Hasta la cima - quinta parte
Regina es una mujer venezolana que decide migrar a España con la compañía de su novio y su mejor amiga. Después de mucho tiempo, logra entrar como empleada en Wechsler; una empresa multimillonaria que llega a su vida para cambiarlo todo
Si había tenido duda sobre el tipo de ropa interior que debería de haber usado, el intercambio de mensajes entre Massimo y yo la disipó por completo. Me decidí por una tanga rosada de encaje, completamente traslucida, que se acomodaba entre mis glúteos y realzaba la firmeza, enmarcaba la redondez y aseguraba la suavidad de cada uno de ellos. Sonreí con picardía mientras me veía el trasero en el espejo. Me hice de un sostén también, del cual me desharía una vez que la mujer rusa hubiese terminado con lo suyo.
Marena me sorprendió participando de forma activa en mi presentación para la cena. Habían retirado la mesa del centro de la sala y replegado los sillones todo cuanto fue posible. La mujer rusa se había hecho de su material y Marena había puesto el banco prometido junto a una silla ligeramente más alta.
Me presenté en bata, con una toalla enroscada en la cabeza y pantuflas.
—Quítese la bata —ordenó mujer la rusa, y una vez que lo hice, agregó—: Y el sostén.
Marena me lanzó un gesto lleno de picardía. El sostén resultó mala idea.
—¿Y esas bragas? —cuestionó Marena con cierta complicidad.
—No más escenas lésbicas —recordé.
La mujer rusa pretendió no habernos escuchado reír.
Con los senos de fuera subí al banco en el centro de la sala, donde la mujer procedió a vestirme con la cautela necesaria para no tocar ni un centímetro de mi piel desnuda.
—¿Es de su agrado? —cuestionó la mujer.
—No puedo verme —señalé—. Pero, ¿qué pasaría si no?
—Las órdenes del joven Massimo fueron muy claras, por lo que tenemos fuera del edificio más de veinte vestidos esperando.
—¿Todos con su propio maniquí? —preguntó Marena realmente sorprendida.
Pero la mujer rusa decidió no contestar una pregunta tan estúpida para su gusto, aunque en realidad, la pregunta de Marena se había convertido en la mía.
—¿Y si quiero ver los demás vestidos? —cuestioné.
—No se lo recomiendo, todos son opciones excelentes y decidir entre ellos sería realmente complicado. No se complique la vida.
Marena bufó.
—¡Ja! Es algo que adora hacer —exclamó.
—Con una elección de hombres como el joven Massimo, no dudo que sí —y ese fue el único comentario fuera de lugar que la rusa externó que hizo quitarle la etiqueta de estirada.
Mientras la mujer trabajaba con alfileres y cintas, Marena se había dedicado a soltarme el cabello húmedo de la toalla que lo rodeaba y secarlo con aire caliente. Parada sobre la silla a un lado del banco, me llenó la cabeza de tubos para rizarme el cabello y se preocupó por comenzar a prepararme la piel del rostro para el maquillaje.
—¿Te ves casada con un hombre como Massimo? —me preguntó Marena de pronto.
Aunque no podía negar por miedo a estropear cualquiera de los dos trabajos que hacían por cuenta propia sobre de mí, solté un bufido de desaprobación.
—Después de Adrián no me veo casada con ningún otro hombre.
Marena torció los labios en un asentimiento suave.
—Así pasa —aseguró—. Pronto te darán ganas de casarte con tu mejor amiga.
—No más escenas lésbicas —repetí.
Marena soltó una risita amistosa.
—Usted es... —dijo abruptamente la mujer rusa mientras se concentraba en la cintura del vestido—, un gusto muy particular del joven Massimo.
Y al terminar de hablar me miró despectivamente sobre las gafas ovaladas que llevaba de aumento.
—¿Cómo? ¿Has ido con cada uno de sus ligues? —le preguntó Marena en seguida.
—Por supuesto que lo ha hecho —respondí con indiferencia—. Se trata de un joven soltero sin intención de juntarse pronto, al igual que yo.
—Perdone que se lo pregunte —carraspeó la mujer—. Pero si su intención no es esa, ¿qué otra cosa podría buscar con el joven Wechsler?
Estaba segura que aquella mujer no tendría el valor de ser tan curiosa con ninguna de sus otras clientes, ni siquiera para mencionar la vida privada de Massimo. Molesta por la intención de hacerme sentir inferior respondí sin tapujos:
—Coger, y mucho, mucho dinero.
La mujer rusa convirtió sus labios en una o bien redondeada que alargó su rostro mientras Marena me miró con una sonrisa maliciosa en la cara.
La mujer terminó en silencio su trabajo a la par que Marena terminaba con el maquillaje. El vestido venía con un par de zapatillas doradas que dejaba el resto de mi pie desnudo, y cuando por fin la rusa se retiró y Mar soltó mi cabello de los tubos para terminarlo de peinar, me miré al espejo justo al tiempo en el que resonaba el timbre de la entrada por el eco del apartamento.
Para empezar, el vestido tenía una caída preciosa que arrastraba parte de la tela varios centímetros por el suelo. Me sentía lista para desfilar por una pasarela y ser fotografiada por decenas de periodistas. Lo siguiente que miré fueron mis senos, descubiertos de tal forma que temía un mal movimiento que dejará asomar a alguno de mis pezones. El escote terminaba a medio camino hacia el ombligo, desviando la atención totalmente hacia mis piernas y las curvas debajo de mi cadera. Me sorprendió descubrir durante la caminata habitual que se asomaban los pliegues de mis piernas camino hacia mi sexo, tan sutil que seguía siendo sofisticado.
Más revelador que lo que el maniquí había sugerido.
Mencionando al maniquí, recuerdo que los últimos minutos de la mujer rusa en el apartamento se habían reducido a un breve enfrentamiento con Marena. ¿La razón? Mi amiga quería el maniquí como parte de la decoración en nuestro apartamento.
