Hasta la cima - tercera parte
Regina es una mujer venezolana que decide migrar a España con la compañía de su novio y su mejor amiga. Después de mucho tiempo, logra entrar como empleada en Wechsler; una empresa multimillonaria que llega a su vida para cambiarlo todo.
7
Adrián había sido parte fundamental de mi vida desde mi cumpleaños número dieciocho, por lo que la sensación de perdida que dejó tras los días en los que se ocupó en desaparecer convirtió a mi corazón en una coraza vacía, en una esfera hueca de Navidad.
No terminaba de comprenderlo, ¿cómo había sido capaz de arruinar algo que quería tener para toda la vida? Sentía que estaba deshecha por dentro.
No culpé a Marena, ¿cómo podía hacerlo? No había sido culpa suya. A decir verdad, la culpa era toda mía, desde el momento en el que había decidido escribirle a aquel hombre en nombre de Marena. Pero incluso entonces no lo había arruinado, no aún. ¿En qué momento lo había hecho? Ni siquiera lo había arruinado cuando había entrado en el apartamento y había visto a aquel hombre. Y pensé que el momento en el que se había fastidiado todo había sido en la boda de Marena, cuando su prometido no había hecho presencia. Ese había sido un momento clave.
Si el prometido de Marena hubiese cumplido su promesa y desposado a mi mejor amiga, Adrián y yo jamás nos hubiésemos acostado con ella. De no haber pasado, ninguna de nosotras hubiera descubierto la atracción que, en efecto, existía y dormitaba como una bestia perezosa en pleno invierno. Y sin haberla despertado, jamás hubiésemos accedido a una locura como la de aquella noche. De hecho, si el prometido de Marena hubiese cumplido su promesa, lo más probable es que ninguno de los tres hubiésemos pisado tierras españolas y, muy probablemente, la boda de Marena hubiese dado pie a mi boda con Adrián.
Pero la boda de Marena no había tenido lugar y, por ende, todo se había fastidiado. Nos habíamos acostado con ella y habíamos terminado como migrantes en España. ¿Qué sentido tenía pensar en lo que hubiese sido? Marena y yo habíamos huido de una catástrofe con la esperanza de vivir como si nada de eso hubiese pasado. Habíamos intentado poner punto y aparte. Tal vez el momento clave que había dado lugar a aquella noche no había sido la ausencia del novio en el altar, sino aquel momento en el que ambas decidimos huir del dolor. De haberlo enfrentado habríamos madurado, y de haber madurado habríamos tomado mejores decisiones.
Al final, cuando Adrián se marchó minutos después que Marena, no corrí tras ninguno de ellos.
Permanecí en la sala de estar con la misma ropa de aquella noche, en bragas y con la blusa verde militar que llevaba sin sostén. Tomé una manta y un cojín y me instalé en ese lugar donde había estado el albino. Con el paso del tiempo, el vino añejo se evaporó por complejo y los quesos sobre la mesa habían comenzado a despedir un olor rancio. No sé cuántos días pasaron. Marena y Adrián no regresaron ni levantaron el teléfono para buscarme. ¿Debía hacerlo yo? ¿Qué más daba? Aunque así fuera no lo haría. La única que me llamó fue Marta, razón suficiente para apagar el móvil y dejarlo tres metros lejos de mí.
Cuando la falta de comida había comenzado a ser un problema alguien llamó a la puerta. Una, dos, tres veces. Toc, toc. Y se fue. Regresó a las pocas horas, los mismos nudillos exigiendo atención.
Los ojos se me llenaron de lágrimas deseando que no fuera Adrián. Él tenía razón, yo lo había arruinado, y la vergüenza de haberlo hecho era tal que no encontraba una forma de redención. Los nudillos se fueron aquella noche para regresar al día siguiente por la mañana. Escuchando el toc, toc, toc comprendí que no había forma de que fuese Adrián o Marena. Ambos tenían un juego de llaves del apartamento, puesto que ambos vivían —o habían vivido— aquí, pensamiento que me convenció de entreabrir la puerta de entrada y asomarme sin reparar en mi apariencia.
Del otro lado del umbral encontré a Gabriel vestido con la propiedad de siempre.
No me sorprendió que fuese él el que estuviese parado fuera de mi apartamento, sino la forma en que me miró sin inmutarse ante el aspecto deplorable que con toda seguridad debía de tener.
—Marta no pudo localizarte —dijo tratando de justificar su aparición.
Asentí sin encontrar la forma de decir algo en voz alta, esperando a que Gabriel continuara con el discurso que tuviese que dar.
No era experta en recursos humanos, pero cualquiera con tres dedos de frente entendía cómo funcionaba un trabajo desde el papeleo. Desde luego que ausentarse sin justificación y durante un largo periodo de tiempo era acreedor a una baja definitiva. ¿Había ido Gabriel hasta la puerta de mi apartamento para notificarme mi despido?
Gabriel se quedó un momento en silencio, esperando que yo dijese algo. Tras no obtener nada, continuó:
—Massimo quiere que te incorpores a su itinerario lo más pronto posible.
—No voy a trabajar más con ustedes.
No había tenido tiempo para pensarlo, pero cuando me escuché pronunciar palabra por palabra comprendí que era lo mejor. Al final, solo había llegado a Wechsler por Adrián y, aunque no habíamos terminado de manera formal, lo mejor era darnos tiempo y espacio. Nunca nos encontrábamos dentro del complejo, pero cancelar la posibilidad me brindaba un poco de la confianza que había perdido. Ni siquiera el plan malicioso contra Massimo era suficiente, necesitaba salir de ahí.
Gabriel permaneció en el umbral, impasible cómo solía serlo.
La característica más notable de Gabriel era ser completamente indescifrable. Se paraba ahí, sin hacer un solo gesto, pero de alguna forma no parecía desinteresado. De hecho, era todo lo contrario. Parecía tan interesado en todo que pensar le quitaba el tiempo a la expresión corporal.
—¿Puedo pasar? —cuestionó amablemente.
Lo dejé pasar aun cuando seguía en bragas y la blusa verde con la que él mismo me había visto por última vez. Si el apartamento olía tan mal como la escena lo sugería, Gabriel no pareció tener un problema con ella. Dio un breve recorrido por el piso mirando el cheque, los quesos, las cortinas cerradas, la botella vacía. Se quedó parado justo donde había encontrado al albino aquella noche y sacó su celular.
—Voy a solicitar a un equipo de limpieza —anunció.
