Helena en la cruz

Primera experiencia para Helena

Helena en la cruz

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Título original: Helena On The Cross

Autor: Tarquinius Rex (tarquinius@my-dejanews.com),

Traducido por GGG 2000.

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El siguiente relato, de no ficción según su autor, se pretende un entretenimiento para ADULTOS y ha sido publicado sólo en un sitio apropiado de Internet. Si se encuentra en algún otro sitio no es responsabilidad del autor.

por Tarquinius Rex (tarquinius@my-deja.com)

En el verano del 89, disfruté del amor salvaje y de los rituales sado exóticos, con una mujer bella y joven, Helena. Su intensidad sexual y devoción serían la envidia de cualquier Amo, pero tenía un serio problema de salud, puesto que era una diabética hecha y derecha. Su carácter despreocupado y su gran nivel de energía se evaporaba a veces súbitamente después de una sesión seria de cama. Aún así, Helena me decía que tenía todo bajo control. Si me comportaba con moderación me exigía sexo más fuerte, explicando su "joie de vivre" (alegría de vivir, en francés en el original) con el sorprendente argumento de que había visto la muerte cerca y no iba a estar asustada más tiempo.

Helena había trabajado en mi oficina como programadora en prácticas el verano anterior y el comienzo de nuestra relación sexual fue el caso típico de la "sesión de trabajo hasta tarde". Era muy alta, casi 6 pies (180 cm), de 26 años, con piernas largas y ágiles, la cintura más delgada de todas las mujeres que he tenido nunca, unos pechos grandes y firmes con pezones que revivían y se endurecían rápidamente en mi boca. Su vello púbico largo y negro contrastaba con el pelo rubio a media melena de su cabeza. Pero mi recuerdo más fuerte con respecto a Helena se centra en su coño. Tenía el coño más sonrosado, estrecho y controlable que haya visto nunca.

No pasó mucho tiempo antes de que la lucha libre de nuestras actuaciones amorosas condujera al sado. Era un terreno nuevo para Helena y su imaginación y tolerancia se hicieron más salvajes. Pronto decidí que había que forzar sus límites cada vez.

Le dije a Helena que con su cuerpo resultaría especialmente hermosa colgando de una cruz romana. Escuchó, transida, mientras describía, no la predisposición típica en el sado de la cruz griega de San Andrés (tipo X), sino la más eficiente y bárbara cruz en tau romana (tipo T). Como con cada mujer a la que he tenido el placer de crucificar, expliqué a Helena que muchos hombres y mujeres han padecido crucifixión a lo largo de los años. Luego, corregí las imágenes visuales simplistas dejadas por dos milenios de iconos y pinturas religiosas. Helena hacía cada vez preguntas más detalladas, y sus ojos se abrían horrorizados a cada respuesta. Podía decir que el pensamiento de ser colgada en la cruz, desnuda para su Amo, era más de lo que su húmedo coño podía soportar. La cuestión no era si podía hacerlo, sino cuándo y cuanto antes. Acordamos pasar el siguiente fin de semana en mi casa.

Al viernes siguiente, fuimos a comprar cosas para la cena. Se rió con pleno conocimiento cuando fui a la caja con un collar grande de perro puesto que un collar de esa medida no encajaría en el cuello de mi perro. En cambio yo me preguntaba por qué compraba una enorme camiseta en T. Salimos de la tienda y conduje hasta mi casa en el bosque, a través del cálido, húmedo y calimoso crepúsculo de una noche de verano en Florida.

Puesto que Helena requería una dieta especial, nuestra cena fue simple, pero tierna. Después pasamos un tiempo acariciándonos y mimándonos con tranquila sensualidad. Cuando se hizo de noche, pidió que la excusara. Sabía que tenía que tomarse sus medicinas para la diabetes y controlarse la sangre. Tras media hora, volvió llevando solo la enorme camiseta, que había rasgado y le había colocado clavijas de seguridad convirtiéndola en un atuendo de esclava típico. Ponía al descubierto sus largas piernas desnudas, apenas le tapaba el culo, y era obvio que intentaba resultar desechable. Se arrodilló delante de mí, agachó la cabeza y dijo "Amo, soy tuya... crucifícame."