—¡Y antes di que no te pido otro vestido para mi nuevo maniquí! —gritaba Marena desde el marco de la entrada mientras la rusa se alejaba por las escaleras de nuestro piso exclamando cosas ininteligibles—. ¿Qué? Nos ha tratado como mujeres vulgares por no ser tan ricas como ella está acostumbrada, entonces vulgarmente me he quedado con su maniquí de mierda.
—Espero que no sea de mierda realmente —murmuré y ella soltó una carcajada.
Marena acudió al llamado en la puerta de entrada y se desilusionó al ver que no se trataba del hombre alto de mirada oscura que le había descrito. Cuando me alcanzó en mi habitación para contarme que el chófer de Massimo estaba en la puerta para llevarme abajo, fui parte de la desilusión. Esperaba que Massimo se presentara personalmente en mi puerta y, como en las películas estadounidenses, me diera algún tipo de flor que tendría que ponerme en la muñeca y estuviera a dueto con el color de su pañuelo.
Pero desde luego que la realidad no se trataba de una película estadounidense, y mucho menos íbamos a jugar el rol de un par de colegiales en un baile escolar. Así que saludé al chófer quien me ofreció la mano para besar la mía y nos aventuramos para encontrarnos con Massimo fuera del apartamento, esperando con un traje oscuro mi llegada.
—¿Sigues teniendo hambre, Cenicienta? —preguntó a modo de saludo.
Yo sonreí.
—¿Esperas que yo pagué la cena? —cuestioné.
Massimo sonrió y se hizo a un lado para abrirme la puerta del vehículo, más alargado de lo que yo estaba acostumbrada. Se trataba de uno de los modelos más elegantes que manejaba para mantener un perfil bajo, y si no bajo, al menos no tan escandaloso.
—¿Qué ha pasado ayer? ¿Por qué no usaste la tarjeta que te he dado? —preguntó una vez que comenzamos a avanzar.
Cuando el conductor escuchó a Massimo hablar, una pequeña compuerta se alzó tras de él separándonos por completo. El interior del vehículo era como solían verse las limusinas en las películas de Hollywood, con un sillón redondeado en forma de L que resultó ser más cómodo que el de mi apartamento, grandes ventanales que mostraban la vida de la ciudad tras ellos pero que no permitían la vista dentro del vehículo, una pequeña cápsula alargada que contenía en su interior cristalería y botellas de alcohol, un par de pantallas en blanco de las que no estaba segura cuál podría ser su función y un techo repleto de luces diminutas en el centro, parecidas a las estrellas sobre un cielo nocturno, con luces más consistentes en los bordes que alumbraban por completo la cabina del pasajero.
—Podemos apagar algunas —sugirió Massimo.
—Mi novio —respondí, como desfasada en las palabras de Massimo—. Pasó que mi novio es un imbécil y arruinó la noche.
Massimo se movió al otro lado del vehículo para abrir la cápsula.
—¿Adrián sigue siendo tu novio? —preguntó mientras limpiaba con pañuelo blanco un par de vasos roca.
—La verdad es que no quiero beber hoy —dije, mirando sus movimientos.
Massimo se volteó para mirarme con una gran sonrisa.
—Probablemente porque usas el alcohol para el entretenimiento y no aprovechas su función —dijo él.
—¿Y qué función podría ser esa? Porque yo veo que todas las personas lo usan justo como yo —señalé.
Massimo negó y dejó de mirarme para poner hielos dentro de los vasos roca.
—El alcohol en este caso nos sirve para estimular el apetito —contó—. Además de que predispone los sentidos para disfrutar mejor nuestra cena y posee valiosas propiedades digestivas.
Massimo me extendió uno de los vasos roca. En el interior de este descansaba un líquido blanquecino.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—Vermut —respondió—. Italiano, porque el francés es seco y este es un poco más dulce.
Yo solté una risa incrédula mientras Massimo se devolvía a mi lado.
—¿De qué te ríes? —preguntó, divertido.
Negué con la cabeza suavemente.
—Parece un truco barato para embriagarme y llevarme a la cama —objeté.
—Te prometo que no habrá ninguna cama —aseguró, guiñándome un ojo—. Por cierto, te ves espectacular.
—¡Oh! Qué bueno que lo mencionas —exclamé sorbiendo un poco del vermut—. La chica que mandaste, la rusa, se aseguró de hacerme saber que la mandas con cada una de tus mujeres en celo. Ya que yo no soy una de ellas, apreciaría mucho que no la volvieras a mandar a mi apartamento.
Massimo alzó una de sus cejas.
—¿Qué fue lo que te dijo? —y tras contarle lo que había comentado la mujer rusa durante su estadía en mi apartamento, agregó—: No te preocupes más por ella, me encargaré.
Con una sonrisita maliciosa tomé un trago del vermut, esta vez uno largo.
Una de las cosas que jamás olvidaré por el resto de mis días y que le contaré a mis nietos cuando sea mayor, será aquella noche en la que bajé de la limusina con la ayuda de Massimo y todas las personas alrededor pararon su vida durante un segundo para voltear a mirarme. Massimo sonreía mientras posaba su mano en mi cintura, y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
Había conocido a Massimo en malas condiciones, bajo el estrés de un evento para la caridad donde me había visto desnuda, e incluso tocado con las mismas manos con las que me rodeaba la cintura en ese momento. Pero esas manos habían ocasionado emociones tan distintas entre sí que parecían no ser las mismas.
Massimo dio el número de la reservación y, tras esperar un par de minutos, nos adentraron por un pasillo de espejos iluminado por una luz espesa de color rojo. El pasillo era estrecho y parecía tener algún tipo de truco visual que lo hacía parecer un laberinto, una escena replicada de alguna película de terror. Nos vi a Massimo y a mí avanzar tras la mujer que nos guiaba en línea recta. Me sorprendió darme cuenta que proyectábamos una imagen imponente, que en el físico parecíamos ser el uno para el otro mientras yo portaba ese vestido e iba colgada de su brazo. Nos veíamos como una pareja elegante, jovial, acomodada e importante. ¡Estaba completamente fascinada!
