Herencia en vida

Don Gerardo, un rico empresario, decide traspasar sus negocios a Alfonso, su hijo. Pero Alfonso pretende quedarse con algo más que los negocios y le ha echado el ojo a Rosenda, la jamona de su madre.

1.

A Rosenda la única frase que le vino a la cabeza era aquella tan socorrida de " las eyaculaciones las carga el diablo... " Claro que la mujer era perfectamente consciente de que la frase no era exactamente así. Pero esas palabras fueron las que acudieron a su mente cuando la polla que tenía justo enfrente de su ansiosa cara de puta empezó a lanzar esperma como un géiser. Y mira que le había repetido, por activa y por pasiva, al cabrón de Alfredo que fuese con cuidado, que había ido a la pelu esa misma mañana, que no le estropearse el maquillaje, que en media hora tenía que venir el cornudo a recogerlos para ir juntos, como una modélica familia, a la cena del Consejo de Dirección de la empresa... Le puso mil excusas al muy hijo de puta para que tuviese un poco de cuidado. Se ofreció a ordeñarle bien la tranca y a tragarse hasta la última gota de leche, hasta dejarle los huevos como dos ciruelas pasas. Y el muy hijo de puta de Alfredo, pese a todo, le hizo la pirula de costumbre. Primero, se dejó hacer aquella mamada de ensueño y, a continuación, en el último momento, cuando la zorra de su madre empezaba a notar el regusto salado del líquido preseminal aflorando del capullo de su vástago, sacó la tranca de la garganta de su madre y, con un gruñido gutural, empezó a correrse como un auténtico troglodita… ¡Pasando ampliamente de todo lo que acababa de suplicarle la jamona!

Rosenda, sorprendida y con la boca todavía entreabierta, soltó un agudo gritito de asombro y, atónita, aguantó como buenamente pudo los manguerazos de Alfonso. Éste, con un rictus de rabia, y meneando furiosamente su húmeda polla, soltó un buen montón de latigazos de esperma que se repartieron por toda la jeta de la puta. Ella se vio obligada a entrecerrar el ojo izquierdo, que le escocía un montón por culpa de un espeso impacto directo que se extendía desde la ceja al párpado inferior. La frente, la barbilla goteando, y el pelo, recién arreglado, también recibieron su parte. Rosenda, asombrada, y visiblemente cabreada por el putadón que acababa de hacerle Alfonso, a diez minutos escasos de la llegada del pichafloja de Don Gerardo, a la sazón marido de Rosenda y padre de Alfonso, sólo pudo musitar, tras relamer los goterones de lefa que le habían quedado cerca de la boca:

-Pero Alfonso, hijo, ¿cómo puedes ser tan cabrón? ¡Joder, ya te vale...!

Alfonso, entre risas, guardando el pringoso rabo en la bragueta, se limitó a contestar:

-¡Te jodes, cerda! Si no fueses tan puta y no me tuvieses siempre cachondo, no te pasarían estas cosas... Además, no te quejes tanto, al menos no te he manchado el vestido...

Era cierto, milagrosamente, todo lo lejos que llegaron los perdigonazos de leche fue al escote de la guarra, a un par de centímetros escasos del recatado vestido que iba a estrenar esa noche en la gala. Un vestido que, pese a su modestia, a duras penas conseguía ocultar sus melones y ese culo jamonero que Dios le había dado.

Rosenda, todavía enfadada, ya se había levantado y avanzaba casi a tientas, con un ojo cerrado por el lechazo, hacia el lavabo, tratando de que el semen chorreante no resbalase hacia el vestido.

Tenía motivos para estar furiosa. Encima que le había hecho esa comida de rabo espectacular al sinvergüenza de su hijo, para tenerlo contento y que no le diese la brasa durante la cena, metiéndole mano por debajo de la mesa u obligándole a echar un polvo furtivo en los lavabos a la hora de los discursos, como le hizo el año anterior, el cabronazo, porque no había otra manera de decirlo, le había dejado la cara y el pelo como la radio de un pintor. Y, no contento con eso, se había reído de su aspecto y parece que disfrutaba de su humillante aspecto. Cualquiera diría que estaba orgulloso de su obra. Y así era, en efecto.

Mientras Rosenda trataba de arreglar el estropicio en el lavabo, Alfonso se limitó a servirse una copa del mejor whisky del viejo y encendió un buen habano de los que tenía escondidos en el escritorio para las visitas. Se sentó en el sofá con los pies sobre la mesita de centro y empezó a hacer zapping rascándose los cojones, visiblemente orgulloso del cuadro picassiano que acababa de pintar en el sudoroso rostro de su progenitora.