—Mire, señor Gabriel, no me va eso de llamar la atención. Cuando digo que no voy a trabajar más con ustedes estoy hablando en serio.
Al terminar de teclear Gabriel me devolvió la mirada.
—¿Podría saber la razón? —preguntó mientras guardaba el celular en la bolsa interior de su saco.
—Es un asunto particular —repliqué.
—Escucha, Regina. Estoy aquí porque el día del evento me confiaste tu incomodidad con tu lugar dentro de la empresa. Lo he solucionado pidiendo un favor de carácter personal al hijo del dueño de la empresa. ¿Podrías hacerme un favor? ¿Puedes ayudarme a aceptar el favor que está dispuesto a hacerme?
Suspiré profundamente.
Alguna otra persona habría ido con la intención de convencerme para, por mi propio bien, aceptar la propuesta de Massimo. Se habría sentado donde había estado sentado el albino y me habrían preguntado qué había pasado, esperando contar con las palabras correctas para remendar cualquier daño emocional. Pero ahí estaba Gabriel, hablando de favores a conveniencia propia. Desde luego no me lo creía en lo más mínimo, pero había sido una forma muy inteligente de parecer profesional.
Me senté en el sofá mientras Gabriel me daba una serie de instrucciones.
Iría un grupo de limpieza para salvarme del desorden en el apartamento mientras yo tomaba una ducha. Más tarde un chófer me recogería para acudir a la firma del contrato para después reunirme con uno de los asistentes de Massimo, el cual sería el encargado de brindarme el itinerario del próximo mes.
—Marta se encarga de la estética del personal de Massimo —explicó—. Por esta ocasión seré yo quien ordene las prendas básicas para que puedas incorporarte lo más pronto posible. Marta se encargará de profundizar un poco más en la corrección de tu imagen.
—¿La corrección de mi imagen? —repetí.
Gabriel caminó de nuevo a la entrada deteniéndose un momento a la par mío.
—Como sabes, Massimo es una de las caras más representativas de la empresa. Sus asistentes revolotean alrededor de él como polillas atraídas por la luz. Sus rostros, su figura y su apariencia en general son el complemento de su imagen. Deben lucir impecables.
—Pero no entiendo —confesé—. ¿A qué se refiere con la corrección de mi imagen?
—Es mejor que Marta te lo explique.
Y tras dar una serie de órdenes más, Gabriel cruzó el umbral y yo cerré la puerta tras de él.
El equipo de limpieza llegó quince minutos después de la salida de Gabriel. Para mi sorpresa, parte del equipo estaba conformado por personas con las que yo misma había trabajado hombro a hombro durante el evento. Jo había llegado a la puerta de mi apartamento siendo una de ellas.
—Joder, ¿qué les has hecho a los jefes como para que te ordenen un equipo de limpieza a domicilio? —fue lo primero que dijo paseando la vista por el caótico apartamento.
Después, con más atención, volvió su vista hacia mí y se percató de la horrible pinta que traía. Mirándome de arriba hacia abajo con las cejas levantadas dijo:
—Veo que alguien tiene una pequeñísima crisis existencial. ¿Es por la bebida derramada? Tía, no te preocupes, yo he tirado bandejas enteras con más de doce bebidas, te lo digo en serio. Que esas cosas pasan, que no tienes por qué tomártelo tan en serio. Venga ya, ¿un abrazo?
Decía esto último mientras extendía los brazos y se acercaba con la plena intención de dármelo. Levanté la palma y di un paso hacia atrás, rechazando el gesto.
—No soy de abrazos —fue lo único que dije.
A Jo no pareció molestarle en lo más mínimo, bajó los brazos y se encogió de hombros.
—Tú te lo pierdes.
—¿Por qué te han enviado aquí? ¿Qué eres? —pregunté con curiosidad.
Curiosidad fue lo primero que sentí después de aquella noche, más allá del remordimiento y la tristeza. Y la agradecí, como una pequeña brisa de aire fresco.
—¿Cómo que qué soy? —preguntó ella con diversión—. ¿Qué soy del horóscopo chino o qué soy de qué?
Jo era la clase de chica que no era necesariamente guapa por el simple hecho de ser rubia. Era rubia hasta las cejas, con una cara regordeta que al sonreír le aglomeraban las mejillas sobre los pómulos formando hoyuelos en las partes bajas de su rostro. Tenía los ojos del color del cielo a primera hora de la mañana y los labios gruesos, complementando su rostro regordete. No era precisamente gorda, pero tampoco se trataba de una mujer delgada. Jo era simplemente Jo, en el medio de todas las descripciones que podrían estar ligeramente acertadas para describirla.
—Digo que... ¿qué eres dentro de la empresa? ¿O no formas parte? ¿O cómo?
Jo río.
—Yo soy todóloga, al igual que Marcela. Parece que voy siguiendo su camino. Cosa que me piden, cosa que hago sin problemas. ¿Qué tan jodido debes de estar como para aceptar limpiar baños cuando tienes una licenciatura hecha?
Su pregunta me cayó como anillo al dedo.
—Muy jodido —asentí.
—Bueno, pues el señor Gabriel ya nos ha dado instrucciones, así que anda a tomar una ducha que, al parecer, lo que peor huele en esta sala eres tú. Y te cambias esas bragas, por favor, ponte algo decente. ¡Joder!
La ducha era un lugar que habría preferido evitar durante un largo periodo de tiempo. El sonido del agua repiqueteando alrededor de mí, la soledad y el espacio estrecho no brindaban ninguna clase de distracción. Era entonces cuando mi voz interna gritaba para que la escuchase, cuando el dolor se manifestaba y llorar estaba permitido porque el agua de la ducha arrastraba las lágrimas consigo.
La ducha fue corta y lo que realmente me ayudó para sentirme mejor fue la sensación de la ropa limpia. Me vestí con un pijama de algodón y le ofrecí un té a cada integrante del equipo.
—¿Siempre sueles ofrecer té a las personas cuando tienen sed? —se burló Jo.
Así terminé saliendo a conseguir limones para limonada y menta para té caliente.
Mientras el equipo de limpieza arrasaba con el apartamento —habitaciones incluidas—, yo permanecí recargada en la puerta de entrada mientras bebía el té de menta macerada que había improvisado. Al poco tiempo, justo cuando el equipo terminaba y Jo se despedía efusivamente, llegó un grupo de cuatro personas con los brazos repletos de bolsas y jalando maletas tras de ellos.
