía babear!

La saliva se acumulaba en los bordes de la bola y, por más que me esforzaba, no lograba tragarla. Cada cierto tiempo, resbalaba por la barbilla y caía en gruesos pegotes sobre mis desnudos pechos. ¡Era asqueroso y degradante, pero no podía hacer nada para evitarlo!

Por fin, tras lo que a mí me pareció una eternidad, la puerta se abrió de nuevo y entró Lisa. Sola.

—¿Que? ¿Cómo lo llevas, zorra?

No dije nada y me limité a mirarla con cara de pena, a punto de echarme a llorar. Me sentía completamente derrotada. Sólo quería que me desatara e irme de allí, pero mis sufrimientos no habían hecho más que comenzar. Lisa sacó una cámara de video digital y, ante mi horror, se tiró varios minutos grabándome en mi patética y humillante situación. Después, se agachó a mi lado y recogió con una sonrisa uno de los hilos de baba que caían de la bola incrustada en mi boca. Su voz y lo que me dijo todavía resuena en mis pesadillas.

—Creíste que no me enteraría de lo de Peter, ¿eh, maldita puta? He mandado a las demás a casa, les he dicho que yo me encargaba de ti... y bien que lo voy a hacer. Te voy a dejar así toda la noche. ¿Qué te parece?

La miré con ojos suplicantes y sacudí la cabeza de lado a lado repetidas veces, pero no se ablandó un ápice.

—Lo hago por tu bien. —La muy hijaputa sonreía mientras me lo decía—. Es una lección que tienes que aprender. ¡No se toca lo de las demás! Ahora, vamos a asegurarnos de que estés “cómoda” y ¡a dormir!

Repasó todos los nudos uno por uno, apretando algunos que le parecieron flojos, y se despidió de mí con una condescendiente palmadita en mi nuca, tras apretar un agujero más la ya súper ajustada correa de la mordaza. Ni mis lágrimas ni mis ahogadas protestas la conmovieron.

Me dejó así toda la noche.

Al día siguiente me desató y me advirtió que si intentaba denunciarla o contárselo a alguien, subiría a internet el video y diría que me había prestado voluntaria a ello, como podían corroborar las demás hermanas. En cuanto pude caminar, salí de allí y una semana después volví a mi país.

Espero que nunca llegue a verse ese vídeo.

FIN