Ésta, se recompuso como pudo. A base de espuma para el pelo y una rápida capa de maquillaje, pudo salvar los trastos y adecentar su aspecto, justo cuando sonaba el timbre en el que Ricardo, el chófer, les indicaba que la limusina del cornudo estaba ya esperándoles abajo, con “ el señor dentro ”.

Rosenda, acrecentó su furia al ver a su hijo repantingado en el sofá, envuelto en el humo del puro.

-¡Joder, Alfonso, apaga eso y vamos ya...! ¡Qué está tu padre abajo y vamos tardísimo!

Alfonso, risueño todavía, y contento por su reciente orgasmo, dio una última calada, apuró su copa y, tras aplastar el puro en el cenicero, se levantó del sofá con toda la pachorra del mundo ante la iracunda mirada de su madre.

-Venga ya... Además, la culpa es tuya, guarrilla -le dijo-. No seas agonía, mamaíta. No le pasará nada al cabrón del viejo por esperar cinco minutos más. A fin de cuentas, hoy es su gran noche ¿no?

Rosenda, desesperada, meneo la cabeza y puso rumbo a la puerta.

-¡No sé qué hemos hecho mal...! -la frase era irónica, aunque no del todo inexacta. Ser amantes o, mejor dicho, ser la puta de su propio hijo, no era precisamente ejemplar... Pero, bueno, seguro que había cosas peores.

Alfonso, siguió con la mirada, hipnotizado, el pandero de su madre camino del ascensor. Mientras bajaban, la escrutó a fondo y comprobó que nada delataba en su rostro la calenturienta escena que había ocurrido hacía menos de veinte minutos. Tal vez, alguien con una mirada tan lasciva y retorcida como la suya podría relacionar la leve inflamación de los labios de Rosenda con las secuelas de una buena mamada. Pero eso sería hilar muy fino... y el viejo no era precisamente un lince para estas cosas.

Bajaron en silencio y, ya en la calle, avanzaron a paso rápido hasta el vehículo, donde el chófer mantenía la puerta abierta y el cornudo les metía prisa, señalándose el reloj.

Rosenda, algo adelantada, taconeaba con pasitos cortos. Llevaba unos zapatos nuevos que elevaban su escaso uno cincuenta y cinco hasta un respetable uno setenta de altura. Tras ella, Alfonso, el hijo y heredero de la dinastía y la fortuna familiar, enfundado en un esmoquin que estrenaba ese día, contemplaba embelesado el contoneo del culazo materno, volviendo a notar como la polla se le endurecía y contando los minutos hasta poder incrustar su tranca en el ojete materno. Si las cosas salían bien, mañana mismo podría estrenar el culo de la guarra. Así y todo, a ver si hoy, con un poco de suerte, el viejo pillaba una buena cogorza y podía hacer una visita al dormitorio conyugal...

Rosenda, ajena a los pensamientos de Alfonso, se acomodó en la amplia limusina y, tras saludar a su bonachón y confiado esposo, se dispuso a mirar por la ventanilla, todavía enfadada con el inconsciente de su hijo.

Pero, además de eso, había un matiz que empeoraba las cosas y que le hacía redoblar el cabreo. Era la mancha de humedad que empapaba su tanguita y que se extendía por su depilada vulva. Esa tremenda calentura que apenas si podía controlar. El hecho de estar siempre como una perra en celo, cachonda pérdida, esa era la gran victoria de Alfonso. Y la gran derrota de Rosenda. Esa lujuria constante explicaba la eterna sonrisa de suficiencia de su hijo y el eterno gesto de enfado de ella. La combinación de lujuria y sentimiento de culpa la mantenían perpetuamente en un estado extraño, una especie de purgatorio para cachondas maduras incapaces de asumir lo putas que son.

Frente a ambos, sentado también con un esmoquin, pero a punto de reventar las costuras por su obesidad, con la sonrisa de suficiencia del que tiene dinero a espuertas y puede lucir a su lado a una jaca como Rosenda, aunque la impotencia le impida follársela, estaba el bueno de Don Gerardo, el perfecto vértice de este morboso triangulo familiar, que llevaba ya unos cuantos meses asistiendo, como ignorante comparsa, al festival de cuernos que le estaban dedicando su mujer y su hijo.

Y ahí iban nuestros protagonistas, a solas  con sus pensamientos.

