Hasta la cima - primera parte

Regina es una mujer venezolana que decide migrar a España con la compañía de su novio y su mejor amiga. Después de mucho tiempo, logra entrar como empleada en Wechsler; una empresa multimillonaria que llega a su vida para cambiarlo todo

Hasta la cima:

Un comienzo difícil

1

Después de un par de meses viviendo con Marena debería saber que las arepasdefinitivamente no son su fuerte. Miro el desayuno sin apetito, esa masa disforme y tierna con sabor a molienda que reposa sobre mi plato mientras considero la posibilidad de que cobre vida y se desplace fuera de él arrastrándose lastimosamente.

—Se te va a hacer tarde —apremió Marena.

Marena había llegado a vivir a ese nuevo país junto con Adrián y conmigo cuando la coyuntura política de nuestro país natal había comenzado a tornarse complicada, desplomando la economía a tal grado que nuestro valor monetario se había devaluado hasta un sesenta y un mil por ciento, nada menos. Así, conseguir productos de supervivencia básica como papel higiénico era una tarea complicada, e imposible pensar en adquirir artículos farmacéuticos.

Yo siempre había pertenecido a una clase media trabajadora y rara vez mi familia se permitía algún tipo de gasto innecesario, era la mayor de cuatro hermanos por lo que cuando la economía se desplomó y Marena me ofreció trabajar fuera del país para apoyar a mi familia no pude decir que no. Fue entonces que llegué a España, en 2018, junto con Adrián que desde aquel entonces era mi pareja formal. Tan formal como se puede tener una pareja a los veintidós años.

El primero de los tres en conseguir trabajo fue Adrián en una empresa de estrategia comercial mientras que al mismo tiempo Marena se contrató como hostess en una taberna de gastronomía andaluza y mediterránea en Sevilla. Después de ocho meses yo era la única que seguía sin conseguir trabajo, comenzando a considerar opciones desesperadas. Me era imposible continuar con la rutina que me había establecido en España, ese despertar, hacer el desayuno, despedir a Adrián y a Marena y permanecer el día entero quitando el polvo de los anaqueles y mirando bolsas de trabajo en internet. Hacía meses que no recibía respuesta de mi madre y con justa razón pues, aunque había migrado para conseguir ayudarles desde afuera, mi desempleo pintaba a la situación como un abandono. Parecía que había abandonado a mi familia en un país que se estaba desmoronando para no tener que sufrir las mismas carencias que ellos. Fue entonces que Adrián metió las manos al fuego por mí y logró conseguirme una entrevista laboral con el subdirector de la empresa donde él trabajaba.

—Prácticamente ya estás contratada —decía Marena mientras tiraba al depósito las sobras de arepa—. Adrián no te habría dicho que fueras si creyera que no tienes oportunidad.

—Pero estamos hablando de una entrevista con el subdirector, no con un trabajador de recursos humanos. ¡Prácticamente es el dueño! ¿Y qué? ¿Me voy a sentar y hablarle sobre mi sueño de ser profesora de inicial cuando es una empresa de ventas? Estaré completamente fuera de lugar.

Marena se encogió de hombros.

—Eso se arregla fácil; no hables de tu sueño de ser profesora de inicial y listo.

Me sentía perdida ante la idea de presentarme en la oficina del jefe de Adrián, completamente descolocada. No tenía la preparación adecuada para posicionarme dentro de la empresa y, aun así, me rehusaba a tener un rechazo más dentro de mi lista de cosas que he hecho en España. Necesitaba borrar la palabra fracasar de la lista y agregar algo como hoy mandé el dinero suficiente para comprarle zapatos nuevos a Matías —el hermano más pequeño de los cuatro—. Necesitaba que mi madre respondiera mis llamadas.

Con una silueta parecida a la de un reloj de arena, piel canela y cabello negro me consideraba una mujer hermosa con senos y glúteos que siempre habían sido motivo de piropos y todo tipo de propuestas, piernas imponentes y un par de ojos inocentes. Las mejillas se me teñían de rojo bermellón sin la necesidad de utilizar artificios y mis labios, más gruesos que la media, eran el toque final a esa sensualidad natural que me caracterizaba.

