Hechizo de amor

Seis capítulos que te harán vibrar.....

Capítulo uno

Tenía que dejar de verlo.

Lucy Wilson se mordía el labio inferior mientras tiraba las cartas de tarot en Cruz Celta. No esperaba que las cartas le dijeran nada. No era buena con las cartas. Tampoco era buena con la magia de las velas y había dejado de usar el athamé cuando se cortó

con él.

No se podía decir que fuera una bruja en el verdadero sentido de la palabra. Y Mitch Davis era sólo un ejemplo más de una larga serie de cosas que no le salían bien.

No le quedaba más que enfrentarse a tanto fracaso en su vida. No deseaba abandonar la magia, que le dejó a Mitch, pero debía dejar de verlo a él.

El sol de la mañana comenzó a filtrarse por las cortinas de sus ventanas, entibió el piso de roble dorado de su cocina e iluminó las cartas que había dejado sobre la mesa de la cocina con un suave rayo de luz. Estaba usando su mazo preferido, el tarot infantil, y las ilustraciones de cuentos de hadas que le resultaban familiares la hicieron sonreír.

Como era previsible, en su tirada aparecía el diablo en la posición del presente y los amantes en el futuro. Lucy suspiró.

La carta del Arcano Mayor representada como un títere y un titiritero indicaba que algo la trastornaba, y ese algo era la razón para dejar de ver a Mitch. Porque amantes no eran, y no porque ella no lo hubiera intentado. También indicaba que ella había caído en su propia trampa. Y estaba en esa situación porque no había querido salir de allí.

Miró las consecuencias futuras: los amantes representaban a la Bella y la Bestia bailando. Eso era lo que deseaba y no lo iba a conseguir con Mitch.

“Admítelo, Lucy”, murmuraba mientras recogía las cartas. “No le interesa tu cuerpo”.

Una lástima, porque a ella sí le interesaba el cuerpo de él. Y mucho. Le interesaba demasiado como para seguir con esas citas platónicas. Sobre todo le resultaba desalentador seguir diciéndole que sí a Mitch cuando eso significaba decirle que no a sus deseos. A sus necesidades. A lo que se merecía.

Nadie sabía mejor que Lucy que sin pasión, sin algo de chispa, ninguna relación podía tener esperanzas de sobrevivir a los altibajos de un compromiso prolongado.

Ya lo había vivido, lo había hecho, y ahora tenía el certificado de divorcio para demostrarlo. Más allá de la compatibilidad que pudiera tener con un hombre, sin el fuego necesario para mantener vivo el amor, la llama se apagaría sin dejar más que cenizas.

Su ex marido no estaba interesado en ella. Y ahora ella repetía el mismo patrón negativo de conducta saliendo con otro hombre que no estaba interesado en ella, porque por alguna estúpida razón su boca seguía diciendo “sí” cada vez que Mitch la invitaba a salir cuando su cabeza decía a gritos que no.

Era difícil decirle que no a Mitch, porque él era tan grande y fuerte, y la hacía sentirse tan bien con el sólo hecho de estar allí. El modo en que miraba todo con esos ojos color avellana le indicaba que prestaba atención a los detalles y que pensaba bien las cosas antes de actuar. A Lucy eso le gustaba. Era confiable.

Pero también era frío y distante. Jamás la tocaba con sus grandes manos y ella nunca se había podido acercar lo suficiente como para comprobar si su cabello castaño era tan suave como parecía. Ella quería acercarse emocional y físicamente, y no veía cómo podía lograr una cosa sin la otra.

Pero las cosas iban a cambiar. Esa noche era el primer viernes después de la luna nueva. Una noche ideal para lanzar un hechizo y atraer a su verdadero amor. Y ese día iba a ir al almuerzo con Mitch, al que no se había podido negar, y pensaba terminar con todo para siempre.

Iba a sobreponerse a su boca traicionera y se sinceraría. Iba a dejar de verlo, y no había vuelta atrás. Saldría de ese punto muerto, dejaría de ser un títere e iría tras lo que ella realmente deseaba.

Lucy terminó de juntar las cartas y las colocó en una bolsa de terciopelo púrpura con lazos de borlas doradas. Luego se levantó de la mesa dejando los platos del desayuno abandonados cerca de la bolsa de cartas y se fue a duchar.

Ya era hora de vestirse, de ir a trabajar, y de seguir adelante con su decisión. Era octubre y eso significaba la llegada de Samhain y un año nuevo. Era el mejor momento para despedirse del pasado y darle la bienvenida al porvenir.

Capítulo dos

Debía dejar de verla.

Mitch Davis lo sabía del mismo modo en que se sabe que el sol sale por el este, la luna afecta las mareas y la primavera sigue al invierno. Era un hecho tan inmutable como la ley de la naturaleza: si seguía viendo a Lucy, tarde o temprano iba a hacer algo que lo llevaría a ser arrestado o inhabilitado para el ejercicio de la abogacía.

El problema era que cada vez que la veía se distraía con sus ojos marrón oscuro y olvidaba por qué debía terminar antes de que ocurriera algo peligroso. Y luego, sin darse cuenta, abría la boca involuntariamente a fin de pedirle otra oportunidad para jugar con fuego.

Sus zapatos negros de vestir, lustrados y brillantes, lo hicieron subir por peldaños de madera y pasar junto a una vidriera amplia que mostraba una colorida selección de libros y cartas de tarot con esa criatura extravagante y fastuosa que daba nombre al negocio, El Dragón de Cristal.

Vio como su propia mano fornida se cerraba sobre la manija de bronce y abría la puerta para hacerlo pasar a esa tienda al estilo de la Nueva Era, llena de libros para hippies de todas las edades en busca de iluminación, cristales para favorecer la armonía, y una mujer que garantizaba perturbar su vida ordenada.

Era sólo un almuerzo, pensaba Mitch para tranquilizarse. ¿Qué podría pasar en un almuerzo? Era algo seguro. Restaurantes repletos de gente de negocios con trajes sobrios y computadoras de bolsillo, reuniones informales…

Y reuniones clandestinas, susurró una voz mental traicionera. Amantes que se escapan subrepticiamente para hacer un “rapidito” al mediodía. Tal vez hasta para hacerlo en el estacionamiento a plena luz del día mientras a poca distancia hombres de traje, ajenos a todo eso, programan eventos futuros dentro de restaurantes y edificios de oficinas.

O tal vez en el ascensor, detenido entre dos pisos. Lucy a menudo usaba vestidos. Todo lo que tendría que hacer sería pararse detrás de ella, levantarle la parte de atrás de la falda, desabrocharse los pantalones…

Mitch cerró los ojos brevemente. Era ella. Lo hacía pensar en ese tipo de cosas. Tenía que ser ella porque antes de conocerla nunca le había pasado y ahora en lo único que podía pensar era en Lucy. Sexo con Lucy. Sexo caliente, explícito, ilícito con Lucy en lugares públicos y en posiciones aún prohibidas por las leyes puritanas. Llevarse a Lucy, atarla y usar el sexo para dominarla y atarla a él para siempre. Bajar por el cuerpo de Lucy mientras ella ardía en llamas.

Iba a terminar arrestado. Lo iban a demandar. Lucy nunca aceptaría el tipo de ideas que él tenía acerca de ella, e incluso si él le daba una pauta de lo que deseaba hacer con ella, ella presentaría una orden de restricción y su carrera terminaría en medio del escándalo y la vergüenza.

Lo único que lo había salvado hasta el momento era que nunca se había permitido besarla o tocarla de alguna manera. Si lo hacía, sucumbiría.

Boise era una comunidad muy conservadora y en muchos aspectos pueblerina como para que él pudiera salirse con la suya y hacer con Lucy lo que quería, y cada día deseaba con más ansias hacerle cosas más prohibidas.

Tenía que dejar de verla. Era la única solución. De alguna manera tenía que encontrar la voluntad para ponerle fin a la situación antes de que acabara con él. Debía decírselo. Hoy sin falta.

Entonces Lucy estaba frente a él, con esos ojos tan cálidos, esa sonrisa tan generosa y ese cuerpo tan exuberante y tentador. Con sólo verla se sentía feliz, pensaba Mitch. Tal vez no tenía que dejarla justo ahora.