Poco hay que contar de la cena. Los parlamentos de cada año, las chorradas habituales, el triunfalismo de siempre y la codicia que movía a toda aquella pandilla de tiburones que formaban el Consejo de Dirección de la compañía.

Y, como acompañantes de todos los directivos, aquella panda de víboras avariciosas en que se habían ido convirtiendo las consortes de los ejecutivos. Una panda de ociosas guarrillas cuya única preocupación era cuidarse el cuerpo, operarse para retrasar los estragos de la edad y estar apetecibles para los jóvenes sementales que tenían por amantes. Sí, prácticamente todas tenían algún joven macho que las montaba. Era una venganza con efecto diferido hacía sus esposos que, sin excepción, habían tenido queridas desde que tenían uso de razón. Algunos las conservaban todavía, pero eran los menos. A la gran mayoría, los años con su inevitable deterioro físico, el estrés de los negocios o el simple tedio les habían arrugado el pajarito. Se habían convertido en gordinflones con las arterias grasientas y unas pichas que ni la más potente de las viagras, combinada con la mejor de las mamadas, podía levantar. Por lo tanto, se conformaban con pasear a sus retocadas esposas y a  hacerse el loco con las canas al aire de éstas.

Don Gerardo se contaba entre el grupo de los pichaflojas, encuadrado en la pequeña sección de los cornudos absolutos. Es decir, los completos ignorantes, que lucían su cornamenta desacomplejadamente y eran la rechifla del personal. Era de los pocos que ni remotamente sospechaban que su mujer pudiera tener un amante, bien porque la considerasen leal y fiel o bien porque la viesen como una señora beata y santurrona, de confesión y misa diaria, como le pasaba Don Gerardo en relación con Rosenda.

El caso es que tenía parte de razón. Así era exactamente su mujer. Bueno, así había sido hasta que, hacía unos seis meses, su hijo. Alfonso regresó de Estados Unidos, donde estaba terminando la carrera, para hacerse cargo del emporio familiar ante la inminente jubilación del viejo.

Si bien Don Gerardo encontró a su hijo como siempre, Rosenda sí que se dio cuenta de que algo había cambiado en él, de que ya no era el mismo. Nunca supo qué era exactamente lo que había provocado ese cambio en Alfonso, pero, al poco tiempo de haber vuelto el chico, sí que pudo apreciar los resultados de esa alteración de su carácter y se encontró completamente emputecida por él. Una madura jamona de 55 tacos, sometida al poder de la polla de un joven cabroncete de 24 que la sometía a su antojo a todo tipo de juegos sexuales. Aunque, en honor a la verdad, Rosenda nunca se había sentido tan viva. Cosas que pasan.

Bien mirado, se podría decir que hasta en eso tuvo suerte el bueno de Don Gerardo. El hecho de que la polla que se estuviese beneficiando a su santa esposa fuera la de su propio hijo, algo que ni la más retorcida y morbosa de las mentes podría sospechar, lo mantenía equidistante entre el grupo de los cornudos consentidos y  el de los cornudos  ignorantes, situándolo en el limbo (inexistente, por otra parte) de los que todos sus amigos y conocidos consideraban matrimonios sólidos. Nadie conocía el desliz de Rosenda, aunque aquel aspecto que a veces lucía, tan lozano y feliz, hacía sospechar a todo el mundo. Pero, pruebas, no que se dice pruebas, no había ninguna.

La velada, como ya he dicho, fue bastante plácida. Lo más destacable fueron los discursos de Don Gerando, como presidente del Consejo y su emotiva despedida, en la que pasó el testigo a su hijo. Éste, por su parte, hizo un vibrante discurso de presentación de sus planes de futuro en el que incluyó un sentido y lacrimógeno homenaje a su progenitor que forzó una lagrimita tanto a su padre como a su madre, acompañada de un sentido aplauso de los asistentes.

Alfonso, haciendo gala de su habitual cinismo, hizo un amago de llanto en el que aprovecho para acercar su mano al rostro con la sana intención de olfatear bien el índice. Un dedo que, minutos antes, en una breve escapada de su mano bajo el mantel había conseguido, no sin esfuerzo, introducir en el pringoso ojete de la puerca de su madre. Ese olorcillo tenía la virtud de prepararlo para la acción y le hizo redoblar sus retorcidas intenciones de culminar la velada con algún intercambio carnal con su progenitora. A ver si había suerte y podían alejarse en algún momento del cornudo… Su cerebro empezó a maquinar.

Así que, en lo que quedó del banquete, se ocupó, con la inestimable colaboración de su guarra favorita, de mantener siempre llena la copa del viejo con Rioja... Y después el cava, el coñac, un gin-tonic...

