Hazme tu puta
¿Dominación, sado, voyeurismo? No sé muy bien dónde encuadrar esta historia. Se trata de un relato antiguo ya publicado en otros sitios y que recupero aquí ahora que no tengo mucho tiempo para escribir nuevas historias. Espero que os guste tanto como a sus protagonistas.
Nunca debió pronunciar aquellas tres palabras. Lo sabe ella y lo sé yo. El resto de la gente la puede ver cansada, demacrada incluso, pero feliz, y nunca adivinarían que le estoy dando la mala vida que una noche de placentero sexo ella me pidió al susurrar entre gemidos a mi oído “hazme tu puta” .
- ¿Lo pasamos bien anoche, eh? - le pregunté a la mañana siguiente. Su respuesta fue un ronroneo. Sonreí, tenía la actitud. – Me pediste una cosa… ¿estás segura de que es lo que quieres? - volví a preguntarle. Ella se puso seria y me miró: - Si, es lo que deseo - dijo, y allí mismo, tirados en el suelo de la cocina volvimos a follar.
Por aquel entonces ella ya estaba totalmente enamorada, redundantemente entregada a mí, y aunque creía conocerme, no podía imaginar la perversidad que se escondía en los recovecos más recónditos de mi mente. Los juegos, los retos, las fronteras físicas nunca antes traspasadas en su cuerpo, el exhibicionismo, el cuero, las pinzas y las fustas, el intercambio y hasta cederla a cambio de dinero haciendo literal su petición… Habíamos seguidos todos y cada uno de los pasos de un camino sin retorno posible y en el que el final no se acertaba a divisar.
Hasta aquella fría noche de invierno. Subió al coche y dócilmente se dejó vendar los ojos. Bajo su largo abrigo de piel, su cuerpo desnudo, unas medias negras y sus botas altas. Sabía lo que le aguardaba aunque la velada fuera improvisada hasta para mí. Otras veces sus amantes la esperaban impacientes, los reservados estaban alquilados y las otras mujeres, previamente pagadas. Esta vez no. Esta vez circulamos a baja velocidad por las carreteras de la ciudad. Sólo tenía que encontrar el lugar, el resto lo conseguiría el cuerpo de Julia. Giramos sin prisa por unas calles desiertas en las que el agua que brotaba de los camiones de la limpieza se convertía, por lugares, en finas capas de hielo. Por fin lo encontré. Después de vueltas y más vueltas di con el lugar que mi imaginación había soñado. Solté su cinturón de seguridad, comprobé que sus ojos seguían convenientemente tapados y entonces le pregunté:
- Cariño, ¿confías en mí? -.
- Si, ya sabes que siempre lo he hecho - respondió tranquila, plena de seguridad. Bien, entonces puedo proceder. Deslicé su abrigo y descubrí sus hombros desnudos. Bajé la guantera, agarré sus manos, las llevé a la espalda y las até con unas bridas que llevaban mucho tiempo esperando en el coche y volví a cubrir su desnudez con el abrigo. Acto seguido apagué el motor. Frente a nosotros un puente bajo la autovía, una pared llena de grafitis, una pequeña hoguera y dos bultos tendidos en el suelo. La intensidad de los faros hizo incorporarse a una de esas sombras. El brazo cruzado sobre los ojos, protegiéndose de la luz que lo acababa de despertar, miraba el coche. Cuando me vio salir, poco más que una silueta en la oscuridad, corrió a zarandear al otro cuerpo que dormía a su lado buscando auxilio. Rodeé el coche por su parte delantera, mi sombra se proyectó en la pared. Llegué al puesto de copiloto y abrí la puerta. Julia movió sus piernas y yo le ayudé a salir. Mi brazo la sujetó en los dos pasos que dio sobre el piso irregular. Luego yo me detuve y ella me imitó. Los dos bultos se habían puesto en pie, y ante mis ojos era reconocible la silueta de dos hombres. Cansados, envejecidos, sucios, dos hombres de edad indeterminada y cuerpos vulgares. Dos hombres derrotados por la vida que pasaban sus días entre cartones, ropa ajada y mal olor. Eso era exactamente lo que quería para Julia.