No le sonreía a él. Estaba hablando con un cliente y movía las manos en medio de una conversación animada. El cliente también sonreía, porque nadie podía dejar de sonreír frente a la sonrisa cálida de Lucy. Su loco negocio, lleno de ideas raras y de productos más raros todavía, tenía un éxito increíble porque Lucy hacía que todos se sintieran bien. Compraban cualquier cosa sólo para llevarse a su hogar algo de ese sentimiento positivo.

Lucy era lo único que Mitch quería llevarse a su casa, donde podría quedarse con ella y todos los buenos sentimientos que generara esposada a su cama. Si fuera inteligente, en lugar de pensar en eso compraría una vela de aromaterapia para calmarse.

Ella tenía puesto un vestido de estampado floreado con una falda larga con caída y la parte de arriba de gasa con puntilla de encaje. Tan femenina. Tan dulce. Tan anticuada.

¿Entonces por qué la veía con una malla entera ajustada de vinilo negro con un cierre de metal del cuello hasta la entrepierna, que dejaría su cuerpo curvilíneo y exuberante expuesto ante su mirada cuando lo bajara con sus dientes?

Con la luz del sol se veían mechones más claros en su cabello rizado, que le llegaba hasta los hombros. Sus ojos marrón oscuro y su boca suave, rosada y sonriente parecían demasiado inocentes para las ideas carnales que tenía sobre ella.

Lucy podía ser algún tipo de bruja de la Nueva Era, pero no tenía la más mínima maldad.

Mitch era el malo que ocultaba sus pensamientos secretos detrás de un rostro impasible, un traje clásico, uñas bien cortadas y zapatos lustrados. Un hombre prolijo, conservador, de aspecto profesional, no daba la impresión de ser un desviado sexual, algo que sus clientes probablemente valoraban cuando los representaba ante la corte.

Pero todo lo que tenía que hacer era mirarla y el único aspecto conservador de sus fantasías salvajes era que se concentraban en Lucy y sólo en Lucy.

Así que era un desviado absolutamente monógamo. Eso no sumaría puntos si se quedaba con Lucy el tiempo suficiente como para perder el control, arrancarle esas prendas de gasa y encaje para descubrirle los senos por completo y llenarse los ojos de ella antes de llenarse las manos y la boca.

La tela parecía lo suficientemente frágil como para romperse fácilmente con la menor presión. Las manos grandes y fornidas de Mitch se crispaban ante la idea.

Así era. Si no era por su propio bien, tenía que dejar de verla por el bien de ella. Ésta era la última vez. Tenía que terminar.

Cuando habló, su voz sonó más cortante de lo que quería. “¿Ya estás lista, Lucy? Tenemos una reserva”.

Sus manos se paralizaron en el aire y su mirada giró hacia él. “Mitch. Hola. Ya termino, enseguida estaré contigo”.

Dijo algo más a la clienta que Mitch no pudo oír, le dio el frasco de aceite esencial en la mano y se dirigió a la caja registradora. “Si eso no funciona, devuélvamelo”, dijo Lucy con voz más alta. “Pero pruébelo”.

La mujer se acercó y sonrió mientras sacaba la billetera.

Lucy fue hacia él y se detuvo a cerca de un pie de distancia. Mitch hubiera preferido que se detuviera antes. Se había acercado lo suficiente como para que la pudiera agarrar.

Ella fue hasta su hombro, y él sintió deseos de agarrarla de costado. Sus rulos con mechones más claros caerían por su brazo si lo hiciera, y ella quedaría lo suficientemente cerca como para que el aroma de sándalo, sol y mujer fuera directo a su cabeza.

Quería sentir ese cuerpo cálido ceñido al suyo. Quería zambullirse en la calidez de su interior. Justo en ese momento y en ese lugar. Los clientes podrían simplemente pasar a su lado.

Mitch dio un paso atrás para quedar a una distancia más segura y se corrió para que Lucy pasara. “Se nos hace tarde, así que será mejor que nos vayamos”.

Otra vez le salió una voz casi grosera. No podía evitarlo. Si no controlaba su voz del mismo modo que controlaba todas las otras partes de su cuerpo, simplemente se lo diría de frente. Quiero cogerte, Lucy. Quiero levantarte la falda hasta la cintura y enterrarte la pija en la concha. Y te quiero tener atada a la cama hasta terminar de cogerte; y eso podría durar como cincuenta años.

Y las palabras tenían que decirse en voz alta. Quedarían flotando en el aire entre ellos, donde él no podría retirarlas y retractarse. Y ella se ofendería. Quedaría lastimada. Tal vez, hasta atemorizada.

Ese no era el tipo de palabras que debía usar con una mujer como Lucy.

Ella se merecía palabras dulces, suaves, románticas.

Tal vez había ejercido la abogacía durante demasiado tiempo, pero lo cierto es que no le quedaban palabras suaves y románticas. En realidad, nunca las había tenido. Había visto y escuchado de todo, incluyendo al lado de la naturaleza humana que no era bello ni podía embellecerse, sin importar las palabras que se usaran para cubrirlo.

No quería lastimarla. No quería asustarla ni rebajarla. La deseaba caliente, salvaje, abandonada a sus instintos primarios y cada vez le resultaba más difícil ocultarlo.

Gracias a Dios iba a ser la última vez que la vería, o se lo diría y ella probablemente lo abofetearía. Justo antes de romper en lágrimas.

Lucy lo siguió hasta el estacionamiento y se subió en el lado del acompañante de su Mercedes. Él no se perdió el modo en que ella acomodó el trasero en el asiento de cuero. Eso lo excitó. Le hizo desear verla disfrutar del asiento de cuero sin ninguna ropa que atenuara la sensación, sólo su culo desnudo estremecido de placer.

Todo en ella lo excitaba, y ese era justamente el problema. Hasta el inocente asiento de un auto podía convertirse en objeto de sus fantasías carnales si Lucy estaba por allí cerca.

Mitch cerró la puerta de Lucy, más fuerte de lo que hubiera querido. Volvió a su lado, se subió al auto, cerró también su puerta con un sonido fuerte, e hizo arrancar el motor. No dijo nada. No tenía confianza en sí mismo como para hablar. Tal vez a Lucy no le importara el silencio o quizás le molestara lo suficiente como para hacer que la relación entre ellos se acabara de un modo más fácil.

Algo tenía que hacerlo más fácil, porque aún no había logrado obligarse a hacerlo y no tenía idea de cómo iba a hacerlo ahora.

Manejó la corta distancia que separaba su negocio de Hyde Park del exclusivo restaurante céntrico en un silencio reprimido, apagó el motor y salió del auto rápidamente. No se animaba a quedarse en un lugar cerrado con ella. Sería muy fácil pasar la mano entre sus piernas, debajo de la falda floreada, y deslizarla hasta tocarla entre las piernas.

Injustificadamente, Mitch sintió rabia por la forma en que ella se vestía.

Si supiera lo que le quedaba bien, se pondría pantalones y dejaría de usar esos malditos vestidos. Eran prácticamente una invitación para que él se abalanzara sobre ella. Lo único que usaba en los pies eran sandalias por lo que ni siquiera tenía la frágil barrera de unas pantimedias para proteger su virtud, aunque de todos modos eso no detendría a Mitch si le metía las manos debajo del vestido alguna vez. Destruiría cualquier cosa que se interpusiera entre la piel de ellos dos y luego entraría en su interior sin más prolegómenos.

Mitch sabía que su resentimiento con respecto a la ropa de Lucy era completamente irracional. El problema era de él, no de ella. Simplemente, lo volvía loco. Terminaría con todo y se mantendría lo más alejado posible de ella para siempre y se concentraría en lo suyo: expedientes legales y presentaciones ante el tribunal.

De alguna manera le abrió la puerta a Lucy, que salió y entró al restaurante donde se sentó a una distancia segura de él, del otro lado de la mesa.

Pidieron el almuerzo. Lucy jugueteaba con su copa de agua, su tenedor, doblaba y desdoblaba su servilleta de tela, y Mitch miraba los movimientos de sus manos. La estaba poniendo nerviosa, lo sabía. Actuaba de manera brusca, áspera, descortés… Debía decir algo para que se sintiera cómoda, pero no sabía qué palabras usar para lograrlo. Las palabras que se le ocurrían con más espontaneidad cuando estaba con ella no eran de esas que la señorita Buenos Modales recomendaría para un discurso social elegante. “Quiero tu concha de postre” no se le ocurría que fuera un buen comienzo.