Se me había notificado por correo electrónico que debía presentarme con vestimenta formal por lo que el calzado no era una opción. Si bien estaba familiarizada con el uso del tacón, lo cierto es que me era del todo incómodo. Tomé de la habitación de Marena unas zapatillas que daban la impresión de estar hechas con cristal y de entre el guardarropa que había traído de Venezuela escogí un vestido blanco. El vestido a grandes rasgos me moldeaba una figura espectacular. Dentro de él mis caderas parecían el doble de anchas y de la cintura ni hablar; se notaban esos sesenta centímetros perfectos. Por sí sola la tela me acomodaba el busto y se asomaba por el escote en forma de v mientras que las mangas me descubrían mis hombros ligeramente bronceados.

Al llegar al conjunto corporativo me recibió una mujer pelinegra de edad avanzada que me guio a través de las instalaciones mientras me explicaba el procedimiento de selección. Me decía que usualmente se realizaban al menos tres entrevistas antes de poder presentarte frente al subdirector de la agencia, ella incluida dentro de esos tres filtros. Al haber omitido gran parte del procedimiento, era importante que lograra resumir mi perfil al mismo tiempo que comentaba la aportación que pretendía ceder a la empresa. Los filtros anteriores solían encargarse de preparar un perfil esquematizado del candidato para que el señor Gabriel —después de un par de menciones entendí que aquel era el nombre del subdirector — tuviera una idea del tipo de personalidad y profesión al que se estaría enfrentando y lograra coger interés en el candidato, sin embargo, debido a la falta de participación del equipo de selección previo se podría decir que ese trabajo me tocaba hacerlo a mí durante la entrevista.

—El señor Gabriel es un personaje sobrio —comentó la pelinegra con el tono de voz de una confidencia —. No encontrarás ningún tipo de expresión en su rostro, ni indicios que puedan guiarte sobre la marcha para saber si estás llevando la entrevista por un buen o mal camino. Mi consejo es que te enfoques en sorprenderte a ti misma, al señor Gabriel no le gustan los chupamedias.

El comentario me pareció algo más allá que curioso. Si al subdirector no le gustaban los chupamedias, ¿cómo había hecho Adrián para convencerlo de reunirse conmigo? Después de un registro breve la pelinegra me dejó por mi cuenta en lo que a primera impresión etiqueté como una pequeña y austera sala de estar. Mientras el reloj hacía lo suyo, aquel tic tac que me martilleaba en los nervios, el sudor había comenzado a empaparme la nuca y recorrer gran parte de mi espalda. Respiré hondo. ¿Cómo saber que estás diciendo lo correcto? Era totalmente imposible tener la certeza absoluta de ello, y si era imposible, ¿por qué mi mente buscaba descifrar un secreto inexistente? Al cabo de un tiempo que pareció eterno, una mujer salió a recibirme para conducirme a través de la puerta por un corredor tan largo que era incomprensible. ¿Cómo podrías escucharte si gritabas desde aquella oficina? Sacudí mi cabeza para dispersar la duda. ¿Cómo por qué tendrías la necesidad de gritar?

Y dentro de esa oficina me encontré con el señor Gabriel.

El silencio de los primeros quince minutos me hizo replantearme el sentido de mi presencia. El señor Gabriel era una figura de autoridad bastante joven para el puesto que desempeñaba. A simple vista rozaba los treinta años de edad y la forma de su cuerpo conservaba los tiempos atléticos que había mantenido durante la universidad. Por otro lado, su oficina como subdirector se definía por tres colores; gris, café y negro, creando un contraste con el tipo de escena que tenía en mente. En aquel lugar el vestido blanco que llevaba encima estaba completamente fuera de lugar, como un halo de luz dentro de una cueva totalmente oscura.

