Hermanas de sangre

Siempre había admirado a mi hermana: tan hermosa, tan dulce, tan especial... nunca imaginé que, siendo aún niña, mi admiración se transformaría en deseo.

Lo que voy a contar me ocurrió hace algunos años. No hace que me sienta orgullosa. Al principio no comprendía muy bien por qué estaba mal. Ahora que lo sé, no puedo detenerlo. Lo he intentado, podéis creerme, pero me resulta imposible.

Me llamo Hannah. Nací y me crié en Berlín, Alemania. Viví allí hasta los once años, con mis padres (que son hijos de españoles) y mi hermana Inge. Siempre hemos sido muy buenas amigas, a pesar de que nos separan casi cinco años. Entre nosotras no había secretos. Yo admiro a Inge, siempre la he admirado. Es preciosa, rubia, blanca, femenina y sexi, con unos labios enloquecedores, nariz perfecta, curvas insinuantes y unos increíbles ojos verdes. Inge es la más bonita de las dos sin duda. Yo, en cambio, siempre he resultado demasiado alta y flacucha, pelirroja, llena de pecas y con unos tristes ojos grises. De cualquier manera, Inge siempre me dice que soy guapa, y yo la adoro por animarme así.

Cuando cumplí once años, mi familia decidió que nos fuéramos a vivir a la madre patria. Soñaban con ese momento. Me resultó duro separarme de mis amigos, de mi colegio, de mi barrio. Inge, en cambio, parecía encantada. Yo la espiaba en secreto. ¿Cómo podía estar tan feliz? Ya tenía casi dieciséis años, seguro que tenía novio. ¿No le dolía separarse de él? Porque no era posible que mi hermana no saliera con nadie, todos los chicos del colegio se morían por ella. Sí, debía tener novio. Probablemente su alegría era fingida, seguro que a última hora se escaparía y lloraría desconsoladamente en los brazos de algún chico. Pero no. Inge cerró la maleta y entró en el coche cantando. Ni siquiera miró atrás para despedirse de nuestra casa.

El cambio fue difícil para mí. Mis padres estaban en la gloria, se habían reencontrado con familiares y amigos a los que no veían desde hacía casi dos décadas. Salían constantemente, al cine, a bailar, al teatro, a la playa... El nuevo colegio no me gustó demasiado, las monjas eran severas y antipáticas. Inge, en cambio, ya iba al instituto y parecía feliz. A ella nunca le ha supuesto un esfuerzo hacer nuevos amigos. No es tan tímida como yo.

Su mejor amiga se llamaba Sandra. Nos la presentó cuando apenas llevábamos seis días en nuestra nueva casa. La odié. Sandra era una mujerona de diecisiete años que aparentaba veinticinco, alta, desarrollada, con las piernas torneadas, caderas increíbles y grandes tetas. Tenía la piel morena y una melena negra hasta la cintura. Era divertida, descarada y alegre. Inge la adoraba. ¡Oh, cómo odié a aquella suplantadora! Mi hermana ya no me hacía caso, sólo tenía ojos para aquella zorra que se atrevía incluso a coquetear con mi padre entre las risas bobaliconas de éste y la despreocupada complicidad de Inge. Yo no podía soportar a Sandra, incluso llegué a desear su muerte. Ella me miraba con condescendencia y yo envidiaba hasta el maldito último balanceo de sus tetas al andar.

Una noche Inge pidió permiso para que Sandra durmiera en nuestra casa. Mis padres, que salían a bailar, accedieron. Así que me vi de nuevo ignorada. Ellas dos me dejaron en nuestro dormitorio y se fueron al cuarto de mis padres. Oían música, fumaban, hablaban de chicos y lo pasaban en grande. Me sentí tan furiosa que tardé una eternidad en quedarme dormida. Desperté en mitad de la noche. Había ruidos extraños. Jadeos, suspiros y gemidos sofocados. Me levanté de un salto, preocupada, sin sospechar qué estaba ocurriendo. Fui hacia el cuarto de mis padres. La puerta estaba entreabierta. Me asomé, y lo que vi me dejó helada. Mi hermana estaba sentada sobre la cama, desnuda, hermosa, con la espalda arqueada, los ojos cerrados, los puños apretados sobre las mantas y las piernas bien abiertas. Sudaba y gemía. Sandra permanecía de rodillas en el suelo, con su magnífico cuerpo desnudo también, y la cabeza en el sexo de Inge. El corazón pareció salírseme del pecho. No podía moverme, no pude dejar de mirar. Inge parecía una diosa. Sus blancos y enormes pechos se erguían desafiantes, tenía los pezones rosados y duros, los muslos perfectos cubiertos de humedad y la vulva, aquel bellísimo rincón de carne suave y palpitante, cubierto apenas por un delicado vello rubio, se abría esplendorosa bajo la lengua ávida de Sandra. Sentí algo caliente entre mis piernas. Por primera vez estaba excitada. Jadeé sin poder contenerme. Inge abrió sus ojos verdes y los clavó en mí. No se asustó. No se inmutó. Gimió largamente, como si le gustara la situación. Durante un rato que me pareció eterno no apartó su mirada de mí. Sus caderas se menearon con fuerza.

  • Mírame cariño - dije - Mírame bien, es todo para ti. ¿Te gusta?

Supe que hablaba conmigo y temblé.

Segundos después, su hermoso cuerpo se estremeció vencido por el orgasmo. Sandra levantó la cabeza y, al verme, se echó a reír.