De nuevo comprobé una vez más si su mente estaba deseosa y su cuerpo estaba capacitado para recibir el terrible tormento. Le puse el collar de perro contra el cuello, le vendé los ojos, le até las manos a la espalda y la llevé tirada por la correa lentamente por la casa hasta el garaje. Una vez allí le desaté las manos, enrollé sus muñecas con cinta de embalar, y volví a atarlas sobre su cabeza a una cuerda sujeta a la viga que había encima. Le ordené beber una gran copa de agua. No quería que se deshidratara con aquel calor sofocante de verano. Luego actué sobre la manivela de la cuerda hasta que sus pies apenas descansaron sobre los dedos.

A continuación le pregunté si sabía lo que venía en primer lugar. Sonrió y con una risa medio nerviosa contestó "Mi flagelación." Su disfrute no era de mi incumbencia. En nuestras sesiones previas, a menudo empezaba poco animada, pero había visto sus pasiones en erupción otras veces, y sabía que se cocían por debajo de la superficie. Pronto tendría no la chica culolisto sabelotodo sino una lujuriosa mujer con garganta profunda, que avanzaría la pelvis y gemiría en desvergonzado abandono.

Me dirigí al banco de trabajo donde había preparado una serie de dispositivos para su sesión de tortura. Encendí tantas velas que un resplandor medieval iluminó el interior de la habitación. Tomé un látigo de macramé hecho a mano, un gran cuenco de cera roja fundida, y un ancho cinturón de cuero y los llevé al centro de la habitación donde Helena estaba suspendida. Su atuendo de esclava ahora se levantaba por encima de su cintura dejando al descubierto su culo pequeño y prieto. Cogí el cinturón de cuero y lo marqué ligeramente en su piel lisa. Su cuerpo se retorció lentamente con anticipación consciente. Sabía a estas alturas que los romanos usaban látigos horribles y crueles, con trozos de hueso, anzuelos y metal, atados e incrustados en correas de cuero. También sabía que los romanos siempre precedían una crucifixión por una flagelación para eliminar toda resistencia a la serie progresiva de torturas por venir.

Chilló cuando el primer latigazo del cinturón marcó un rectángulo a través de sus nalgas. Luego un segundo, más bajo, en las piernas, un tercero le cruzó los muslos. Tensando sus ataduras dijo "¡Esto DUELE realmente!" pero Helena sabía que estaba hablando únicamente consigo misma. Seguí flagelando sus extremidades inferiores y sus nalgas; las áreas azotadas se arrebolaban rojas contra su piel pálida. Luego descansé y acaricié su cuerpo suavemente con mis manos y dedos. El sudor brotaba de su cuerpo, de modo que agarrándola del pelo, la forcé a beber otra copa de agua.

Volviendo mi atención a su sensual vestimenta se esclava me puse tras ella y de repente rasgué su parte posterior por el centro, dejando expuesta su larga y sinuosa espina dorsal. Le acaricié los costados del cuerpo, bajé por sus largas piernas, subí por sus muslos, su cintura y luego rodeé delicadamente sus pezones, con sus puntas endurecidas bajo lo que quedaba de su atuendo. Tomé el látigo de macramé, lo sumergí en la cera roja fundida y caliente y empecé a azotar su culo. Gritó y se retorció durante unos instantes después del golpe, con su pelvis estirándose hacia delante para evitar el siguiente latigazo. El golpe siguiente le cruzó la espalda y noté que sus dedos se estiraban espasmódicamente. Otro golpe extendió cera roja por la parte posterior de sus piernas. Continué metódica y rítmicamente, observando tras cada aplicación del látigo, la cera corriendo lentamente por su piel abajo como riachuelos de sangre hasta que se enfriaba y endurecía. Después de que su espalda, nalgas y piernas estuvieran cubiertas con cera roja me detuve y descansé.

Estaba ante Helena, su cabeza con los ojos vendados colgaba entre sus brazos en alto. Corté, rasgué y retiré los últimos restos de su ropa. Sus pechos eran magníficos, con los pezones apuntando hacia arriba en cada una de sus jadeantes respiraciones. Tomé pinzas de la ropa y, muy lentamente, las puse en cada pezón. Gimió y curvó su estirada cintura en un vano intento de aliviar la tortura. Hasta ahora había podido apartar de mi mente todo pensamiento sexual centrándome sin apasionamiento en mis esfuerzos y trabajando sistemáticamente en su castigo. Decidí que ya estaba lista para mi placer. Me desnudé y me puse tras ella. Cogiendo el cinturón de piel en una mano, lo puse cruzando el frontal de su pelvis, agarrándolo por el otro lado. Con los pulgares aparté los carrillos de su culo, encontrando su coño apretado y húmedo, y avancé mi dura polla en su interior.