Retiré el abrigo y el cuerpo de mi mujer se les ofreció desnudo. Atónitos miraban su piel blanca, su cuerpo escultural, sus facciones suaves, su pubis imberbe, sus medias de primera marca… Yo miraba su reacción mientras me alejaba con el abrigo de Julia hacia el coche. Con un gesto de la mano les indiqué que era toda suya. Durante unos segundos la noche pareció transformarse en una partida de ajedrez en la que hasta el movimiento más sencillo hay que estudiarlo con detenimiento. Yo les miraba, y ellos me devolvían una mirada llena de sorpresa. Mientras, Julia aguardaba erguida y tranquila a medio camino como la pieza que era en aquella partida. Como dos ratones escarmentados por las descargas de la vida, dudaban si debían acercarse a degustar el trozo de queso que se les ofrecía. Un pausado gesto afirmativo por mi parte les terminó de convencer de que la vida por fin les recompensaba.
Se acercaron todavía temerosos, quizás de las manos ocultas de Julia. Por eso antes de tocarla la rodearon y no vieron más que su espalda desnuda y pecosa, su trasero perfecto y unas manos atadas e indefensas. Sólo entonces se decidieron a clavar sus garras en el cuerpo de mi esposa. Ella gimió y una sensación de satisfacción acudió a mi mente. Ellos, una vez convencidos, no se andaban con rodeos: sus cuatro manos apretaban ya su pecho, su vientre. Uno, más diligente, llevó directamente la mano a la entrepierna de Julia; ella se quejó, y él apretó con más fuerza. Su boca, su cuello, todo su torso y hasta sus muslos, no hubo centímetro cuadrado de la blanca piel de mi puta que ellos no recorrieran. Sin embargo, ni descubrieron sus ojos ni desataron sus manos; la querían frágil y sumisa, como yo por otra parte.
Sus manos atrayendo el cuerpo de Julia provocaron un traspié y que ella cayera al suelo. Ellos se abalanzaron como dos fieras sobre su presa. Uno, el más joven, seguía tocando, el otro trataba de liberarse de su pantalón. Yo, lejos de auxiliarla, me senté sobre el capó todavía caliente de nuestro vehículo de alta gama. Mientras el segundo de los hombres trataba cómicamente de sacarse los pantalones que se le habían enganchado en los zapatos, el más diligente ya rozaba con su sexo la piel de mi esposa. Giró su cuello, y una masa informe se restregó sobre el cuidado cutis de Julia. Yo me acomodé y con dos dedos bajé lento la cremallera de mi pantalón. El otro hombre, cuando por fin se liberó de sus ropas, y viendo que se le habían adelantado, se contentó con pasear sus manos por la carnosa realidad en la que se habían transformado aquella madrugada sus mejores sueños. Contemplando la escena, viendo cumplido una vez más el deseo de Julia, la excitación me iba ganando. Aunque uno acertara rara vez en sus embestidas con la boca de mi esposa, aunque el otro no concentrara sus esfuerzos en alguno de los múltiples puntos sensibles de su anatomía… No importaban los medios para cumplir el fin último.
Tal vez se quería vengar de la sociedad sobre el inocente cuerpo de Julia, tal vez sólo quería provocarle dolor, pero el más decidido de los dos, cuando se cansó de atacar su boca, fue directo a su ano. Tendido de costado a su espalda, sus piernas patearon las de mi esposa hasta que ella adoptó la posición que él buscaba. Entonces presionó. Sus ojos casi saliéndosele de las órbitas y su risa escandalosa me indicaron que ya estaba dentro. Julia no gritó. Para ella hace mucho que el dolor físico es una barrera superada y aceptada, aunque tampoco hubiera podido hacerlo, y es que el segundo hombre, arrodillado junto a su cara le ofrecía su muslo como almohada mientras guiando su cabeza la obligaba a mamar. Una de sus manos sobre el rostro de Julia terminó por hacer caer la satinada banda negra que velaba la mirada de mi puta. Sé perfectamente lo que sintió al ver en primer plano ese vientre flácido, ese cuerpo sucio y cansado, esa mirada aviesa y esa sonrisa incompleta. Me miró y sus ojos adquirieron un brillo especial al comprobar que me masturbaba deliciosamente lento contemplándola entregada a aquellos dos mendigos.