—Joder, niñata, me vas a tener que contar qué es lo que has hecho para obtener todo esto, ¿eh? Registré mi número en el fijo de la cocina, lo he dejado como geisha . ¡Me llamas y me cuentas el secreto!
La despedí rodando los ojos, gesto que fue acreedor a un puñetazo amistoso en el brazo derecho. Le sonreí y ella hizo lo mismo mientras se marchaba. Lo siguiente que pasó fue una presentación de prendas profesionales básicas. Me midieron, probaron los atuendos y corrigieron las costuras durante dos horas. Había una chica delgada y de baja estatura que iba y venía por toda la habitación, en silencio, alisando las prendas listas con algún tipo de vaporera de mano, acomodándolas en un perchero y colocando un par de calzado a dueto debajo de ellas. Fue esa misma chica quien me hizo el cabello junto con otro chico que me hizo el maquillaje mientras ambos me explicaban un poco cómo debía de arreglarme para estar lista en todo momento para las cámaras.
Entrar en el mundo de Massimo fue un proceso extraño, puesto que no estaba del todo consciente lo que la figura de un empresario de ese calibre significaba. ¿Y qué significaba? En ese momento se habló de cámaras, entrevistas, viajes, reuniones de negocios, conferencias de prensa, etc. Cosas que no se me habían pasado por la cabeza ni medio segundo —quizá porque Massimo me parecía simplemente un imbécil—.
Lo que los estilistas me contaron sobre mi trabajo fue una quinta parte de lo que sería realmente. Cuando el chófer llegó por mí y me llevó hasta el complejo para reunirme con uno de los asistentes de Massimo, se reveló las piezas faltantes de lo que sería.
En definitiva, debía de tener una capacitación previa en la que yo no había reparado.
Asistente era un término genérico que usaban para hablar en general de un integrante del equipo. Para Massimo, existían asistentes que se encargaban de su menú semanal, asistentes que controlaban sus gastos, personas que se dedicaban al control de su agenda, control de inversión, que se dedicaban a integrar espacios recreativos entre sus tiempos libres, etc. Massimo se trataba de una empresa en miniatura. Mi función sería recibir toda esa información de los asistentes y simplificarla para Massimo, así como recibir las peticiones por el mismo Massimo y proyectarlas a su equipo de trabajo. Algún tipo de intermediario.
En algún punto de la inducción, mientras se hablaba de los acontecimientos imprevistos que podrían llegar a causar un desajuste en la organización —los llamaban cisnes negros como solían llamarse en la economía a los sucesos completamente inesperados que causaban un gran impacto en el orden preestablecido—, salió a tema la renuncia de su asistente principal anterior.
—¿Y qué hicieron cuando se fue? —pregunté con cierto interés.
—El joven Massimo mandaba un correo grupal con las instrucciones de lo que quería y nosotros generábamos un correo en conjunto tratando de resumir lo más importante de cada sector. Para ser sincero, fue un desastre. El joven Massimo no presta mucha atención a lo que realmente no le importa.
—Por lo que escucho, ser el asistente personal de Mas... del joven Massimo es un trabajo demandante pero bien remunerado. ¿Por qué ha estado vacante durante cinco meses?
—No es un secreto su personalidad problemática, y si no tienes madera de niñera, pues el trabajo no es para ti.
Alcé las cejas con alivio.
—Menos mal que estudié para profesora de inicial.
Y ambos nos reímos.
La capacitación era de seis a seis, por lo que el tiempo que me quedaba libre lo llenaba con las comidas que no había podido tener durante el día y un descanso bien merecido. Gabriel se había ocupado de llenarme la cabeza de términos vagamente conocidos, detallándolos y dándoles forma. Tuve que presentarme a un par de cursos intensivos para reafirmar mis conocimientos informáticos e incluso un par de clases de etiqueta. Cuando fue el turno de Marta habían pasado dos semanas y media.
—En el momento en el que te vi dentro de ese uniforme de limpiadora estuve completamente segura de que tu perfil había sido infravalorado —saludó Marta efusivamente para después volver el rostro en un gesto decepcionado—. Aunque habría preferido que siguieras trabajando para el señor Gabriel y no para... ¡Pero bueno! De todas formas, es un gran paso, ¡estoy muy emocionada!
Como había dicho Gabriel, Marta se encargó de la corrección de imagen.
Así como en Miss Congeniality donde Sandra Bullock interpretaba a un agente especial que debía infiltraste entre las candidatas de belleza, Marta recreó aquella escena icónica donde le hacían un cambio de imagen radical. Ordenó a su equipo que me cortara el cabello, lo tiñera de un negro más deslumbrante, me perfiló las cejas, se deshizo de cualquier rastro de vello, desapareció las imperfecciones en mi rostro, blanqueó mis dientes y me arregló las uñas. También se ocupó de canalizarme con un nutriólogo el cual estipuló mi nuevo plan alimenticio para que lograra definir aún más mi silueta sin la necesidad de perder horas —que aparentemente no iba a tener— en el gimnasio.
Durante días me explicó la manera correcta de hacerme el cabello, las uñas, la forma estipulada para las figuras femeninas públicas de Wechsler en el que debían maquillarse —nada excéntrico, solo conservador—, y las combinaciones de colores adecuadas para no caer en el fracaso.
Marta y todo el personal que me había llevado en el camino durante la capacitación habían sido muy claros de lo que se esperaba de mí: tenía que manejar cuentas bancarias con millones de euros dentro de ellas sin perder un solo centavo, llevar un itinerario riguroso en el que Massimo no se saltara ninguna de sus obligaciones, controlar el consumo en la mesa y apegarlo a su propio plan alimenticio, declarar cada uno de sus movimientos y recibir información por ambos lados con la capacidad de comprensión necesaria para comunicarme de forma clara y concisa. Se trataba de un puesto lleno de poder sobre una sola persona; Massimo, y eso me hacía sentir como si de pronto los papeles se hubiesen invertido y Massimo se hubiese convertido en esa mujer desnuda en la habitación y yo en el hombre que la vestía con furia sin gramo de vergüenza.
Me sentí profundamente agradecida con Gabriel.
Cuando por fin la capacitación había terminado y Marta terminó de enviar a mi apartamento docenas de conjuntos, decenas de calzados, mi equipo de trabajo actualizado —hecho por un móvil con los contactos de cada integrante, un portátil vinculado a los documentos de control, un auricular con micrófono para eventos públicos, tarjetas de crédito monitoreadas por otro asistente y más—, llegué a mi apartamento hecha un lío y sin haber descansado ni un solo día desde que Gabriel se había presentado en la puerta de mi apartamento.