Gabriel se encontraba del otro lado del escritorio, tecleando algo en el ordenador con un par de gafas que reflejaban la luz de la pantalla. Tac, tac, tac, no se escuchaba algo más. Reprimí el impulso de morderme las uñas.

—Hola —dije y el tac, tac, tac paro en seco.

Sin moverse un solo milímetro ni siquiera para mirarme Gabriel respondió:

—Creí que usted no conversaba.

Y en cuestión de una fracción de segundo el rostro se me transformó al rojo vivo.

—No pretendía molestarlo —mencioné.

—No lo ha hecho, solo asegúrese de hablar cuando tenga algo que decir.

—Por supuesto —asentí—, que tonta he quedado.

—Los nervios suelen traicionarnos más de lo que nos gustaría.

Gabriel era un hombre imponente. El tono de voz que se cargaba era insólito, profundo y desinteresado sin llegar a ser irrespetuoso. Sentado frente a mí mantenía una postura recta sin mostrarse forzada, y las palabras que salían de sus labios parecían haber sido pensadas al menos una decena de veces. Por un momento me lo imaginé en su habitación gris, café y negra hablando consigo mismo frente al espejo. La idea me hizo visualizarlo menos intimidante.

La entrevista comenzó cuando Gabriel se quitó las gafas para que yo pudiera encontrarle la mirada. Le pertenecían un par de ojos pardos que no me quitaba de encima. Me presenté por mi nombre; Regina, mientras él me ofrecía algún tipo de infusión japonesa. Supe que aquella entrevista sería distinta a las demás cuando las preguntas que me hacía eran acerca del futuro y no sobre el pasado. ¿Quién desea ser? ¿A quién le gustaría influenciar? ¿Hasta dónde pretende crecer?

— Hasta la cima —respondí—. De ser posible, hasta donde sea dueña de varias empresas.

Sin sonreír, la pregunta que Gabriel formuló después me erizó los vellos en la nuca.

¿Qué está dispuesta a hacer para llegar a donde quiere?

Sus palabras me acariciaron la piel como si fueran un par de manos explorando mi piel. ¿Había escuchado bien? Desde luego que lo había hecho. Bajo el escritorio retorcí mis dedos con nerviosismo. Lo más probable es que la pregunta fuese totalmente casual y que mi atracción involuntaria hacia aquel hombre la deformara hasta convertirla en una insinuación obscena. ¿Cómo podía permitirlo? ¡Se trataba del jefe de mi novio! Respiré hondo y tomé el mejor lado de la pregunta.

—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa —respondí.

La pelinegra que me había recibido en el complejo corporativo había dicho una cosa que había resultado ser cierta hasta ese momento: Gabriel era un hombre austero que controlaba sus gestos a la perfección. Sin embargo, al escuchar mi respuesta sus ojos rasgados se entrecerraron imperceptiblemente y justo ahí hubo una expresión.

—¿Está usted completamente segura de eso?

Con el corazón en la garganta dije que sí.

2

Marena no podía dejar de reír.

—Estás bromeando, chama —decía entre risa y risa.

—Ha sido justo como te lo he contado —juré—. El cabrón me ha preguntado que a qué estaba dispuesta y yo le he dicho que a cualquier cosa, entonces me contrató como parte del personal de limpieza.

Marena soltó una carcajada gutural sin compasión alguna.

—Menuda joyita de jefe que te has cargado —dijo—. Pero lo que todavía no puedo creer es que hayas dicho que estabas dispuesta a cualquier cosa. ¿Y Adrián?

La puerta del apartamento se abrió y Marena dio un respingo. El silencio que se hizo resultó tan delator que Adrián nos miró a ambas con desconfianza.

—¿Qué están haciendo? —cuestionó

Marena negó con la cabeza como si no supiera exactamente qué estábamos haciendo; ella era una terrible mentirosa.

—Le estaba contando cómo me fue, amor —respondí mientras Adrián se deshacía del saco que llevaba encima y lo dejaba sobre el sofá.

—¿Y bien? —preguntó mientras depositaba un beso sobre mis labios.