“Lindo día”, finalmente dijo. “Todavía no hace tanto frío”. El veranillo de San Martín atípicamente largo volvía atractivo al otoño, con días soleados y una ligera brisa fresca en el aire. Era agradable después del calor abrumador del verano.

Lucy levantó la vista y lo miró. Se le paralizaron las manos. Abrió esos labios rosados y suaves para decirle algo, pero el mesero llegó justo con su almuerzo y volvió a cerrar la boca.

“¿Qué ibas a decir?” Preguntó Mitch cuando el mesero se fue.

Volvió a tomar la servilleta, apretando los pliegues de tela en los puños. Miró fijamente a su plato.

Lo invadió un sentimiento de aprensión. Lucy estaba muy seria.

El silencio parecía eterno. El tiempo se dilataba y los sonidos de los demás comensales se perdían en la distancia. Sólo estaban ellos dos, Lucy mirando fijamente hacia abajo y sin pronunciar las palabras que Mitch sentía cada vez con más certeza que no deseaba oír.

Y entonces lo miró directamente a los ojos y las dijo.

“No quiero el almuerzo. No quiero verte nunca más. Me quiero ir ya mismo”.

No debería haberlo sorprendido. Había sido descortés y lo sabía. Y ése era justamente el resultado que esperaba, sólo que pensaba ser él quien dijera las palabras. No tan repentinamente. Quería suavizar el golpe. De todos modos, no pudo evitar preguntarle: “¿Por qué?”

Ella suspiró, colocó la servilleta debajo de la mesa junto con sus puños cerrados y le respondió. “Porque deseo cosas que tú no me puedes dar”.

“¿Qué cosas?”

“Cosas”, murmuró Lucy para evadir la pregunta.

“Me estás dejando”, dijo Mitch. Ya no quedaba nada por perder siendo franco. Al diablo con la señorita Buenos Modales. “Creo que al menos me debes una explicación. ¿Qué cosas, Lucy?”

Ella miró furtivamente por el restaurante para comprobar que nadie estuviera lo suficientemente cerca como para oír. No había nadie, pero se inclinó hacia adelante y bajó la voz sólo para estar segura. “Ya estuve casada, ¿sabes?”

No era lo que Mitch esperaba escuchar pero en realidad ya lo sabía. No era un secreto. De todos modos, tampoco era algo extraño. La gente se divorcia.

Se encogió de hombros. “¿Y?”

“Y mi ex pareja era como tú. Muy conservador. No me aceptaba y…” los ojos de Lucy comenzaron a llenarse de lágrimas y Mitch sintió deseos de encontrar a su ex para pegarle un puñete en la boca por hacerla llorar.

“Y no me deseaba”, continuó Lucy. “Yo no lo excitaba. No le interesaba. Yo no era lo que él quería. No era suficiente para él. Y me divorcié porque no podía vivir con eso, y ahora estoy saliendo contigo y es como volver a vivir todo de nuevo”.

Lucy se sentó más derecha y se le movieron los senos debajo de la tela de gasa de un modo que Mitch apreció profundamente. “No me merezco estar con alguien que no me desea físicamente, Mitch. Estoy hablando del deseo. Yo tengo necesidades”.

Mitch podía entender que ella tuviera sus propias necesidades. Él tenía necesidades de las que era demasiado consciente cuando ella estaba cerca, pero ella estaba acelerada en ese momento. Parece que desde hacía algún tiempo las palabras se le venían acumulando y ahora salían en cantidades, cada vez más rápido.

“No quiero una relación platónica”, decía Lucy. “No quiero perder mi tiempo con un tipo trajeado y conservador que no me besa por miedo a arrugarse la ropa. Quiero un hombre que se deje arrugar la ropa. O mejor aún, lo quiero desnudo. Quiero sexo. Quiero un hombre capaz de irrumpir en mi habitación en medio de la noche porque se muere por poseerme. Quiero un pirata que me rapte y me arrastre a su barco con propósitos inmorales y que me haga elegir entre ser devorada por los tiburones o ser devorada por él”.

Él quedó paralizado por sus palabras, pero eso era bueno porque de lo contrario lo hubiera tentado la idea de darle exactamente lo que quería, allí mismo, arriba de la mesa, en medio del restaurante.

Podía voltearla, arrancarle las bragas, meterle la lengua y hacerla gritar que la soltara ante las miradas impresionadas de los demás comensales si eso era lo que quería, porque lo único que hasta el momento lo había tenido en jaque era el miedo de que Lucy no lo deseara del mismo modo en que él la deseaba a ella. Bueno, eso y el temor a represalias legales. Está bien, eso, el temor a las represalias legales, y un intenso deseo de no tirar abajo su carrera.

“Quiero ser deseada, Mitch, ¿puedes comprender eso? Quiero volver loco de pasión a un hombre. Quiero que me arrastre del pelo para cogerme hasta dejarme sin posibilidad de escapar, y que me lo haga tan bien que nunca intentaría irme. Y no te atrevas a reírte de mí”. Lucy se paró repentinamente y arrojó la servilleta. “No quiero volver a verte nunca más”.

Y como todavía estaba paralizado por sus palabras, por la imagen de sí mismo en el papel del pirata que la cautivaba, o tal vez en el del hombre de Neandertal que la arrastraba, ella se fue. Se fue antes de que el se recuperase lo suficiente como para salir del jaque y correr tras ella.

Bueno, demonios. Finalmente, había descubierto que la dulce e inocente Lucy deseaba las mismas cosas que él deseaba hacerle, y no estaba haciéndoselas para satisfacción mutua ahora mismo porque ella lo había dejado.

Sus instintos lo habían sabido desde siempre. Después de todo, sus locas fantasías con ella no habían sido tan alocadas. Daban en el blanco con respecto a cómo ganarla. Simplemente, había sido demasiado civilizado para seguir sus instintos y la había perdido. ¿Y ahora qué?

Mitch buscó su Mercedes y regresó a su oficina. Una retirada estratégica mientras consideraba sus opciones y planeaba su próximo movimiento parecía lo correcto.

¿Qué tan difícil sería para un principiante alquilar un barco?

De algo estaba seguro: ahora que sabía lo bien que las necesidades de Lucy cuadraban con las de él, de ninguna manera dejaría que se le escapara para satisfacerlas con otro hombre. Se le había escapado en el restaurante sólo porque lo había tomado por sorpresa. Iba a ser el único hombre en satisfacer todas las necesidades que tuviera, y lo haría tan a pleno que ella no volvería a pensar en dejarlo nunca más.

Claro que eso podría llegar a tomar algún tiempo. Estaba bastante enojada y bastante decidida a no darle una segunda oportunidad.

Mitch procuró no olvidarse de investigar los alquileres de embarcaciones a largo plazo.

Capítulo tres

Lucy pasó el resto del día como pudo, pero no logró olvidar el rostro paralizado de Mitch mientras le decía a gritos que necesitaba sexo, incluso oral, en el medio de un restaurante de categoría lleno de conservadores tipos trajeados, muchos de quienes probablemente eran sus clientes.

El modo en que la miró la hizo suspirar, avergonzada. Probablemente quedó como una loca. Una loca frustrada sexualmente, demasiado patética para conseguir un hombre, lo que motivaba sus secretas esperanzas de que tan sólo apareciera uno y tomara lo que aparentemente nadie deseaba.

Tal vez si se teñía el cabello de rubio dorado se vería menos inocente. Tal vez si se mudaba a un estacionamiento de remolques y quemaba todos los vestidos de la abuela, y usaba jeans de tiro corto de calce en las caderas, y dejaba de usar sostén, posiblemente no se parecería tanto a una chica buena y se parecería más a alguien para pasar un buen momento.

Probablemente no. Probablemente, sólo parecería una tonta vestida con un disfraz que no le quedaba bien. Exactamente eso.

No era del tipo de chica que usaba jean ajustado de tiro corto. Era de las que usaban vestido floreado. Los hombres probablemente la miraban y se la imaginaban horneando masitas. No se la imaginaban desnudándose y abriéndose de piernas sobre la mesada de la cocina para ofrecerse como un bocadito. Aparentemente, como mujer, sólo podía inspirar fantasías al estilo Betty Crocker, donde lo único que se calentaba era el horno.