Eran las siete con treinta y siete minutos y el sol había comenzado a deslizarse cuesta abajo iluminándolo todo con un cálido color naranja cuando llegué a casa justo un mes después de aquella noche con el albino. Abrí la puerta, entré sin la necesidad de encender la luz y me tiré en el sofá completamente exhausta. La sala estaba repleta de paquetes por abrir que parecían mirarme, expectantes.
—No —dije en voz alta—. No estoy de humor para abrirlos hoy. Será mañana.
Palabras que obtuvieron como respuesta un bajo:
—Oh, estamos completamente ansiosos.
Pegué un brinco en el sofá, volteé con los ojos desorbitados al lugar de origen de aquella voz y ahí encontré una silueta recortada por los rayos del sol. Era una mujer. Entrecerrando los ojos descubrí que se trataba de Marena.
—Por un segundo creí que eras Marta —suspiré—. Que me había seguido hasta mi casa para ver cómo abría la puerta y si llegaba a sentarme de forma apropiada en el sillón.
Entonces Marena se paró y encendió la luz.
—¿Es todo lo que tienes que decir? —preguntó con los ojos vidriosos.
—Ay no, ¿ahora qué hice? —pregunté, exhausta.
—¡Nunca me llamaste, tonta! —dijo tomando el cojín sobre el sillón individual y lanzándomelo en la cabeza—. ¡Creí que jamás ibas a hablarme otra vez!
—Vale, Marena, te recuerdo que lo nuestro no son los abrazos y las lágrimas —dije mientras alzaba las palmas en son de paz.
—¡Te llamé mil veces! ¡Más de mil! ¿En dónde te habías metido?
—¿Yo? —pregunté con las cejas alzadas—. ¿Quién no regresó a casa nunca?
—¡Pero bueno! Que no se te olvide que tu noviecito me corrió sin tentarse el corazón.
—¿Y por eso no regresaste?
Mar suspiró y se dejó caer en el sillón a un lado de mí.
—Tenía miedo de encontrarme con Adrián —confesó—. Pero tenía más miedo de llegar y que la que me corriera en esa ocasión fueses tú.
—¿Cómo piensas eso, loca? —exclamé—. Pase lo que pase, siempre serás mi mejor amiga.
Y aunque los abrazos no eran lo nuestro, la envolví con un brazo sobre sus hombros y ella dejó caer con alivio su cabeza sobre mí.
—¿Puedo volver a casa, entonces? —preguntó como una niña de diez años.
Marena de diez años, enlisté mentalmente en las múltiples personalidades de mi mejor amiga.
—Solo... no más escenas lésbicas —condicioné.
Marena río.
—No más escenas lésbicas —repitió.
8
El regreso de Marena me había hecho pensar en Adrián, inevitablemente.
Con el lío de los envíos que Marta me había hecho llegar, el móvil personal que había dejado descargar a consciencia se había perdido en el rincón más rebuscado que había podido alcanzar. Mientras le contaba a Marena que a pesar de haberse ido cuando Adrián lo había ordenado él también lo había hecho —el trato no había sido ese—, ambas buscábamos alrededor de todo el apartamento.
Al final Marena lo encontró metido en la alacena.
—¿Qué pasaba por tu mente? —preguntó mirando el móvil con el ceño fruncido.
Totalmente exhausta me abalancé sobre ella para quitárselo y me apresuré a mi habitación para ponerlo a cargar.
—¿Entonces no han hablado desde ese día? —preguntó Marena recargada en el marco de la puerta.
—Pues no —negué—. Hey, no me veas con esos ojos. Si tan solo hubieses escuchado lo que dijo...
—A ver, Rey, que tampoco te encontró jugando a las damas chinas con su rival del colegio. No es que esperes un trato muy tierno, pero...
—Pero, ¿qué? —apremié.
—Pues me ha parecido extraña su forma de actuar, ¿no? Digo, él literalmente se cogió a tu mejor amiga.
—Sí, pero yo estaba presente.
—¿Y eso qué, Regina? ¿Eso no lo hace peor? —Cuestionó—. Al Adrián que yo conozco le habría parecido increíblemente sexy lo que encontró esa noche. Jamás habría reaccionado como lo hizo.
—Quizás esté madurando, ¿no te parece? —contesté a la defensiva.
Marena negó.
—No me parece.
Pero no dijo más y se marchó del marco de mi habitación deseándome las buenas noches.
Con la tenue iluminación amarillenta de la lámpara para leer que Adrián había comprado para la sala, abrí todos los paquetes y acomodé cada cosa en su lugar con una meticulosidad que me costó el doble de tiempo para cada tarea. Como el móvil lo había comprado hacia algunos años atrás, volver a lograr que encendiera cuando la batería se había descargado por completo se había vuelto imposible. Cuando terminé de organizar todo a eso de las cuatro de la madrugada, el móvil seguía muerto con la pantalla negra y más frío que el mármol.
Revisé el móvil que Marta me había dado buscando instrucciones y decidí irme a dormir al no encontrar ninguna.
Soñé con la noche que habíamos estado Adrián, Marena y yo juntos.
Soñé con mi país dos años antes, cuando recién mi padre había muerto y el prometido de Marena no había llegado al altar. Los tres estábamos en la azotea del edificio donde vivía Adrián con sus padres. Habíamos intentado conseguir cervezas en vano, ¿cómo íbamos a hacerlo si con dificultad se conseguía pan o papel higiénico? Pero habíamos hecho el intento y habíamos fracasado.
Así que nos habíamos sentado en el borde del techo, con las piernas colgando y la mirada fija en las luces lejanas de la ciudad. Marena le había pedido a Adrián que subiera mantas y sus padres le obligaron a subirnos la cena. En el sueño no pude recordar lo que habíamos cenado. Era como una película grabada desde una mala cámara, enfocado y desenfocando escenas al azar. Nos soñé riendo, ¿por qué habríamos de reírnos en el medio de tanto desastre en nuestras vidas? Y segundos después soñé con el silencio que nos había unido para siempre.
Marena se encontraba recostada sobre las mantas con las mejillas sonrosadas por la frescura de la noche. Reía y su cabello se extendía por las mantas como una cascada llena de oscuridad y brillo. Fue entonces cuando Adrián dijo las palabras:
—Me gustaría que esta noche no acabara nunca.