Contarle a Adrián el encuentro con su jefe generó en mí una sensación ajena. De alguna forma no llegaba a empatizar con la idea de compartir esa relación con él, como si no me sintiera a gusto con el hecho de que Adrián conociera a la misma Marena que yo. Fue ahí cuando me di cuenta de la primera señal de alerta que la figura de Gabriel había disparado en mi cerebro.

—Pero, ¿qué dices? —inquirió Adrián tras escuchar toda la historia o cuando menos la mayor parte de ella—. ¿Te contrató como consierge ?

—Adrián, no porque lo pronuncies en francés deja de ser lo que es; tu jefe me contrató de limpiadora.

Adrián negó, confundido.

—Es que no tiene sentido.

Marena soltó un pequeño bufido.

—¿No puedes visualizar la idea de Regina limpiando un baño? —se burló ella.

Adrián volvió a negar.

—Es que la empresa no tiene un equipo de intendencia —contó él—. Se contrata a una agencia externa que hace lo suyo con el mantenimiento, pero jamás se ha contratado directamente a una persona para eso. Es completamente innecesario.

Marena se encogió de hombros.

—Puede ser que la empresa esté en planes de hacerse de su propio personal de limpieza, ¿no?

Pero Adrián tenía razón.

En mi primer día de trabajo la mujer pelinegra que me había recibido anteriormente salió en esa ocasión con el mismo rostro con el que Adrián me había dicho que mi contratación no tenía ningún tipo de sentido. Sin mucho preámbulo nos dirigimos a una parte del complejo que no había visto durante mi primera visita, un edificio reducido de ingreso subterráneo. Una breve explicación de la pelinegra me informó que aquel edificio era de uso exclusivo para el personal de la empresa. Se trataba de una docena de dormitorios, vestidores y duchas complementadas por un comedor de uso común.

—Para serte sincera esta es la parte desierta de las instalaciones y es raro que venga alguien aquí, es por eso que vamos a probarte tus uniformes acá donde nadie pueda molestarnos.

Una vez la pelinegra me dio de alta en el sistema y pude acceder al edificio con mi huella dactilar, nos dirigimos a los vestidores que habían sido preparados previamente con un par de percheros que mostraban una cantidad considerable de conjuntos que variaban en cuanto a diseño, talla y gama de colores. Me pregunté cómo eso era posible si, según mi lógica, la empresa externa que prestaba sus servicios de limpieza debía contar con su propio personal, sus respectivos uniformes, utensilios, razón social, etcétera. Si esto era así, ¿cómo era que tenían tantos uniformes para un puesto que no existía antes de mi llegada? Aunque, la probabilidad de que Marena tuviese razón y la empresa estuviese considerando la idea de contar con su propio equipo de limpieza aún no estaba descartada.

La pelinegra me indicó probarme una serie de prendas hasta que determinó el patrón correcto, la tela, la talla y el color más adecuado a su juicio. No sé qué fue lo que tomó tanto tiempo, puesto que al final terminé vestida como Jennifer López en su película del 2002, Maid in Manhattan, donde representaba a una mujer que trabajaba como limpiadora en un hotel de primera clase. Su uniforme constaba de una camisa gris con mangas y cuello blanco, una falda lisa hasta por debajo de las rodillas y un pequeño mandil blanco a la cintura que me recordaba a los manteles sobre la mesa de mi abuela paterna.

—Con tenis blancos quedas perfecta —afirmó la mujer con orgullo, como si jamás se hubiese visto esa película y creyera que acababa de crear algún tipo de obra original.

Mi trabajo era tan sencillo que resultaba abrumador.