El restaurante no era nada como lo hubiese imaginado. Parecía más la escenografía de un teatro dramático, cargada de matices rojos, marrones y ostentosos candelabros dorados colgados del techo. Parecía que habíamos saltado a otra época.
—¿A dónde me has traído? —pregunté por lo bajo, inclinando mi cabeza ligeramente para que Massimo pudiese captar bien mis palabras.
Por el rabillo del ojo vi a Massimo sonreír.
—Es un lugar muy particular —fue todo lo que dijo.
No exageraba al afirmar que yo era la mujer más arreglada del lugar, y la única que encajaba con el estilo de la escenografía como si fuese parte de ella. Reprimí la necesidad de pedirle a Massimo que me tomase una foto. Adrián lo hubiese hecho sin pensar.
Nos colocaron en la mesa de nuestra reservación y me divertí al encontrar libros de pintura sobre de ella, como parte de la decoración. La primera persona que se presentó en nuestra mesa nos explicó que parte de la experiencia estaría estructurada según las distintas formas de expresión en el arte, lo cual me dejó con la boca abierta.
—¿Qué tanta imaginación necesitas para relacionar la comida con el arte? —le pregunté a Massimo.
Massimo negó.
—Realmente no necesitas imaginación para eso —alegó—. Necesitas pretensión, que es diferente. El dueño de este lugar es un hombre de gran ambición.
—¿Lo conoces? —volví a preguntar.
Massimo volvió a negar.
—Él me conoce a mí —respondió—. Quiere hablar de una inversión a futuro y yo decidí visitar el lugar.
—Espera —corté—. Entonces esto es una cita de negocios. ¡Me mentiste!
Massimo se echó a reír.
—No, no es una cita de negocios. Los negocios vendrán algunas semanas después —dijo—. Esto es... solo una cita.
Yo asentí con cierta incredulidad sabiendo, de alguna forma, que no mentía del todo. Para realizar una inversión no era necesario visitar el lugar, era más bien una cuestión de números. Emilio me lo había explicado durante el mes de capacitación previo. No se trataba de que tan bonito pudiera parecer un producto, o que tan fantástico pudiera ser un lugar, se trataba de expansión, valuaciones, porcentajes y puntos, demanda, escalabilidad, ventas, entre otros cientos de cosas. Así que, sentados en aquel restaurante cuyo dueño buscaba una inversión, un aliado o un socio, no podíamos saber ninguna de las cosas que necesitábamos para tomar en serio su petición.
En conclusión, parecía ser más una cita que una cuestión de negocios. Sobre todo, porque Massimo me miraba a mí y no le prestaba mayor atención a su entorno.
Fue complicado mantener una conversación fluida puesto que parte de la experiencia requería la explicación del personal del restaurante. Preparaban las presentaciones de los platillos en la mesa y te explicaban de dónde había surgido la idea de cierto montaje, o cierta combinación de sabores. Te servían fresas que parecían tomates, y tomates que sabían a fresa. Yo era la única que preguntaba cualquier cosa: ¿es esto comestible? ¿Cómo han hecho flotar eso? ¿Cómo te imaginas un sabor al mirar una obra de arte? ¿Esto se rompe con la cucharilla o solo se muerde?
Pero Massimo no preguntaba nada, ni siquiera prestaba atención a las explicaciones sobre la estrecha relación entre la gastronomía y el arte. Miraba de reojo la intensidad con la que sus ojos me retrataban, y el placer que le causaba mi asombro. Ni siquiera se preguntó cómo habían podido cambiar la escenografía tan rápido cuando nos llevaron a la cocina por una bebida y regresamos para encontrarnos con que todo lo rojo había desaparecido, y el salón se había vuelto un lugar sobrio, oscuro y sofisticado. No había más candelabros, ni alfombras rojas o libros de pintura. Ni siquiera la forma de las mesas era igual. Habían pasado de ser un círculo a formar un cuadrado. ¿Y cómo?
Para el postre acudió el chef en persona para montar el platillo. Massimo me alertó con una voz casi ininteligible que se trataba del hombre que había pedido la inversión. Sin sorpresa, aquel hombre se acercó a la mesa y nos saludó como a dos comensales más. ¿No mencionaría el tema de la inversión? Me pareció tan apropiada la forma en que había manejado nuestra presencia que anoté mentalmente votar a favor de la inversión.
El postre fue una obra de arte, literalmente. Para el montaje se colocó un mantel grisáceo y sobre de él comenzó a pintar con los ingredientes del postre.
—Es sorprendente —aseguré—. Pero imagino que no escucha otra cosa más durante toda la noche.
El hombre asintió en agradecimiento.
—Es el objetivo —respondió—. Si a alguno de nuestros comensales no le parece la experiencia lo suficientemente extraordinaria como para sentir la necesidad de externarlo con nosotros, no tenemos la ejecución adecuada.
—No necesariamente —objeté—. Podría ser que el comensal en cuestión sea reservado.
—Nuestra experiencia inhibe incluso al más tímido —respondió—. Justo como el pecado lo hace en cada uno de nosotros.
Mientras salíamos del restaurante Massimo repitió las palabras del chef con un tono que me hizo reír. Recibimos la frescura de la noche entre risas y, de pronto, sentí que la tierra bajo mis pies se movía de tal forma que Massimo tuvo que evitar que perdiera el equilibrio tomándome por la cintura. Todo sucedió muy deprisa. Massimo me abrazó contra su pecho y yo respiré su aroma. Olía a madera, sándalo y musgo de roble. Inhalé profundamente y descubrí mi propio aliento.
—¿Cuánto he tomado allá adentro? —pregunté.
—Lo suficiente para que te tiemblen las piernas —respondió y me alzó entre sus brazos.
No objeté.