Adrián había sido gran aficionado por la fotografía, y si bien no había hecho nada de provecho con su vida académica, sus padres se habían esforzado bastante por conseguirle la mejor cámara que fueran capaces de pagar. Sus fotografías eran retratos exquisitos de la realidad, como si a través de su lente pudiera acceder a una realidad alterna que existía al comienzo del flash y se desvanecía cuando este lo hacía. Marena solía decir que Adrián me había cautivado a través de su fotografía.
—Dicen que el arte retrata las almas de sus creadores —había dicho Mar alguna vez—. Así que es probable que este chico te guste por lo que lleva dentro... Y lo que lleva por fuera también, ¿eh? No está nada mal.
Nos habíamos reído.
Pero aquella noche Adrián trataba de capturar la luz idílica de aquel momento y convertirnos en parte de su visión del mundo. Nos transformó y nos retrató en plena transformación, creando una colección abstracta de personas que eran y no, personas que habían sido o que podrían ser, o que jamás serían. Fue la fotografía lo que nos dio la confianza para entregarnos, y todo comenzó con Marena besando a Adrián.
Tal vez en otro momento aquel acto me habría molestado, tal vez con otra persona habría comenzado una disputa a muerte, pero en aquel momento en el que Marena apartó la cámara y atrajo a Adrián con delicadeza sentí que las piezas sobrantes del mundo acababan de encontrar su sitio. Sentí un c lic, un alivio al saber que las personas que yo amaba también se amaban entre sí.
El beso de Marena y Adrián fue temeroso, suave y lento, como si el tiempo se hubiese enfrascado entre ellos y toda la inmensidad se hubiese contraído en un par de segundos. Marena fue quien me extendió la mano en un gesto que no pude rechazar, que no encontraría ni en mil vidas la forma de hacerlo.
Me uní a ellos con una serie de gestos hipnotizados, como si de pronto me hubiese sumergido en el sopor de los efectos de un narcótico. Adrián enterraba sus manos llenas de ansia en mi cabello, despeinándolo y dejando en él la marca tan característica del sexo. La punta fría de la nariz de Marena me recorría la curva del cuello con gracia mientras nuestros cuerpos se atraían como una danza celeste, abstraídos por la inercia, y cuando por fin chocaron alterando el orden de las cosas nos besamos los unos a los otros como si el secreto de la existencia se encontrase en nuestros labios.
Fui yo quien desnudé a Marena mientras el flash de la cámara de Adrián parpadeaba sobre nuestra piel. Y soñé con las fotografías que nunca miré, imágenes eróticas de dos mujeres en blanco y negro sobre una ciudad dormida. Adrián dejó la cámara en automático para desnudarme a mí con el mismo cariño de siempre, y entre las dos nos encargamos de Adrián. Me arrodillé para desabrochar su cinturón mientras Marena se deshacía de la polera. Antes de que todo fuera inevitable, Adrián se aseguró de trabar la puerta de entrada hacia la cima del edificio y, una vez que lo había logrado, nos encontramos completamente libres.
—Lamento lo de tu padre —susurró Marena en el medio de los besos y de las caricias.
Con mis labios descubrí que llevaba el rostro mojado, y con la lengua saboreé el gusto a sal de las lágrimas que se habían perdido sobre sus mejillas.
—Y yo lamento lo de Manuel —bisbiseé besando el rostro de Marena.
Marena asintió, como si aquel intercambio de condolencias hubiesen sido algún tipo de ritual de iniciación. Asintió dando por bueno lo que estaba por venir.
Fue ese asentimiento el que la llevó a recostarse sobre las mantas frescas y extendidas en el tejado, para abrir las piernas frente a mí y entregarse por completo. Me arrodillé frente a ella con los ojos perdidos en su sexo. Jamás había visto a una mujer desnuda, y de haberlo imaginado jamás habría concebido una perfección así. El cuerpo desnudo y en reposo de Marena se parecía a la caja de resonancia en el cuerpo de una guitarra. Sus piernas desnudas, abiertas y flexionadas formaban su cadera de curvas impresionantes, cuervas que moldearon su cintura y delinearon unos senos que parecían estar viendo las estrellas.
El monte de Venus, situado debajo de su ombligo, era una pequeña elevación no muy pronunciada en forma de triángulo invertido libre de cualquier tipo de vello púbico. Llevé mi mano ahí para sentir la suavidad de su pubis y escuché a Marena quejarse suavemente. Soñé con la forma en que había bajado mi mano hasta encontrar sus labios, carnosos y gruesos, y como había deslizado el pulgar entre ellos para sentir el calor de Marena, la humedad y su textura lisa. Sin pensarlo, me llevé el pulgar a la boca.
Marena sabía bien.
Recorrí su entrepierna con mi lengua, como imaginaba que Adrián lo hacía cuando lograba que yo gritara de placer. Mordisqueé sus ingles, sus labios, marqué el camino con mi dedo hasta la entrada de su vagina y lo deslicé suavemente hacia dentro. Froté la punta de mi lengua en su clítoris con movimientos rítmicos y sentí las piernas de Marena temblar. Me deslicé más adentro, más profundo.
Adrián había dejado la cámara de lado y había comenzado a tocarse. Estaba de pie, frente a nosotras, mirándonos desde arriba. Con su mano derecha sostenía su pene y lo acariciaba de arriba abajo, haciendo que sus testículos subieran y bajaran también. Sonreí sintiendo como mi sexo se lubricaba cálidamente. Pasé sobre Marena a gatas hasta que mi entrepierna quedó sobre su rostro y me levanté lo suficiente para que mi boca alcanzará la cadera de Adrián.
Pasé mi lengua por sus testículos arrebatándole un jadeo de satisfacción al mismo tiempo que Marena pasaba la suya por mi vagina. Los pezones se me endurecieron de deseo. Me llené la boca con la virilidad de Adrián dejándolo tocar con la punta de su pene la úvula en mi garganta, retrocedí y volví a deslizarlo profundo dentro de mí. Adrián dejó la palma de su mano en mi nuca para comenzar a controlar mis movimientos.
Soñé con la lengua de Marena, suave y cordial, comiéndose mi vagina. Y qué bien lo hacía, dejando la punta de su lengua firme para lograr una mayor fricción sobre mi clítoris. Totalmente sincronizados, aumentamos el ritmo hasta que la necesidad fue demandante.
Adrián se arrodilló para quedar frente a frente, me miró y me dio un beso en la frente.
—Quiero que le hagas el amor —ordené con la voz temblorosa que la lengua de Marena ocasionaba en mí.
—¿Estás segura? —preguntó.
Yo asentí.
—Somos uno solo —dije.