La delicadeza no era el fuerte de aquellos dos hombres. Sus manos agarraban el cuerpo de Julia como quien agarra un palo. Quizás debía ser así. Un pequeño reguero de sangre nacía del codo de mi esposa, sus medias estaban rotas y sus botas manchadas de barro, mientras ellos, cada uno en su parcela, se movían ávidamente, tratando de aprovechar el tiempo antes de que la vida se les volviera calabaza. Julia, paciente, les dejaba hacer y ellos, envalentonados, seguían penetrándola. Su boca, su trasero, todo su cuerpo era presa de la codicia de aquellos dos sin techo. El que, por su barba cana aparentaba más edad, el que más decidido parecía, se montó sobre las caderas de mi esposa, obligándola a rodar sobre el suelo hasta quedar boca abajo. Hizo una breve pausa, como si quisiera comprobar que seguía hundido en el culo de Julia, y volvió a moverse. Sus gestos impulsivos, la tensión de sus músculos, sus gruñidos casi animales… todo hacía indicar que le era imposible contener el final. Segundos después el cuerpo de Julia se agitaba bajo su peso, y la sonora carcajada de aquel hombre me hizo entender que su semen manchaba ya el ano de mi esposa.
Detuve mi paja y me acerqué. Pasé a su lado cuando la respiración del primero era todavía fatigada y el otro buscaba de nuevo la boca de Julia. Llegué hasta el rincón junto a la pared donde dormitaban ellos cuando llegamos. La suciedad y el olor a orín eran insoportables. Entre cartones gastados, briks de vino peleón y trastos viejos, vi un colchón. Húmedo y raído, lo arrastré hasta ponerlo frente a los faros, siempre encendidos, de nuestro coche. Lo que siguiera lo quería ver mejor iluminado. De vuelta en mi improvisada butaca, les hice ver que continuaran allí. Ellos arrastraron a Julia con los mismos pocos miramientos que yo había tenido con su cama. Cayó boca arriba, aunque sus brazos siempre atados le impedían apoyar la espalda con comodidad. De inmediato los dos hombres se dispusieron a continuar con su inesperado banquete. Sus manos forzaban a abrirse unas piernas que ella no pensaba cerrar. En ese momento empezaron a discutir: ninguno quería ceder el turno. Se gritaron algo en un idioma extranjero, Julia los miraba entre temerosa e impaciente, y yo permanecía alerta por si su pelea anulaba nuestros planes. Al final se impuso el más mayor, aunque acababa de correrse en el culo de mi esposa, quería follársela de nuevo. Se colocó entre sus piernas y empujó. Una, dos, varias veces, hasta que comprobó que le era imposible una nueva erección. Entonces el otro aprovechó su momento. Con un empujón lo quitó de en medio, haciéndole caer sobre la pierna de Julia primero, y después sobre la tierra. Julia se quejó, él, volvió a reír a carcajadas. Después se alejó hacia sus cartones, donde se tumbó con un envase de vino en la mano dispuesto a contemplar la escena.