Nunca puedo describir adecuadamente los placeres que me ofrece Helena con su coño. Sudando en la noche veraniega, cubierta con cera roja seca, ojos vendados, aplicaba masaje con determinación a mi polla una y otra vez mientras yo tiraba de su cintura hacia mí con tirones del cinturón. Helena se corrió una y otra vez, con sus gemidos incrementándose lentamente en el aire nocturno. Finalmente no pude contenerme más y ordeñó mi miembro con un control exquisito.

Revisé el estado de Helena. Estaba débil, pero me aseguró que estaba bien. Le di a beber más agua, aunque esta vez no quería. Luego volví a mi silla, me senté y observé como se balanceaba lentamente a la luz de la vela. Su cuerpo estimulaba mi deseo de empezar con la crucifixión, pero esperé pacientemente, absorto en su belleza. Quince minutos después le anuncié la sentencia de su Amo.

"Helena, has sido condenada al castigo extremo para un esclavo, la tortura en la cruz, desnuda ante el mundo, por insolencia con tu Amo. Primero llevarás el madero transversal hasta el punto de la crucifixión. Una vez allí, tus manos y pies serán clavados como castigo. Luego serás izada en la cruz y sufrirás la terrible agonía de la crucifixión en vergüenza y sufrimiento. Solo tu Amo puede librarte ahora de tu cruel y lamentable destino." Mientras Helena escuchaba absorta la sentencia, ya sabía que, con la excepción de no tener que soportar el paso de clavos a través de sus muñecas y talones, lo que iba a ocurrirle verdaderamente sería todo lo realista que fuera posible.

Bajé su cuerpo suspendido y se esforzó en respirar cuando le quité las pinzas de los pezones. Con la correa enganchada nuevamente a su collar, la llevé hasta la puerta del garaje. Levanté el travesaño, un poste redondo de cuatro pulgadas (unos 10 cm) de diámetro por 6 pies de largo (aproximadamente 1,80 m) con agujeros de 0,5 pulgadas de diámetro repartidos estratégicamente a su través y se lo puse con rudeza sobre los hombros. Aunque no era especialmente pesado, respondió como la mayoría de las mujeres cuando sienten el peso del transversal de una cruz por primera vez y encorvó la espalda bajo la carga. Le até los brazos al travesaño y le ordené que se enderezara.

Allí de pie, con un collar como único adorno y con los brazos estirados, decidí que necesitaba algo especial antes de que saliéramos fuera. Tomé una brocha gruesa y redonda de pintor y la sumergí en la cera caliente. Sus rodillas se doblaron, y sus ingles se le hicieron un nudo y se retorció mientras le pintaba el pezón izquierdo. Alterné entre un pezón y el otro, dejando que uno se enfriara mientras el otro recibía más cera. Al final sus pezones estaban enfundados en la espesa cera roja, que se endurecía, se hacía costra y luego se quebraba con cada una de sus laboriosas respiraciones.

Abrí la puerta del garaje y conduje a Helena mediante la correa al exterior, a la brillante luz de la luna, desnuda con sus brazos a lo largo del travesaño. Respiró con dificultad por la excitación, mientras su cuerpo sentía el aire cálido de la noche. Aunque sabía que tenía muy pocos vecinos, no podía estar segura de adonde la llevaba. Caminé con cuidado y lentamente por un amplio sendero entre los árboles, y cada vez que ella dudaba, tomaba el látigo y azotaba con dureza su culo, espalda o piernas. Finalmente llegamos a un claro en el bosque.

Una estaca de madera redonda de 4 pulgadas (10 cm) estaba en pie, tallada ruda y austeramente, a la luz de la luna, hasta una altura de aproximadamente 8 pies (2,40 m) del suelo. Dejé a Helena de pie mientras cogía los peldaños de madera construidos para su crucifixión. La estaca en pie tenía un corte en bloque de 4 pulgadas en el mismo extremo superior donde se asentaría el travesaño para formar una perfecta T mayúscula, un cruz en tau.