  • ¡Vaya! Así que las hermanitas se ponen cachondas...

Ella y mi hermana se besaron despacio, jugueteando con sus lenguas.

  • ¿Te ha gustado Inge? - le preguntó - ¿Te pone que tu hermana te mire?

  • ¡Oh Dios! - gimió ella - Ha sido increíble.

  • Fóllatela - sugirió Sandra con una perversa sonrisa - Vamos, adelante. Lo estáis deseando.

Mi hermana me miró aterrada. Vi miedo en sus ojos, pero también deseo.

  • Hazlo tú por mí, Sandra - le suplicó entonces - Yo no puedo. No debo. Hazlo tú, Sandra.

Se acercó a mí sin dejar de sonreír. Quise darme la vuelta, escapar, encerrarme en mi cuarto. Pero me sentí hechizada. Sandra me desnudó casi con violencia y me contempló.

  • Dios, Inge, tu hermanita es deliciosa. Mira esas piernas largas, ese culo respingón. Y sus tetitas, mmmmm. Llenas de pecas, redonditas y duras. ¡Y su coño! Tan tierno y pelirrojo...

Volví a temblar, de miedo, de ganas, todo a un tiempo. Sandra me besó. Sentí su lengua invadir mi boca y me dejé hacer. No cerré los ojos. Miraba a Inge. Sus ojos parecían nublados de una extraña fiebre. Sin saber cómo, me vi lanzada sobre la cama. Sandra me abrió las piernas y sentí su lengua lamer lentamente mi sexo. Gemí sin poder contenerme. Aquello era una delicia insoportable.

  • No tengas miedo - susurró Inge.

Acarició mis tetas suavemente, tímida. Mis pezones se endurecieron. Los chupeteó con su boca perfecta. Toda mi piel se erizó. Jadeando, Inge abrió las piernas y empezó a masturbarse. La miré fascinada. Sandra se restregaba entre mis piernas hábilmente, voraz. Noté como algo crecía y se hinchaba en mi sexo. Cuando Sandra lo lamió, creí morir.

De pronto, Inge se colocó a cuatro patas, hasta acomodarse sobre mi mano. Casi me desmayo al sentir su vulva abierta en mis dedos. Estaba empapada. El miedo me paralizó, así que ella empezó a frotarse contra mis dedos inertes. Gemía cada vez más fuerte. Me excité tanto que agarré la cabeza de Sandra con mi mano libre y la restregué con fuerza contra mí. Meneé las caderas enloquecida.

  • Mételos Hannah - suplicó Inge - Méteme tus dedos, cariño. Vamos, fóllame con ellos. ¡Vamos!

Empujé a ciegas. Sentí como entraban fácilmente.

  • ¡Oh Dios! ¡Así! ¡Así! ¡Más!

Sandra hacía estragos con su lengua. De pronto metió un dedo en mi coñito y lo meneó con fuerza. Después, mojó otro en mis jugos y lo acercó a mi culo, jugando en mi agujero.

Inge cabalgaba fuera de sí.

  • ¡Más! ¡Más! ¡Sigue, cariño! ¡Te quiero! ¡Oh, Dios, me voy a correr!

El orgasmo fue como una descarga. Abrí tanto las piernas que sentí calambres. Grité. Las tres nos amamos toda la noche, sin descanso. Perdí el pudor. Aquello era el cielo. Extasiada, contemplé a Sandra a cuatro patas, gimiendo de gusto mientras mi hermana metía una vela entre sus nalgas. Aprendí a masturbarme, me corrí mirándolas, chupé sus hermosas tetas, las besé, las adoré.

Desde entonces, no he vuelto a ver a Sandra. Parece ser que se puso celosa. Inge y yo volvemos a estar juntas y nadie se interpone entre nosotras. Nunca hablamos de este tema, pero sé que las dos pensamos en ello día y noche. A veces intentamos olvidarlo, evitarnos, no caer de nuevo en la tentación. Es inútil. Tras varios días de abstinencia, obligadas a compartir dormitorio, baño, nuestras vidas, caemos la una sobre la otra en una fenomenal pelea de mordiscos, lametones, caricias y jadeos desesperados. Procuramos mantener las distancias. Nos torturamos de forma morbosa. Sentadas frente a frente, cada una en su cama, nos masturbamos mirándonos fijamente, conteniendo las ganas de tocarnos. A veces nos bañamos juntas. Cerramos con pestillo, abrimos la ducha y dirigimos el chorro caliente hacia nuestros coños, hasta temblar con orgasmos deliciosos. A veces nos lamemos, aprendemos los placeres nuevos de la penetración, con velas, destornilladores, con nuestros dedos o cualquier objeto que se nos pone a mano. A veces vamos al cine y ella explora traviesa bajo mis bragas, mojándome por completo y logrando que me corra apretando los dientes para no gritar. Y a veces (mis preferidas) las dos nos dejamos llevar, nos sentamos juntas, muy cerca, desnudas, frotando nuestras tetas, los pezones bien juntos, y restregando nuestros coños, un clítoris sobre el otro, mojadas excitadas, abandonadas al placer.

Rezo para que mis padres no lo descubran. Prefiero no pensarlo.

Inge me tiene hechizada. No puedo parar de amarla. Ella es mi vida, mi puta, mi vicio, mi amante, mi amiga... Mi hermana de sangre.

Jezabel

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