Quien sabe, quizás fuese más joven, pero su cuerpo castigado aparentaba algo más de cuarenta. Miró a Julia y se agachó sobre ella. Las sombras se proyectaban sobre el gris cemento de la pared. Palpó sus pechos, su mano recorrió el vientre de mi esposa, luego levantó sus caderas y se tumbó sobre Julia. Cuando él comenzó a moverse, yo volví a masturbarme. Suave, sin prisas, con apenas un par de dedos, mis manos protegidas del frío con un par de guantes negros, se movían arriba y abajo contemplando como a apenas un par de metros Julia se entregaba al segundo de sus machos de ocasión. Trajeado, sentado sobre el capó de un deportivo oscuro, con únicamente los cojones y la polla erecta asomando por la apertura de la cremallera, lucía como el perfecto sádico que pretendía. Al otro lado de las pequeñas llamas de la hoguera que les calentaba la noche, el mayor de los mendigos, me miraba, y moviendo la cabeza en gesto de negación, quizás incapaz de comprenderme, volvía a beber de su vino. Entre nosotros, sobre ese colchón viejo y sucio Julia yacía bajo los impulsos del segundo de los hombres. En la oscuridad de la noche el detalle podía haberme pasado desapercibido, y observándolos, me preguntaba si aquel que se movía sobre el cuerpo de mi esposa, tenía un buen pene o sabía hacer bien el amor, pues hacía un rato ya que Julia rodeaba con sus piernas el cuerpo del hombre. Apostaría que si no tuviera las manos atadas lo abrazaría acariciando su pelo, jugando en sus orejas y clavándole las uñas en la espalda como hace conmigo cuando follando le arranco un orgasmo. Se movía pues lento, buscando sus pechos, abrazando su cuerpo, ahora que mis manos adquirían velocidad. Se erguía y volvía a caer, incansable, sobre el vientre de Julia, provocando un eco hueco que sólo de vez en cuando un coche despistado rompía circulando por la autovía ajeno a la cruda realidad del túnel. Viendo cómo mi puta se dejaba follar, mi mente se recreaba, y la sangre se concentraba en las cavidades de mi polla provocándome una erección total. Cuando los gemidos de Julia se agudizaron, yo aceleré también los movimientos de mi mano. Él subía y bajaba, hundiendo su pene en el coño de Julia, y mi mano bajaba y subía, acercándome más y más al fin. Sentí la dureza en mis testículos, y el semen dispuesto a salir, detuve mi paja y dejé que mi verga explotara en cuatro tiempos, dejando que el blanco de mi leche se convirtiera en un pastoso charco a mis pies. Mientras me corría contemplaba lo feliz que era Julia bajo su hombre.
No había reparado que, mientras recomponía mi figura tras la eyaculación, el hombre más mayor se había incorporado y caminaba desnudo con su envase de vino en la mano hacia Julia y el otro hombre, que seguían follando. Se detuvo frente a ellos, y mirándolos, comenzó a orinar. Julia gritó sobresaltada alejándose, el otro le gritó algo en su idioma, y el viejo reía mostrando su sonrisa sin dientes. Les habían interrumpido y eso lo iba a pagar Julia. Como si fuese otro hombre el que segundos atrás se la follaba tierna y pausadamente, el más joven agarró a mi esposa de los pelos, la arrodilló sobre las piedras, y situándose frente a ella la obligó a abrir la boca. Tan pronto como los labios de mi esposa se separaron, él coló su pene. Empujó la nuca de Julia hasta que ella tuvo una arcada, y repitió la acción tres o cuatro veces. Luego, colocó su polla junto a los labios de mi puta, y masturbándose como yo había hecho, se corrió abundantemente sobre el rostro, el pelo y el pecho de Julia. El otro tiró su vino, y con la polla flácida también busco la boca de Julia. La expresión de su cara cuando fui a dar por finalizada la noche, todavía tenía reflejada el amargor de la orina.
Abrí la puerta trasera. Julia se había tenido que apoyar en mí para caminar los pocos metros que nos separaban del coche. Rompí las ligaduras de sus muñecas y ella se tendió extenuada sobre la tapicería. Sus medias estaban rotas, su pelo sucio y despeinado, sangre reseca manchaba sus codos y rodillas, el semen todavía fresco estaba repartido un poco por todas partes de su cuerpo, y aún así la sabía feliz por haber cumplido mi fantasía y su fantasía.
- Señores, por las molestias, muchas gracias - dije volviendo a ellos y mientras arrojaba un billete mediano al colchón sucio y maloliente sobre el que se habían follado a Julia.- Pasen ustedes buena noche -. Cuando me di media vuelta, se peleaban por el dinero como antes se habían peleado por tirarse a mi puta.