Probablemente, había sido bueno que Mitch nunca la besara. Se hubiera arrojado sobre él y se hubieran avergonzado ambos cuando ella le rogara que la posea. Probablemente él lo sabía y por eso nunca la había motivado.

Podía ser áspero y distante. Podía ser frío y austero. Pero Lucy sabía que Mitch nunca había querido herir sus sentimientos y que la escena del restaurante, probablemente, lo había alterado. No tanto por haberlos liberado a ambos de una situación cada vez más incómoda, sino porque, en primer lugar, él no había querido disgustarla como para provocar una escena.

Honestamente, le hubiera gustado ser más prudente. Las cosas simplemente se le fueron de las manos. Había empezado a decirle cómo se sentía y los sentimientos se tradujeron cada vez en más palabras, hasta que se escapó del restaurante y el rostro paralizado de Mitch quedó como la única respuesta posible para dar.

Bueno, tal vez no lo había hecho con elegancia, pero definitivamente lo había hecho. Se había terminado. Al menos eso había quedado bien claro. “No quiero verte nunca más” sonaba bastante más drástico de lo que se podía esperar de su relación platónica, pero cumplía con su cometido.

Adiós, Mitch. Hola, año nuevo y hombre nuevo.

Ya tenía todo lo que necesitaba para lanzar un hechizo de amor en su casa. Había estudiado el libro de las sombras minuciosamente. Se trataba de un hechizo muy simple, casi tan simple como un hito de piedras apiladas. Era imposible fallar. Ni siquiera ella podía arruinarlo. Lo haría esa misma noche. Y nada fallaría esta vez.

Con la decisión firme, Lucy se esforzó al máximo para concentrarse en su negocio y sus clientes hasta la hora del cierre.

El Dragón de Cristal era un lugar mágico, y no sólo por los artículos que vendía. Atravesar la puerta la hacía sentirse bien. Era su lugar, el lugar que había hecho propio y que usaba para armar su propia vida. Había elegido todo, desde la pintura de las paredes hasta los artículos del escaparate y el diseño artístico del cartel del negocio.

Vendía el surtido típico de sahumerios y aceites esenciales, pero tenía buenos filtros de aire y ventilación para que los aromas incompatibles no se tornaran insoportables. Su negocio tenía un aroma atractivo y exótico; no era como una explosión de una fábrica de pachulí.

Frente a las ventanas colgaban cristales que resplandecían con la luz del sol. Una selección de discos compactos apoyada en un estante invitaba a los curiosos a llevarse a sus hogares sonidos de la naturaleza o música suave para generar un ambiente tranquilo. Algunos de esos discos se escuchaban suavemente por los parlantes de cada esquina de la tienda.

Estantes de libros de autoayuda, magia, tarot y una variedad de temas relacionados brindaban consejos prácticos para cualquiera que se interesara en explorarse y explorar el campo de las posibilidades espirituales. Si un hombre deseaba aprender a hacer algo para hallar su camino hacia la iluminación, podía encontrar lo que necesitaba en el negocio de Lucy.

A Lucy le gustaba ofrecer a las personas un modo de ayudarse, de cualquier forma que les atrajera. Había encontrado ayuda para ella misma durante la agonía de su matrimonio y eso la había salvado emocionalmente. También se había salvado económicamente cuando abrió El Dragón de Cristal el día que obtuvo el divorcio.

Y ahora la magia la iba a ayudar a salvarse de repetir los errores del pasado penando por un hombre que no la deseaba, muriendo por dentro todos los días porque sabía que ella no estaba a la altura de él.

Iba a conseguir al hombre correcto, uno para quien ella fuera la mujer correcta. Él la desearía tal como era. Y le demostraría cuánto la deseaba y lo perfecta que era para él.

A las seis, Lucy giró el cartel de la puerta para que indicara “Cerrado”, saludó a su asistente, cerró con llave el negocio y caminó las pocas cuadras que la separaban de su cabaña de North End.

Le gustaba vivir en el histórico North End de Boise. Hyde Park era una ubicación ideal para un negocio, y el vecindario atraía a una mezcla de artistas, profesores, familias, gente que originalmente había comprado las viejas casas y que las había renovado cuando no podía darse el lujo de vivir en otro lado. Ahora esas casas eran bienes raíces de primer nivel. La mezcla ecléctica de arquitectura era un atractivo tan grande como la prosperidad del distrito comercial.

Además, era un vecindario muy anticuado donde la gente se conocía entre sí. Una rareza en cualquier ciudad grande.

Lucy no se encontró con ningún vecino en su camino a casa y eso fue bueno. No estaba de ánimo para conversar. Quería estar tranquila a fin de mentalizarse para desarrollar el hechizo. Quería mirar los árboles y los crisantemos tardíamente florecidos y las calabazas en los porches. Quería sentir el suelo bajo sus pies porque eso le daba la sensación de estar conectada con algo más grande que ella misma.

Cuando llegó a su propio porche de entrada, la envolvió una sensación de tranquilidad. Recogió la correspondencia pero no la miró, dejándola a un lado para más tarde. Puso su cena en el microondas y comió lentamente, permitiéndose sentir el transcurso de ese momento.

Luego llegó la hora de comenzar.

Tomó una bolsita de tela de colores brillantes que contenía hierbas, colocó una vela rosa al lado de un candelabro de cristal, y encendió un sahumerio de jazmín. Mientras el sahumerio despedía volutas de humo perfumado, cerró los ojos y visualizó un círculo protector alrededor de sí misma y de la mesita tendida para servir de altar.

Desenrolló un pergamino y escribió, deteniéndose a menudo para enroscarse un mechón de cabello alrededor del dedo, mientras pensaba; luego volvía a anotar otra frase o tachaba y volvía a escribir.

El sahumerio se había reducido a una colilla humeante cuando, finalmente satisfecha con la lista, dejó a un lado el pergamino y sacó un frasco de aceite de rosas. Se cubrió un dedo con aceite, trazó una línea por la vela y la consagró. Abrió la bolsita, vertió verbena e hizo rodar la vela sobre las hierbas. Luego colocó la vela en el candelabro, la encendió y suavemente salmodió el conjuro.

“Luna del amor de intenso brillo, ayúdame esta noche con mi hechizo. Guía a mi verdadero amor hacia mí, como yo mando, así sea”.

Lucy miró dentro de la llama de la vela y visualizó al hombre que encarnaría todas las cualidades escritas concienzudamente en el pergamino. El hombre que sería su alma gemela, su caballero de refulgente armadura, su pirata, su amante apasionado y lleno de adoración. Pronunció las palabras que lo llamaban hacia ella tres veces y así terminó el rito.

En la tercera repetición, una ráfaga de viento de una ventana abierta hizo que la vela parpadeara y su imagen mental tembló, pasando de la fantasía del pirata de sus sueños eróticos a la imagen del reprimido con traje Armani de sus pesadillas.

En lugar de un héroe lujurioso destinado a arrastrarla para siempre a la felicidad y la profunda satisfacción, vio a cierto abogado emocional y sexualmente reprimido, acartonado, distante y austero, con el rostro paralizado y de traje.

Lucy maldijo, apagó la vela y desparramó las hierbas en el altar con mano impaciente.

“Gracias por nada”, murmuró en lugar de la tradicional plegaria de agradecimiento.

Había estado tan segura de que esta vez nada podía salir mal. Era una bruja lamentable. No podía llevar a cabo ni el hechizo más sencillo.

¿Era un hombre que la quería demasiado como para pedírselo? ¿Por qué había visto a Mitch, un hombre que sabía bien que la encontraba totalmente resistible?

Ya basta de hechizos de amor. Tal vez debería intentar con un servicio de citas.

Frustrada y derrotada, Lucy fue de la sala a su habitación, se arrancó la ropa y la dejó tirada en el piso, subió a la cama y tiró de las mantas para taparse la cabeza. Estaba más que lista para que ese día terminara.

Y finalmente se durmió.

Capítulo cuatro

La firme mano masculina que le tapó la boca sacó a Lucy bruscamente de su sueño irregular y la despertó en medio de una pesadilla.

Le latía fuertemente el corazón mientras miraba a los ojos del extraño, su cara estaba oculta tras una máscara oscura que sólo dejaba a la vista la boca y el mentón. El resto de él desaparecía en las sombras y Lucy se dio cuenta que debía estar vestido de negro.