La sensación de los brazos de Massimo sosteniéndome encendieron el mismo interruptor que solía encenderse con Adrián, incluso con Marena. Esa necesidad que se acrecentaba en mi vientre y se volvía tan imperante que me nublaba los sentidos y no me permitía pensar en algo más. Deslicé la palma de mi mano sobre su pecho, gesto al que Massimo respondió con un suspiro. No me miraba, pero yo a él sí. Alcé la mano y acaricié el perfil de su mandíbula.
Los grandes pasos de Massimo alcanzaron la limusina, el conductor le abrió la puerta y Massimo me introdujo en el interior del vehículo con cautela. Me acomodé en el asiento y exhalé sintiendo el calor del alcohol en mi sistema.
—¿Massimo? —murmuré.
Massimo se volteó para mirarme con los ojos oscurecidos, el rostro endurecido por un deseo reprimido. Mantenía una distancia prudencial y entrecerraba los ojos, como si yo fuese un tipo de material inestable que podría desestabilizarse en cualquier momento.
—¿Te sientes bien? —preguntó con cautela.
—No del todo —respondí.
Con suavidad me dejé caer en el respaldo del asiento, justo en la curvatura de la L. Massimo se encontraba frente a mí, sentado muy recto y mirándome con el rostro ensombrecido. Me percaté de que algunas luces en el techo estaban apagadas.
—¿Qué necesitas? —volvió a preguntar.
Lentamente abrí las piernas enfrente de él, descubriéndolas por completo. La tela que quedaba en el medio del vestido cayó entre ellas, cubriendo mi entrepierna. Acaricié mi vientre hasta alcanzar uno de los lados de mi cadera y deslicé mi mano bajo el trozo de tela del vestido. Massimo se tensó frente a mí y yo me retorcí cuando mis dedos alcanzaron el encaje de mis bragas.
—Necesito que me toques —pedí en el medio de un jadeo.
Massimo apretó la mandíbula y volteó su mirada al frente.
—Oliver, cierra el compartimento —ordenó.
No me inmuté al entender que el conductor aún podía vernos a través del retrovisor, pero no me moví ni un centímetro más hasta que la compuerta se cerró por completo.
—Si vas a ser mía —advirtió Massimo—, ningún otro hombre volverá a verte. Mucho menos volverá a tocarte. ¿Puedes comprender eso? ¿Puedes aceptarlo?
—¿Y tú podrías aceptar algo similar? —cuestioné.
Mis palabras iban cargadas de un tono erótico. Me excitaba el deseo de Massimo por hacerme suya, poseerme y privarme del deseo de otros hombres. Lo hacía parecer más atractivo.
Massimo se aflojó el nudo de la corbata sin quitarme la mirada de encima. Yo deslicé la mano hacia mi sexo, sobre las bragas, y comencé a acariciarme con ternura. Al mirarme, Massimo se deshizo de la corbata por completo y el acto lo despeinó un poco. Ese mechón de cabello que saltó hacia su frente me volvió loca. Al percatarse de lo que aquello había ocasionado en mí, Massimo pasó sus largos dedos por su melena despeinándola un poco más. Sin prisa se quitó el saco y desencajó cada uno de los botones en su camisa.
Mis dedos comenzaron a moverse sobre mi sexo con premura.
—No te toques —ordenó—. El único que puede darte el placer que necesitas soy yo.
El tono endurecido de sus palabras me obligó a retirar la mano de mi entrepierna. La imposibilidad de tocarme y la ausencia de sus manos sobre mi piel llevaron mi excitación a otro nivel. Sentía la necesidad de abrir las piernas, de retorcer mis senos y gemir sin que Massimo hubiese puesto un solo dedo sobre de mí. Él lo sabía y le gustaba hacerme esperar.
Cuando hubo terminado de desabotonar su camisa la dejó así, entreabierta, para que pudiera mirar lo que había bajo ella, pero no lo suficiente. El tono bronceado de su piel destellaba de forma sutil bajo la cálida iluminación del vehículo, y Massimo sonrió porque sabía que se había esforzado para impresionar con su desnudez.
Se acercó con lentitud, con la cautela de un felino en plena caza. Lo primero que me tomó fueron las piernas. Dejó sus manos sobre mis muslos y los recorrió dejándome sentir su aspereza. La mirada de Massimo era de las pocas que no se avergonzaba por corresponder una mirada durante más tiempo del que resultaba cómodo. Más que mi cuerpo, parecía fascinado por las expresiones que llenaban y vaciaban mi rostro, todas a causa suya.
Me separó las piernas con un gesto tan brusco e inesperado que me hizo dar un respingo, y deslizó sus manos más allá de mis muslos hasta encontrar el borde de mis bragas. Tiró hacia él con suavidad, bajando mi ropa interior hasta que finalmente cayeron en silencio hasta mis tobillos. Con un movimiento imperceptible me liberé de la prenda dejándola caer por completo al suelo.
Massimo me estaba haciendo el amor con la mirada, pero no iba más allá. No metía sus dedos bajo mi vestido para encontrarme los pezones erectos, ni probaba la humedad en mi vagina. Me había quitado las bragas y se había molestado por no tocar más allá que la prenda. Me sorprendió la forma en la que Massimo no había necesitado ni siquiera besarme para tenerme a su merced, la intensidad de su mirada que te hacía querer decirle que sí a todo.
Escuché el cinturón de Massimo tintinear y sus dedos abrir la bragueta, el suspiro de satisfacción al dejar a su miembro fuera del agarre de la ropa interior. Quería mirar, pero sus ojos se habían prendado a los míos dejándome incapaz de mirar hacia otro lado. Acercó sus caderas hacia las mías conduciéndose por la abertura de mis piernas, juntando la punta de su nariz con la mía y descansando su frente sobre mi coronilla. Massimo se apoyó con una mano y con la otra, finalmente, tocó mi vagina con la punta de su pene. Massimo se alejó lo suficiente para mirarme y yo me retorcí de placer debajo de él.