El sueño parpadea hasta el momento en el que estoy recostada a un lado de Marena, recargada sobre su pecho desnudo. Adrián está sobre de ella y la penetra con cautela, robando un gemido de los labios de Marena que me acaricia el oído. Veo el pene de Adrián, firme y grande, entrar y salir de ella, siento sus embestidas desde el cuerpo de Marena bajo mi mejilla.
Cierro los ojos y pienso en lo larga que será la noche y en lo agradecida que estoy por ello.
A la mañana siguiente el móvil que había dejado conectado a la corriente por fin se había recuperado y mostraba el fondo de pantalla que había tenido desde que había llegado a España; Adrián, Marena y yo con la bandera de nuestro país en el aeropuerto de Madrid. El sueño me había dejado aturdida a la par que desilusionada. La mejor parte de la noche mi cerebro no había sido capaz de proyectarla y pensé que quizás así estaba mejor.
Las llamadas que mi celular había registrado como perdidas habían sido cientos, y todas del celular de Marena salvo unas cuantas de un móvil desconocido. Guardé el número para investigarlo más tarde. En cuanto a los mensajes eran más bien pocos, todos de Marena excepto uno. Esa excepción era Adrián.
El corazón me dio un vuelco.
Unos nudillos tocaron a la puerta de mi habitación con la extraña familiaridad de Marena. Poco después abrió, confiada de que lo peor que podría encontrar sería a su mejor amiga desnuda y no a su mejor amiga desnuda cogiendo con su novio, como habría pasado si Adrián estuviese bajo nuestro mismo techo.
—¿Arepas? —preguntó asomándose tímidamente por el umbral de la puerta.
Arrugué la nariz con desagrado.
—Te diría que no si no fueran tus malas arepas lo más cercano que tengo de casa —respondí.
—Eh —dijo con bravuconería—, con mis arepas no te metas.
Cuando Marena salió cerrando la puerta tras de sí pude abrir el mensaje de texto que me había enviado Adrián hacia... ¡¿Quince días?! Traté de no perder la calma, pero era inevitable. ¿Adrián me había escrito quince días atrás y no lo había vuelto a hacer a pesar de no haber recibido respuesta alguna? ¿Pero en qué estaba pensando? Esperé que no se tratase de un mensaje de despedida, con algún tipo de disculpa tipo perdona, te amo, pero no sé cómo seguir adelante con esto. El estómago se me revolvió hasta que el mensaje se abrió y escupió una insípida palabra en la pantalla:
Adrián
Hola.
Por un segundo lamenté que no se tratara de un mensaje de despedida. ¡Había sido un hola! Un simple y escueto hola. ¿Cómo se le responde a un saludo de hace medio mes?
—Con otro hola —respondió Marena durante el desayuno mientras se encogía de hombros y leía el periódico.
—¿Desde cuándo te interesan las noticias de España? —cuestioné sin creérmelo.
Marena se volvió a encoger de hombros.
—Ahora es mi país, ¿no? —dijo sin despegar la mirada de las notas periodísticas—. Además, si no leo de vez en cuando comienzo a hablar como analfabeta.
Fruncí el ceño a punto de replicar.
—Sí, Regina, ya sé que analfabeta no debería de ser un insulto. No lo he utilizado como tal, ya que una de sus definiciones es: persona que no tiene cultura o persona que carece de conocimientos de una determinada materia. No estoy ofendiendo a las personas que no tienen acceso a la información y por ende no saben ni leer ni escribir, ¿estamos?
Solté una carcajada.
—¿Qué te pasa? ¡No te he dicho nada!
Marena resopló.
—Te pones bien intensa con eso de no utilizar condiciones humanas deplorables como un insulto o en tono burla. Por Dios, ¿te acuerdas cuando le dije a Adrián retrasado mental? —preguntó con una mueca de arrepentimiento.
Volví a reír.
—Claro que lo recuerdo.
—Pues no quiero repetir esa lección de ética.
Reí de nuevo.
—Ya en serio, ¿qué le respondo? —cuestioné sacudiendo el móvil frente a su rostro.
—¿Quieres ser chistosa? Contéstale un Hola Adrián, guarda un poco de comida para los hambrientos y le pones un emoticón de una berenjena. No le des más contexto, seguro se ríe.
—Ni Matías se reiría con eso, Marena.
Marena rodó los ojos.
—¡Porque tu hermano es un niño de diez años! Pero en serio Rey, con un solo hola es suficiente. Ni siquiera tienes que explicarle porqué le estás contestando apenas. Solo... hola, ¿entiendes? —me miró buscando una afirmación mientras tomaba un gran sorbo de café caliente.
Asentí y Marena regresó sus ojos al periódico.
Hice justo lo que Marena me había recomendado, escribiendo un hola tan simple que se me habían olvidado las mayúsculas. Justo cuando lo envíe recibí una llamada como respuesta. Era Adrián.
Marena me miró extrañada mientras me ponía de pie para contestar.
—¿Adrián? —pregunté con la voz fracturada.
Al otro lado de la línea se escuchó una respiración entrecortada.
—¿Quién habla? —preguntó una voz inesperada.
La voz de una mujer. Una mujer española.
—Su novia —respondí con el entrecejo fruncido y un extraño sentimiento en el pecho—. ¿Quién eres tú?
Y la llamada se cortó.
Marena me miraba desde su asiento con los ojos entrecerrados, como si de esa forma pudiera comprender un poco más acerca de la conversación que acababa de escuchar. Llamé de regreso, pero no hubo respuesta alguna.
—¿Y bien? —preguntó Marena.
Negué con la cabeza.
—Tengo que ir a trabajar.
El asistente que se había ocupado por explicarme gran parte de mi carga laboral se llamaba Emilio, y Emilio me había asegurado que durante las primeras semanas en mi puesto de forma oficial el resto del equipo seguiría trabajando como lo habían hecho hasta el momento, como si la vacante para asistente principal no hubiese sido cubierta aún.
Así que Emilio me texteaba el itinerario, las direcciones, los objetivos, el presupuesto del día y yo debía embarcarme sola —junto con Massimo— mientras lo ponía al tanto de cada uno de nuestros movimientos. De esta forma podía irme integrando poco a poco hasta que estuviese lo suficientemente preparada para comenzar a gestionar la información por mi cuenta.
Según el texto de Emilio, Massimo tenía una junta a las dos de la tarde, por lo que debía recogerlo en el gimnasio a eso del medio día. Massimo ya estaría enterado de mi incorporación de acuerdo al último correo que le habían hecho llegar.