¿Cómo había entrado? Alejó los ojos de él y los dirigió a la ventana abierta que había olvidado cerrar. Soltó un gemido sordo por su propia estupidez.

Hizo un esfuerzo para mirarlo directamente otra vez, para encontrarse con esos ojos que brillaban a la luz de la luna. Levantó la mano a fin de quitarse la mano que le tapaba la boca para poder hablar. “No quieres hacer esto”, dijo. Mantén la frialdad. Mantén el control. Mantén la firmeza. “No podrás revertir todo el karma negativo de esta vida”.

“Ah, pero yo sí”, respondió acercándose hasta que la máscara le tocó la nariz. “Yo deseo hacer esto”.

Y luego cerró su boca dura sobre la de ella. Lucy estaba paralizada entre el impacto y una sensación fastidiosa de que algo no estaba del todo bien, faltaba una pieza del rompecabezas en su confusión de recién levantada.

Esa voz. Ella la conocía. Ese día la había escuchado más temprano.

Era la voz de Mitch. Mitch Davis, el doctor Correcto. Un hombre más capaz de pasarle la sal que de insinuársele. Un hombre tan mesurado y prudente que no sería sorprendido por vestirse como un ladrón e irrumpir en la habitación de una mujer en el medio de la noche para violarla.

Pero entonces, tal vez Mitch había ocultado cosas. Además, Mitch jamás la había besado antes. Ahora sin duda la estaba besando. Ávidamente. Urgentemente. Como alguien que está a dieta y sucumbe a la fuerza de una negación prolongada y va con un fervor decidido en busca de un brownie prohibido con doble dulce.

Se soltó de la boca el tiempo suficiente como para decir jadeando: “¿Mitch?“

Con las muñecas de ella inmovilizadas por sus manos fuertes, él le volvió a capturar los labios con un beso vehemente. “Cállate”, gruñó contra sus labios mientras se desprendían con asombro. “Sólo cállate y bésame”.

Imposibilitada y misteriosamente no dispuesta a hacer otra cosa, Lucy dejó a un lado todas las razones por las que él era el hombre incorrecto para ella y lo besó.

Luego de lo que pareció una eternidad, la boca de Mitch se alejó de la suya, y él la levantó de las muñecas. La sábana y el cobertor se deslizaron hacia abajo y la dejaron casi desnuda frente a él. Se había ido a dormir en bragas y sólo las mantas ocultaban la parte inferior de su cuerpo.

Pero él no parecía interesado en ver sólo hasta allí. Sacó un papel con una mano débil y una lapicera con la otra, maldijo en voz baja, buscó un libro para colocar debajo del papel como apoyo y encendió la luz que estaba al lado de la cama para que ella pudiera ver lo que estaba impreso.

“Firma esto. Apúrate”.

Lucy miró tontamente su rostro enmascarado, sin comprender.

“Es una exención”, explicó abruptamente Mitch. “Cruzaré contigo las fronteras estatales y eso es secuestro a menos que me des permiso. Si no, sería un caso de rapto y privación ilegítima de la libertad. Dame permiso, Lucy. Firma la maldita exención”.

“¿Mitch?” Lucy volvió a decir. ¿Por qué estaba haciendo eso?

“Tus tetas son magníficas. Te las quiero chupar. Firma la exención, Lucy, no quiero terminar en prisión por lo que te voy a hacer”.

“¿Qué me vas a hacer?”

“De todo”. Dejando momentáneamente de lado el papel y la lapicera, Mitch la empujó sobre el colchón, corrió las mantas para ver el resto de su cuerpo y se le subió encima. Frotó su pene erecto entre las piernas abiertas de Lucy para demostrarle muy gráficamente a qué se refería al decir “todo”.

“Te voy a robar. Soy un pirata y tú eres una doncella. Te vi, te deseé, y ahora te voy a llevar a mi barco donde me entregarás tu cuerpo”.

Mitch presionó fuertemente sosteniendo sus caderas, empujando su pene duro por su clítoris, y eso sólo era suficiente para hacerla acabar esa noche como una candela romana, aunque él todavía estaba completamente vestido y ella aún tenía puesta la ropa interior. Lucy jadeaba por la sensación.

“Te voy a coger hasta volarte la cabeza”, dijo con voz alterada, montado sobre ella. “Voy a poner la boca entre tus piernas y te voy a chupar el clítoris hasta que me ruegues que me detenga. Voy a poseerte de todos los modos que quiero y nadie va a escucharte gritar porque estaremos solos. Te voy a clavar la pija cuando se me dé la gana y tú me dejarás, ¿no, Lucy?”

Lucy se había quedado sin palabras. Sólo un poco más de placer, un poco más fuerte… Allí, oh, justo allí. Ella jadeaba, gemía y luego gritó cuando él la hizo acabar sin siquiera entrar.

Mitch la hizo girar, la sentó y tomó nuevamente la lapicera y el papel con el apoyo abajo. “Firma, maldición, firma la exención antes de que esto me mate. No puedo esperar, Lucy. Tengo que poseerte”.

¿Mitch la deseaba? ¿Mitch tenía que poseerla? ¿Qué era eso de las fronteras estatales y un barco?

Lucy ni siquiera miró el papel. En ese estado mental, de ninguna manera podría concentrarse lo suficiente como para leerlo o comprender las palabras.

Lo importante estaba perfectamente claro.

Mitch quería jugar al pirata con ella. Y, siendo abogado, quería asegurarse de que cualquier cosa que hiciera fuera legal y consensuada, sin lugar para la ambigüedad o los malentendidos. Probablemente no podía evitarlo.

Y, en realidad, no le importaba. No era precisamente poco romántico de su parte irrumpir en su habitación y darle un orgasmo, y decirle que quería robársela para hacer de las suyas con ella. Lo hicieron una y otra vez. Hasta tuvieron sexo oral. Había estado atento en el almuerzo.

Lucy tembló al final del orgasmo más increíble que había tenido en su vida. Estaba claro que eso sólo era un preludio de todo lo que Mitch le pensaba hacer. Si quería más, iba a tener que firmar.

Ella quería más.

Y firmó el papel.

Mitch tomó la exención, la dobló, y se la guardó en el bolsillo del pantalón. Luego tomó a Lucy y quitó la sábana de la cama. La envolvió en ella para dejarla sin más vestimenta que la sábana y la ropa interior, la cargó al hombro como si fuera un bombero y se dirigió a la puerta de entrada.

“¿Dónde está la llave, Lucy? Voy a cerrar con llave”.

“En la mesa. Al lado de la puerta”, logró contestar Lucy.

Mitch encontró el llavero, abrió la puerta, salieron y cerró con llave del otro lado.

Se la estaba robando un pirata.

Lucy trataba de pensar sólo en eso, pero no podía. Su fantasía se estaba haciendo realidad con el candidato que menos se hubiera imaginado.

Mitch Davis se la estaba llevando en medio de la noche para hacerle cosas como practicarle sexo oral y penetrarla también. Cientos de penetraciones, si le había entendido bien.

La noche terminaba siendo mucho mejor de lo que se imaginaba. Si hubiera sabido lo que ocurriría, habría terminado la relación mucho antes.

Y eso le recordó, de repente, que se suponía que se había terminado.

“Mitch”, le dijo colgando como un rollo de alfombra, “nosotros nos separamos”.

“Es cierto”, le respondió. “La vieja relación, que consistía en citas en lugares públicos seguros donde nunca te puse una mano encima, se terminó. Tú la terminaste, Lucy, y me alegra que lo hayas hecho. Respeto tu decisión de dejar de salir conmigo. Esto es completamente diferente. No te llevo a una cita, y te voy a tocar toda. Hasta adentro”.

Mitch inclinó su costado derecho, la dejó brevemente de pie mientras abría la puerta del auto y la puso en el asiento del acompañante. Dio la vuelta y en tiempo récord subió al asiento del conductor.

“¿Eres miembro del mile high club ?”, preguntó mientras encendía el motor.

“¿Qué es eso?”, preguntó Lucy.

“Ya lo verás. Justo antes de que ganes tus alas”, respondió Mitch. Se quitó la máscara de la cabeza y la arrojó al asiento trasero. Luego buscó en la guantera y sacó una venda. Se la ató a Lucy en la cabeza para cubrirle los ojos. “Casi olvido esta parte”.

