¿Hay alguien que pueda amarme?
Es un cuento.
¿Hay alguien que pueda amarme?
“Alejandrito, tú eres la linterna con que más intensidad ilumina mi vida. Gracias por existir, y haber dormido varias veces respirando en mi pecho, mi ángel. Escribe, tu madre, la del gran guardapolvo blanco”.
“Alejandrito, tú fuiste el mayor motivo por el que quise volver a vivir de nuevo con intensidad. Me curaste completamente del desgano y la apatía que sufría desde hace tiempo a causa de la muerte de tu abuela. Antes de que te introdujeras en mi vida, no tenía ni ganas de levantarme del colchón, ahora quiero dar la vuelta al mundo, no en ochenta días sino en setenta y nueve días, o incluso menos. Escribe, tu abuelo el ferretero”.
“La vida es un gran cofre que encierra muchos tesoros. Tesoros que son pequeños, pero tesoros al fin”.Escribe, Alejandrito. 12 años.
Como bien se dijo se dijo en una ocasión, Alejandro César Biondini, o Alejandrito como lo describe Mamani en su novela haciendo referencia a su etapa de la niñez, fue encontrado, vivo, bien vivito, dentro de una bolsa de basura, una bolsa negra de noventa por ciento veinte centímetros, atada con doble nudo. Nació una madrugada en la misma fecha en que se produjo el tercer y anteúltimo levantamiento militar carapintada contra un gobierno constitucional, cuyo líder de tal alzamiento fue un tal Mohamed Alí Seineldín, en este caso contra el gobierno constitucional de Raúl Alfonsín. Otra vez. El primero de diciembre de 1988.
Desvalido e inerme. Desamparado completamente. Desprotegido y desarmado en todos sus frentes. Alejandrito estaba destinado a ser un nuevo huérfano de cariño, con poquísimas expectativas de sobrevivir para tener una larga y disfrutable vida. Era un intruso que vino a este complicado mundo sin haber recibido ningún tipo de invitación. Imposibilitado e impotente para defenderse. Absolutamente débil de conciencia propia. Abandonado a la suerte en su peor sentido. Víctima de un acto de indescriptible crueldad.
Sin ropa, sin nombre ni apellido, sin historia, sin sustentos y sin identidad.
No se extravió, sino que lo extraviaron de todo amor, alejándolo bien lejos. El sólo hecho de existir le quitó, para quienes lo concibieron, el derecho esencial de ser parte de un hogar. Para ellos, este pequeño ser humano de cuerpo blando y gelatinoso, merecía morir y no existir más. Mejor si era rápido.
“ Era sólo un pibito ”, decían hasta algunos de los hombres más rudos, de esos que tenían las venas hinchadas y vivían fanfarroneando de ser los más duros, sumamente conmovidos cuando leyeron, escucharon o vieron de la noticia en los medios de comunicación. “ Era solamente una cosa chiquita ”, decían indignadas hasta las mujeres con el carácter más seco y podrido al enterarse también del triste hecho.
Alejandrito fue parido no en un hospital sino en un asentamiento informal por “excelencia”. Una casa improvisada de chapas oxidadas sujetadas con baldosas, bloques de cemento, rocas y neumáticos agujereados, de cartones, autopartes, cortinas de baño y maderas de aglomerado. Que siempre se inundaba en los días de lluvia y tormenta, y que podía llegar a ser más húmedo y sofocante que los días más húmedos y sofocantes del verano. Lo que en términos sociológicos se llamaría una chabola.
Los seres que lo engendraron se horrorizaron al primer minuto en que lo vieron, sobre todo el desperdicio de sangre, huesos y hombría. Un vago execrable y delincuente de poca monta de anestesiada inteligencia. “ ¡¿Con quién carajo me estuviste engañando, puta?! ¡¿Eh?! ¡¿Con quién mierda me estuviste cagando, conchuda de mierda?! ¿Eh? ¿Qué es esta mierdita? Decime, ¿qué es esto? ”. Creyó que era el hijo biológico de otro hombre, pero era suyo, bien suyo muy lamentablemente.