Entonces, como el itinerario no resultaba bochornoso y parecía ser un día ligero, escogí un conjunto sencillo con pantalón de vestir negro, una camisa sin mangas, con botones y cuello inglés de color gris, un pañuelo y zapatillas descubiertas de color negro. Aunque era una vestimenta formal descubrí que mi figura seguía resaltando aún con esa clase de prendas y me sentí satisfecha.
No quería pensar en el incidente de la mañana, en la voz al otro lado del celular de Adrián, ni en el contexto de la situación en general. No me sentía ni con el derecho de preguntar, y sinceramente, una parte de mí me pedía que no desconfiara. Era posible que Adrián estuviese trabajando — ¿tan temprano? — y alguna de sus compañeras del trabajo hubiesen respondido porque él estaba ausente, tomaran los datos y le pasaran el recado. Y en esa historia fantástica, ¿en dónde tenía lugar el corte tan brusco de la llamada? Quizás un fallo en la red. Poco creíble, pero bastante probable.
Terminé maquillándome discreto y recogiéndome el cabello en un moño.
Una de las cosas que me gustaban de entrada en mi nuevo trabajo era la disposición de transporte. No tenía la necesidad de tomar el colectivo ni caminar largos tramos de recorrido, sino que podía solucionarlo todo al abrir una aplicación en mi móvil profesional y pedirle a un chófer que pasara por mí. ¡Era genial! Me sentía mucho más motivada al pertenecer a Wechsler de lo que nunca lo había hecho —en mis cortos cuatro meses dentro de la empresa—. Sin embargo, dentro del transporte privado me pregunté: ¿por qué debo de recoger a Massimo en el gimnasio?
Parte del equipo que Marta había preparado para mí estaba una credencial tipo placa del FBI. Me había explicado a grandes rasgos —o quizá no tan grandes—, que la credencial iba a ser mi mejor aliada a la hora de tener que ingresar a lugares en los que yo no tendría acceso.
—Es como tu placa de propiedad —había explicado Marta con una sonrisa—. Te sirve para llegar y decir: eh, ese hombre no muy apreciable de ahí me pertenece, déjame pasar por él.
—¿Cómo la credencial que se les da a los padres de los niños de inicial para poder recogerlos del colegio y entrar fuera de horario en caso de ser necesario? —había preguntado y Marta había asentido.
—Aprendes rápido —había dicho.
Pero en mi cabeza no congeniaba del todo la idea de entrar en un gimnasio, mostrar una credencial de la empresa y pasar como si fuera dueña del mundo. Era como si quisiera pagar una soda con mi credencial de estudiante. ¿A quién se le había ocurrido esa idea tan horrible? Después quise construir una imagen en la que me encontraba a Massimo y le recordaba la reunión.
¡Qué terrible situación!
Yo en zapatillas, con una cartera y un móvil en mano, en el centro de un montón de chicos en músculos y sudorosos yéndole a recordar a uno la reunión de las dos. La gente se preguntaría: ¿qué no existen los móviles o el internet? ¡Y tendrían toda la razón del mundo! Pero si le escribía un texto a Massimo —cuyo número lo habían dejado registrado en el móvil para el trabajo— tipo: ¡hey! Tenemos junta a las dos, estoy fuera de tu gimnasio para llevarte a la fuerza de ser necesario, Massimo podría ignorarlo y pasarse por alto la reunión. No podría ser tan irresponsable, ¿o sí? Todos esos millones de los que me hablaron no sobrevivirían en la irresponsabilidad.
Y ese es tu trabajo, escuché la voz de Emilio en mi cabeza.
Al final permanecí media hora fuera del gimnasio repasando todas las posibilidades que tenía de acción hasta que Massimo terminó saliendo por cuenta propia.
Me miró con cara de pocos amigos.
—Llevas ahí parada más de lo que yo me tardé en aburrirme de la recepcionista —se quejó.
Las mejillas se me sonrosaron sin querer hacerlo.
—¿Me has estado viendo todo este tiempo? —pregunté, indignada.
Massimo asintió mientras tomaba agua de su cantimplora.
—¿Y preferiste seguir hablando la recepcionista?
—Me parecía más entretenido que tu pobre elección de colores —criticó mientras me miraba de arriba abajo.
—Pues no voy a un carnaval —me defendí.
—Ni a un funeral, ¿tienes listo mi transporte o también tengo que hacer eso por ti?
—Por supuesto que lo tengo listo —mentí mientras me daba la espalda y caminaba fuera de la plaza.
Aproveché para pedir la primera ruta que me había marcado Emilio en los mensajes y textear que íbamos en camino al primer destino.
Para mí suerte, el vehículo llegó justo al mismo tiempo en el que Massimo dio un paso fuera de la plaza.
—Es ese —señalé—. BMW X6 matricula...
—Eh, bonita —me interrumpió—. Dos cosas. Uno: si vas a pedir un Uber tu trabajo es checar que sea el auto correcto, no leerme las especificaciones y esperar a que yo me fije si me subo en el auto que es o no. Y segundo: yo no uso Uber, no tengo necesidad. Para eso tengo mis docenas de Audi con mis docenas de chóferes particulares. Coordínate con Emilio porque será la primera y la última vez que te haga el favor de irme en un transporte como este.
Tras decir su gran discurso se metió dentro del BMW. Suspiré antes de entrar tras de él, a lo que Massimo negó.
—Y tres: por muy bien que huelas, preciosa. siempre viajo solo, así que consíguete el tuyo.
Y cerró la puerta sin dejarme más opción que pedirle al conductor que iniciara el viaje. Antes de que el vehículo se pusiera en marcha, Massimo bajó la ventanilla y me guiñó un ojo.
Pensar que Marena era la única de personalidades múltiples me dejaba como una tonta puesto que, si bien Marena tenía su versión infantil de diez años, Massimo tenía su versión tipo soy un chamo de quince .
El vehículo avanzó y yo me quedé ahí, parada sobre del mismo lugar y con el ceño fruncido.
A esas alturas de mi familiaridad con lo ostentoso que era el gusto de los Wechsler, no me sorprendió que la dirección a la guarida de Massimo —cual sucio murciélago— no fuese dentro del palacete que se había prestado para el evento, o las múltiples residencias dentro del mismo complejo corporativo. La dirección apuntaba hacia el barrio de Salamanca, pero sin duda el destino no terminaba dentro del palacete. Por el contrario, lo único que me sorprendió de esa propiedad en particular era su nimiedad.
