Herederas de antiguos imperios
Durante milenios, las antiguas familias reinantes han sido presa de una maldición. A pesar de tener un poder mental con el que edificaron imperios, sus miembros una y otra vez caían en manos de la peble, que recelosa de su autoridad se rebelaba contra la tiranía.
LA INSISTENCIA DE MUCHOS DE MIS LECTORES ME HA OBLIGADO A REESCRIBIR "LA TARA DE LA FAMILIA". OS ANEXO LOS DOS PRIMEROS CAPÍTULOS DE ESTA SERIE, TOTALMENTE REESCRITOS.
Capítulo 1: El despertar
No sé si deseo que las generaciones venideras conozcan mi verdadera vida o por el contrario se sigan creyendo la versión oficial tantas veces manida y que no es más que un conjunto de inexactitudes cercanas a la leyenda. Pero he sido incapaz de contrariar los deseos de mi hija Gaia. Su ruego es la única razón por la que me he tomado la molestia de plasmar por escrito mis vivencias. El uso que ella haga de mis palabras ni me incumbe ni me preocupa.
Para que se entienda mi historia, tengo que empezar a relatar mis experiencias a partir de un suceso que ocurrió hace más de sesenta años. Durante una calurosa tarde de verano, estaba leyendo un libro cualquiera cuando la criada me informó que mi padre, Don Manuel, le había ordenado que fuera a buscarme para decirme que tenía que ir a verle. Todavía después de tanto tiempo, me acuerdo como si fuera ayer. Ese día cumplía dieciséis años por lo que esperaba un regalo y corriendo, fui a su encuentro.
― Hijo, siéntate. Necesito hablar contigo― dijo mi padre.
Debía de ser muy importante para que, por primera vez en su vida, se dignara a tener una charla conmigo. Asustado, me senté en uno de los sillones de su despacho. Mi padre era el presidente de un conglomerado de empresas con intereses en todos los sectores. La gente decía de él que era un genio de las finanzas pero, para mí, no era más que el tipo que dormía con Mamá y que pagaba mis estudios, ya que jamás me había regalado ninguna muestra de cariño, siempre estaba ocupado. Había semanas y meses en los que ni siquiera le veía.
― ¿Cómo te va en el colegio?― fueron las palabras que utilizó para romper el hielo.
― Bien, Papá, ya sabes que soy el primero de la clase― en ese momento dudé de mis palabras, por que estaba convencido que nunca había tenido en sus manos ni una sola de mis notas.
― Pero, ¿Estudias?― una pregunta tan absurda me destanteó, debía de tener trampa, por lo que antes de responderla, me tomé unos momentos para hacerlo, lo que le permitió seguir hablando ― Debes de ser el delegado, el capitán del equipo y hasta el chico que más éxito tiene, ¡me lo imaginaba! y lo peor es que ¡me lo temía!
Si antes estaba asustado, en ese momento estaba confuso por su afirmación, no solo no estaba orgulloso por mis resultados sino que le jodía que lo hiciera sin esfuerzo.
― ¿Hubieras preferido tener un hijo tonto?― le solté con mi orgullo herido.
― Sí, hijo― en sus mejillas corrían dos lágrimas― porque hubiese significado que estabas libre de nuestra tara.
― ¿Tara?, no sé a qué te refieres― si no hubiese sido por el terror que tenía a su figura y por la tristeza que vi en sus ojos, hubiera salido corriendo de la habitación.
― ¡Te comprendo!, hace muchos años tuve ésta misma conversación con tu abuela. Es más, creo que estaba sentado en ese mismo sillón cuando me explicó la maldición de nuestra familia.
Mi falta de respuesta le animó a seguir y, así, sin dar tiempo a que me preparara, me contó como nuestra familia descendía de Don Rodrigo, el último rey godo y de doña Wilfrida, una francesa con fama de bruja; que durante generaciones y generaciones nunca había sufrido la pobreza; que siempre durante más de mil trescientos años habíamos sido ricos, pero que jamás había vuelto a haber más de un hijo con nuestros genes y que siempre que alguno de nuestros antepasados había obtenido el poder, había sido un rotundo error que se había saldado con miles de muertos.
― Eso ya lo sabía― le repliqué. Desde niño me habían contado la historia, me habían hablado de Torquemada y otros antepasados de infausto recuerdo.
― Pero lo que no sabes es el porqué, la razón por la que nunca hemos caído en la pobreza, el motivo por el que no debemos mezclarnos en asuntos de estado, la causa por la cual somos incapaces de engendrar una gran prole―
― No― tuve que reconocer muy a mi pesar.
― Por nuestra culpa, o mejor dicho por culpa de Wilfidra, los árabes tomaron la península. Cuando se casó, al ver el escaso predicamento del rey con los nobles y que estos desobedecían continuamente los mandatos reales, supuestamente, hizo un pacto con el diablo, el cual evitaba que nadie pudiera llevar la contraria a Don Rodrigo. Como todo pacto con el maligno, tenía trampa. Individualmente fue cierto, ninguno de los nobles fue capaz de levantarse contra él pero, como la historia demostró, nada pudo hacer contra una acción coordinada de todos ellos. Durante años, el Rey ejerció un mandato abusivo hasta que sus súbditos, molestos con él, llamaron a los musulmanes para quitárselo de encima. Eso significó su fin.Tomó aire, antes de seguir narrándome nuestra maldición. ―Esa tara se ha heredado de padres a hijos durante generaciones. Yo la tengo y esperaba que tú no la hubieras adquirido.
― Pero, Papá, partiendo de que me es difícil de aceptar eso del pacto con el maligno, de ser cierto, eso no es una tara, es una bendición― contesté, ignorante del verdadero significado de mis palabras.
― La razón por la que tenemos esa tara es irrelevante, da lo mismo que sea por una alianza de sangre o por una mutación. Lo importante es el hecho en sí. Cuando uno adquiere un poder, debe también asumir sus consecuencias. Jamás tendrás un amigo, serán meros servidores, nunca sabrás si la mujer de la que te enamores te ama o solo te obedece y si abusas de él, tendrás una muerte horrible en manos de la masa. Recuerda que de los antepasados que conocemos más de la mitad han muerto violentamente. Por eso, le llamo Tara. El tener esa herencia te condena a una vida solitaria y te abre la posibilidad de morir asesinado.
― ¡No te creo!― le grité aterrorizado por la sentencia que había emitido contra mí, su propio hijo.
― Te comprendo― me contestó con una tristeza infinita. ― Pero si no me crees, ¡haz la prueba! Busca a alguien como conejillo de indias y mentalmente oblígale a hacer la cosa más inverosímil que se te ocurra. Ten cuidado al hacerlo, porque recordará lo que ha hecho y si advierte que tú fuiste el causante, puede que te odie por ello.
Y poniendo su mano en mi hombro, me susurró al oído:
― Una vez lo hayas comprobado, vuelve conmigo para que te explique cómo y cuándo debes usarlo.
Pensé que no hacía nada en esa habitación con ese ser despreciable que me había engendrado y como el niño que era, me fui a mi cuarto a llorar la desgracia de tener un padre así. Encerrado, me desahogué durante horas.
« Tiene que ser mentira, debe de haber otra explicación», pensé mientras me calmaba. Supe que no me quedaba otra, que hacer esa dichosa prueba aunque estuviera condenada al fracaso. No había otro método de desenmascarar las mentiras de mi viejo. Por eso y quizás también por que las hormonas empezaban a acumularse en mi sangre debido a la edad, cuando entró Isabel, la criada, a abrir la cama, decidí que ella iba a ser el objeto de mi experimento.
La muchacha, recién llegada a nuestra casa, era la típica campesina de treinta años, con grandes pechos y rosadas mejillas, producto de la sana comida del campo. Por lo que sabía, no tenía novio y los pocos momentos de esparcimiento que tenía los dedicaba a ayudar al cura del pueblo en el asilo. Tenía que pensar que serviría como confirmación inequívoca de que tenía ese poder, no bastaba con que me enseñara las bragas, debía de ser algo que chocara directamente con su moral pero que no pudiera relacionarme con ello, decidí acordándome de la advertencia de mi padre. Hiciera lo que hiciese, al recordarlo no debía de ser yo el objeto de sus iras.
Fue durante la cena cuando se me ocurrió como comprobarlo. Isabel, al servirme la sopa, se inclinó dejándome disfrutar no sólo del canalillo que formaba la unión de sus tetas, sino que tímidamente me mostró el inicio de sus pezones. Mi calentura de adolescente decidió que debía ser algo relacionado con sus pechos. Por suerte, esos días había venido a vernos el holgazán de mi primo Sebas, hijo del hermano de mi madre, un cretino que se creía descendiente de la pata del caballo del Cid y que se vanagloriaba en que jamás le pondría la mano encima a una mujer de clase baja. En cambio Ana, su novia era una preciosidad, dieciocho años, alta, guapa e inteligente. Nunca he llegado a comprender como podía haberse enamorado de semejante patán. Sonriendo pensé que, de resultar, iba a matar dos pájaros de un tiro: por una parte iba a comprobar mis poderes y por la otra iba a castigar la insolencia de mi querido pariente. Esperé pacientemente mi oportunidad. No debía de acelerarme porque cuando hiciera la prueba, debía de sacar el mayor beneficio posible con el mínimo riesgo personal.
Fue el propio Sebastián, quien me lo puso en bandeja. Después de cenar, como ese capullo quiso echar un billar, bajamos al sótano donde estaba la sala de juegos. Ana María se quedó con mis padres, viendo la televisión.
Durante toda la partida, mi querido primo no paró de meterse conmigo llamándome renacuajo, quejándose de lo mal que jugaba. Era insoportable, un verdadero idiota del que dudaba que siendo tan imbécil pudiera compartir algo de mi sangre. El colmo fue cuando habiéndome ganado por enésima vez, me ordenó que le pidiera una copa. Cabreado, subí a la cocina donde me encontré a Isabel. Decidí que era el momento y mientras de mi boca, esa mujer solo pudo oír como amablemente le pedía que le llevara un whisky a mi primo, mentalmente la induje a pensar que Sebas era un hombre irresistible y que con solo el roce de su mano o su voz al hablarle, le haría enloquecer y no podría parar hasta que sus labios la besasen.