Un fin de fiesta perfecto. Menos mal que, Ricardo, el chófer les echó una mano para meter al viejo en la limusina, como si fuese un fardo. Lo dejaron en el asiento frente a ellos. Rosenda y Alfonso, de cara al sentido de la marcha fueron haciendo el precalentamiento durante el trayecto. Discretamente, eso sí: el bueno de Ricardo no tenía ni papa de lo que se cocía en esa familia tan disfuncional en la que prestaba sus servicios.

El trayecto era corto. Apenas veinte minutos de recorrido, y más a aquellas horas, sin tráfico.

Alfonso estaba sentado junto a la ventanilla, con su madre al lado. Ella recostaba la cabeza sobre su hombro acurrucada. Frente a ellos, tumbado en los asientos, como un saco de patatas, dormitaba ebrio Don Gerardo.

Ricardo conducía por las oscuras calles, concentrado en el volante y con una emisora musical de grandes éxitos de las que le gustaba a Rosenda, sonando bajita de fondo.

Alfonso, nada más arrancar el vehículo, levantó el pie y le dio una patadita a la panza de su padre. Éste gruñó brevemente y continuó con su pesada respiración de borracho.

-¡Menudo esperpento! - murmuró Alfonso con un rictus de asco.

-¡Psssss! ¡Calla, a ver si te va a oír Ricardo! - susurró su madre.

-¡Anda ya! Delante no se oye. Y menos con la música.

Alfonso acarició el muslo de su madre sobre la falda. Ella levantó la vista y le miró con desaprobación, pero Alfonso insistió:

-¡Venga, súbete el vestido, guarra! Desde delante no se ven las piernas... ¡Venga, joder! Date prisa, que el pichafloja está groggy... Hay que aprovechar…

A regañadientes, Rosenda se fue remangando el vestido, sin separar la vista del retrovisor. Pero el conductor, ajeno a lo que ocurría detrás, o, haciéndose el tonto, no separó la vista de la carretera.

Momentos más tarde, la mano de Alfonso había apartado el mínimo tanga y acariciaba el terso y lampiño coñito de su madre que chorreaba flujo sobre el asiento pidiendo polla a gritos.

Durante los quince minutos que quedaban de trayecto, la hábil zarpa de Alfonso logró dos match-points en el coño materno, que dejaron rota a la jamona, deseando pillar por banda la tiesa tranca de su hijo, que sólo pudo tantear a través de la tela del pantalón.

Hacerle una paja al chico habría sido demasiado arriesgado y para el chófer la limpieza al día siguiente de más manchas sospechosas (aparte del manchurrón de flujo del coño de Rosenda, que siempre se podría camuflar como babas del cornudo borracho) habría resultado difícil de justificar.

Mientras Ricardo maniobraba para aparcar, Rosenda aprovecho para colocarse el vestido y pegarle un cariñoso apretón a la polla de su amante, mientras éste pateaba otra vez la barriga de su padre, pero esta vez con la sana intención de despertarlo.

-¡Venga, despierta dormilón, que ya llegamos...!

Después, más bajito y dirigiéndose a su madre:

-¡Joder, va fino, el puto cabrón! Tendrá que ayudarnos Ricardo a subirlo a casa...

Subir al borrachuzo a la planta de arriba del chalet, donde estaba el dormitorio principal, fue todo un show. Menos mal que entre Ricardo que cogió de las axilas al cornudo y su hijo, que le sujetaba los pies, consiguieron colocarlo de cualquier manera sobre la cama.

Mientras los hombres, sudando por el esfuerzo, colocaban el pesado y balbuceante fardo sobre la cama, Rosenda corrió al lavabo a echar una meadita y a quitarse el empapado tanga. No lo sustituyó. ¿Para qué? En cuanto oyó salir por la puerta al chófer, dejó el vestido y el sujetador hechos un gurruño en el cubo de la ropa sucia y, únicamente con los zapatos de tacón, acudió todo lo rápido que pudo, agitando los melones y meneando el pandero como un flan, a la habitación de matrimonio.

Allí, Don Gerardo roncaba boca arriba soltando babilla por la comisura de la boca. Seguía medio vestido. Alfonso se había limitado a quitarle los zapatos, aflojarle la corbata y desabrocharle un par de botones de la camisa y el cinturón para dejar vía libre a su oronda barriga.

-¡Joder, vaya cuadro...! ¡Ja, ja, ja! - exclamó Rosenda al entrar.