Fue éste quien cortó el cortó el cordón umbilical, con una tijera de tamaño infantil, y se lo llevó bien tapadito para descartarlo por ahí, aprovechando que afuera era un desierto de gente. La hembra quien lo dio a luz recientemente –una idiota cuyos únicos talentos reconocibles eran todos de carácter vulgar– no hizo esfuerzos para intentar retenerlo. Su voluntad para hacerlo era mucho más débil que la poca fuerza de su cuerpo delgado de piernas y brazos de alambre. “ ¡No lo quiero! ¡Sácamelo de encima! ¡Sácamelo! ”, gritaba con el rostro enrojecido. Eran casi las cinco de la mañana.
Alejandrito fue descartado por éste estúpido energúmeno en un canasto de hierro para basura, a una cuadra y media de donde solían juntarse unas prostitutas, en su mayoría travestis y transexuales, ofreciendo sus servicios. Faltaba poco para que amaneciera y ya se estaban yendo. La primera persona que lo escuchó, lo encontró, y rompió al ver movimientos la bolsa en la que estaba metido, fue una de ellas, de origen dominicano, y cuyo pseudónimo era “ Gisela la Pantera Negra ”. Lo hizo creyendo que se trataba de un gato recién nacido, sin todavía uñas para poder romper la bolsa, ya que el llanto del niño se asemejaba a los maullidos de un felino. No sería la primera vez, pensó dentro de sí.
Pobre mujer, la sorpresa que se llevó. La sorpresa de su vida, para la amante de los animales. Su grito de espanto se escuchó en toda la manzana donde estaba el canasto, alertando a las demás prostitutas y a los clientes potenciales que estaban cerca. “ ¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío que estás en los cielos! ¡Ayuda! ¡Ayuda, chicas! ¡Hay un bebé! ¡Hay un niño en una bolsa! ¡Chicas! ”.
Ensangrentado y cubierto de mugre, uno de los automovilistas que estaban presentes, un plomero que conducía un viejo Siam Di Tella 1500, se ofreció llevarlo al Hospital Inter-zonal de Mar del Plata. En realidad no fue el único que se ofreció, pero era el que mejor estaba manejando sus emociones, ya que todos los testigos allí se impactaron, se asustaron y algunos se pusieron muy nerviosos al ver lo que estaban viendo. Mientras otros todavía intentaban asimilarlo, preguntándose si lo que veían era real o sólo se trataba de una pesadilla.
“ ¡La re putísima madre que lo re mil parió! ¡Por Dios! ¡Pero qué hijos de re mil puta, che! ¡Qué hijos de la gran puta! ¡¿Cómo van a ser esto?! ”, estaba gritando indignadísimo uno de ellos, agarrándose y rascándose la cabeza.
“ ¡Dale, dale! ¡Traigan al gurí que yo lo llevo! ¡Lo llevo yo! ¡Vamos, muchachas! ¡Vamos! ”, lanzó el plomero abriendo la puerta del acompañante de su vehículo.
A Alejandrito lo envolvieron con un pequeño saco verde y amarillo, los que supuestamente serían los colores de la esperanza y la felicidad, y se lo llevaron. Se lo llevaron a toda prisa y a toda máquina al centro de salud, pasándose varios semáforos en rojo y constantemente tocando la bocina para que los dejen pasar. Lanzando insultos por la ventanilla delantera izquierda, de paso también. “ ¡Dale hermano, deja pasar! ”. El Siam Di Tella 1500 iba acompañado de unos Renault 4, 6, 12 y un IKA-Renault Torino.
“ Por favor, te pido Dios (o Jesús, o Yahveh, o Alá), que con ayuda de la fuerza de tu voluntad, le des sentido a mis esperanzas de que ese niño vivirá, deseando con cada una de mis entrañas, que lo cuide una familia que sepa hacerlo feliz” , con esas palabras rezaban algunas de las señoras más religiosas y supersticiosas, tanto de los barrios bajos como de los barrios de clase media, que estaban pendientes y al tanto de lo que decían los periodistas sobre el hecho.