Envuelta en su sábana como una momia, Lucy no podía mover ni los brazos ni las piernas. La venda la envolvía en la oscuridad. Estaba ciega e indefensa, y había firmado una exención que no había leído y que le daba permiso a Mitch para quién sabe qué.

No tenía la menor idea de dónde la llevaba, qué pasaba a su alrededor, ni quién más podría verla así atada y prácticamente desnuda.

Era increíblemente excitante.

Independientemente de lo que Mitch hubiera planeado, Lucy esperaba llegar a algún lugar donde él pudiera comenzar a pasarle las manos por fuera y por dentro muy pronto.

Ser robada por un pirata la hacía humedecerse. Sus bragas estaban húmedas y adheridas, el clítoris le palpitaba y la sábana le rozaba los pezones de un modo muy sugestivo.

Lucy se recostó en el asiento. “Date prisa”, lo apuró.

Mitch obedeció.

Capítulo cinco

El auto se detuvo y Mitch sacó a Lucy del auto y volvió a cargarla sobre el hombro casi antes de que el motor se terminara de apagar. La sorprendió, no esperaba eso del señor Lento. Tal vez se había tomado su tiempo para decidirse, pero cuando finalmente se decidió por esta jugada Mitch no dio un solo paso atrás.

Bien. Sus necesidades exigían un hombre de acción.

Si ahora se arrepentía, o peor aún, demoraba los planes que tenía para ella, Lucy lo mataría. O lo demandaría. Tal vez la exención tenía algunas declaraciones legales que le otorgaban derechos conyugales o algo que pudiera usar en su contra si la hacía esperar más. Procuró no olvidar averiguarlo. Más tarde.

Mitch pasó por una superficie de asfalto y subió algunos escalones. Luego la bajó de su hombro y la volvió a sentar. Después la aseguró al asiento.

“Quiero que sepas”, le dijo respirando en su oreja mientras abrochaba la hebilla, “que en el momento en que esto esté en el aire, este cinturón de seguridad se quitará y lo mismo ocurrirá con el resto”.

“¿Estamos en un avión?”, preguntó Lucy. Trató de concentrarse en algo más fácil de aceptar que la idea de que todo se quitara. Aunque todo al descubierto significaba todo lo accesible. Pero… ¿Habría alguien más mirando aparte de Mitch? ¿O haciendo alguna otra cosa?

“Es un avión privado”, respondió Mitch acariciando su cuerpo envuelto en la sábana. “Muy privado”.

Lucy consideró que su definición de privado necesitaba aclaración. “Mitch, ¿es sólo para nosotros, o pensabas convertirme en el centro de una orgía?”

“Ahora es una idea. Eres muy creativa, nunca pensé en una orgía. Hubieras sido una pieza central muy fogosa. Pero esta orgía es sólo para dos. Si deseas que haya otra persona mirando mientras te hago acabar, es una cosa; pero nadie más va a penetrarte, Lucy. Nadie más va a ponerte las manos ni la boca encima. Solamente yo”.

Sus manos grandes, fuertes y fornidas se cerraron sobre sus senos, y los apretó. “Son míos, Lucy. Acostúmbrate”.

Luego la soltó para abrocharse el cinturón de seguridad a su lado. Un momento más tarde, Lucy sintió los motores que se encendían, el avión que comenzaba a moverse y la sensación casi imperceptible del despegue a medida que levantaba vuelo.

Y luego, como lo había prometido, la hebilla y todo lo demás se quitó.

Escuchó que la hebilla de Mitch se soltaba, y oyó el susurro de la ropa al desvestirse. Su hebilla fue soltada y su cuerpo envuelto en una sábana fue depositado en el suave piso alfombrado del avión. Mitch la desenvolvió en dos movimientos rápidos. Luego, literalmente le arrancó las bragas.

“Te voy a enterrar la lengua en la concha, Lucy”, le dijo con voz áspera y procedió con lo que había dicho. Le metió la lengua en la vaina húmeda y ansiosa y Lucy gimió al sentirlo.

Aún con los ojos tapados, cada sensación parecía amplificarse. Su boca estaba tan caliente, tan inquieta, tan hambrienta. Se prendió al clítoris y lo chupó. La dejó separarse cuando ofreció resistencia y le volvió a meter la lengua adentro, salió para estimular el clítoris con la lengua, y volvió a chupar con intensidad nuevamente.

Lucy lo tomó del pelo por si se le ocurría salir antes de que ella acabara y levantó las caderas para llegar a su boca. “Mitch. Sí. Así. ¡No pares, no pares!”, decía jadeando.

La devoraba lamiendo y chupando y moviendo la boca sobre ella, y llegó al clímax casi inesperadamente. Gritó y gimió, y no le importó si el piloto podía oírla.

Cuando todavía se convulsionaba, Mitch deslizó su boca por su vientre hasta llegar a los senos y luego se acomodó arriba de ella. La penetró con un embate fuerte y rápido que disparó otro orgasmo.

La cogió con vehemencia y Lucy acabó una y otra vez hasta que él finalmente también acabó y colapsó sobre ella, aún profundamente metido adentro suyo.

“Ya estás iniciada en el mile high club”, le dijo Mitch y empujó sus caderas contra ella otra vez. “Eso fue muy rápido. La próxima vez te voy a coger más despacio. Esto es sólo el comienzo, Lucy. Te voy a coger hasta que no te puedas escapar y lo voy a hacer tan bien que no vas a querer escapar nunca”.

Como respuesta ella emitió un murmullo de satisfacción anticipada y recorrió con las manos los hombros anchos, la espalda y el trasero de Mitch. Le encantaba sentir ese cuerpo bajo sus manos, ese peso encima de ella, ese pene en su interior y la sensación líquida de su orgasmo. De puro puta quería que él entrara una y otra vez y le lanzara su líquido caliente adentro.

Él se retiró y se deslizó por su cuerpo para poner la boca en sus pezones, primero en uno y después en el otro, lamiendo y chupándolos. Los masajeaba y apretaba con las manos a los dos, y su boca no paraba de moverse hacia adelante y hacia atrás. Masajeaba con los dedos el pezón que no tenía en la boca, y Lucy no sabía qué le gustaba más.

“Me encantan tus tetas”, murmuró Mitch contra su piel. “Podría pasar horas con tus tetas solamente. Pero todavía no. Todavía no le di lo suficiente a tu concha”.

Deslizó las manos por las costillas y el vientre de Lucy, y metió los dedos en su interior. “Estás tan húmeda, Lucy, tan húmeda. Voy a meterte los dedos y te vas a mover como si cabalgaras”.

Primero sintió dos dedos y después tres, que se deslizaban en su interior estirándola y llenándola. Con el pulgar le masajeaba el clítoris.

“Disfruta de mis dedos mientras yo te chupo las tetas”, le indicó.

Cerró la boca sobre un pezón de nuevo y chupó fuertemente. La conjunción de las sensaciones de la mano de Mitch dentro de ella y su boca en el pezón momentáneamente separó sus músculos de su mente.

Las cosas que él hacía y decía, el erotismo de sus palabras, el placer puramente físico del contacto cuando Lucy lo deseaba con todas sus ganas, el saber que era él quien le estaba dando todo lo que necesitaba la dejaron relajada e incapaz de llevar a cabo cualquier acción deliberada. Tenía la mente demasiado llena de Mitch como para concentrarse ni siquiera en las instrucciones más simples.

Por reflejo levantó la pelvis para alcanzar la presión del pulgar en el clítoris. El movimiento reflejo ayudó a devolverla a algo parecido al control de su propio cuerpo. Lucy balanceó las caderas contra los dedos de Mitch, encontró su ritmo y acabó explosivamente.

Cuando recuperó la voz, dijo jadeando: “¿El piloto puede oírnos?”

“¿Te molesta?” Mitch deslizó su mano fuera de ella y se movió subiéndole encima hasta que su pene erecto comenzó a abrirse paso hacia su interior. “Si te dijera que puede vernos y escucharnos, ¿querrías que me detuviera?”

Deslizó sólo la cabeza del pene en su interior, luego la sacó, sólo para darle la punta de nuevo, estimulando el conducto y negándose a ir más lejos.

Para adelante y para atrás, apenas adentro, apenas afuera, hasta que Lucy deseó que entrara del todo, profundamente, y lo deseó allí con urgencia.