El conductor se detuvo frente a un edificio de fachada rojiza, como de ladrillo, con la herrería negra y el marco de las ventanas del color de la arena. Rectifiqué la dirección pensando que Massimo había encontrado la manera de desviar el vehículo en el que venía —con ese dinero, debía de tener unos cuantos programadores expertos a su merced— para mandarme a un lugar completamente diferente y complicarme el resto de mi primer día. Sin embargo, pude divisar el BMW en el que había llegado marcharse con premura.
Marta se había preocupado por darme un manojo de llaves imposible, tan repleto que me hacía alusión a los que se podrían tener en una prisión llenas de celdas rudimentarias.
—Están etiquetadas por color según la fachada y número según dirección. La mayor parte de las propiedades tienen acceso biométrico, pero algunas otras no. De cualquier forma, es importante que cuentes con una copia de acceso ante cualquier situación.
Emilio había dicho, por su parte, que no me preocupara por la privacidad cuando se tratase de Massimo.
—El joven Massimo es un rey del engaño, podría alegar privacidad como un truco barato para librarse de sus obligaciones. No tengas piedad. Destroza la privacidad del joven Massimo sin el más mínimo remordimiento, tienes plena autorización de su padre. Nada pesa más que una palabra suya.
Pero a pesar de saber que estaba en mi facultad, no me parecía una idea agraciada.
Consulté el gran listado de las propiedades de los Wechsler —el adjetivo gran parecía quedarse corto—, hasta que di con el número de apartamento. Por dentro el edificio era totalmente diferente, como si se tratara de un hotel de lujo en miniatura. Un lugar bastante minimalista.
Me registré en la entrada enseñando la credencial soy merecedora de todo y tomé un pequeño ascensor hasta el piso de Massimo. El manojo de llaves había sido un lío, pero terminé entrando sin mayor complicación. La propiedad se trataba de un apartamento dúplex en la segunda planta, de cincuenta metros cuadrados, una habitación y un solo baño. La paleta de colores que se había empleado para el diseño interior no pasaba del blanco, negro y del mismo color arena de los marcos externos de las ventanas. Extrañamente, la guarida de Massimo estaba llena de luz, plantas que quizá podrían ser de imitación —suposición que perdía valor por el agradable aroma del entorno—, y cuadros de arte zen. Todo lo que aquel apartamento demostraba era lo práctico que podía ser un espacio bien empleado con, por ejemplo, la barra que contenía fregadero, lavadora, hornillas eléctricas y un comedor pegados a una sola pared. ¿Parte de mi venganza hacia Massimo no podía ser quedarme con ese apartamento tan precioso?
Y entonces se formó en mi mente el inicio de una mala idea.
Massimo ya había soltado algo con bastante facilidad, un puesto que me había brindado amenidades que jamás habría podido soñar con tenerlas como migrante en un país que me había costado tantos nervios. Pero tal vez, y solo tal vez, si jugaba mis cartas de la manera adecuada podía obtener de Massimo mucho más que un puesto laboral. Quizá, jugando de la forma correcta, podía llegar a lograr una vida acomodada e incluso terminar ejerciendo mi carrera en el propio colegio de Wechsler. Solo si jugaba bien mis cartas.
El sonido de unos pasos descalzos bajando por las escaleras negras flotantes me alertaron el oído y esparcieron mis ensoñaciones. Miré los pies desnudos para subir por unas pantorrillas toscas y encontrarme con una toalla de algodón larga que cubría hasta el inicio de su cadera. Miré el torso desnudo y bien trabajado de Massimo hasta que pasé por sus pectorales y descubrí su mandíbula perfectamente perfilada. Entonces, cuando por fin alcanzó el último escalón y se paró frente a mí con el cabello revuelto y goteante como muestra de la ducha que acababa de tomar, mis ojos se encontraron con la oscuridad de los suyos.
—¿Te apetece tomar una ducha? —preguntó con media sonrisa.
—Yo no fui la que salí llena de sudor como un puerco —respondí y me arrepentí al instante.
Definitivamente juntarme con Marena tenía sus contras.
Massimo sonrió.
—¿Sabías que los puercos no sudan? —inquirió mientras se dirigía a la pequeña barra que fungía como cocina, comedor y centro de lavado, todo en uno—. Los puercos carecen de glándulas sudoríparas que son las responsables de generar el sudor.
Contó mientras tomaba un vaso de cristal y lo ponía sobre la encimera. Miré la espalda de Massimo y pensé que, muy probablemente, había llevado natación desde muy pequeño. La espalda definida de Massimo comenzó a ponerme nerviosa, pero no tanto como la toalla cuando descubrí que se le estaba desenredando de la cadera lentamente, efecto puro de la gravedad.
—Por eso los puercos se revuelcan en lodo —continuó llenando su vaso con zumo de naranja mientras la toalla se le deslizaba centímetro a centímetro—, o se sumergen en agua. De esta forma regulan su temperatura corporal.
Massimo suspiró y fue el movimiento que faltaba para que la toalla cayera de lleno y mostrara su trasero bronceado. Ni siquiera me dio tiempo a preguntarme si Massimo realmente no había sentido la caída, cuando tomó el vaso con zumo y se dio la media vuelta. En seguida subí la mirada y la clavé en la campana sobre las hornillas.
—¿Y tú? ¿Cómo te bajas la calentura? —cuestionó.
Sin detenerse a recoger la toalla, caminó con tranquilidad hasta alcanzar las escaleras y subir por ellas hasta su habitación. Cerró la puerta tras de él y solo con el sonido del acto pude soltar el aire que no sabía que tenía retenido hasta entonces.
Una llamada del viejo móvil me hizo saltar hasta el cielo.
Definitivamente Massimo había perdido la cabeza mucho tiempo atrás antes de que yo pudiese reconocer su existencia. ¿Era más fácil aprovecharse de un loco, o es que acaso los locos eran aquellos que se apoderaban del mundo?
Con el pulso martilleando en la sien respondí sin mirar el identificador.
—¿Bueno? —respondí con la voz afónica.
—Regina, ¿estás bien? —preguntó Adrián al otro lado de la línea.
Un pinchazo en la nuca me nubló la vista, como si Adrián me hubiese pillado en el medio de algo realmente malo.
—Por supuesto —respondí con el clásico tono con el que se le contesta a tu madre, cuando la respuesta es claramente un no, pero a causa de algo que simplemente no puedes contarle—. ¿Qué pasa contigo? ¿Todo bien?
CONTINUARÁ...