Puesto que el peso del cuerpo de una víctima sobre sus brazos colapsa rápidamente el pecho, los crucificados solo pueden inspirar pero no expirar. Cuando el esclavo no podía tolerar por más tiempo el dolor causado por los clavos en sus muñecas o brazos, o cuando la víctima tenía que aliviar el colapso de su pecho para expulsar el aire, se enderezaban sobre los clavos de sus talones, se empujaban a sí mismos hacia arriba con los brazos y aliviaban la presión durante unos pocos momentos hasta que el dolor se hacía más intenso. Entonces se deslizaban hacia abajo hasta colgar de nuevo, solo para repetir el ciclo pocos minutos más tarde.

Los romanos prolongaban el sufrimiento con una variedad de medidas crueles, según las costumbres locales o el antojo de cada verdugo. A veces una gran percha única soportaba simplemente las nalgas del esclavo, otras veces un sillín, pero a menudo un cuerno de animal enganchado de manera que la punta afilada exploraba el ano. Para la cruz de Helena había preparado amablemente el asiento desnudo de una bicicleta vieja de diez velocidades que podía inclinarse en cualquier ángulo e insertarse en diferentes puntos a lo largo de la estaca erguida dependiendo de la altura de la víctima. Lo apunté hacia abajo para que ofreciera el menor soporte, luego, teniendo en cuenta las proporciones de Helena, puse el sillín a unos cuatro pies (1,20 m) del suelo.

Volví con Helena, la tumbé en el suelo sobre la punzante cubierta de hojas de pino del suelo, y empecé a trabajar rápidamente. Desaté las cuerdas, que la ataban al travesaño y le estiré hacia fuera los brazos. Tras recolocarlos en una V formando un ángulo de 45 grados, até un grueso nudo en un extremo y pasé el extremo largo por el agujero adecuado del madero, sujetando con seguridad sus muñecas. Después de que ella estuvo pegada al madero, la levanté con rudeza y la arrastré de espaldas hacia la estaca. Luego la forcé a subir los escalones de espaldas, la coloqué a horcajadas en su estrecho asiento y aseguré el travesaño en la parte superior del poste. Bajé un poco, tomé su pie derecho y lo coloqué encima de un vástago metálico que se proyectaba en ángulo recto a través del poste sobresaliendo como un pie (30 cm) y atado a él. Repetí el proceso con el otro pie, retiré los escalones, alcancé y rasgué la venda sobre los ojos de Helena, luego me retiré para juzgar mi trabajo.

Helena experimentaba ahora todo el efecto de la crucifixión. A la brillante luz de la luna podía ver claramente la cera oscura, cubriendo como una costra sus pezones, que se movían arriba y abajo en cada respiración. Su piel blanca brillaba contra la estrecha madera oscura de la que colgaba. Mientras paseaba a su alrededor, volvía la cabeza a tirones para ver, hasta que sus brazos estirados y levantados le bloqueaban el movimiento. Caminé por detrás de la cruz, observando y acariciando los carrillos de sus nalgas desnudas restregándose contra el poste de madera.

Me alejé y me senté en los escalones, observando sus lentos movimientos desde el lateral mientras ella exploraba los límites de su situación. Mientras preparaba aún más instrumentos para torturarla, miraba hacia arriba y admiraba su forma de perfil... las muñecas clavadas y sus manos inutilizadas; sus largos brazos estirados como en una súplica; su cabeza balanceándose adelante y atrás, luego colgando con vergüenza e impotencia; sus pechos rotundos y sus pezones prominentes, oscuros y afilados, bailando a la luz de la luna a cada movimiento de su cuerpo; su estrecha cintura arqueándose y flexionándose con su cuerpo; su culo, sentado en el soporte más reducido posible; sus piernas, dobladas, con las rodillas flexionadas; sus pies clavados a los lados de la cruz.

Tomé un vibrador y me puse frente a la cruz. Miró hacia abajo con ojos muy abiertos mientras yo examinaba sus partes íntimas. Su matorral era oscuro y peludo, sus piernas separadas ligeramente, e imaginé que, a la luz del día, vería mi semen escurriéndose de su coño. Puse en marcha el vibrador y le toqué el clítoris con él. De repente tensó su cuerpo, luego levantó la cabeza y gimió. En un momento determinado me pidió que parara. "Amo, tengo que mear. Por favor, bájame."