-¡Lo mismo digo! - respondió Alfonso, al contemplar el cuerpo jamonero de su madre, con aquella boca, de mamona viciosa hambrienta de rabo, que se gastaba, y el chochete reluciente y húmedo pidiendo polla a gritos...

-¿Vamos a tú habitación? –dijo Rosenda-.  A ver si este se va a despertar y  nos pesca.

Alfonso calibró en dos segundos las palabras de la guarra. Tenía razón. No convenía que el pichafloja los pillase con las manos en la masa. Y menos ahora que estaban tan cerca de su objetivo. Faltaban menos de veinticuatro horas. Al día siguiente, por la tarde, estaba prevista la llegada del notario y la firma de la cesión de todos los negocios y de la mayor parte de los bienes a Alfonso, que, a partir de ese momento, pasaría a ser propietario de prácticamente todo. Para el viejo quedarían un par de cargos, más bien testimoniales, y la presidencia de una fundación benéfica cuya única razón de ser era desgravar a Hacienda.

Por lo tanto, tal y como dio a entender Rosenda, un paso en falso en aquellos momentos, podría tirar por tierra todos los planes que estaban tramando Alfonso y la puta de su madre.

Lo racional, por tanto, habría sido dejar sobando al pobre cabrón como un bendito e ir a echar un polvo a un sitio más tranquilo. Pero el morbo se impuso como de costumbre en la retorcida mentalidad de Alfonso. Así que pensó que, a grandes males, grandes remedios.

-¡Espera, cerdita...! -le gritó a su madre cuando ésta ya enfilaba el camino hacia otra habitación.

Alfonso cogió una de las almohadas de la cama y, tras quitarle la funda, improvisó una capucha que colocó sobre la cabeza del viejo.

-¡Mira, igualito qué un nazareno de Semana Santa! - comentó tras finalizar su obra.

Rosenda, entre risas, se limitó a añadir mientras se abalanzaba sobre la bragueta de su amante:

-Yo diría que parece más bien un condón lleno, cariño...

-Lo importante es que,  si se despierta, no vea lo puta que es su mujer... - Alfonso ya había incrustado la tranca en la garganta materna y empezaba a follarle la boca con furia- Mañana, mañana, cuando cerremos todos los flecos, le daremos el alegrón. A ver qué cara pone.

Follaron como animales. La zorra, que iba más caliente que el pico de una plancha, se dedicó a cabalgar  como una perra en celo. Montó una escandalera de cuidado, dando botes en la cama y saltando de cuclillas, empalándose en el rabo de Alfonso. Éste se sorprendió de su actitud. Aunque estaba acostumbrado a esos ocasionales arrebatos de calentura, en esta ocasión, la cerdita de su madre, estaba sobrepasando todos sus límites. La onda expansiva de sus saltos hacía vibrar la cama y balancearse el cuerpo del cornudo que seguía roncando como un bendito. De vez en cuando, el pobre hombre hacia un amago de girar la cara o el cuerpo hacia la pareja, y. aunque difícilmente podría distinguir algo entre la neblina de la cogorza y la capucha que llevaba puesta, su amante esposa le lanzaba alguna certera patadita que lo colocaba mirando a la pared.

Alfonso dejó a su progenitora correrse, pellizcando sus pezones y palmeando con fuerza sus caderas. Cuando vio que la jamona recibía su bien ganado orgasmo, se levantó y, tras poner a la jadeante puerca a cuatro patas, de cara al cornudo, le encajó la polla en el coño por detrás de una certera estocada e introdujo el pulgar en el ojete para controlar a la jaca. El dedo entró suavemente y ella, en lugar de una queja, exhaló un ronroneo de satisfacción. Se nota que los ejercicios de dilatación anal que le había encomendado a su puta madre habían dado resultado. El ojete ya parecía estar preparado para recibir el merecido regalo de la polla de su hijo. El día siguiente sería el gran momento.

Alfonso, también muy cachondo y, la verdad, algo cansado, no tardó en inundar de leche el  coño materno y, tras dar un par de palmadas en el culazo de la zorra, se fue a sobar olfateando el pulgar, impregnado con el embriagador aroma del culo de su madre:

-¡Hala, puta, a descansar!

-Bu... Buenas noches, hijo... Hasta mañana... -respondió la cachonda, que reposaba desmadejada y satisfecha en la cama, a escasos centímetros del borrachín pichafloja de su esposo.