Sacudió su miembro pausadamente sobre mi clítoris, un miembro erecto que se endureció más con el gesto. Mi vagina estaba húmeda e impregnó con su fluido el pene de Massimo, preparándolo para la penetración. Massimo se quedó un momento masturbándome de la misma forma hasta que en un movimiento inesperado se deslizó dentro de mí.
Mi vagina se estiró de una forma casi dolorosa acomodándose al tamaño de Massimo. No había visto su pene, pero desde luego que se trataba de uno grande. La textura de su piel dentro de mí generaba la fricción ideal para conseguir un orgasmo prematuro, lo presentía en la necesidad que se acrecentaba en mi vientre de una forma que no contaba con precedentes. Massimo retrocedió y embistió con la misma fuerza. Su miembro entraba tan bien dentro de mí que los gemidos no se hicieron esperar.
Massimo me cogió, primero lento y fuerte, haciéndome sentir cada uno de sus movimientos hasta el fondo donde no podía ir más allá. Lo estaba disfrutado, y el interior de mis muslos humedecidos estaban de acuerdo. El sonido de nuestra piel chocando, la respiración de Massimo y mis propios gemidos me estimularon lo suficiente para tener mi primer orgasmo. Solté un pequeño grito que se desfalleció más pronto de lo que había esperado, mientras mi cuerpo se sacudía bajo la intensidad del placer. Massimo no paró de embestirme cuando escuchó mi pequeña muerte, al contrario, me penetró con más fuerza y mayor rapidez.
Cuando me recuperé, dije entre jadeos:
—Quiero intentar algo.
Massimo paró, y sin salirse de mí se alejó lo suficiente para mirarme. No estaba sudando, pero su rostro se había ruborizado lo suficiente para mostrar agitación.
—¿Qué cosa? —preguntó con una voz tan firme que me descolocó.
¡Hablaba sin jadear, sin perder el aliento! Mientras yo no era capaz de recuperar la respiración ni formar una frase sin gemir de por medio. ¿Eso significaba que Massimo no lo estaba disfrutando? La idea se convirtió en un reto.
—Quiero que te sientes —dije.
Massimo no se movió durante unos segundos, mirándome fijamente mientras su miembro seguía dentro de mí. Entonces se retiró y tomó asiento.
Me detuve a mirarlo un segundo, a retratar a aquel hombre semi desnudo en mi mente. El cabello se le había salido de su lugar por completo, mandando al frente gran cantidad de mechones con los que Massimo no tenía intención de lidiar. La camisa blanca se abría mostrando su torso desnudo, y sus piernas desnudas dejaban resaltar un miembro enorme. Era enorme, sin duda, y sin rastro de un solo vello púbico. Jamás había visto a un hombre así, tan hermoso e irresistible.
Massimo sonrió invitándome a cumplir mi deseo. Me acomodé sobre de él, sentada frente a frente sobre sus piernas. Con mi mano derecha tomé su miembro y con la izquierda busqué equilibrio recargándome en el asiento. Al encontrar la entrada de mi vagina saqué la mano y la coloqué sobre el hombro de Massimo, entonces me senté con cuidado, sintiendo una vez más a su miembro deslizarse dentro de mí.
Me moví de adelante hacia atrás usando mis rodillas como punto de impulso, sintiendo sus testículos rosando mis glúteos. La humedad de mi sexo era sorprendente, facilitando la penetración de una forma que jamás había experimentado. Me cogí a Massimo con la necesidad de un segundo orgasmo, moviéndome con frenesí sobre de él. El vehículo estaba en movimiento, y podía ver con esa posición ver pasar a la ciudad y sus transeúntes. ¿Se darían cuenta que dos personas cogían dentro de aquella limusina? Era muy probable que no.
Massimo no soltaba ni un solo gemido. Lo máximo que logré fue que dejara caer su cabeza sobre el respaldo y cerrara los ojos, abandonando su necesidad de mirarlo todo. Y de pronto me di cuenta de que se sentía tan bien el sexo en aquel momento porque no llevaba protección.
—¡Massimo! —exclamé—. ¿No te has puesto un condón?
Massimo no se preocupó en mirarme de nuevo.
—Sigue —apremió en un susurro—. Ya casi termino.
Una parte de mí agradeció que Massimo hubiese sido lo suficientemente irresponsable como para saltarse la protección, ya que el sexo jamás sería lo mismo con un pedazo de látex de por medio. El alcohol que me nublaba el juicio eligió por mí, moviendo mis caderas en una danza circular que me indujo al camino de un nuevo orgasmo.
Massimo decidió tocarme entonces, colocando sus manos sobre mis caderas y guiando el ritmo de mis movimientos. La fuerza de sus brazos y la necesidad con la que me clavaba sus dedos en las caderas me hizo sentir poderosa. Se me dificultó seguir el ritmo que Massimo me exigía, pero al lograrlo ambos nos dejamos llevar por un orgasmo compartido que nos hizo culminar con mi voz soltando un grito escandaloso.
11
Desperté en una habitación desconocida.
Lo primero que llegó a mi mente fue la pérdida del equilibrio que había sufrido fuera del restaurante a causa del alcohol, los brazos de Massimo impidiendo una caída inminente y el rostro del chef hablando sobre los pecados. La cabeza me palpitaba de una forma que me hizo preguntarme cuánto había tomado realmente la noche anterior.
Me incorpore con dificultad, descubriendo que me encontraba totalmente desnuda. Estaba sola en una habitación vagamente iluminada por un sol vaporoso. El techo estaba hecho por cuadros de madera, el suelo se trataba de algún tipo de diseño alusivo a una explosión de pintura oleosa sobre de él, las paredes eran del color de la arena y un resplandor dorado tras de mí iluminaba gran parte de la habitación. No se trataba del sol, por lo que volteé con cautela para descubrir, con el ceño fruncido, que el resplandor provenía del contorno de una ilustración oscura de Mickey Mouse con unos lentes de sol. ¿Qué demonios había hecho a noche?