Ya no me podía echar para atrás. No sabía si mi plan tendría resultado, pero previendo una remota posibilidad de éxito, me entretuve durante cinco minutos y después entrando en la tele, le dije a Ana que su novio la llamaba por lo que, junto a ella, bajé por las escaleras.
La escena que nos encontramos al abrir la puerta, no pudo ser una prueba más convincente de que había funcionado a la perfección. Sobre la mesa, mi queridísimo primo besaba los pechos de la criada mientras intentaba bajarse los pantalones con la clara intención de beneficiársela.
Su novia no se lo podía creer y durante unos segundos, se quedó paralizada sin saber qué hacer, tiempo que Isabel aprovechó para taparse y bajar del billar. Pero luego, Ana explotó y como una loca desquiciada se fue directamente contra Sebastián, tirándole de los escasos pelos que todavía quedaban en su cabeza. Mi pobre y sorprendido primo solamente le quedó intentar tranquilizar a la bestia en que se había convertido la que parecía una dulce e inocente muchacha.
Todo era un maremágnum de gritos y lloros. El escándalo debía de poderse oír en el piso de arriba, por lo que decidí que tenía que hacer algo y cerrando la puerta de la habitación, les grité pidiendo silencio.
No puedo asegurar si hicieron caso a mi grito o a una orden inconsciente pero el hecho real es que los tres se callaron y expectantes me miraron:
― ¡Sebas!, vístete. Y tú, Isabel, será mejor que te vayas a la cocina― la muchacha vio una liberación en la huída por lo que rápidamente me obedeció sin protestar― Ana María, lo que ha hecho mi primo es una vergüenza pero mis padres no tienen la culpa de su comportamiento, te pido que te tranquilices.
― Tienes razón― me contestó, ―pero dile que se vaya, no quiero ni verlo.
No tuve que decírselo ya que, antes de que su novia terminara de hablar, el valeroso hidalgo español salía por la puerta con el rabo entre las piernas. Siempre había sido un cobarde y entonces, no fue menos. Debió de pensar que lo más prudente era el escapar y que posteriormente tendría tiempo de arreglar la bronca en la que sus hormonas le habían metido.
― ¡No me puedo creer lo que ha hecho!― me dijo su novia, justo antes de echarse a llorar.
Todavía en aquel entonces, seguía siendo un crío y su tristeza se me contagió por lo que, al abrazarla intentando el animarla, me puse a sollozar a su lado. No sé si fue por ella o por mí. Había confirmado la maldición de mi familia y por lo tanto la mía misma.
― ¿Por qué lloras?― me preguntó.
― Me da pena cómo te ha tratado, si yo tuviera una novia tan guapa como tú, jamás le pondría los cuernos― le respondí sin confesarle mi responsabilidad en ese asunto, porque solo tenía culpa del comportamiento de Isabel ya que no tenía nada que ver con la calentura de Sebas.
― ¡Qué dulce eres!, Ojalá tu primo fuera la mitad que tú― me dijo, dándome un beso en la mejilla.
Al besarme, su perfume me impactó. Era el olor a mujer joven, a mujer inexperta que deseaba descubrir su propia sensualidad. Sentí como mi entrepierna adquiría vida propia, exaltando la belleza de Ana María, pero provocando también mi vergüenza. Al notarlo ella, no hizo ningún comentario. Cuando me separé de ella, acomplejado de mi pene erecto, solo su cara reflejó una sorpresa inicial pero, tras breves instantes, me regaló una mirada cómplice que no supe interpretar en ese momento. De haberme quedado, seguramente lo hubiese descubierto entonces pero mi propia juventud me indujo a dejarla sola.
Aterrorizado por las consecuencias de mis actos, busqué a Isabel para evitar que confesara. Ya lo había pactado con Ana, nadie se debía de enterar de lo sucedido por lo que su puesto en mi casa no corría peligro. La encontré en el lavadero, llorando sentada en un taburete entre montones de ropa sucia.
―Isabel, ¿puedo hablar contigo?― pregunté.
―Claro, Gonzalo― me contestó sollozando.
Sentándome a su lado, le expliqué que la novia de mi primo me había asegurado que no iba a montar ningún escándalo. Debía dejar de llorar porque sólo sus lágrimas podían ser la causa de que nos descubrieran. Surgieron efecto mis palabras, logré calmar a la pobre criada pero aún necesitaba saber si realmente yo había sido la causa de todo y por eso, para asegurarme, le pregunté que le había ocurrido.
― No sé qué ha pasado pero, al darle la copa a su primo, de pronto algo en mi interior hizo que me excitara, deseándole. No comprendo porque me abrí dos botones, insinuándome como una puta. Don Sebas, al verme, empezó a besarme. Lo demás ya lo sabes. Es alucinante, con solo recordarlo se me han vuelto a poner duros.
― ¿El qué?― pregunté inocentemente.
―Los pechos― me contestó, acariciándoselos sin darse cuenta.
― ¿Me los dejas ver?― más interesado que excitado―nunca se los he visto a una mujer.
Un poco cortada se subió la camisa dejándome ver unos pechos grandes y duros, con unos grandes pezones que ya estaban erizados antes de que, sin pedirle permiso, se los tocara. Ella al sentir mis dedos jugando con sus senos, suspiró diciéndome:
―No sigas que sigo estando muy cachonda.
Pero ya era tarde, mi boca se había apoderado de uno mientras que con mi mano izquierda seguía apretando el otro.
―¡Qué rico!― me susurró al oído, al sentir cómo mi lengua jugaba con ellos.
Esa reacción me calentó y seguí chupando, mamando de sus fuentes, mientras mi otra mano se deslizaba por su trasero.
―Tócame aquí― me dijo poniendo mi mano en su vulva.
La humedad de la misma, en mi palma, me sorprendió. No sabía que las mujeres cuando se excitaban, tenían flujo, por lo que le pregunté si se había meado.
― ¡No!, tonto, es que me has puesto bruta.
Viendo mi ignorancia no pudo aguantarse y me preguntó si nunca me había magreado con una amiga. No tuve ni que contestarla, mi expresión le dijo todo.
― Ósea, ¡Qué eres virgen!
La certidumbre que podía ser la primera, hizo que perdiera todos los papeles y tumbándome sobre la colada, cerró la puerta con llave no fueran a descubrirnos. Yo no sabía que iba a pasar pero no me importaba, todo era novedad y quería conocer que se me avecinaba. Nada más atrancar la puerta, coquetamente, se fue desnudando bajo mi atónita mirada. Primero se quitó la blusa y el sujetador, acostándose a mi lado. Y poniendo voz sensual, me pidió que la despojase de la falda y la braga. Obedecí encantando. No en vano no era más que un muchacho inexperto y eso me daba la oportunidad de aprender como se hacía. Ya desnuda, me bajó los pantalones y abriéndose de piernas, me mostró su peludo sexo. Mientras me explicaba las funciones de su clítoris, me animó a tocarlo.
En cuento lo toqué, el olor a hembra insatisfecha me llenó la nariz de sensaciones nuevas y mi pene totalmente erecto me pidió que lo liberara de su encierro. Ella adelantándose a mis deseos, lo sacó de mis calzoncillos y dirigiéndolo a su monte, me pidió que lo cogiera con mi mano y que usando mi capullo, jugara con el botón que me había mostrado.
Siguiendo sus instrucciones, agarré mi extensión y, como si de un pincel se tratara, comencé a dibujar mi nombre sobre ella.
― ¡Así!, ¡Sigue así!― me decía en voz baja mientras pellizcaba sin piedad sus pezones.
Más seguro de mí mismo, separé sus labios para facilitar mis maniobras y con el glande recorrí todo su sexo teniendo los gemidos de placer de la muchacha como música de fondo. Nunca lo había tenido tan duro y, asustado, le pregunté si eso era normal.
― No, ¡lo tienes enorme para tu edad!― me contestó entre jadeos, ―vas a ser una máquina de mayor pero continua ¡así!, que me vuelve loca.
En el colegio, un amigo me había enseñado unas fotos, donde un hombre poseía a una mujer por lo que cuando mi pene se encontró con la entrada de su cueva, supe que hacer y de un solo golpe, se lo introduje entero.
+―¡Ahh!― gritó al sentir como la llenaba.
Sus piernas me abrazaron, obligándome a profundizar en mi penetración. Cuando notó como la cabeza de mi sexo había chocado contra la pared de su vagina, me ordenó que comenzara a moverme despacio incrementando poco a poco mi ritmo. Era un buen alumno, fui sacando y metiendo mi miembro muy lentamente, de forma que pude distinguir como cada uno de los pliegues de sus labios rozaban contra mi falo y cómo el flujo que emanaba de su coño iba facilitando, cada vez más, mis arremetidas. Viendo la facilidad con la que éste entraba, mi creciente confianza me permitió acelerar la velocidad de mis movimientos mientras mis manos se apoderaban de sus pechos.
Isabel, ya completamente fuera de sí, me pedía que la besara los pezones pero que sin dejar de penetrarla cada vez más rápido. Era una gozada verla disfrutar, oír como con su respiración agitada me pedía más y como su cuerpo, como bailando, se unía al mío en una danza de fertilidad.
― Soy una guarra― me soltó cuando, desde lo más profundo de su ser, un incendio se apoderó de ella, ―pero me encanta. Cambiando de posición, se puso de rodillas y dándome la espalda, se lo introdujo lentamente.
La postura me permitió agarrarle los pechos y usándolos de apoyo, empecé a cabalgar en ella. Era como montar un yegua. Gracias a que en eso si tenía experiencia, nuestros cuerpos se acomodaron al ritmo. Yo era el jinete y ella mi montura, por lo que me pareció de lo más normal el azuzarla con mis manos, golpeando sus nalgas. Respondió como respondería una potra, su lento cabalgar se convirtió en un galope. Mis huevos rebotaban contra su cada vez más mojado sexo obligándome a continuar.
― Pégame más, castígame por lo que he hecho― me decía y yo le hacía caso, azotando su trasero.