Pero el verdadero mérito de que Alejandrito estuviera hoy vivo se debió a la fuerza de voluntad de otros. No sólo de aquella transexual de República Dominicana, o del plomero con problemas de convivencia en su matrimonio, o del electricista adicto al sexo, el gasista curioso, el carpintero primerizo y el mecánico con problemas de masculinidad, que iban con sus autos alrededor de este reparador de tuberías armando tan justificado alboroto. Sino también del personal de salud, entre ellas una joven pediatra recién recibida, una tal Cecilia Ingrid Hagelin, que estuvo toda la noche haciendo guardia en el hospital donde atendieron al niño.
Ninguno de ellos era perfecto. Ninguno de ellos era divino. Ninguno de ellos era inmortal. Ninguno de ellos era omnipotente. Ninguno de ellos era omnibenevolente. Ninguno de ellos era omnisciente. Ninguno de ellos era eterno. Todos tenían sus respectivos problemas de lejana solución, a causa de la vida que les tocó o eligieron.
Un “final feliz” con sabor agridulce, además de ser un ejemplo de lo injusta pero también maravillosa y conmovedora que puede ser la existencia humana. Alejandrito nunca tuvo la dicha de conocer a ninguno de ellos personalmente, salvo a quien terminaría siendo su verdadera, única, devota y simbólicamente eterna madre. Para colmo, la determinación, la valentía, y el más auténtico coraje, de aquellos desconocidos trabajadores informales, se contrarrestaron de manera inflexible, con el miedo y el terror descomunal que les agarró respecto a la posibilidad de que sus respectivas parejas, o incluso todas las mujeres de sus respectivas familias, se enterasen de que éstos “ se iban de putas ” en total secreto durante las madrugadas. Y aunque se morían de ganas de contar lo que hicieron, se lo guardaron dentro de sus interiores mentales como llaves de caja fuerte de banco. Para siempre.
Cuando el rorro llegó a la vida del hombre quien terminaría convirtiéndose oficialmente en su abuelo en cuestión de un año, no podría haberlo hecho en el mejor momento. El ferretero era uno más de esos ancianos solitarios, que esperaban con infantil y patética impaciencia, morirse. Dejar de respirar de una vez por todas. Con el menor dolor posible, eso sí, pero morirse al fin. Apenas comía, y de hecho sólo lo hacía una vez al día, y casi siempre era lo mismo: encurtido. Siendo alguien que durante la mayor parte de su vida fue de tener un peso corporal relativamente excesivo, por primera vez se lo veía delgado. Demasiado delgado, macilento y casi demacrado. Su histórico negocio estaba por ir a la bancarrota, ya que ni siquiera se molestaba en abrirlo. Hace meses que no pagaba el alquiler del lugar, ni le importaba. “ Papá. Papi, por favor, levántate, tienes que ir a trabajar ”, le decía su hija Cecilia. “ ¡Déjame solo! ”, le contestaba de mala manera éste.
“ ¡No me muero más! ¡¿Cuándo me voy a morir?! ¡No quiero vivir más! Ya estoy podrido de vivir ”, solía decir con frecuencia, terminando muchas veces la última palabra con un sollozo. El fallecimiento de quien fue su compañera de vida por más de treinta años fue un factor determinante. Pero además de eso, la relación que tenía con su único hermano, un ex represor y torturador durante la última tiranía militar argentina, estaba muerta. “ Yo no tengo ningún hermano ”, decía el ferretero cuando le preguntaban por él. “¡Que no sé de quién estás hablando te digo! ”, llegaba a decir alterado a quienes insistían.
Ni siquiera se puso feliz cuando su única hija se convirtió en la primera mujer con título universitario de su familia. A Cecilia, obviamente, todo eso la mortificaba, a veces hasta haciéndola llorar, sola o delante de él. La mayoría de las veces delante de él. Era una imagen que chocaba frontalmente con la imagen que normalmente daba en su trabajo, que era la de una profesional joven con un temple extraordinario, de un valor y una sangre fría más que necesarios dentro del contexto en donde se movía, incluso hasta en las urgencias médicas infantiles más espantosas.