2

Inicialmente iba a ser un simple trámite, pero Don Gerardo se empeñó en hacer una especie de pequeña ceremonia para escenificar  la firma de todo el papeleo mediante el que le “ pasaba el mando” su vástago, como solía decir. Rosenda, que estaba en modo “ pa’ lo que me queda en el convento, me cago dentro… ”, se presentó a la firma del traspaso de poderes con un modelito de los que quitan el hipo. Al margen de su marido, que, además de su habitual cornamenta, je, je, je, lucía una resaca de cojones, tan sólo estaban presentes su hijo y el notario. Fue este último el que más se sorprendió del ajustado vestido corto de la jamona. Un mínimo conjunto de licra, rojo oscuro, con un tremendo escote y la falda a medio muslo, que se ajustaba como un guante y marcaba sus formas de putón atrayendo las miradas de cualquier varón heterosexual sano digno de ese nombre. En esta ocasión tan sólo de Alfonso y el notario, que aunque viejo, era bastante rijoso. Don Gerardo, como ya hemos dicho, no estaba para según que trotes.

Alfonso estaba encantado con el aspecto de la guarra, eso que sólo le había dicho " ponte guapa, mamá ", aunque, conociendo como se las gastaba nuestra  amiga, ya se podía haber imaginado como se iba a presentar la muy zorra. Para rematar el cuadro, llevaba puestas unas insinuantes medias negras que realzaban sus piernas jamoneras y un maquillaje de putón verbenero que pedía que la empotrasen cuanto antes mejor.

El pobre cornudo, con el resacón que tenía, no prestó demasiada atención al aspecto de su santa esposa, pero el bueno del notario, un vejestorio de la edad de Don Gerardo y viejo amigo de la familia, era incapaz de despegar la vista del cuerpo de la jamona y notaba renacer su mustio pajarito. ¡Y la muy puerca de Rosenda, bien consciente de ello, procuraba contonearse como la cerda que era! Incluso le restregó los melones un par de veces para provocarlo, con la connivencia de Alfonso. Más que nada para hacer unas risas a costa del pobre e inútil viejo.

En cuanto Don Gerardo estampó su firma en el documento, Alfonso, que estaba detrás de su madre, ambos a las espaldas del cornudo y el notario, frotando en su culo su endurecida cebolleta, se separó brevemente de la cerda y colocó la palma de su mano bajo la falda y sobre el desnudo y terso culazo de la guarrilla, que llevaba, cómo no, un mínimo tanga de hilo dental,  y le dio un fuerte apretón, para que fuese bien consciente de que, para él, ella también estaba incluida en el documento y formaba parte de los bienes que a partir de ese instante pasaban a ser suyos.

Rosenda, perfectamente consciente del hecho, se dejó hacer, e incluso facilitó la tarea llevando el culo hacia atrás para disfrute de su nuevo dueño. Un culo que, en breves minutos iba a ser perforado por primera vez por una tranca de macho. Algo que la tenía cachondísima, mucho más caliente de lo habitual... ¡Qué ya es decir!

Y no era más que el preludio del fin de fiesta.

En cuanto el resacoso pichafloja salió del despacho para acompañar al notario a la salida, Rosenda se deshizo del ajustado vestido y, tras ayudar a Alfonso a deshacerse de los pantalones, lo empujó sobre el sofá y, arrodillada en la valiosa alfombra de piel de tigre que tanto le gustaba a su esposo, se amorró a la polla de su hijo y la ensalivó a fondo para preparar la enculada.

Alfonso, encantado, no es que estuviese necesitado de muchos estímulos, llevaba días cachondo esperando este momento, y respondió ipso facto al calorcillo de la boca de su amante madre.

Acarició la cabeza de la zorra, que chupaba ansiosa, como si fuese una mascota, alentándola, " bien, zorra, bien... Así, puta, mójala bien, que tiene que entrar hasta las trancas... " Rosenda, agradecía  las palabras de aliento redoblando sus esfuerzos y baboseando todavía más el rabo de su macho. Aparte de eso, era la principal interesada en que la polla estuviese bien lubricada. A pesar del medio tubo de lubricante que había gastado para preparar el ojete, cualquier precaución era poca para facilitar que la gruesa polla de su macho entrase con facilidad y sin causar demasiados estragos…

Despacio, Alfonso fue deslizando la mano por la espalda de la puerca hasta llegar a sus poderosas nalgas. Rosenda empinó el culo para facilitar el trabajo. Sabía que a su hijo le encantaba manosear el culo y meterle los dedos en el ojete mientras le mamaba la polla y, complaciente como era, le ayudó en su tarea.