Estaba desbocada, el esfuerzo de su carrera le cortaba la respiración. El sudor empapaba su cuerpo cuando como un volcán, su cueva empezó a emanar una enorme cantidad de magma mientras ella se retorcía de placer, gritando obscenidades. Mi falta de conocimiento me hizo parar por no saber qué ocurría, pero mi criada me exigió que continuara. Gritó que no la podía dejar así. Sus movimientos, la calidez de su sexo mojado sobre mi pene y sobretodo sus gritos, provocaron que me corriera. Una rara tensión se adueñó de mi cuerpo y antes que me diera cuenta de lo que ocurría, exploté en sus entrañas llenándolas de semen. Desplomado del cansancio caí sobre ella. Ya sabía lo que era estar con una mujer y por vez primera, había experimentado lo que significaba un orgasmo.
Tras descansar unos minutos a su lado, Isabel me obligó a vestir. Alguien podía llamarnos y no quería que nos descubrieran. Me dio un beso antes de despedirse con una frase que me elevó el ánimo:
― ¡Joder con el niño!, vete rápido, que si te quedas te vuelvo a violar.
Salí del lavadero y sin hacer ruido, me fui hacia mi cuarto. No quería encontrarme con nadie ya que, solo con observar el rubor de mis mejillas, hasta el más idiota de los mortales hubiese descubierto a la primera que es lo que me había pasado. Ya en el baño de mi habitación, me despojé de mi ropa, poniéndome el pijama. No podía dejar de analizar lo ocurrido, mientras me lavaba los dientes:
« El viejo tenía razón. Algo ha ocurrido, conozco a Isabel desde hace seis meses y nunca se ha comportado como una perra en celo». Lo que no comprendía era el miedo que mi padre tenía a ese poder. Para mí, seguía sin ser una tara, era una bendición. Y pensaba seguir practicando.
No me había dado cuenta lo cansado que estaba hasta que me metí en la cama. No llevaba más de un minuto con la cabeza en la almohada cuando me quedé dormido. Fue un sueño agitado, me venían una sucesión de imágenes de violencia y muerte. En todas ellas, un antepasado mío era el protagonista y curiosamente la secuencia que más se repetía era la vida de Lope de Aguirre, con su mezcla de locura y grandeza. Coincidiendo con su ajusticiamiento, creo que interpreté el sonido de mi puerta al abrirse como el ruido del hacha al caer sobre su cuello, desperté sobresaltado.
― Tranquilo, soy yo― me decía Ana acercándose a mi cama.
― ¡Qué susto me has dado!― le contesté todavía agitado.
― Quiero hablar contigo― me dijo.
Tenía la piel de gallina por el miedo de la decisión que había tomado pero yo en mi ingenua niñez pensé que, como venía en camisón, tenía frío por lo que le dije que se metiera entre mis sabanas para entrar en calor. La novia de mi primo no se hizo de rogar y huyendo de la fría noche, se metió en la cama conmigo. La abracé frotándole los brazos, buscando que su sangre fluyera calentándola. Lo que no sabía es que ella quería que la calentara pero de otra forma. Fue de ella la iniciativa y cogiendo mi cabeza entre sus manos, me besó en la boca y abriendo mis labios, su lengua jugó con la mía. Estuvimos unos minutos solo besándonos, mientras mi herramienta empezaba a despertar, ella al sentirlo se pegó más a mí, disfrutando de su contacto en su entrepierna.
― ¿Y esto?― le pregunté, alucinado por mi suerte.
― Sebastián no merece ser el primero― me contestó sin añadir nada más, pero con delicadeza empezó a desbrochar los botones de mi pijama.
Me dejé hacer, la niña de mis sueños me estaba desnudando sin saber el porqué. Cuando terminó de despojarme de la parte de arriba, se sentó en el colchón y sensualmente me preguntó si quería que ella me enseñara sus pechos. Tuve que controlarme para no saltar encima de ellos desgarrándole el camisón, el deseo todavía no había conseguido dominarme. Le contesté que no, que quería yo hacerlo. Con la tranquilidad de la experiencia que me había dado Isabel retiré los tirantes de sus hombros, dejando caer el camisón. Eran unos pechos preciosos, pequeños, delicados, con dos rosados pezones, que me gritaban que los besara.
― ¿Estás segura?― le pregunté, arrepintiéndome antes de terminar.
Por fortuna, si no nunca me hubiera perdonado mi estupidez, me contestó que sí, que confiaba en mí. Ana no era como mi criada. Todo en ella me pedía precaución, no quería asustarla por lo que como si estuviera jugando, mis manos empezaron a acariciar sus senos, con mis dedos rozando sus aureolas mientras la besaba. Mis besos se fueron haciendo más posesivos a la par que su entrega. Observando que estaba lista, mi lengua fue bajando por el cuello y por los hombros hacia su objetivo. Al tener su pecho derecho al alcance de mi boca, soplé despacio sobre su pezón antes de tocarlo. Su reacción fue instantánea. Como si le hubiese dado vergüenza, su aureola se contrajo de manera que cuando mi lengua se apoderó de él, ya estaba duro. Me entretuve saboreándolo, oyendo como su dueña suspiraba por la experiencia.
Pero fue cuando al repetir la operación en el otro, los débiles suspiros se convirtieron en gemidos de deseo. Era lo que estaba esperando, con cuidado la tumbé sobre la colcha y tal como había aprendido le quité el camisón. Al levantarle las piernas, me encontré con una tanga de encaje que nada tenía que ver con la basta braga de algodón de Isabel.
Me recreé, unos momentos, disfrutando con mi mirada de su cuerpo. Era mucho más atractivo de lo que me había imaginado el día que me la presentó mi primito. Su juventud y su belleza se notaban en la firmeza de sus formas. La brevedad de su pecho estaba en perfecta sintonía con las curvas de su cadera y la longitud de sus piernas.
Ella sabiéndose observada me preguntó:
―¿Te gusta lo que ves?
Como única respuesta, me tumbé a su lado acariciándola ya sin disimulo, mientras ella se estiraba en la cama ansiosa de ser tocada. Mi boca volvió a besar sus pechos pero, esta vez, no se detuvo ahí sino que, bajando por su piel, bordeó su ombligo para encontrarse a las puertas de su tanga. Hablando sola sin esperar que le contestase, me empezó a contar que se sentía rara; que era como si algo en su interior se estuviera despertando; que no eran cosquillas lo que sentía, sino una sensación diferente y placentera.
Sin saber si me iba a rechazar, levanté sus piernas despojándola de la única prenda que todavía le quedaba, quedándome maravillado de la visión de su sexo. Perfectamente depilado en forma de triángulo, su vértice señalaba mi destino por lo que me fue más sencillo el encontrar su botón de placer con mi lengua. Si unas horas antes había utilizado mi pene, ella se merecía más e imitando las enseñanzas de Isabel, como si fuera un caramelo lo besé, jugando con él y disfrutando de su sabor agridulce de adolescente.
Ana que, en un principio se había mantenido expectante, no se podía creer lo que estaba experimentando. El deseo y el miedo a lo desconocido se fueron acumulando en su mente, a la vez que su cueva se iba anegando a golpe de caricias por lo que, gimiendo descontrolada, me suplicó que la desvirgara, que la hiciera mujer. No le hice caso, las señales que emitía su cuerpo me indicaban la cercanía de su orgasmo por lo que, sin soltar mi presa, intensifiqué mis lengüetazos pellizcando sus pezones a la vez. Por segunda ocasión en la noche, oí la explosión de una mujer pero esta vez el río que salía de su sexo inundó mi boca y como un poseso, probé de su contenido mientras ella se retorcía de placer. No quería ni debía desperdiciar una gota, lo malo es que cuanto más bebía, más manaba de su interior, por lo que prolongué sin darme cuenta cruelmente su placer ,uniendo varios clímax consecutivos hasta que, agotada, me pidió que la dejara descansar sin haber conseguido mi objetivo. De su sexo seguía brotando un manantial inacabable que mojó, por entero, las sabanas.
― ¡Dios mío!, ¡esto es mejor de lo que me había imaginado!― me dijo en cuanto se hubo repuesto.
Estaba tan radiante y tan feliz por haberse metido entre mis brazos sin que yo se lo hubiera pedido, que me preguntó si ya tenía experiencia.
― Eres la primera― le mentí, pero por la expresión de su cara supe que había hecho lo correcto. Al igual que Isabel, ninguna mujer se resiste a ser la primera.
― ¿Entonces eres virgen?― me volvió a preguntar y nuevamente la engañe, diciéndole lo que quería escuchar.
Le expliqué que me estaba reservando a una diosa y que ésta se me había aparecido esa noche bajo la apariencia de una mortal llamada Ana. Se rio de mi ocurrencia y quitándome el pantalón del pijama, me dijo que ya era hora de que dejáramos de ser unos niños. Tuve que protestar ya que, sin medir las consecuencias, tomando mi pene entre sus manos se lo dirigió a su entrada. Le explique que iba a hacerse daño y que eso era lo último que quería ya que, en mi mente infantil, me había enamorado de ella.
Refunfuñando me hizo caso, dejándome, a mí, la iniciativa. Esa noche había follado con una mujer pero, en ese momento, lo que quería y lo que estaba haciendo era el hacerle el amor a una princesa. Mi princesa. Como un caballero, la tumbé en la cama boca arriba y abriéndole las piernas, acerqué la punta de mi glande a su clítoris. Sus ojos me pedían que lo hiciera rápido pero recordé que la primera vez marcaba para siempre y por eso, introduje lentamente la cabeza de mi pene hasta que esta chocó con su himen. En ese momento, la miré pidiendo su consentimiento pero ella, sin poder esperar y forzando con sus piernas, se lo introdujo de un solo golpe.
Gritó de dolor al sentir como se rasgaba su interior. Y durante unos momentos, me quedé quieto mientras ella se acostumbraba a tenerlo dentro para posteriormente empezar a moverme muy despacio. Mientras le decía lo maravillosa que era, no deje de besarla. Ana se fue relajando paulatinamente. Su cuerpo empezaba reaccionar a mis embistes y como si se tratara de una bailarina oriental, inició una danza del vientre conmigo invadiendo su cueva. Las lágrimas iniciales se fueron transformando en sonrisa al ir notando como el deseo la poseía. Y sorprendentemente, la sonrisa se convirtió en una risa nerviosa cuando el placer la fue absorbiendo.