Al hospital en donde habían salvado a Alejandrito, después de haberle suministrando una batería de antibióticos, y que por fortuna para él y para todos los que se preocuparon por su estado, había nacido a término pesando tres kilogramos, venían las más diversas personas del partido de General Pueyrredón, y de los partidos limítrofes de Balcarce, General Alvarado y Mar Chiquita a traerle regalos al niño, ya cuando la noticia había trascendido largas fronteras, aunque no con tanta cobertura como los acontecimientos relacionados con los carapintadas.
Entre ellos, había camioneros y transportistas de autobuses de larga distancia, albañiles y carniceros, soldados y militares, bomberos y policías, socorristas y patovicas, boxeadores y fisicoculturistas. Hombres, muchos de ellos, de presencia y apariencia, de voz y paso intimidante, que llegaban solos o con sus respectivas familias cargando bolsas con regalos para bebé, algunos con los ojos y la garganta empapados de emoción y de indignación. Pero Alejandrito, ya no estaba allí, la Justicia había determinado que debía ser mandado automáticamente al sistema de adopción una vez que fuera dado de alta.
Un día Cecilia, en su desesperación por el estado anímico de su padre, que vivía con ella, lo que hizo fue pedir hablar con el entonces director del hospital, quien la atendió muy amablemente. Éste le explicó que todo estaba en manos del Poder Judicial en relación a la situación legal de Alejandrito, y que fue enviado a un hogar de niños. Ya lo había decidido, y no tardó mucho en pensárselo, ni siquiera lo meditó, tenía en sus planes a corto o largo plazo adoptarlo. Al principio no quería aparentarlo y menos admitirlo, pero se había involucrado emocionalmente al crío y a su caso, mucho más de lo permitido de acuerdo a los protocolos de su profesión.
Una vez que averiguó el paradero de Alejandrito, ésta hizo una llamada por teléfono buscando reunirse con un ex novio suyo, uno cuya relación sentimental había terminado no por cuestiones románticas sino ideológicas, de nombre Omar Narosky Biondini, y de profesión escribano. Quiso hacer una especie de arreglo con él, ofreciéndole dinero de sus ahorros y un préstamo que tenía pensado pedir, para que se casara por civil con ella durante un tiempo todavía indeterminado, convencida de que eso ayudaría a agilizar los papeles de adopción del niño.
Omar al principio se negó, la propuesta le había ofendido mucho. Primero porque no le hacía falta ningún dinero y no era alguien codicioso, a pesar de los escepticismos de algún que otro antisemita que tuvo trato con él, pero que al fin y al cabo nadie lo conocía bien. Y segundo porque le pareció un insulto a su inteligencia y a sus valores religiosos que le pidiera un favor de esa naturaleza, considerando que su visión sobre la institución del matrimonio tenía componentes casi todos llenos de misticismo. “ ¡Estás chiflada! ”, le dijo. “ No Omar. Estoy desesperada, que es otra cosa muy distinta ”, le contestó ésta. Pero a la semana después accedió, el pobre tipo todavía no había superado del todo su frustrado amorío y seguía sintiendo fuertes sentimientos por ella, y eso también hay que unirlo a su renovada esperanza de arreglar todas las cosas con “ la sueca ”.
Omar era un cuarentón cuya infancia transcurrió casi sin traumas, y cuya juventud, a diferencia de buena parte de sus contemporáneos, fue sobria y sin ninguna inclinación hacia los vicios, incluso que hasta hoy en su vejez, sigue sin saber lo que es fumarse un cigarrillo, beber un vaso de cerveza o ir a un local bailable. Sus mayores placeres eran, por ejemplo un domingo, comerse un plato de adafina mientras se emocionaba escuchando unas composiciones del japonés Joe Hisaishi de fondo. Un lunes, su mayor placer era comerse unas porciones de pan babka mientras escuchaba las distintas versiones de los tangos “Patotero sentimental”, “El choclo” y “La cumparsita” de fondo. Un martes, era el turno de unos faláfel, escuchando al alemán Johann Sebastian Bach de fondo. Los miércoles, le tocaba a unos knishes, mientras bailaba improvisadamente escuchando al ruso Dmitri Shostakóvich de fondo. Los jueves, solía comerse una tosta de bagel escuchando al argentino Astor Piazzolla de fondo. Los viernes, solía llenarse el estómago con unas bolas de matza, escuchando al italiano Ludovico Einaudi de fondo. Y los sábados, se saturaba el cuerpo con pastrami, escuchando al también japonés Ryuichi Sakamoto de fondo.