“¿Te molesta, Lucy?” “¿Quieres que deje de cogerte?”

La punta de la verga empujó hacia adentro y ella se quejó levemente mientras levantaba la cadera en un intento vano por tener más de él.

“¿O deseas tanto tener mi pija adentro que no te importa quién nos ve?” Mitch empujó suavemente hacia ella, tan suavemente, y la fue llenando hasta que estuvo completamente dentro de ella. “Respóndeme, Lucy. ¿Te importa quién nos ve cogiendo? ¿Te importa si el piloto ve tu concha húmeda atrapando a mi verga?”

“No me importa”, dijo Lucy jadeando. “Cógeme, Mitch, necesito que me cojas”.

Lo hizo tan lentamente al principio que ella pensó que moriría con cada caricia. “Más rápido”, lo apuró.

“Tú no decides lo rápido o lento que será”, le respondió. “Lo único que tienes que hacer es separar las piernas cuando yo quiero”.

Ahora sus piernas estaban bien abiertas para que él se acomodara. También rodeaban la cintura de él con suficiente fuerza como para amenazar la circulación de sus extremidades inferiores.

“Por favor”.

“Eso es, ruégamelo”.

“Por favor, quiero que sea más fuerte, más rápido, ahora. ¡Por favor!”

“¿Quieres que te la dé fuerte y rápido, y no te importa quién mira mientras lo hago?”

“Sí. No. ¡Mitch!”

Le dio lo que necesitaba, entró en ella con un alarido salvaje de satisfacción y la hizo gritar cuando acabó junto con él.

Después, Mitch la volvió a envolver en la sábana como si fuera una toga para que los brazos le quedaran libres. Se vistió y volvió a su asiento con ella acurrucada entre sus brazos. Le tocó los pezones como si nunca se saciara de ellos, y la abrazó mientras le acariciaba los senos a través de la fina barrera de la tela.

“Nadie podía ver ni oír nada, si aún te lo preguntas”, le dijo. “Quiero que sepas que puedo llegar a montar un espectáculo si eso te calienta, pero aunque la fantasía pueda ser excitante, en realidad no podría hacerlo. La verdad es que no puedo soportar la idea de que otro vea lo que es mío. Y tú eres mía, Lucy”.

Suya. El pensamiento calentó a Lucy de la cabeza a los pies y la envolvió en un halo de satisfacción emocional afín a su estado físico. Había saciado su cuerpo completamente. Y ahora su pirata iba a darle el afecto y la cercanía que necesitaba tanto como la prueba de su deseo.

Perfecto.

Era perfecto para ella, y ella era perfecta para él, y, después de todo, el hechizo había funcionado perfectamente bien.

Oh. El hechizo.

Todo el calor encendido en Lucy la abandonó instantáneamente.

Mitch no la amaba.

Ni siquiera hechizado lo había dicho.

En realidad no la deseaba. Él había tenido suficiente tiempo como para darle señales de que la deseaba, y no podría haber malinterpretado cada señal que le había dado para seguir adelante y avanzar sobre ella, pero nunca lo había hecho. Hasta que lo manipuló con la magia.

Fue un error. Nunca debería haber hecho eso. No tenía la intención, pero lanzó un hechizo sobre Mitch. Y tenía que deshacerlo, antes de que hiciera cualquier cosa de la que fuera a arrepentirse.

“¿Lucy?”

Mitch debió haber sentido el cambio en su cuerpo y sabía que algo estaba mal. Oyó la preocupación en su voz y sintió deseos de llorar. Ella no se lo merecía.

“Amor”. Le besó la comisura de la boca. “Ahora no te pongas nerviosa por mí. No te voy a encadenar en un calabozo ni te voy a hacer nada que no quieras que te haga. Sólo estoy trabajando con la lista de necesidades que me diste. Aunque agregué la fantasía exhibicionista como algo extra porque parecía que te gustaba. A mí definitivamente me estaba gustando pero si quieres que me detenga, lo haré”.

“Quiero que te detengas”, dijo Lucy, triste, pero deseando todo lo contrario. “Lo siento, Mitch. Esto fue un error”.

“Un error”. Mitch se quedó paralizado por un minuto y luego le quitó la venda para poder mirarla directamente a los ojos con la luz tenue de la cabina.

“¿De qué demonios estás hablando, Lucy? Recién te hice acabar tantas veces que perdí la cuenta. Cuando me envolvías con tus piernas por la cintura no pensabas que era un error. El mal sexo es un error. Cuando descubres que el tipo está casado cometes un error. Un hombre que puedes elegir, sin compromisos, y que te hace acabar a los gritos no es un error, Lucy”.

Estaba furioso. Y tenía todo el derecho a estarlo, pensó con una sensación de vacío en la boca del estómago. “Lo lamento”, le dijo ella otra vez, sabiendo lo inapropiado que era.

“Lo lamentas”. La miró fijamente con la cara paralizada de nuevo. “Entonces estuve condenadamente bien cuando te hice ponerlo por escrito, ¿no? Hubiera sido un puto error de mi parte, simplemente confiar en que me habías dicho la verdad acerca de lo que deseabas y que no me ibas a denunciar por rapto después de que te lo diera. Al menos de esta forma lo único que pierdo es el depósito que pagué por el barco. No pierdo ni mi trabajo ni mi reputación”.

No había nada de ayuda que pudiera decir. Miró fijo hacia su falda y se retorció las manos, y trató de no pensar en lo que había perdido.

Nunca lo había tenido, se recordó.

No era real.

Pero eso no impedía que se le cayeran lágrimas por las mejillas en silencio.

“Maldita seas, no llores”.

A ella se le escapó un sollozo.

“Lucy”. Dijo su nombre con un suspiro entrecortado y la abrazó fuertemente. “En este momento realmente quisiera ahorcarte, pero no soporto verte llorar. Tampoco voy a dejar que te vayas así. El avión está por aterrizar. Te llevaré a tu casa, pero antes, te voy a llevar al maldito barco y te voy a tener allí hasta que me expliques por qué esto es un error”.

Le volvió a atar la venda, agregó una mordaza después de pensarlo cuidadosamente, y cuando el avión aterrizó se la volvió a llevar.

Capítulo seis

El balanceo del barco era relajante. Lucy estaba agradecida por eso. Relajarse podía servirle.

Mitch no le había vuelto a dirigir la palabra. Después de subirla al barco, la había dejado en la cama de la cabina y se había ido, presuntamente para alejarse del muelle a fin de poder ahorcarla y deshacerse de su cuerpo sin testigos.

Cuando regresó, ella dejó que le quitara la venda y la mordaza y la desenvolviera de la sábana sin ninguna resistencia. Si la quería matar, realmente no podía culparlo. Pero se aferraba a la idea de que Mitch era demasiado mesurado como para llegar a perder los estribos de esa forma.

Era incómodo estar desnuda delante suyo y saber que no la deseaba. Movió las manos para taparse, aunque era un poco tarde para hacerse la recatada.

“Baja las manos, Lucy. Si ésta es la última vez que te veré desnuda, voy a mirarte hasta el hartazgo”.

“No deseas verme desnuda”, murmuró.

“¿Estás loca? Soy un hombre y tú eres una mujer de tetas grandes. Sólo por eso desearía verte desnuda”.

Ella parpadeó. “Eso es ridículo. Nunca antes habías deseado verme desnuda”.

“Claro que deseaba verte desnuda. Sólo que nunca me animé. No podía estar seguro de que mantendría el control y no cometería un delito”. Mitch frotó una mano contra su mandíbula, contemplándola. “Vuelve a sentarte sobre la cama”.

Lucy obedeció. Él se sentó a su lado y la tomó de la mano. “Quiero saber qué está pasando. Y no trates de decirme que no te resulto atractivo o que no te satisfice sexualmente. Si dices una necedad por el estilo, me forzarás a demostrarte de nuevo que somos absolutamente compatibles en lo sexual”.

“Eres muy atractivo”, le aseguró. “Y me satisfaces sexualmente”. Tan así era que pasaría el resto de su vida sabiendo con precisión lo que se estaba perdiendo.