Puse sus piernas en mis hombros de forma que nada obstaculizara mis movimientos y ella, al sentir como toda su vagina comprimía por completo mi miembro, me pidió que continuara más rápido. Su orden fue tajante y cual autómata en sus manos, aceleré la cadencia de mis penetraciones. Ana me regalaba con un pequeño gemido cada vez que mi extensión se introducía en ella, gemidos que se fueron convirtiendo en verdaderos aullidos cuando, como un escalofrío, el placer partió de sus ingles recorriendo su cuerpo. Sentí como el flujo empapaba por enésima ocasión su sexo, envolviendo a mi miembro en un cálido baño.
― Es maravilloso― me gritó, mientras sus uñas se clavaban en mi espalda.
Sentirla gozando bajo mi cuerpo, consiguió que se me elevara todavía más mi excitación y sin poderlo evitar, me derramé en su interior mientras nuestros gritos de placer se mezclaban en la habitación. Fueron solamente unos instantes pero tan intensos que supuse que esa mujer era mi futuro.
― Te amo― le dije nada más recuperarme el aliento.
―Yo también― me dijo con su voz juvenil, ―nunca te olvidaré.
― ¿Olvidarme?, ¿no vas a ser mi novia?― le pregunté asustado por lo que significaba.
― Mi niño bonito, soy mucho mayor que tú y estoy comprometida con tu primo― me contestó con dulzura pero, a mis oídos, fue peor que la mayor de las reprimendas.
― ¡Pero creceré! y entonces seré tu marido― le contesté y sin darme cuenta hice un puchero mientras unas lágrimas infantiles anegaban mis ojos.
Ana intentó hacerme entender que debía seguir con la vida, que sus padres habían planeado pero no la quise escuchar. Al ver que no razonaba, se levantó de la cama y tras vestirse velozmente, se fue de mi habitación.
uando ya se iba le grité, llorando:
― ¡Espérame!
No me contestó. Enrabietado, lloré hasta quedarme dormido. Isabel fue la que me despertó en la mañana, abriendo las ventanas de mi cuarto. Me metí al baño como un zombi mientras la criada hacía mi cama. No me podía creer lo que había pasado esa noche, había rozado el cielo para sumergirme en el infierno.
Saliendo del baño, ya vestido, fui a mi cuarto a ponerme los zapatos. Al entrar, salía la mujer con las sabanas bajo el brazo. Por la expresión de su cara, adiviné que quería decirme algo por lo que, cogiéndola del brazo, la metí conmigo.
― ¿Qué querías?― le pregunté.
Ella, sonriendo, me contestó:
― Estás hecho una fichita, pero no te preocupes. Nadie va a saber por mi boca que has estrenado a la novia de tu primo. Yo me ocupo de lavar la sangre de las sábanas.
«¿Sangre?», pensé por un momento que era lo único que me quedaba de esa noche. No podía perderlo. Por eso, le pregunté:
―Te puedo pedir un favor― y muy avergonzado continué ― necesito quedarme un recuerdo. ¿Podrías guardar la sábana sin que nadie se entere?
Entendió por lo que estaba pasando y guiñándome un ojo, con mirada cómplice, me replicó:
―Voy a hacer algo mejor. Luego te veo― y sin decirme nada más, se fue a continuar con su trabajo.
Destrozado bajé a desayunar. En el comedor me encontré con Sebastián, que al verme dejó la taza de café que se estaba tomando y acercándose a mí, me dio un abrazo diciéndome:
― ¡Renacuajo!, eres un genio, no sé lo que le dijiste a Ana, pero no solo me ha perdonado sino que ha aceptado casarse conmigo.
Mi mundo se desmoronó en un instante. Comprendí entonces lo que mi padre quería explicarme, gracias al poder que había heredado, había desencadenado unos hechos que no pude o no supe controlar. Esa noche había gozado, pero en la mañana, como si de una enorme resaca se tratara, la realidad me golpeó en la cara. Recordé mis clases de física; a cada acción sobreviene una reacción. En mi caso, la reacción fue extremadamente dolorosa. Con dieciséis años y un día dejé de ser un niño, para convertirme en un hombre. Mi viejo tenía razón: no era una bendición, el estar dotado de esa facultad era una arma de doble filo y yo, al haberla esgrimido sin prudencia, me había cortado.
Necesitaba consejo, por eso en cuanto terminé de desayunar, me levanté de la mesa sin despedirme. En el pasillo, tropecé con Isabel. Ella me entregó un paquete que al abrirlo resultó ser un pañuelo. Reconocí la mancha que teñía la tela, era la sangre de Ana. La criada había confeccionado un pañuelo con la sábana que habíamos manchado. Le di las gracias por su detalle y guardándomelo en el bolsillo, caminé hacia el despacho de mi padre. Tocando la puerta antes de entrar, escuché como me pedía que pasara. Nada más verlo y con lágrimas en los ojos, le dije:
― Papá, ¡Tenemos que hablar!
Me estaba esperando. Tal y como había pronosticado, volvía con el rabo entre las piernas en búsqueda de su consejo:
― ¿Verdad, que duele?― no había reproches, solo comprensión. ― Hijo, dos personas entre los miles de millones de habitantes de la tierra comparten este dolor. Esos dos desgraciados somos tú y yo.
Estuvimos hablando durante horas, me fue enseñando durante meses pero necesité años para aceptar que, nada podía evitar que ese pacto firmado hacía más de trece siglos, me jodiera la vida.
Capítulo 2: El aprendizaje.
― Hijo, al igual que hicieron nuestros antepasados necesitamos un plan de trabajo con el que desarrollar tu mente. El primer paso en tu adiestramiento debe ser incrementar tu conocimiento de las técnicas de inducción mental y si para ello hay que desarrollar a la par que las sexuales, lo haremos. Es una cuestión de practicidad, piensa que mientras la obediencia obligada crea resentimiento, la dependencia por sexo no, por lo que es más seguro zambullirte en este mundo por la puerta trasera de la carne.
― Pero Papá, solo tengo dieciséis años― le contesté avergonzado.
― ¿Me vas a decir que la razón por la que vienes tan cabizbajo, no es otra que has tenido tu primera decepción?, realmente ¿te crees que no he sentido cómo has hecho uso de tu poder con Isabel?― me respondió tranquilamente sin enfadarse por el hecho que me hubiese estrenado gracias a haberle estimulado con deseo a la criada, ― O me crees tan tonto para no ver en los ojos de Ana, la certeza de haberse equivocado.
Lo sabía todo. En ese momento, supe que nuestras mentes iban a estar tan unidas que sería incapaz de engañarle u ocultarle nada. Mi padre había dejado de ser mi progenitor para pasar a ser mi maestro.
― Tu madre no debe saber nada― me ordenó.
Nadie excepto nosotros dos, debía de conocer nuestras capacidades y menos el entrenamiento con el que me iba a preparar para el futuro.
― He dado órdenes para que arreglen la casa de invitados. A partir de hoy vas a dormir y a estudiar allí, no quiero que se sepa qué clase de enseñanzas vas a recibir.
Lo que mi viejo no me dijo en ese momento, era que otra de las razones, por la que había tomado esa decisión, consistía en que debía acostumbrarme a vivir solo. Tenía que habituarme a depender únicamente de mi sentido común.
― Ahora quiero que des una vuelta por el pueblo y que te sientes en la plaza. Con la excusa de tomarte una Coca―Cola, debes observar a la gente y practicar tus poderes con ellos. Cuanto los uses, te darás cuenta que, aunque no te percatabas de ello, te han acompañado desde la cuna, solo que ahora al hacértelos presentes, estos se irán incrementando a marchas forzadas, pero ten cuidado. Sé que puedo resultar pesado pero es mi deber recordarte el peligro: debes de ser prudente.
―No te preocupes, tendré cuidado― le respondí agradecido doblemente; por una parte no me apetecía seguir en la casa y por otra, tenía verdadera necesidad de practicar mi don.
Desde niño crecí con moto. En el campo es la mejor forma de moverse y por eso desde una edad muy temprana aprendí a conducirlas. Ese año había estrenado una vespa roja de 75 cc. con la que me sentía como Rossi, el gran campeón de motociclismo. Aunque ese scooter no estaba fabricado con la idea de usarlo en campo, para mí era lo mismo y como si llevara una verdadera enduro, volé por los caminos rurales de salida de la finca.
Oropesa, un pueblo toledano bastante más grande que la pequeña aldea que bordeaba los confines de mi casa, estaba a escasos veinticinco kilómetros. La media hora que tardé en recorrerlos, me dio tiempo a meditar sobre mis siguientes pasos e incluso a disfrutar de ese paisaje duro y férreo, plagado de encinas y alcornoques, que ha sido cuna de tantos hombres tan adustos y estoicos como la tierra que les vio nacer. Qué lejanas me parecen hoy en día esas tierras abulenses limítrofes con Toledo. El Averno, la finca de mi familia, con sus montes y riachuelos son una parte amada de mis años de infancia que nunca se borrará de mi memoria. Tengo grabados cada peña, cada vereda, cada árbol de sus doscientas hectáreas. Sus gélidos inviernos y sus tórridos veranos siguen presentes incluso después de tantos años.
Ya en el pueblo, me dirigí directamente a la plaza Navarro. Allí, frente al actual ayuntamiento, estaba El rincón de Luis. La terraza estaba vacía por lo que pude elegir en que mesa sentarme. Me decidí por la más cercana a la calle para aprovechar la sombra que daba su toldo amarillo y de esa forma, apaciguar el calor de esa mañana de agosto.
― Buenos días, Gonzalo― me saludó María, la rolliza camarera. Con sus cuarenta años y más de ochenta kilos formaba parte de la plaza, casi tanto como torre mudéjar del Reloj de la Villa. ― ¿Qué quieres tomar?
Sin pensar, le pedí una cerveza. La mujer, que debía de haberse negado a servir alcohol a un menor de edad, no protestó y al cabo de tres minutos me trajo una mahou, como si eso fuese lo más normal del mundo. Ese pequeño éxito me dio moral para seguir practicando. Mi siguiente objetivo fue el dueño del mesón que estaba situado a la izquierda de la plaza. Don Sebas era famoso por su perfeccionismo militante y su estricta manera de llevar a cabo todas las rutinas de su negocio. Da igual que llueva o haga sol, a las diez de la mañana abre las sombrillas del balcón y no las cierra hasta las nueve de la noche. Sabía a ciencia cierta que si lograba que romper ese automatismo de años, habría logrado una victoria todavía más apabullante que la obtenida con Isabel.