No pasaron más de cinco minutos hasta que los recuerdos de la noche anterior se agolparon dentro de mi cabeza generando una gran punción. Lo primero que recordé fue mi mano acariciando el pecho de Massimo mientras este me llevaba en brazos hasta el vehículo, sus manos sobre mi cadera frotándome sobre de él y sus ojos sobre los míos cuando su pene finalmente tocó mi vagina. Otra segunda punzada cruzó por mi sien. Los recuerdos de la noche anterior finalizaron con uno de Adrián, y el remordimiento no se hizo esperar. ¿Por qué sentía culpa si yo había decidido ya no estar más con él? Quizás eso no era del todo cierto, quizá sentía culpa porque yo lo sabía, pero Adrián no. Porque Adrián me había pedido que mantuviera mi distancia con Massimo y yo había terminado sobre sus piernas, llena de él. Literalmente.
¿En qué parte de la vida uno terminaba de cometer errores? Porque estaba ansiosa de llegar a ese momento en el que mis acciones no generaran más remordimientos.
—Buenos días —la voz de Massimo me hizo pegar un brinco.
Antes de encontrar el lugar del que provenía su voz, tomé una de las sabanas para cubrir mi torso desnudo. Después encontré a Massimo sentado en la esquina de una habitación, con el torso desnudo al igual que yo, el cabello mojado y un par de pantalones de vestir.
—Nosotros... —dije con un hilo de voz—. ¿Dormimos juntos?
Massimo alzó una ceja.
—¿Te refieres a si tuvimos sexo? —cuestionó.
—No —negué sin querer hacerlo con la cabeza y agravar la jaqueca—. Me refiero a si nosotros dormimos juntos de... Ya sabes, poner tu cabeza sobre una almohada y contar ovejas.
Massimo entrecerró los ojos en una expresión curiosa.
—Nosotros follamos ayer —escupió—. Sin condón, por cierto, y en un vehículo en el cual Oliver iba conduciendo. Pero si lo que realmente te preocupa es saber si dormimos en la misma cama; no, no lo hicimos.
Su respuesta me permitió soltar el aire que no sabía que estaba reteniendo.
—Bien —asentí con alivio, y mirando alrededor pregunté—: ¿Qué es este lugar?
—¿No era broma? —preguntó Massimo—. ¿Realmente querías saber si nosotros habíamos dormido uno al lado del otro?
Asentí arrepintiéndome al instante. La cabeza realmente me dolía.
—No era broma —aseguré.
Massimo recargó su mandíbula en una de sus manos, dando la impresión de ser un hombre en el medio de una negociación.
—¿Por qué te preocupa eso y no el hecho de que, justo ahora, estás dolorida gracias a mí? —cuestionó.
—Porque jamás he dormido con nadie, salvo con Adrián —respondí sin pensármelo mejor.
Massimo soltó una carcajada.
—¿Cómo? ¿Te preocupa con quién compartes la cama, pero no a quién tienes adentro? —Massimo siguió riendo, una risa hueca que no sugería diversión.
—Quiero irme —alegué—. ¿Dónde está mi ropa?
Massimo se levantó de su asiento dirigiéndose a la puerta sin detenerse a mirarme una vez más.
—Yo también quiero que te vayas —escupió—. Hay una muda de ropa para ti en el tocador, y sobre la mesa de noche está un consentimiento que debes firmar antes de irte. Ah, por cierto, mi padre llegó esta mañana, procura que no te vea salir de aquí.
Había herido el ego de Massimo, otra vez. Sabía que lo había herido, pero no sabía por qué ni de qué forma. Como había dicho, sobre la mesita de noche que más bien era una repisa, descansaba un sobre con una recopilación de papeles blancos. ¿Un consentimiento? La información de Massimo había sido tanta que mi cerebro se había tardado en procesarla por separado.
Massimo no había mentido, al leer esos papeles desnuda en el medio de una habitación con un gran Mickey Mouse resplandeciente, descubrí que los papeles en mi mano se trataban de un consentimiento escrito de mi parte para mantener relaciones sexuales vía vaginal con Massimo Wechsler.
¿QUÉ? ¿De verdad tenía que firmar un cúmulo de documentos que especificaban los actos sexuales que habíamos practicado anoche, dar fe del lugar en el que se habían practicado y dar constancia de que Massimo se había hecho cargo de mí aún después? ¿Qué clase de humillación podría ser esa? Pero fue aún peor cuando llegué a la parte de las líneas donde Massimo y el conductor Oliver habían firmado antes de mí.
Aventé los papeles sobre la cama y salí de ella hecha una furia. No firmaría tal humillación. Busqué la ropa que Massimo había dicho que me había dejado en el tocador, no me molestaría ni siquiera en darme una ducha para salir de ahí. Y si me encontraba con su padre me ocuparía de presentarme y comentarle lo imbécil que había salido su hijo para después darle mis condolencias.
La muda de ropa se trataba de interiores de algodón básicos, un conjunto deportivo de color gris y un par de calcetines azules. Miré por todas partes hasta darme cuenta de que lo de un hijo imbécil iba en serio; me había dejado ropa, pero no zapatos. Furiosa, salí de la habitación en calcetines azules y azoté la puerta tras de mí.
—Maldito imbécil hijo de puta —exclamé.
—Me alegra saber que mi hijo se preocupa por continuar preservando su reputación —sonó una voz pacifica a un lado de mí—. ¿Firmaste el consentimiento?
El susto de escuchar aquella voz había tumbado el lugar que la furia había conseguido dentro de mí. Sabía que tenía que voltear y mirar al señor Wechsler, uno de los hombres más ricos y poderosos de España, sin embargo, también había sido capaz de enlistar al menos diez cosas que habría preferido hacer en ese momento. Barrer el edificio A era una de ellas.
—¿Podría creer usted que todo lo que me dicen que evite hacer llega a mí como por arte de magia? —pregunté con los hombros caídos mientras me volteaba para devolverle la mirada.