“Entonces explícame por qué me estás dejando por segunda vez en menos de veinticuatro horas. La primera vez me dijiste que era porque yo no te satisfacía sexualmente. La segunda vez me dices que es porque justamente te chupé toda, te la puse y te cogí mientras tenías orgasmos múltiples. ¿Qué quieres de mí, Lucy? Sólo dímelo y te lo daré”.

“No puedes dármelo”, suspiró Lucy.

“¡Las pelotas no puedo!” Su voz vibrante mostraba determinación. “Soy el hombre que necesitas. El único para ti. Y tú eres la mujer que necesito”.

“No”, dijo ella. “Sólo piensas eso ahora porque hice algo terrible”.

Mitch suspiró. “Así que ése es el problema. El sexo no es algo terrible, Lucy. No está mal desear tener sexo. No está mal disfrutar del sexo. Tampoco está mal que fantasees conmigo y juguemos al pirata o a tener una audiencia. No debes avergonzarte por el hecho de ser una mujer normal con necesidades naturales y sanas”.

“Yo no me avergüenzo”.

“Bueno, ¿entonces qué?” La miró exasperado.

Lucy respiró profundamente y confesó. “Te hechicé”.

“Claro que sí”, acordó Mitch. “Estoy bajo tu hechizo y me encantaría estar bajo tu cuerpo desnudo cuando te toque el turno de ir arriba. ¿Podemos llegar a esa parte pronto?”

“No, Mitch, lo que quiero decir es que lancé un hechizo sobre ti. No fue mi intención, fue un accidente. Pero es por eso que actúas de este modo. Todo esto es culpa mía. Lo siento. Lo desharé”.

“Lucy. Me estás volviendo realmente loco. ¿Ésa es tu objeción? ¿Que no estoy aquí contigo por voluntad propia?”

Ella asintió con la cabeza.

“Está bien. Pongamos por caso que en realidad yo estoy hechizado por algo que no sean tus fantásticas tetas, que de paso te digo que me gustaría tocar de nuevo. ¿Cuándo lanzaste este supuesto hechizo?”

“Anoche. Después de cerrar el negocio y volver a casa. Y luego te disfrazaste de ladrón y te metiste en mi casa”.

“¿Y esa es tu evidencia de que estoy bajo algún hechizo?”

Lucy volvió a asentir.

“¿Te olvidas del almuerzo? Déjame refrescarte la memoria. En el almuerzo me dejaste porque tenías necesidades que yo no estaba satisfaciendo. Me dijiste con ciertos detalles en qué consistían esas necesidades. Y luego saliste corriendo. En ese momento volví a mi oficina y pasé el resto del día organizando este fin de semana para poder satisfacerte”.

Él empujó la espalda de Lucy sobre la cama y se acercó a ella. “Tengo pruebas, Lucy. Puedes comprobar la fecha y el horario en el lugar donde alquilé el barco. Lo hice alrededor de las dos. Varias horas antes del supuesto hechizo. ¿Ahora puedo volver a tocarte las tetas?”

“Sí”, dijo débilmente Lucy.

¿Mitch la había deseado siempre? ¿El hechizo no tenía nada que ver con eso?

Le cerró las manos sobre los senos y con los pulgares le acarició en círculos ociosos los pezones. “¿Ya no me vas a dejar más, Lucy? No creo que pueda aguantar una tercera vez”.

Ella se pasó la lengua nerviosamente por los labios. “Mitch, espera, hay algo más”.

Él profirió insultos en voz alta y con violencia. “¿Qué?” le rugió, masajeándole aún los senos con las manos.

Ella bajó el tono de voz, pero necesitaba saberlo. “¿Me amas?”

“Si te amo”. La miró con incredulidad. “Te debo haber cogido hasta volarte la cabeza, Lucy, porque parece que no te quedó ni una neurona. ¿Piensas que voy a hacer todo esto sólo para acostarme con alguien?”

Ella se encogió de hombros, pero no podía ocultar la vulnerabilidad que reflejaban sus ojos. “Nunca lo dijiste”.

“Ese fue mi error”. Mitch se separó de ella y se arrodilló en el piso al lado de la cama. “Te amo, Lucy. No sólo porque cumples todas las fantasías sexuales que he tenido en la vida. Te amo por lo que eres por dentro, el modo en que te preocupas por todos. Me siento bien con sólo mirarte, con sólo estar contigo. Te deseo a ti y eso es para siempre. Quiero casarme contigo. Por favor, di que sí. Pero antes de que lo hagas, debes saber que si cambias de idea y decides dejarme otra vez, puedo demandarte por incumplimiento de contrato”.

Lucy sintió que una sonrisa lentamente le transformaba la cara. “¿Incumplimiento de contrato?”

“No quiero correr más riesgos. No quiero perderte, Lucy. Di que sí”.

“Sí”.

“Gracias a Dios”. Él se puso de pie y comenzó a quitarse la ropa de nuevo. “Ahora acuéstate y abre las piernas. Este contrato se está por consumar”.

Una vez desnudo, se arrodilló entre sus piernas abiertas y le pasó las manos sobre el pubis en una caricia íntima. “Dime que me amas”.

“Te amo, Mitch”.

“Dime que me deseas a mí y a nadie más que a mí”.

“Te deseo. Sólo a ti”.

“Dime que deseas tener mi pija otra vez”.

“Deseo tener tu pija otra vez”.

Le metió el dedo adentro, lo sacó, lo frotó sobre su clítoris, y volvió a meterle el dedo adentro, acariciándola mientras ella jadeaba y se estremecía. “¿La deseas ahora, Lucy?”

“Sí”. Dijo con un gemido bajo. Su verga estaba definitivamente lista para ella, gruesa y congestionada. Ella se le acercó y acarició todo el largo del pene con las dos manos.

“¿Sabes qué es la magia, Lucy?” Mitch fue bajando sobre ella y se enterró en ella hasta el fondo, sin dejarla contestar más que con gemidos ininteligibles. “Es esto”.

Y procedió a demostrar su punto de vista.

Cuando finalmente Mitch fundamentó su caso, Lucy se recuperó lo suficiente como para preguntar: “¿Y al final, dónde estamos?”

“En Washington. Puget Sound”, respondió Mitch. La agarró de costado y jugueteó con su cabello, retorciendo suavemente un mechón de rizos. “No sabía si un barco en un lago cumpliría con los requisitos de una fantasía con un pirata, y pensé que tal vez te gustaría navegar alrededor de alguna de las islas”.

Lucy se rió. “¿Vestida con una sábana?”

“Podrías imponer una nueva tendencia en la moda. Pero no, hay ropa para ti en el armario. Conozco tu talle y lo planifiqué de antemano”.

Cuando hablaban, él le pasaba las manos por todo el cuerpo acariciándola como si no pudiera creer que realmente estaba allí y que era suya para tenerla y tocarla.

Lucy no lo podía creer.

“¿Tenemos este barco para el fin de semana?”

“Así es”.

“No vamos a chocar contra una piedra ni nada, ¿no?”

“No. Estamos seguros. Lo suficientemente lejos del puerto deportivo como para que puedas gritar en tus orgasmos sin molestar a los demás navegantes”.

“Bien pensado”. Lucy sonrió y se acurrucó más cerca de él. Luego se le cruzó un pensamiento y se sentó derecha. “Mitch, realmente lo hice bien”.

“Te lo diré”. En su voz se percibía la satisfacción.

“No, quiero decir el hechizo. Realmente hice algo bien. Magia de verdad. Tú realmente eres mi verdadero amor y es por eso que te vi al final. Pensé que no estabas interesado en mí y por eso creí que había fallado otra vez”.

Se dio cuenta de que había visto la verdad en la llama de la vela. De que ella ya tenía lo que estaba pidiendo. Todo lo que necesitaba hacer era reconocerlo.

“No tengo idea de qué estás hablando, Lucy, pero si crees que no estoy interesado en ti, te demostraré que estás equivocada”. Mitch hizo una pausa y luego agregó: “En casi media hora cumpliré treinta y ocho años, no dieciocho”.

“No tienes que demostrar nada ahora ”. Ella se dejó caer a su lado y lo besó como había deseado hacerlo durante meses. Le llevó mucho tiempo.

Y entonces agradeció en silencio por no haberlo dejado ante su altar.

Nunca estaría segura, pero creyó sentir una leve señal de respuesta, una pincelada de felicidad.

Tal vez era la magia. Tal vez era simplemente amor. Tal vez magia y amor eran sinónimos.

Fin