"No. Estás bajo sentencia de crucifixión. No tienes otra elección sino hacer tus necesidades corporales para que todo el mundo pueda verlo y oírlo." Gimió de nuevo con frustración pero era inútil volver a pedirlo. Me alejé unos pies mientras ella bajaba avergonzada la cabeza, abría las rodillas entre espasmos y empezaba a orinar desde su cruz.

"Ya está, ¿estás satisfecho, Amo?" gruñó después sarcásticamente. Sé por experiencia que las esclavas hembras se vuelven insolentes en la cruz a medida que la tortura les cala más hondo. Era un buen síntoma. Me encaminé a sus pechos, los cogí y retorcí ambos pezones incrustados en cera con dureza dolorosa. Jadeó sonoramente, se estremeció y se retorció, enderezándose sobre sus perchas hasta que me fui, luego se deslizó hacia abajo para quedarse de nuevo colgando, jadeando sin aliento, con las rodillas flexionadas, la cabeza descansando contra su brazo izquierdo.

Me di la vuelta y regresé a la casa, dejando a Helena contemplar en soledad su agonía. Cuando volví, quince minutos más tarde, sabía que ella probablemente pensaba que había pasado una eternidad. Me puse frente a su coño, olfateando la mezcla de almizcle y orina. Aturdida e inmóvil, Helena observaba como llevaba un paño húmedo humeante y caliente y empezaba a limpiar su coño. Inmediatamente la cruz se estremeció violentamente pero la retuvo con firmeza mientras ella se revolvía con placer desvergonzado. Sus profundos gemidos guturales se volvieron lentamente súplicas musitadas suavemente.

"Por favor, Amo. Ahora. Lámeme. Ahora. Lámeme aquí abajo. Por favor..." Miré hacia arriba, su cara sombreada por las cortinas de pelo colgando por todas las partes de su cabeza. Alcancé y sentí sus pezones, los retorcí duramente una vez más con gran resultado, luego aparté los labios de su coño y empecé a lamerle su limpio chocho. Se tensó contra sus ligaduras, abriendo aún más las rodillas. Cogí un vibrador y lo paseé arriba y abajo, a lo largo de su clítoris, luego sondeando el interior de su vagina y regresando luego a su clítoris endurecido. Observé como agitaba la cabeza, sin cuidado, de un lado a otro, luego enderezó el cuerpo hacia arriba cuando se presentó el primer orgasmo emergente. Se corrió una y otra vez, cada vez forzando su cuerpo más arriba, luego se deslizaba poste abajo y codiciosamente extendía sus piernas buscando más.

Empecé a usar mi lengua de nuevo, lamiendo sus jugos hacia arriba hacia su clítoris. Gemía y sollozaba, luego se paraba, avanzaba su vulva hacia delante, separaba las rodillas todo lo que podía y decía, "Amo, es tuyo. Mi coño es tuyo. Puedes tenerlo, Amo, para siempre. Es tuyo: Por favor, toma mi coño, tómalo. Puedes hacer lo que quieras con él. Para siempre, Amo, para siempre..." Sus palabras acabaron en un gemido.

A la brillante luz de la luna, levanté la cara, vi su espalda arqueada, sus pechos levantándose a cada respiración rápida, sus pezones oscuros y duros, su cabeza ladeada sobre sus brazos estirados. Miré al frente y vi su coño aún más abierto de lo que lo había visto nunca, una mariposa reluciente aleteando lentamente bajo los rayos de la luna. La arrastré a un nuevo orgasmo merecido, luego, lentamente y con mucho cuidado limpié de nuevo su chocho con el paño húmedo y caliente.

Volví a los escalones, me senté y esperé en la tranquila noche, durante casi una hora mientras Helena colgaba silenciosa en su cruz. Pocas veces había visto yo una mujer más hermosa, que, a la luz de la luna, resultaba verdaderamente escultural.

Después de todo, estaba claro que la crucifixión había llevado a Helena hasta sus límites; quizá demasiado cerca de ellos, teniendo en cuenta su salud. La solté y le enrollé una pequeña manta sobre los hombros. Cargué con su cuerpo limpio de vuelta a mi casa hasta que fue capaz de caminar. Durmió plácida y sonoramente esa noche, con lo que a la mañana siguiente terminamos la sesión haciendo el amor bella y tiernamente, mientras ella tenía solo los recuerdos de la cruz para soportarlos... y temerlos de nuevo.

Fin de "Helena en la cruz"