Aquel hombre no parecía molesto, y la pregunta le iluminó los ojos con una sonrisa que no había previsto. El padre de Massimo era más joven de lo que había esperado, y me sorprendió darme cuenta de que, a pesar de que ambos asistimos al evento de caridad, nunca había reparado en su presencia. Y no, no se trataba de un hombre poco imponente, sino que al hablar de uno de los hombres más ricos y poderosos no te esperas a alguien tan joven. Tan joven según los méritos que había logrado hasta aquel momento.
—Así pasa cuando vivimos huyendo —respondió—, atraemos nuestros temores. Y no es por arte de magia, es por la obra de la ley más básica de la atracción.
—Bueno —sonreí—. Me encantaría quedarme a almorzar, pero el deber me llama.
—¿Sabes que es muy difícil que una persona pueda pararse frente a mí y hablar con esa naturalidad con la que tú lo haces? —cuestionó entrecerrando los ojos de la misma forma que Massimo solía hacerlo—. Te quedarás a almorzar y no está en discusión.
Por supuesto que tenía que ser así, pensé, porque a mí me dicen que corra hacia un sentido y lo hago, pero en dirección opuesta.
—Desde luego —sonreí.
No sabía qué situación era la más incómoda de todas; si el hecho de que me encontrase almorzando con el dueño de la empresa en la que trabajaba, que fuera el padre del hombre que me había cogido sobre un vehículo en movimiento, que supiera del consentimiento que Massimo me había pedido que firmara o que estuviese almorzando en calcetines azules con el hombre más rico de España. Tal vez la respuesta correcta era todas las anteriores.
La propiedad en la que me encontraba no se trataba del palacete de cuatro salones, ni el apartamento con vibra zen del edificio de ladrillo rojo. Tampoco parecía ser la propiedad dentro del complejo en la que Marta me había dejado, y donde Gabriel se encontraba dentro con Massimo preparando cocteles. Se trataba de un hogar increíblemente espacioso con gran afición por el cristal, los espejos y las superficies relucientes.
—Es la casa de mi esposa —resolvió el señor Wechsler—, de la madre de Massimo.
—Oh —murmuré.
¿Por qué Massimo me traería a la casa de su madre difunta después de lo sucedido la noche anterior? Habiendo tantos lugares, incluso hoteles fuera del dominio de los Wechsler, ¿por qué había decidido terminar aquí?
—Él viene aquí siempre que va a cenar a ese restaurante donde te tiran la comida en la mesa y le llaman arte —explicó una vez más.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿El restaurante con tres estrellas Michelin?
El señor Wechsler asintió.
—No entiendo —negué—. Massimo dijo que el dueño le había pedido una inversión y que él había decidido conocer el lugar apenas ayer.
El señor Wechsler era muy parecido a Massimo. Sus ojos no eran oscuros como los de su hijo, por el contrario, eran una combinación entre el gris y el verde, conservando la misma forma pequeña que le brindaba intensidad a su mirada. Su piel no era dorada como la de Massimo, era varios tonos por debajo del suyo, su cabello era más oscuro que el color chocolate de su hijo, el mismo tipo ondulado y las mismas cejas pobladas. La edad le había dejado detrás ciertos surcos que lo delataban, pero nada grave realmente.
El señor Wechsler negó.
—El restaurante es del hermano gemelo de su madre —contó—. Y jamás ha pedido una inversión, al contrario, Massimo quiere comprarlo, pero no está a la venta.
El almuerzo que nos habían servido era bastante frugal; papas a las finas hierbas, champiñones salteados con pimiento y una bola de arroz al vapor. Pensé que, de tener todo ese dinero, me ocuparía por llenar mi mesa de fruta y bizcochos como en las películas de gente adinerada. También pensé que, potencialmente, se trataría de un gran desperdicio de comida.
La mujer del servicio dejó una bebida que presentó como batido de aguacate con mango y un plato pastelero con lasaña de plátano con queso. ¿En qué momento la pasta se había convertido en un plátano y el aguacate en una bebida? ¿En dónde estaba la proteína? ¿Eran vegetarianos? ¿Los vegetarianos comían queso?
—Veo que piensas mucho —señaló el padre de Massimo mientras se limpiaba los labios con la servilleta de tela blanca—. Debes de pensar en cosas muy interesantes, pero me gustaría saber cómo llegaste a trabajar con nosotros.
Por un momento me pregunté cómo era posible que supiera que trabajaba para ellos. Claro que era el dueño de la empresa y debía tener contemplado todo, sin embargo, era prácticamente imposible que conociera cada uno de los rostros que trabajaban para Wechsler.
Antes de que pudiera contestar, el padre de Massimo negó.
—Discúlpame —pidió—, es la costumbre. No se habla de trabajo en la mesa. Entonces dime, ¿a qué se dedica tu familia?
—Tengo tres hermanos estudiantes —respondí mientras fustigaba a los champiñones con los picos de mi tenedor—, y mi madre es enfermera.
—¿Y tu padre? —apremió.
—Mi padre está muerto —respondí sin intenciones de recibir otra condolencia—. Lamento mucho haber interrumpido la privacidad del hogar de su esposa, no estaba consciente del hecho. De haberlo estado me habría negado.
—No te preocupes, eres bienvenida —aseguró—, sobre todo si Massimo te tuvo la confianza de compartirte una parte de ella. Esta casa conserva la esencia de su madre, es realmente acogedor.
Continué comiendo en silencio, descubriendo que los champiñones tenían mantequilla y el arroz perejil. Al igual que Massimo, su padre tenía la costumbre de no dejar de mirar a su acompañante. Era como si pudieran saber un poco más de la persona con la que estaban por el simple hecho de mirarlas fijamente.