― Don Sebastián― le grité, ―hace viento, será mejor que cierre las sombrillas, no se le vayan a volar. Ante la ausencia total de aire mi argumento era ridículo pero, en contra de sus principios, el hombre, tanteando el viento, se mojó un dedo con su saliva, asintió y empezó a bajarlas.
No me podía creer lo fácil que había resultado. Si un tipo tan estricto había cedido con premura, eso significaba que mi poder de persuasión era enorme. Contento y entusiasmado, busqué a mi próxima víctima. Los treinta grados de temperatura no me lo iban a poner sencillo. Por mucho que esa fuese una de las plazas más transitadas del pueblo, esa mañana no había nadie en sus aceras, todo el mundo debía de preferir mantenerse al abrigo del sol y sus recalcitrantes rayos. Cabreado por la espera, me bebí la cerveza de un trago y me aproximé a pagar a la barra.
Los tertulianos de la tasca, enfrascados en su habitual partida de tute ni siquiera levantaron su mirada, cuando entré.
― ¿Cuánto es?― pregunté.
María, que estaba distraída, me preguntó qué era lo que había tomado, al contestarle que una cerveza, me miró diciendo:
― Menos guasa, ¡Luis!, ¡cóbrale una coca―cola!
Así fue como aprendí otra lección. Los sujetos, objetos de inducción mental, cuando se les obliga a hacer algo que vaya contra sus principios tienden a adulterar la realidad, creando una más acorde con sus pensamientos. María se había engañado a sí misma y creía que me había servido un refresco.
Acababan de dar las doce, por lo que mi pandilla de amigos debía de estar frente a nuestro colegio. Cogiendo mi moto me dirigí hacia allá. Nada mas doblar la calle Ferial, les vi apoyados en uno de los bancos de madera. Fue Manuel, el primero en verme:
― Capi, ¿Qué haces por aquí?― me dijo usando mi mote.
Desde que íbamos a Infantil, todos los chavales de la clase me llamaban así. Pero esa vez, me sonó como si fuese la primera al percatarme que el respeto con el que me trataban, así como su continua sumisión a mis caprichos, podían ser productos nuevamente de mi poder.
Me pareció oír a mi viejo diciendo: « Jamás tendrás amigos, serán meros servidores».
La abrupta confirmación de sus palabras me dejó paralizado. Pedro, Manuel, Pepe, Jesús… esos críos a los que consideraba mis iguales, no lo eran. Eran humanos normales y entre nosotros siempre había existido y existiría una brecha infranqueable que no era otra que la tara que llevaba a cuestas mi familia durante los últimos catorce siglos.
Mi padre me había mandado al pueblo a practicar y con el corazón encogido, decidí que eso era lo que iba a hacer:
― Me aburría en la finca― le contesté quitándome el casco, ―¿y vosotros?
―Ya ves, de cháchara….
Todos me miraban como esperando mis órdenes, los largos años de roce conmigo les había acostumbrado a esperar y acatar mis deseos. No podía creer que jamás me hubiese dado cuenta. Ahora que sabía el motivo, no podía ser más cristalina su completa sumisión.
―Vamos a dar una vuelta por el castillo, a ver si nos topamos con algún turista del que reírnos.
Esa era una de nuestras travesuras más comunes. Solíamos meternos con los guiris que, en busca de historia medieval, llegaban con sus estrafalarios atuendos a esas empedradas calles. Sé lo absurdo de nuestro comportamiento, pero también tengo que reconocer que añoro ese comportamiento gamberro de mis años de niñez. La rutina siempre era la misma, esperábamos a nuestras presas a la sombra del viejo magnolio que crecía a escasos metros de la entrada de la muralla y tras observarlas, dedicarnos a mofarnos del aspecto más risible de los indefensos excursionistas. Todo acababa cuando los guardias del recinto salían en defensa de su inagotable fuente de ingresos. Tonto, pueril pero igualmente divertido e inofensivo.
Éramos cinco y contábamos con tres ciclomotores, por lo que contraviniendo las normas de tráfico, Miguel y Pedro sin casco se montaron de paquete. En una gran ciudad, cualquier policía, que nos viera de esa guisa, nos pararía para extendernos una dolorosa multa pero eso era un pueblo y los municipales eran como de nuestra familia, nos conocían y aunque no aplaudieran nuestro proceder, jamás nos detendrían por algo tan nimio.
Las calles, ese mañana entre semana, estaban desiertas, por lo que no nos cruzamos con ningún vehículo. Cuando ya estábamos próximos a nuestro destino, nos topamos con una densa humareda que salía de una vetusta casa de piedra.
― ¡Un incendio!― soltó Jesús, parando la moto en seco.
Las llamas cubrían completamente el segundo piso, saliendo enormes lenguas de fuego por las ventanas. El crepitar de la madera era ensordecedor, nada que ver con el relajante crujir de una chimenea ni con el festivo estrépito de una falla ardiendo. Desde la acera de enfrente donde prudentemente aparcamos nuestras scooters, nos convertimos en voyeurs involuntarios. El poder destructivo del fuego estaba desbocado, hipnotizando a los pocos viandantes a los que la pecaminosa curiosidad les había obligado a parar para deleitarse con la desgracia ajena. No era un fuego anónimo. Personas de carne y hueso, vecinos nuestros, estaban perdiendo sus escasas posesiones con cada llamarada. Muebles, ropa, fotos, los recuerdos de una vida, los ahorros de una mísera existencia, se estaban volatizando en humo y ceniza ante nuestros ojos. Con la fascinación de un pirómano, no podía retirar mi vista de esa desgracia. Debería haber corrido a llamar a los bomberos pero ni siquiera se me pasó por la cabeza. Algo me retenía allí. Mis pies parecían anclados al cemento de los adoquines. Necesitaba observar como el maltrecho techo empezaba a fallar y oír las tejas desmoronándose al chocar contra el asfalto.
― ¡Capi!, ¡hay alguien en la casa!― me chilló Manuel, justo cuando detrás de una oscurecidas cortinas divisé un brazo de una niña.
― ¡Mierda!, ¡Tenemos que sacarla de allí!― solté cruzando la estrecha calle.
La puerta del portal estaba cerrada. Traté infructuosamente de abrirla, lanzándome contra ella. Mi bajo peso y mi pequeña estatura no fueron suficientes para derribarla. Buscando el auxilio de mis amigos, me percaté que asustados se mantenían al lado de nuestras motos.
― ¡Necesito ayuda!― les grité pero el miedo les había paralizado.
No en vano en ese preciso instante, las teas que caían del tejado ardían a mis pies. Sacando fuerzas del terror que para entonces ya me había atenazado, les ordené que me apoyaran. Sentí el impacto de mi mente en sus cuerpos pero sin importarme las consecuencias, insistí:
―Venid a ayudarme.
El primero en reaccionar fue Jesús, el más corpulento de los cuatro y gritando como un loco se abalanzó contra la puerta, tumbándola de un golpe. No esperé a los demás, internándome en el denso humo, subí las escaleras. El calor era sofocante, cada paso era un suplicio y andando a ciegas, llamé a la niña. Nadie me contestaba, estuve a punto de desistir pero la sola idea de abandonar a una muerte segura a la dueña de ese brazo, me hizo seguir y a gatas, buscar en la habitación.
Bajo la misma ventana desde donde la vi pidiendo ayuda, se encontraba acurrucada en posición fetal. La pobre criatura se debía de haber desmayado por lo que, haciendo un esfuerzo sobre humano, la alcé entre mis brazos. Menos mal que cuando el humo, el calor y la ausencia de oxígeno flaquearon mis piernas, acudieron en mi ayuda mis cuatro amigos y entre todos, conseguimos bajarla y alejarla de las llamas. Al salir a la calle y aspirar aire puro en profundas bocanadas, escuchamos los aplausos de la ya nutrida concurrencia. Los vítores y palmadas de aliento se sucedían, mientras yo no dejaba de aborrecer esa animosidad. Minutos antes había sentido en mi mente como un cuchillo, la cobardía de toda esa gente.
« Malditos hipócritas, si llega a ser por ellos, esta niña estaría muerta», pensé sentándome al borde de la acera.
Curiosamente mis amigos se alejaron de mí, en vez de juntos disfrutar juntos de nuestra heroicidad. En sus ojos, advertí que el miedo no había desaparecido sino que continuaba creciendo en una espiral aterradora.
― ¿Qué os pasa?― pregunté, sin obtener respuesta.
La razón de esa actitud tan esquiva y rara no podía ser otra que saberse usados. Contra su voluntad, les había forzado y aunque ahora tenían el reconocimiento inmerecido de sus vecinos, no podían olvidar la violación que habían soportado y sin ser al cien por cien conscientes que el causante era yo, un resquemor cercano al odio les hacía apartarse de donde me había sentado.
«Sé prudente», las palabras de mi padre volvieron a resonar cruelmente en mis oídos, « no nos entienden y lo que no se entiende, se odia».
Enojado pero sobretodo incrédulo por tamaña injusticia, cogí mi vespa alejándome del lugar. Mi padre me estaba esperando en las escaleras de entrada. Supe que de algún modo se había enterado de mi aventura y por su cara, no estaba demasiado contento con el hecho de que su hijo se hubiese puesto voluntariamente en peligro.
―Gonzalo, me acaban de llamar de Oropesa. Era el alcalde y un agradecido padre. Por lo visto, en vez de practicar tus poderes, acabas de salvar a una niña.
Sin poder soportar su mirada, bajé mi cabeza, avergonzado. Cuando mi viejo estaba realmente encabronado, sus broncas eran duras e inmisericordes, nunca dejaba ningún resquicio sin tocar y con un afán demoledor, asolaba cualquier defensa que el autor de la afrenta intentara esgrimir en su favor. Por eso, ni intenté defenderme y esperé pacientemente que empezara a machacarme.
― ¿Cuéntame que ha pasado?
Entre todos los posibles escenarios que había previsto, el que mi padre, antes de opinar, pidiera oír mi versión, era el que menos posibilidades de hacerse realidad y por eso, y quizás también por mi inexperiencia, pensé que me había librado. Dando rienda suelta a mi ineptitud, le fui dando todos los detalles de lo que había pasado. Le hablé del incendio, del brazo pidiendo ayuda, de cómo había tenido que obligar a mis compañeros a ayudarme y su posterior rechazo. Cuando hube terminado, levanté mi mirada buscando su consuelo.