Alfonso no pudo por menos que lanzar una exclamación que mezclaba orgullo y asombro por lo pervertida que estaba llegando a ser su madre. Nada más acercar la mano al ojete de Rosenda notó la humedad que emanaba de su culo, perfectamente lubricado y preparado para recibir visitas. Los dedos de Alfonso se deslizaron suavemente hasta el interior del culo. Metió primero uno, después dos y finalmente un tercer dedo que movió de dentro a fuera, follando el culo mientras la cerda meneaba el pandero pidiendo más y más. Se nota que la jamona había hecho los deberes y que sus ejercicios anales con dildos y plugs le habían resultado de provecho. Ahora sólo faltaba ver  qué tal se comportaba el culo ante un intruso palpitante y de grueso calibre, como la tranca de su hijo.

El ruido de los baboseos de la puerca sonaba en primer plano y de fondo se escuchaban las voces de la conversación de despedida en el recibidor entre Don Gerardo y el notario, un tipo dado a enrollarse como una persiana. Alfonso, que tenía la polla a punto de estallar, le dio un par de palmadas a la puta y le indicó, someramente:

-Venga, mamá, ponte en posición, que voy a entrar a saco…

Rosenda sacó la polla de la boca soltando un reguero de baba que chorreó del sofá de piel a la alfombra y, con una mirada ansiosa y desafiante, y un halo de cierta locura (¡menuda ninfómana estaba hecha!), respondió:

-¡Venga cabrón, rómpele el culo a la puta de tu madre! –una frase que posteriormente se iba a convertir en un clásico de su repertorio.

Alfonso, estuvo a punto de correrse directamente de la excitación, pero se contuvo, claro está.

Rosenda se giró a cuatro patas con la cara hacia la puerta del despacho y agachó la espalda, sin dejar de mirar hacia la puerta, apretó los dientes y se abrió las nalgas para facilitar el acceso de la tranca de su hijo. Éste se levantó del sofá y, acuclillado, agarró su gruesa y venosa tranca y, tras lanzar un par de innecesarios escupitajos en el ojete, colocó la punta del capullo en el palpitante agujerito materno y empujó con fuerza hasta que notó que el glande estaba dentro. Su madre lanzó un rugido gutural, pero aguantó el embate como una campeona. Siguió sujetando las nalgas y, entre dientes, susurró:

-¡Sigue, cabronazo, sigue, no te pares ahora…! -“ ¡Qué nivel! ”, pensó el chico.

¡Lo único que le faltaba al bueno de Alfonso! Le pegó un viaje a la guarra que la dejó temblando y sin respiración. La polla  entró de golpe en el húmedo culo materno. Rosenda se quedó por un instante sin respiración y, tras superar el susto y acostumbrarse a la presión en el recto, empezó a menear el pandero para dar a entender a su macho que ya podía embestir a su gusto.

En esas estaban cuando por la puerta apareció el bueno de Don Gerardo, para asistir al espectáculo. Paralizado, debió creer que se trataba de algún efecto extraño o alguna alucinación de la resaca. No podía creer lo que estaba viendo.

-¿Qué… qué…? Pero esto… -es lo único que atinó a decir.

La puta de Rosenda se limitó a sonreír grotescamente, como embobada, su mente no estaba para distracciones. A fin de cuentas aquel era uno de los momentos más placenteros de su vida y, curiosamente, la presencia de su humillado esposo lo estaba convirtiendo en algo mucho más morboso y excitante. Lo mismo podríamos decir de Alfonso, que miraba a su padre con una sonrisa entre burlona y chulesca. Él si se atrevió a hablar:

-Pues nada, papá, que me estoy follando a la puta que tienes por esposa…

-Tú… es tú ma… madre…

-Ya te digo, pero es que, ¿tú la has visto bien? No creo… Un calzonazos cómo tú no creo que sea consciente del pedazo de hembra que tiene en casa… -mientras hablaba, Alfonso, seguía embistiendo, cada vez con más fuerza a su puta madre, que aguantaba las emboladas agarrando mínimamente la valiosa alfombra con las manitas, y tratando de mirar, levantando su sudorosa y enrojecida cara que casi tocaba el suelo, al pobre cornudo.