Era un adicto al trabajo que nunca se casó ni formalizó pareja o tuvo hijos. Ni estaba en sus planes, hasta que una vez le agarró la crisis de la mediana edad y empezó a desesperarse, poco después de haber fallecido su padre, también escribano. “ Necesito una mujer, ya ”, solía repetirse mentalmente hasta que conoció a la entonces estudiante de medicina, y esa declaración interna se convirtió en otra que decía: “ La necesito a ella, ya ”.
Y Cecilia, era en ese entonces de familia corta. Muy corta. No tenía abuelos, ni madre, ni hermanos, ni tíos salvo “ el innombrable ”. Aunque tenía unos primos a los que no le dirigía la palabra y menos un saludo, a pesar de las pocas calles de distancia que había entre sus respectivos hogares. La causa de ello era, también, la extensa asimetría de diferencias ideológicas respecto a la política latinoamericana. “ La política divide y deshumaniza a las personas ”, reflexionaba ella dentro sí, y era principalmente por eso que esta mujer, de fino cabello corto que llegaba hasta sus hombros, despreciaba la política con tanto ahínco como se podían despreciar las armas de destrucción masiva y el racismo científico.
El día en que Alejandrito entró por primera vez a la vivienda de Cecilia y de su padre, a ese chalet típico del barrio “La Perla” de dos plantas, con su frente de piedra de cuarzoarenita, abundante en esa zona; con su porche y su chimenea que eran sólo decorativas; con su tejado español a dos aguas, sus revoques blanqueados texturados y su número excesivo de ambientes y subdivisiones; al ferretero, después de tanto pero tanto tiempo, se le había iluminado la mirada. Asombrado y casi tan conmovido como lo llegó a estar en su momento Gisela la Pantera Negra.
“ Hola, hola amiguito ”, fue lo primero que le dijo al crío, acercando su mano a la mejilla del rorro, que estaba durmiendo en los brazos de su hija. Él no sabía nada de la sorpresa, monumental sorpresa, que tenía preparada. Pero el viejo, ¡por Dios!, el pobre viejo, por fin se cansó de ser otra y previsible ruina humana. Casi sin darse cuenta y con el correr de las semanas, empezó a sentir deseos de quitarse de un arranque, esa inferioridad moral, que era la marca registrada de sus días desde que se despertaba hasta que se dormía. Deseos de dejar de ser otro actor principal del espectáculo más triste que puede protagonizar un ser humano.
De sacarse, uno por uno, los gusanos invisibles del derrotismo que le comía la mente y la salud, hasta dejar de ser otro deprimente miembro más de lo que se sería, el tiempo sin historia. Ese tiempo que transcurre, como siempre lo ha hecho, sin interrupciones, pero que al fin y al cabo no cuenta nada, y que es tan indiferente como una gran pared revocada sin pintar y sin azulejar. Que parece infinito, por no decir interminable, para quienes están allí dentro, respirando su aire viciado, porque así lo quisieron.
Y así como Atticus Finch amó a su hija Scout en “ Matar a un ruiseñor ”, o así como el Señor Sempere amó a su hijo Daniel en “ La sombra del viento ”, este hombre achacoso de personalidad frágil, vulnerable, y que se ocultaba detrás de un caparazón de hosquedad y agresividad, amó fervientemente a su nieto, hasta donde creyó que le sería posible sentir amor por otro habitante en el planeta. “ Quiero vivir hasta los ciento quince años ”, llegó a decirle una vez a quien terminó convirtiéndose, de un día para el otro en su yerno – Omarcito –.