― ¡Eres idiota!, ¡En qué cabeza cabe hacer uso de tus poderes en público!, ¡Qué clase de imbécil he criado!― me gritó.
Tratando de defenderme, le repliqué que me vi obligado por las circunstancias y que de no haber obrado así, una niña hubiera muerto abrasada. No esperaba comprensión de su parte, pero tampoco su avasalladora regañina.
―Quizás si fuera humano, me sentiría orgulloso de que el insensato de mi hijo arriesgara su vida para salvar la de un inocente, pero resulta que no lo soy y la vida de una niña es insignificante en comparación con la de uno de nosotros. ¿No te das cuenta que de haber muerto, hubiese desaparecido sin remedio uno de los más grandes linajes que hayan pisado la tierra? Tu vida no te pertenece, debes crecer, madurar y procrear a tu reemplazo antes de que sea realmente tuya.
Las venas de su cuello, inflamadas hasta grotesco, no dejaban lugar a dudas, estaba cabreado.
―Y encima, no has tenido ni la precaución más elemental de pasar desapercibido. Tus cuatro amigotes saben que han sido manipulados de alguna forma. Si sigues actuando tan a la ligera, no solo te pondrás en peligro sino que pondrás a toda la casa en la mira de la plebe. Ahora, vete a comer y recapacita sobre lo que has hecho. Esta tarde deberás cambiarte al refugio, no te quiero aquí poniéndonos en peligro. Debemos extremar al máximo todas las precauciones, mientras te alecciono en tus poderes.
Mi padre me había echado de casa. Según él, allí habría menos testigos de mis meteduras de pata al estar apartado. Toda esa tarde estuve ocupado trasladándome al pequeño edificio situado en una esquina de la finca, lejos de la casa principal pero al alcance de mi padre. En el refugio, podría seguir mi evolución sin intrusos ni curiosos.
Había sido construido por mi abuelo y las malas lenguas decían que lo había hecho para que allí viviera una de sus amantes, aunque la realidad era mucho peor: su razón de ser fue la de disponer de un lugar donde cometer sus felonías. Entre sus muros, mi abuelo dio rienda a su locura y allí, docenas de mujeres murieron en sus manos hasta que mi propio padre tuvo que poner fin a ello, ingresándolo en un manicomio. Mi abuela, la verdadera portadora de nuestro gen, no pudo soportar en lo que se había convertido su marido y cogiendo una pistola, se suicidó en el salón. A raíz de todo ello, mandó reformarlo a su estado actual, un coqueto chalet de dos habitaciones, con su área de servicio.
Cuando se enteró mi madre de lo que había ordenado, se puso como una fiera. Bajo ningún concepto iba a admitir que la separaran de su hijo. Solo aceptó al ordenárselo mi padre haciendo uso de su poder. Fue la primera vez que experimenté la sensación extraña de sentir como se apoderaba de una voluntad. Mi estómago se revolvió al notar que era una muñeca en sus manos, ella nada pudo hacer y lo más increíble fue la forma tan sutil con la que le indujo a aceptarlo. Preocupada por mí, creyó obligar a mi padre a aceptar que una persona de su confianza fuera la encargada de servirme, pensando que de esa forma iba a estar al corriente de todo lo que ocurriera. Lo que no supo nunca es cómo mi viejo había influido en su elección y que sus reticencias a que Isabel fuera la elegida, no fueron más que teatro ya que había dispuesto que la criada me enseñase todo lo que debía saber sobre sexo.
Al llegar esa noche a la casa de invitados, estaba ilusionado con mi nueva vida. El traspié de esa mañana y el rapapolvo de mi viejo se me antojaban muy lejanos. Mi mente infantil no era consciente de los esfuerzos y trabajos que me tenía preparado y menos aún, de la responsabilidad intrínseca que suponía el someter a una persona. Algo parecido le ocurría a la criada. Isabel había aceptado al instante el ocuparse de mí. Veía en eso la oportunidad de su vida, creyendo que al tenerme veinticuatro horas para ella, iba a hacer conmigo su entera voluntad.
La cocina del chalet era tipo americana, con el salón―comedor incorporado, por lo que esa noche y mientras veía la televisión pude observar como cocinaba. Estaba encantada, no paró de cantar y reír, feliz por la libertad que le daba su nuevo puesto. Era la dueña y señora de la casa. No tenía que rendir cuentas a nadie. Yo por mi parte no podía dejar de mirarla, me excitaba la idea de volver a acostarme con ella. Sabía que estaba a mi alcance, que con un solo pensamiento sería mía, pero mi padre había sido muy claro en ese tema: tenía que dejar que ella fuera la que tomara la iniciativa, no debía estimularla.
Cuando la cena estuvo lista, me ordenó que me fuera a lavar las manos para cenar. Me molestó que me tratara como un crío, no en vano nadie mejor que ella sabía que el día anterior había dejado de serlo. Estuve a punto de negarme, de mandarla a la mierda, pero recordé que debía de seguir con el plan diseñado y mordiéndome un huevo, obedecí sin rechistar.
La cena estuvo deliciosa, Isabel se había esmerado para que así fuera. Nunca había podido demostrar sus dotes de cocinera en la casa de mis padres pero ahora que era ella la jefa, no desaprovechó su oportunidad, brindándonos un banquete de antología. Y digo brindándonos, porque esa noche ella tuvo el descaro de cenar conmigo en la mesa. Parecía una cita, había previsto todo. Al sacar el pescado del horno, me miró con esa expresión traviesa que ya conocía y me dijo:
― Hoy por ser una ocasión especial y si no se lo dices a tus padres, abrimos una botella de cava para celebrar tu primera noche aquí.
No me dio tiempo de contestar ya que, sin esperar mi respuesta, Isabel había descorchado uno de los mejores caldos que había en la bodega y sirviendo dos copas, brindó por los dos. El vino era nuevo para mí, nunca lo había probado, por lo que prudentemente solo tomé un poco mientras ella daba buena cuenta del resto.
La curiosidad de la mujer le indujo a preguntarme sobre los motivos que habían llevado a mi padre a mandarme allí. Ante la ausencia de una respuesta clara por mi parte, Isabel dedujo que por algún motivo mi padre se había disgustado conmigo.
―Eso debió pasar― sentencié, intentando cambiar de tema.
En el postre, el alcohol ya había hecho su efecto y, su conversación se tornó picante, pidiéndome que le diera detalles de cómo había desvirgado a la novia de mi primo. Decidí complacerla. En silencio, escuchó de mi boca, como Ana se había metido en mi cama buscando vengarse de mi primo y como siguiendo sus enseñanzas, la había desnudado. Su cara no pudo de dejar de reflejar la satisfacción que sintió cuando mintiéndole le dije que, después de haber visto su cuerpo, el de la muchacha me había parecido sin gracia.
― ¿Por qué dices que te resultó insulso?― me preguntó medio excitada por mis palabras.
― Era el cuerpo de una niña, el tuyo, en cambio, es el de una mujer― contesté dorándole la píldora. ― Tú fuiste la primera, mi maestra.
Poco a poco estaba llevándola donde quería. Sus pezones se empezaron a marcar bajo su vestido mientras, atenta, me escuchaba.
― Y teniéndola desnuda, ¿qué hiciste?―
― ¿Recuerdas cómo me enseñaste a excitar tu sexo? ¿Recuerdas cómo me dijiste que usara mi pene?― sin ningún disimulo la estaba calentando al obligarle a rememorar nuestro encuentro.
― Claro, que me acuerdo― me contestó.
Observé que, siguiendo un acto reflejo involuntario, se estaba acariciando los pechos.
― Pues usando la misma técnica, separé los labios de su sexo y usando mi lengua, me apoderé de su botón.
― ¿Le comiste allí abajo?― me preguntó alucinada por lo mucho que había aprendido su alumno.
― Sí y como me adiestraste, no paré hasta que se corrió en mi boca mientras yo pensaba en ti. Deseé que en ese instante hubiera sido el tuyo el que hubiese estado en mi boca.
Era consciente de estar mintiéndola pero al ver cómo le estaba afectando mi relato, no dejé de hacerlo. Isabel, totalmente cachonda, lo trataba de disimular cerrando sus piernas pero hacer eso, lejos de tranquilizarla al oprimir su cueva lo que estaba haciendo era excitarla aún más.
― ¿Y después?― me pidió que continuara.
Se la veía ansiosa de masturbarse y solo la vergüenza de hacerlo en frente de un niño, la paralizaba.
― No te sigo contando si no prometes hacérmela― le solté de improviso, confiando en que estuviera lo suficiente caliente para no negarse.
― ¿Hacerte qué?
― Una mamada.
― ¡Niño! ¿Estás loco? ¿Te crees que soy tu puta y que estoy dispuesta a complacerte cada vez que se te antoje?― me gritó, mientras recogía los platos, molesta por mi actitud pero creo que también por lo cerca en que había estado de caer en mi trampa.
― Tú te lo pierdes― le contesté dejándola sola y enfadado conmigo mismo subí a mi habitación, pensando en que había fallado.
Sin saber la razón, estaba acalorado. No hacía tanto temperatura esa noche por lo mejor que podía hacer era darme una ducha de agua fría. El agua helada me hizo recapacitar acerca de lo ocurrido. Me había adelantado. Si no hubiese tenido tanta prisa en experimentar que se sentía, en ese momento hubiese sido objeto de la primera felación de mi vida. Al salir de la ducha, salí congelado con la piel de gallina. Quería secarme por lo que extendí mi mano para recoger la toalla pero cual no fue mi sorpresa de encontrarme a Isabel en mitad del baño.
― Déjame que te seque me rogó con voz apenada― siento lo de antes, pero es que me pillaste en fuera de juego.
Sin decirme nada más, sus manos empezaron a secarme los hombros y la espalda. Seguía alegre por el alcohol, sus movimientos eran torpes y al llegar a mi trasero, se sentó en el suelo. No pudo reprimir darme un beso en las nalgas mientras secaba esmeradamente mi miembro. Dejándome hacer, me dio la vuelta de forma que su boca quedó a la altura de mi pene, el cual empezaba a mostrar los efectos de sus maniobras.