—No quiero que sientas que el consentimiento escrito se trata de un insulto —dijo mientras me atrevía a probar el aguacate en la bebida—, y tampoco pretendo incomodarte con mi falta de discreción. Soy firme creyente de que las personas necesitan el conocimiento necesario para actuar con lealtad, y si te explico muchas cosas de mi hijo es para que comprendas lo que a mí me ha costado años comprender de él. Quiero ahorrarte el tiempo de descifrar su personalidad a cambio de que actúes con lealtad hacia nosotros.
Miré al padre de Massimo sin comprender del todo sus palabras.
—Voy a contarte algo muy personal que, desde luego, puedes comentarlo con Massimo si es de tu preferencia. La mía sería que no lo hicieras, sin embargo, lo dejo a tu criterio.
» La última pareja de Massimo resultó ser su asistente principal también, y no me sorprende puesto que el cargo se presta a un vínculo realmente personal. Tras la muerte de mi esposa, mi hijo perdió el camino y el sentido de la responsabilidad, por lo que parte del trabajo de un asistente personal es fungir de cierta forma como una niñera, violando incluso la privacidad de mi hijo. Es entendible para mí hasta cierto punto, no me escandalizo ni mucho menos lo prohíbo. Me encantaría que el amor le ayudara a Massimo a encontrar el camino.
» Sin embargo, la última chica que salió con él era, en realidad, una mujer de edad un poco más avanzada. E increíblemente astuta. Parte del problema que los Wechsler tenemos dentro del rol social es el conflicto de intereses. A algunas personas les puede parecer injusto que unas pocas tengan tanto y otras muchas tengan tan poco, así que se encuentran en la búsqueda interminable de obtener una pizca de nuestra fortuna. Eso les haría la vida. Y nosotros no tenemos problemas en compartir lo que es nuestro, sin embargo, considero que la necesidad y la ambición son dos cosas muy distintas, y para saciar la ambición se debe trabajar de manera honrada, no codiciando el bien ajeno.
» Así que Massimo se enamoró de esta mujer mayor, creo yo porque cubría cierta ausencia de su madre, y la mujer mayor se ocupó por llenar las necesidades de Massimo. Yo realmente estaba muy ocupado como para investigar a cada persona que se le acercaba a mi hijo, y evaluar las intenciones de cada una de ellas. La finalidad de la mujer era obtener dinero, y cuando Massimo lo descubrió cortó toda relación con ella. Como el plan de esta mujer se había fastidiado y le parecía una gran oportunidad que no podía dejar ir, presentó una denuncia por acoso sexual contra mi hijo y contra la empresa. Y en estos tiempos en los que para la mujer el villano es el hombre, y se apoyan entre ellas sin considerar la posibilidad de que hay mujeres que se aprovechan de ello, la palabra de la mujer no se puso en discusión.
» Massimo tenía pruebas suficientes para desenmascarar a la mujer, pero decidió no presentarlas porque se trataba de un tema personal entre los dos. Mi hijo se vio seriamente afectado por la avaricia de la mujer y la crítica social, así que fui yo quien le pedí que te hiciera firmar ese consentimiento esta mañana, siendo desde luego algo personal, pero necesitándolo para tener cómo defender la reputación de mi empresa. ¿Te imaginas cómo nos vemos ayudando a la caridad, pero abusando sexualmente de nuestras empleadas? Arreglamos el problema bajo la mesa, la mujer retiró su denuncia y jamás llegamos a los juzgados.
» Desde luego sé de sobra que no todas las personas son iguales que esa mujer, y no insinúo que tú lo seas. Conservarás tu trabajo y decidirás la clase de relación que quieras mantener con mi hijo, solo te pido que me ayudes con una firma. Me mantendría mucho más tranquilo, y he de suponer que a Massimo le ayudaría a confiar en ti.
Entonces firmé.
El jueves llegó más pronto de lo que había esperado.
Los días después de la cena con Massimo pasaron tomando cierta distancia entre nosotros. Ni Massimo ni yo teníamos las ganas de continuar con ese estira y afloja que habíamos creado. Yo había dejado de hablar de conspiraciones y él había dejado de ser un idiota, de pronto Massimo fue aquel empresario serio y enfocado que debía de ser siempre. Me pregunté si yo había tenido que ver en aquel cambio, y si aquel cambio significaba que mi puesto dejaría de ser requerido. También me pregunté si aquel cambio podría ser duradero en Massimo, que resultaba a simple vista ser una persona muy inestable.
Naturalmente investigué cada una de las palabras del padre de Massimo. Y cada una de ellas resultó ser cierta. El internet era brillante. Más allá de las notas periodísticas del escándalo de Wechsler, lo que realmente valió la pena por la búsqueda fueron las fotos de aquella mujer.
Aquella mujer madura que había levantado la farsa del acoso sexual era rubia. Era pálida, no tanto como el albino, pero era esa clase de personas pálidas que parecían tener la piel hecha de papel. De ojos ligeramente rasgados y cabellos de oro, nariz respingada y labios rosados. La edad le había sentado bien. Yo era un poco más... latina. Definitivamente no nos parecíamos en nada.
Después toda la investigación se arruinó cuando encontré una foto mía entre todas las demás. Era una foto que alguien me había sacado mientras disfrutaba de la cena con Massimo, cuando el restaurante parecía el cuadro de una pintura renacentista y yo su única protagonista. No recordaba el rostro de ninguno de los comensales, imaginaba que había sido alguno de ellos puesto que la descripción de la foto era más bien simple.
¿Será parte de la decoración? Es lo mejor de la noche.
Massimo se encontraba al fondo de la foto, mirándome. La oscuridad de sus ojos no había sido capaz de reflejar la luz que le daba color a la escena, al contrario, parecía que se la tragaba. Aquella imagen me pareció curiosa por lo que la guardé en mi ordenador. ¿Dónde había quedado aquel vestido rojo? Probablemente Massimo lo regresó a la mujer rusa que seguiría contratando para sus próximas citas. Algo se removió en el fondo de mi estómago, por lo que decidí cerrar las investigaciones y finalmente ponerme en contacto con mis hermanos.
CONTINUARÁ
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