Don Gerardo se llevó las manos a la cara, sin saber si taparse los ojos o pellizcarse para  despertar de esa pesadilla. Pero no sirvió de nada ante el discurso provocador de su hijo:

-Ahora ya tengo lo que quiero… La empresa. Pero me faltaba la guinda del pastel. Hace tiempo que me la follo, pero quería que vieses en directo cómo le desvirgaba el culo. No te creas que la obligué, me lo pidió ella. Se ve que le hacía gracia dar este espectáculo delante del pichafloja que tiene por esposo. ¿Verdad cerda…? –cogió a su madre por los pelos y le levantó la cabeza para que pudiese confirmar la información ante su esposo. Rosenda, entre jadeos, musitó un “ síiiii… ” bastante convincente- ¿Has visto…? ¡Vaya puerca que está hecha! Bueno, estoy casi a punto… No te largues todavía, sólo un par de cosas más… -mientras terminaba su discurso, Alfonso sujetó las caderas de su madre y le soltó una buena ración de leche en las entrañas. Rosenda, con una sonrisa bobalicona, trato de recuperar el resuello. Después, Alfonso, jadeante, sacó la polla, todavía dura y pringosa, y se sentó en el sofá con las piernas bien abiertas. Cogió del pelo a la guarra y la colocó entre sus piernas mirando a su esposo. Del culo de Rosenda salía una espesa mezcla de semen y flujos anales que manchaba la valiosa alfombra de Don Gerardo, “ habrá que llevarla a la tintorería… ” pensó fugazmente la zorra. La polla morcillona de Alfonso reposaba ahora sobre la mejilla de su madre que, antes de quedarse observando la conversación, le dio un par de chupetones para saborearla. Se la habría limpiado bien, pero Alfonso la cogió del pelo y le giró la cara para que asistiese a sus últimas palabras.- A partir de hoy -continuó-, voy a dormir con la zorra y pasa a ser oficialmente mi puta. Está claro que no os vais a divorciar ni nada parecido, ¿entendido? –Don Gerardo asintió- Si se te ha pasado por la cabeza piensa en el papelote que ibas a hacer como mayor cornudo del reino y, además, corneado por su propio hijo… -Don Gerardo, asintió y siguió avanzando hacia la salida, con la mirada bloqueada en la pareja del sofá, tratando de asumir lo que acababa de ver- Puedes seguir viviendo aquí, pero ya sabes lo que hay. Si te quieres buscar otro sitio lo haces. En cualquier caso, saca tus mierdas del dormitorio grande y procura no coincidir con nosotros por la casa… Si no, ya sabes a lo que te expones –giró la cara de Rosenda de nuevo y le frotó el rabo por la cara al tiempo que decía estas últimas palabras.- De todos modos, no te preocupes de cara a la galería, porque esta puta es una experta del disimulo y cuando tengas algún compromiso seguro que está a la altura de su fama virtuosa, ¿verdad, mamá?

-Claro, hijo, lo que tú digas…

Don Gerardo no pudo aguantar más y dejó la habitación trastabilleando. Aún conmocionado se dirigió al dormitorio y llenó una maleta con su ropa antes de abandonar la casa. Necesitaba pensar y asumir lo que había ocurrido. En un mismo día había perdido su fortuna y a su esposa. Lo más divertido iba a ser cuando llegase al hotel donde pensaba refugiarse y descubriese que le habían cancelado la tarjeta de crédito, por lo que tendría que volver a su hogar con el rabo entre las piernas, obligado a aceptar todas las humillantes condiciones que su mujer y su hijo decidiesen imponerle.

Pero eso sería más tarde. Alfonso y su madre ya lo habían hablado y pensaban instalarlo en la casita del jardinero. Tampoco estaba tan mal. Podían tenerlo controlado y, de cara a las visitas y al resto de la familia, podría seguir manteniendo la imagen  de orgulloso patriarca empresarial que tanto le gustaba cultivar…

Mientras Don Gerardo se iba, Rosenda se dedicó, ahora sí, a limpiar a fondo la polla de su hijo, que conservaba el olor y el sabor de su culo, al que ya se tenía que ir acostumbrando porque, seguro que, a partir de ese día, iba a formar parte de su menú habitual.

Alfonso, por su parte, la dejó que disfrutase de los lametones de su rabo y, con su visión estratégica habitual, le preguntó por un par de guarras que habían asistido con sus maridos el día anterior a la cena del Consejo de Dirección.

Rosenda, que enseguida vio por dónde iban los tiros, se prestó al juego y le facilitó toda la información requerida. Alfonso, eso sí que lo tenía, era claro y honesto. En cuanto tuviese oportunidad pensaba ampliar su harén de guarras (hoy por hoy compuesto por un solo ejemplar…) y, su madre, consciente de que no tenía sentido oponerse, estaba dispuesta a ayudarle.

Además, quizá lo de comer algún chochete no estaba tan mal…

FIN