― Cuéntame cómo la desvirgaste― me pidió, metiéndoselo en la boca.
Por vez primera, experimenté la calidez de una lengua sobre mi sexo, la dureza de unos dientes rozando mi glande y a una mano que no fuese la mía, masturbándome. No podía negarme a complacerla por lo que, retomando el relato, le expliqué como Ana quiso que la penetrara y como la convencí en que me dejara a mí hacerlo. Incrementó su ritmo al oír mi relato. Le narré como poniéndola tumbada frente a mí, le abrí sus piernas y cogiendo mi pene entre mis manos, se lo coloqué en la entrada de la cueva sin forzarla. Isabel, sin dejar de estar atenta a mis palabras, jugando con mis huevos se los introdujo en la boca mientras su mano seguía masajeando mi extensión.
Pero fue cuando le intenté expresar con palabras lo que había sentido esa noche cuando Ana me abrazó con sus piernas lo que provoco que se rompiera ella misma el himen, Isabel, fuera de sí, llevó sus dedos a su propio sexo y frenéticamente empezó a torturárselo. No podía creer lo bruta que estaba. Sin dejar de chuparme y tocarse, me pidió con gestos que continuara. Con mi respiración entrecortada por el placer que estaba sintiendo, le conté como al ponerle sus piernas en mis hombros, Ana no había dejado de gemir mientras su coño empapaba mi pene. Y coincidiendo con el orgasmo de Ana en mi relato, me vacié en su boca dándole la leche que había venido a buscar. Mi criada no desperdició la ocasión de bebérsela. La sorpresa de ver como se tragaba todo, me impidió continuar y cogiéndola de la cabeza, forcé su garganta introduciéndosela por completo. Curiosamente no sintió arcadas y al contrario de lo que pensé, la violencia de mis actos la estimuló más aún si cabe y retorciéndose como la puta que era, se corrió sobre el mármol del baño.
Nada más recuperarse, se levantó del suelo y tomando mi mano entre las suyas, me llevó a la cama. No me había dado cuenta del frío que tenía pero, al sentir la suavidad de las sabanas contra mi piel, empecé a tiritar. En mi ignorancia infantil, creí que esa noche no había terminado por eso me extrañó que, dándome un beso en la frente, me tapara y con un buenas noches me dejara solo en mi cuarto. No supe o no pude quejarme. Quería que Isabel durmiera conmigo, pero nada más cerrar la puerta, el cansancio me envolvió y tras unos pocos instantes me quedé dormido…
Descansé profundamente, nada perturbó mi sueño durante horas. Fue mi padre el que, al abrir las persianas de mi habitación, me despertó diciendo:
― Levántate, ¡perezoso!, te espero desayunando.
El hecho de que mi padre , el cual nunca se había ocupado de mí, me levantase, era una muestra más de lo que había cambiado nuestra relación en pocos días. Creo que Don Manuel, mi viejo, por fin podía compartir la pesada carga y que, aunque lo sentía por mí, en el fondo se alegraba de que siguiera su estirpe. Rápidamente, me duché y bajando al comedor, me lo encontré tomándose un café.
― Buenos días, Papá.
― Buenos días, hijo. Siéntate que quiero hablar contigo― se le veía relajado, observándole no encontré nada de la tensión de las últimas veces. ―Hoy tenemos un día bastante ajetreado. Debes empezar a practicar tus capacidades. Como sabes, no es fácil controlarlas y solo la constancia, hará que tu vida no acabe antes de tiempo.
― ¿Qué quieres que haga?― le pregunté.
― Lo primero cuéntame cómo te fue ayer en la noche.
Que fuera tan directo, me avergonzó. Todavía no me había acostumbrado a abrirme completamente ante él.
Mis mejillas debían de estar totalmente coloradas y sin mirarle a los ojos, empecé a contarle como había conseguido que la criada me hiciera una felación. Me escuchó atentamente sin hablar, dejándome que me explayara en la contestación, interrumpiéndome solo para preguntarme que había pensado cuando se negó y cuál era mi conclusión de mi experiencia.
No supe que contestarle.
― Mira, Gonzalo. La diferencia de edad, entre Isabel y tú, hace que ella tenga dos sentimientos contradictorios. Por una parte, se avergüenza de acostarse con un chaval pero, por otra parte, le excita ser tu maestra. La idea de ser la primera mujer en enseñarte las delicias del sexo es algo superior a sus fuerzas. Debes de explotar este aspecto. Lejos de ser un impedimento, si lo usas en tu favor será la baza que te permitirá dominarla: Utiliza su vanidad, nadie está vacunado a los piropos, exprime su instinto materno, hazte el indefenso para que te acune en sus brazos y si es necesario chantajéala, lo importante es que no se pueda negar a seguir enseñándote. Pero siempre, ¡ten tú el control!, haz que sin darse cuenta la muchacha termine bebiendo de tus manos y entonces y solo entonces, aprovéchate de ella.
La frialdad con la que trataba el tema, me hizo conocer por segunda vez que opinaba del resto de los mortales. Para mi padre eran poco más que el ganado del que nos alimentábamos, eran un medio para nuestra gloria pero también un medio peligroso que había que tratar con cuidado. Estuvimos hablando de cómo tenía que conseguirlo durante el resto del desayuno, pero nada más terminar me llevó a dar una vuelta a la finca. No quería que nadie nos interrumpiera.
Al llegar al picadero, nos tenían preparados los caballos. Mi padre iba a montar a Alazán y yo, mi favorita, una yegua llamada Partera. Comprendí que esa iba a ser mi primera lección del día.
―Gonzalo, los animales están acostumbrados a que los humanos les manden, nuestro don también le afecta. Llama a tu montura que venga a ti.
No se me había pasado por la cabeza que pudiéramos usarlos de la misma manera que a los humanos pero tras pensarlo un momento me pareció lógico el que así fuera, ya que su poder mental era menor aunque existiera la dificultad de su irracionalidad.
Me resultó sencillo llamarla a mi lado. Partera era una yegua muy dócil y soltándose del peón que la traía, vino trotando a que la acariciara.
―Fíjese, jefe. Su hijo ha heredado su facilidad con los bichos― comentó el operario a mi padre. Mi viejo le sonrió sin contestarle.
Sin más preámbulo, salimos trotando de las caballerizas con dirección al arroyo que cruzaba la finca. Durante el trayecto, me fue explicando que lo importante era que aprender a utilizar métodos indirectos para conseguir que me obedecieran. Cuanto más sutil fueran, menos oportunidades tenían de darse cuenta de que estaban siendo dirigidos. Me dio un ejemplo práctico; sin que me diese cuenta, me había obligado a quitarme la bota para rascarme el pié en marcha.
―Analiza la burrada que te he hecho hacer y no te has dado ni cuenta. Quería que te quitaras la bota y en vez de ordenarte que lo hicieras, lo que he hecho es inducirte que te picara el pie. Tú mismo, sin mi intervención, te la has quitado para rascarte.
Estaba alucinado por la forma en que había sido objeto de su manipulación pero cuando realmente me di cuenta de su poder, fue cuando de improviso frené de golpe al caballo y saliendo despedido, choqué abruptamente contra el suelo.
― Ves hijo, ahora si has sido consciente de haber sido usado― me dijo riéndose a carcajadas― esa es la diferencia entre una orden bien dada y una orden abusiva. Debes evitar practicar esta segunda.
Después de unos momentos de indefinición y viendo el ridículo que me había hecho hacer, me uní a mi padre en su risa. Pero cuando al intentar vengarme, intenté hacer lo mismo, es decir, obligarle a caerse de su caballo, lo único que conseguí fue un enorme dolor de cabeza.
― Eres todavía demasiado débil para enfrentarte a mí. Pero está bien que lo hayas intentado― me informó con una sonrisa en sus labios y una expresión orgullosa en sus ojos, ―sigue así, el día que lo consigas no tendré más que enseñarte.
La jaqueca me duró más de media hora, siendo un castigo excesivo para mi travesura, fue una forma excelente que no se me olvidara. Como dice el viejo refrán: sabe más el diablo por viejo que por diablo. Y en este caso aunque compartía con mi padre el mismo don, el me llevaba muchos años de práctica. El resto de la mañana fue inolvidable, mi viejo me enseñó diversas técnicas y mañas que yo fui asimilando. Echando la vista atrás, esa mañana lo que verdaderamente hice fue comprender su extraña forma de ser. Los esfuerzos, que me obligó a realizar durante esas pocas horas, consiguieron que a la una del mediodía, terminara realmente agotado. Por eso nada más llegar a la casa de invitados, me fui directamente a la cama.
Isabel intentó despertarme a las dos para que bajara a comer pero, entre sueños, le dije que me dejara descansar que estaba cansado. Cuando empezó a preocuparse fue al darse cuenta sobre las seis de la tarde que todavía no había bajado. Al entrar en mi habitación me tomó la temperatura. Estaba hirviendo, Isabel, asustada al comprobar que tenía más de cuarenta grados de fiebre, llamó a mi padre. Por lo visto debía ser normal, un efecto secundario al uso de mi nuevo poder, porque mi viejo al oírla le dijo que no se preocupase que lo único era que debía evitar que pasase frío. Nunca en su vida, había tenido la responsabilidad de cuidar de un niño, quizás por eso le contestó que si no era mejor que llamara a un médico. Mi padre fue inflexible, se negó de plano y además aprovechó para prohibirle que molestara a mi madre:
―Si mi esposa se entera, va a querer que Gonzalo vuelva a la casa― contestó.
La criada, temiendo perder su recién estrenada libertad, no le insistió más. Nerviosa y preocupada, me arropó con dos mantas y yendo a la cocina, me preparó un consomé. Al volver con el caldo, mi temperatura había subido aún más y ya empezaba a delirar; cuando entró la confundí con Ana y tratándola de besar, le pedí que nunca me volviese a abandonar.
Con lágrimas en los ojos, producto de su preocupación pero también por el significado de mis palabras, me dijo:
―Mi niño, como puedes pensar que te dejaría― y cariñosamente me abrazó, estrechándome entre sus brazos. El sentir sus pechos contra mi cara, alborotó mis hormonas y sin ser realmente consciente de lo que hacía, empecé a besárselos. ―Son tuyos― me dijo separando mis labios de su escote, ―pero ahora estás enfermo y no debes fatigarte.
