Hasta mañana
Apasionado amante asentó su ardiente estaca en la puerta de mi ano y empujó -como solo él sabe hacerlo-. Mi puerta se abrió de par en par para recibirlo en toda su potencia. De un solo envión la mitad de la saeta se había incrustado en mi amoldada cueva, y allí venía, de nuevo, el empuje sostenido y su aparato se introducía entre mis carnes haciéndome sentir el valor de ser hembra de un solo totem.
Caminé lo más provocativa posible para que él viera la hembra que hay en mí.
Envuelta en velos, mi silueta se recortaba ante la luz de la luna. Una penumbra azulina invadía la habitación.
La seda de la entallada combinación modelaba mis formas austeras. Los vaivenes de mis ondulados movimientos se reflejaban en débiles rayos nocturnos en el reluciente género o, tal vez, brotaban de los poros de mi cuerpo cual danza de fuego.
Noche de amor, noche de entrega, noche de ensueño.
En la cama su cuerpo duro de varón tallado con cinceles que desafiaron el tiempo. Frágil ante mi mirada.
El no resistió la provocación de mis insinuaciones y de un salto tomó mi cintura apretando mi espalda contra su cuerpo. La tea ardiente de su sexo se confundió con mi fuego y envolví entre mis nalgas su tentadora espada. Sus manos presionaban mi cuerpo contra el suyo, acariciando senos y sexo mientras sus labios enardecían mi cuello.
Mi manos apretaron sus dedos como queriendo aprisionarlo en ese momento en que el sentir se vuelve absoluto. La reciedumbre de su estirpe se imponía a cada poro de mi piel y bebía su fortaleza de su tez morena.
Su calor en mi espalda, mi cabeza en su hombro, el inevitable gemido y el beso que selló mis labios, mientras la lengua de hombre macizo invadía mi boca, el fuego de su estaca hacía estragos entre mis nalgas.
Con un movimiento casi mágico y seguro me depositó en la cama dejando mi retaguardia a sus caprichos.
Sus manos duras de inviernos, sus húmedos labios e incipiente barba incendiaron mi tez con un fuego renovado.
Su mirada se detenía en mis formas y en los detalles de mi piel. Con besos mejorados por el tiempo y entre duras caricias, sus dedos curtidos fueron bajando desde el cuello. Crujió la prenda de seda y mi espalda quedó liberada a sus lisonjas. Su lengua arrancó olvidadas descargas al bajar por la columna hasta el naciente de mis nalgas y entretenerse en ellas como un niño.
De piel a piel es un lenguaje extraño. El no me llamaba, me llamaba su fuerza de hombre posesivo y yo me iba hacia atrás buscándole con mis nalgas.
Mis manos acariciaban la madera de su cuerpo, cada fibra de sus músculos cada detalle de su hombría.
Sus dedos grandes y ásperos invadieron mi canal y mis manos abrieron el camino ofreciéndole en llamas el anillo de sus sueños.
Apasionado amante asentó su ardiente estaca en la puerta de mi ano y empujó -como solo él sabe hacerlo-. Mi puerta se abrió de par en par para recibirlo en toda su potencia. De un solo envión la mitad de la saeta se había incrustado en mi amoldada cueva, y allí venía, de nuevo, el empuje sostenido y su aparato se introducía entre mis carnes haciéndome sentir el valor de ser hembra de un solo totem.
Cuando advertí sus pendejos incrustados en mis cachas y sus huevos chocando entre mis piernas, supe que el mastodonte había llegado a su destino. Descargó su peso sobre mi cuerpo y sus labios se entrelazaron con los míos mientras, por dentro, su estaca candente me poseía más allá de este de mundo.
Mi cuerpo absorbido por el suyo se sentía diminuto, protegido y contenido.
Su tea horadando mis profundidades era la prueba más palpable de mi dominio de su sombra.
Tiempo atrás el dolor se había diluido. Fue cuando mi canal había aprendido a amoldarse a cada pliegue de su sexo, adoptando la maternal forma de la vaina precisa para cada vena de su lanza.
Era en ese momento justo en que su lengua lamía el lóbulo más erótico de mi oreja y con un acompasado gruñido comenzaba su danza paroxística en el centro de mi cuerpo. Estocadas lentas y cada vez más profundas, rítmicamente acompañadas con un suave bamboleo ensanchaba mi conducto y frotaba mi clítoris a sus yemas.
Que más que presionarle para hundir su cuerpo contra el mío, que su perno taladre más y más el cavado cauce, que mover las ancas como me enseñaron hace milenios a comer su dignidad de hombre, exprimiendo sus estocadas apasionadas con el sincopado ordeñe de mi cueva.
Su fuego me penetra como dios urgiéndose a sí mismo para alcanzar el cenit de su propia historia, cada vez con renovada fuerza, golpe y movimiento.
Sus jadeos en mis oídos y su lanza erosionando mis calores para contagiarme los suyos en la desesperación ontológica del estallido perpetuo, en el segundo más fecundo de la especie, y luego debilitándose en sus contracciones liberadoras, pletóricas de vida descargada.
Se relaja y su pene estragante pierde su lozanía y con ello la poesía se ciñe a los pesos y volúmenes cotidianos.
Se baja y se queda en cruz a mi costado, como un muñeco bueno.
Quedo boca abajo. Desnuda. La parte de atrás estragada y dolorida. Ofrecida. La ventana abierta y la luz de la luna sobre la blanca blandura de mi noche.
Escurre un líquido caliente.
Hasta mañana, mi amor, hasta mañana.