Acto seguido y no sin dificultad, consiguió que me bebiera el consomé. Con el estómago caliente, caí nuevamente dormido. Isabel me estuvo velando toda la tarde, solo levantándose de mi vera para preparar algo de cenar. Al volver con la bandeja de la comida me encontró muy mejorado, la fiebre me había bajado.
― ¡Menudo susto me has dado!― y dándome un beso en la boca, me dijo― ¡Ni se te ocurra volver a hacerlo
Le comenté que no me acordaba de nada y que lo único que sentía era un frío enorme. Fue entonces cuando ella me explicó que había pasado y sin hacer caso a mis protestas, me obligó a comerme todo lo que había preparado.
― Sigo helado― le dije guiñándole un ojo al terminar.
― Eres un pillín― me contestó y quitándose la ropa, se metió entre mis sabanas a darme calor… calor del bueno.
Nada más tumbarse, me apoderé de sus pechos. Sus pezones recibieron mis besos mientras ella me pedía que me tranquilizara que teníamos toda la noche.
― ¡Déjame a mí!― me pidió y sin esperar mi respuesta, me fue desabrochando los botones de mi pijama a la vez que me cubría de besos. Una vez desnudo, me ordenó que no me moviera que solo sintiera el contacto de su cuerpo. ―Un buen amante debe saber que el órgano sexual más grande, no es éste― me dijo cogiendo mi pene entre sus manos― sino su piel.
― Sí, ¡maestra!― contesté.
Mi respuesta le satisfizo y cogiéndome del pelo, llevó mi cara a sus enormes cantaros, diciéndome:
― Debes de aprender a tratar los pechos de una mujer y para ello, debes de recordar primero que al nacer son tu alimento. Quiero que te imagines que soy madre y que tú eres mi bebé.
Como buen alumno, puse mi boca en su pezón y con mi mano imité el movimiento de los cachorros al mamar, apretando su seno mientras la chupaba. Isabel gozó desde el primer momento con esa fantasía y gimiendo con la voz entrecortada, me decía que era un buen niño, que tenía que crecer y que nada mejor que la leche materna para conseguirlo. Poco a poco se fue excitando y cuando considerando que ya había comido suficiente de un pecho, me cambio de lado. Decidí entonces que ya me había cansado de hacer lo mismo por lo que, en vez de chupárselo, se lo mordí. Ella, al sentir mis dientes sobre su pezón, no se pudo reprimir y con su mano empezó a masturbarme, mientras me decía:
― No pares, mi niño, no pares.
Envalentonado, seguí torturando su seno, mientras introducía un dedo en su cueva. La encontré empapada por la calentura de su dueña. Si esa fantasía la ponía así, debía explotar la faceta recién descubierta por lo que, siguiéndole la corriente, le susurré al oído:
― ¡Qué rica está la mamá más guapa del mundo!
Al escucharme, se corrió dando un gemido. De no haber tenido un poco de experiencia, me hubiese asustado ver como se retorcía entre gritos de placer. Isabel, totalmente descontrolada, me pedía que no parase y que con mis dedos siguiera hurgando en su interior. La docilidad con la que acataba mis caricias, espoleó mi curiosidad e introduciéndole un tercer dedo esperé una reacción que nunca llegó. Era increíble que le cupieran, tratando de verificar su aguante procedí a encajarle el cuarto. Su cueva se resistió pero conseguí hacerlo. Cuando intenté moverlos para comprobar el resultado, con chillidos histéricos me exigió más. El flujo de su sexo había formado un pequeño charco en la sábana, señal del placer que la tenía sometida El sexo de la muchacha, ya dilatado, permitía con una facilidad pasmosa mis toqueteos. Sus orgasmos se sucedían sin pausa. Totalmente picado en averiguar su resistencia, quise probar con la mano entera y para ello, le ordené que separara aún más sus piernas.
Sin preguntarme el motivo, me obedeció mansamente, de forma que disfruté de la visión de sus labios hinchados y sin saber porqué, me apoderé de su clítoris mordisqueándolo mientras mi mano se iba hundiendo en su interior. El dolor por mi invasión la hizo llorar pero como no me pidió que los sacase yo no lo hice. Todo lo contrario, cerrando mi puño, empecé a tantear la pared de su vagina como si de un saco de boxeo se tratara.
― No, por favor, ¡para!― gritaba pataleando.
Y por primera ocasión, no hice caso a mi maestra sino que alterné mis movimientos, intentando sacar mi mano cerrada e introduciéndola después. Varias veces me hizo daño con sus piernas al intentar zafarse de mi ataque pero, tras unos segundos, el placer volvió a dominarla y con grandes espasmos, se vació sobre mi brazo. Fue demasiado esfuerzo, sin que pudiera hacer nada por evitarlo, se desmayó en la cama. Nadie se había desmayado jamás en frente mío por lo que me costó un mundo, el reaccionar. Al principio creí que la había matado pero pegando mi cara a su pecho, oí con júbilo que su corazón seguía latiendo. Sin tener una idea clara de cómo debía de actuar, me levanté al baño a por un vaso de agua y espolvoreándosela en la cara, conseguí reanimarla.
Isabel salió, de su trance un tanto desorientada y tras unos instantes de vacilación, dándome un abrazo me dijo:
―El alumno ha superado a su maestra.
Al preguntarle por el significado de sus palabras, me explicó que la había llevado a cotas de excitación nunca alcanzadas y que si había perdido el conocimiento era debido al orgasmo tan brutal que le había provocado.
― Entonces, ¿Soy un crío?― le pregunté mientras le acariciaba su cabeza.
― No, un crío no puede ser mi dueño― me contestó sin caer en la cuenta de que era verdad y que estaba totalmente entregada a mis deseos.
― ¿Entonces?, ¿Cómo quieres que trate a mi hembra?― le repliqué poniéndome encima y tratando de penetrarla.
― Espera que estoy muy abierta, vamos a probar otra cosa― me dijo dándose la vuelta y mojándose la mano en su flujo, lo extendió por los bordes e interior de su ano.
Arrodillada sobre las sábanas, me esperaba. En un inicio no supe que quería hacer, cuáles eran sus intenciones, ya que ninguno de mis compañeros me había hablado nunca del sexo anal pero ella, viendo mi indecisión, alargó su mano, colocó mi miembro en la entrada de su culo. Tuve que vencer la repugnancia que sentía de meterlo en el mismo agujero por el que hacía sus necesidades. Habiéndolo conseguido, fui introduciéndoselo despacio de forma que pude experimentar la forma en que mi extensión iba arañando su interior hasta llenarla por completo. Era una sensación diferente a hacerlo por delante, los músculos de ella aprisionaban mi pene de una forma distinta a como lo hacía su coño pero, analizando mis impresiones, decidí que me gustaba. Ella, por su parte, esperaba ansiosa que me empezara a mover mientras se acostumbraba sin moverse apenas a tenerlo dentro. Ninguno de los dos se atrevía a hablar pero ambos estábamos expectantes a que el otro diera el primer paso. Viendo que ella no se movía, con cuidado empecé moverme en su interior. La resistencia a mis maniobras se fue diluyendo entre gemidos. Poco a poco, me encontraba más suelto, más seguro de cómo actuar. Isabel volvía a ser la hembra excitada que ya conocía, sus caderas recibían mi castigo retorciéndose en busca de su placer mientras mis huevos chocaban contra ella.
― Más rápido― me pidió, frotándose con descaro su clítoris.
La postura no me permitía incrementar mi velocidad por lo que tuve que agarrarme de sus pechos para conseguirlo. De esa forma aceleré mis envites. Su conducto me ayudó relajándose.
― Más rápido― me volvió a exigir, al notar que la lujuria recorría su cuerpo.
Seguía sin sentirme cómodo. Soltándome de sus pechos, usé su pelo como si de unas riendas se tratara. Estaba domando a mi yegua y recordando el modo como me mostró le gustaba que la montara y que se volvía loca cuando le azuzaba mediante certeros golpes en su trasero, le grité cogiendo su melena con una sola mano y con la que me quedaba libre, azotando sus nalgas.: ―Vas a aprender lo que es galopar―
No se lo esperaba. Al recibir su castigo, mi montura rendida totalmente a mis órdenes, se desbocó, buscando desesperada llegar a su meta. Su cuerpo se arqueaba presionando mis testículos contra su piel, cada vez que se encajaba mi sexo en su agujero y se tensaba gozosa esperando el siguiente azote, para soltar un gemido al haberlo recibido. La secuencia estaba muy definida, pene, tensión, azote, gemido, solo tuve que variar el ritmo incrementándolo para conseguir que se derramara salvajemente, bañándome con su flujo. La excitación acumulada hizo que poco después explotara yo también, inundando con mi simiente su interior.
Caí agotado a su lado, con mi corazón latiendo a mil por hora. Tuve que esperar unos minutos para poder hablar. Pero cuando intenté hacerlo, no quiso escucharme y pidiéndome que me callara, me dijo:
― Gonzalo, si se enteran tus padres, me matan y no sé cuánto dure, pero nadie me ha dado tanto placer por eso te doy permiso a tomarme cuando desees.
― ¡Qué equivocada estás!― le repliqué, ―No necesito tu permiso, desde hoy te follaré donde y cuando me apetezca. Si no estás de acuerdo, ¡levántate! y ¡vete de mi cama!
Nunca le había hablado en ese tono, ofendida y con lágrimas en los ojos, salió de entre mis sabanas con dirección al pasillo, pero justo antes de cerrar la puerta, volvió corriendo y arrodillándose a mi lado, me pidió perdón. Acariciándole la cabeza, la tranquilicé y abriendo la cama para que volviera a acostarse conmigo, le expliqué:
― Aunque seas mi puta, sigues siendo mi maestra y espero que sigas así enseñándome.
Nada más acurrucarse a mi lado me preguntó:
― ¿Qué es lo que te gustaría probar?―
Soltando una carcajada, le respondí:
― ¡A dos mujeres!
Me miró divertida, como única respuesta, se introdujo mi pene en su boca asintiendo.
ESTOS SON LOS DOS PRIMEROS CAPÍTULOS DE LA SERIE REESCRITA Y NOVELADA, TOTALMENTE INÉDITA QUE HE PUBLICADO EN AMAZÓN.
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