Durante mi primer día de trabajo y las semanas siguientes la empresa externa que negociaba con su servicio de limpieza siguió acudiendo al complejo con regularidad, he incluso mi entrada era cuatro horas más tarde que la de ellos. Cuando llegaba al complejo y me cambiaba en el edificio fantasma —resultó ser que la pelinegra tenía llena toda la boca de razón; nadie se pasaba por ahí más que el personal de limpieza para hacer lo suyo—, a la hora de tomar mi lugar correspondiente dentro del edificio “ A” el trabajo se había terminado. El problema no estaba en que yo llegase emocionada por recoger y sacar la basura, sin embargo, pasaba más de ocho horas en pie sin tener una sola responsabilidad encima. Limpiaba sobre lo limpio, no había más. Nadie me pedía que quitara el polvo de algún lugar o que pusiera café, ni siquiera me pedían que buscara algo que hacer. Era como si simplemente yo no existiese.

Adrián no decía mucho al respecto. Él trabajaba en el edificio “ C”, en el cual me había percatado que mi huella dactilar no estaba habilitada para casi todo el complejo una tarde que decidí hacerle una visita sorpresa y la puerta sencillamente no abrió. Tras una breve investigación descubrí que mi huella solo me daba acceso al edificio fantasma y al edificio “A” y, aunque Adrián sí que tenía acceso a todos los edificios, no pasó a verme ni una sola vez. Desde ahí cada día comencé a sentirme más incómoda. Tampoco me tardé mucho en descubrir que el edificio “A” era el edificio de operaciones del director y subdirector, es decir, el edificio donde había acudido a mi entrevista y en el cual se ubicaba la oficina del señor Gabriel. No me sorprendió reconocerlo tan tarde puesto que todos los edificios del complejo eran una réplica del otro y también en parte porque jamás me encontré con Gabriel ni una sola vez,

Mis días favoritos se volvieron los lunes que era cuando descansaba y en donde, aunque no hacía la gran cosa, al menos permanecía en la confidencialidad del apartamento. Donde al menos había dejado de ser una carga y me había transformado en una fuente de ingresos. Ese detalle había mantenido a raya la necesidad de salir corriendo de aquel lugar, de aquella empresa y de aquel país. Nadie te decía nunca lo solo que podías llegar a sentirte en el extranjero. Lo difícil que era acostumbrarse a cosas tan simples como el aroma en el ambiente, el sabor de los condimentos en la comida y el mundo laboral que se te cerraba la puerta en la nariz y devaluaba toda la experiencia que podrías haber traído de tu país natal. Aquí, mis estudios para ser profesora de inicial no valían más que un plumero para limpiar las superficies y ganar el mínimo. Lo cierto era que con la situación en la que estaba mi país ninguna oportunidad parecía despreciable.

El hecho de que hubiese trabajado más de mes y medio en el mismo lugar que Adrián y nunca se hubiese molestado en buscarme era como una piedrita en mi zapato. Incluso Marena, que trabajaba a una hora de distancia del complejo, se había presentado en más de una ocasión para animarme con arepas mal hechas y mantecados —dulces típicos de la repostería española—. Pero Adrián se encontraba ausente, distante, como si de alguna forma se avergonzara del puesto que yo desempeñaba en su trabajo.

—¿Cómo está tu horario esta semana? —pregunté un día por la mañana mientras me desenredaba el cabello y Adrián se abotonaba una camisa blanca.

—Como siempre, Reggie —contestó él.

Fruncí el ceño mientras me detuve para mirarlo a través del reflejo en el espejo.

—Y... ¿qué es “ como siempre” ?

Adrián alzó las cejas con impresión.

—Pues como siempre, Reggie, ya te he dicho mi horario muchas veces.

Esta vez fui yo quien alzó las cejas.

—Perdón, pero nunca me has dado cuenta de tus horarios desde que llegamos a España.

Adrián se encogió de hombros.

—No sabía que al llegar a España te volvías en mi madre.

La respuesta de Adrián me dejó estupefacta. Me quedé varios minutos en silencio mientras Adrián se hacía el nudo de la corbata y se calzaba los zapatos. Adrián siempre había sido un hombre guapo con esa sonrisa perfecta, los labios pronunciados y esa suerte de barba que le crecía como candado y resaltaba el verde que coloreaba sus ojos. Era mayor que yo por cinco años, diferencia que nunca se sintió hasta en ese momento cuando Adrián había optado por tratarme como una niña tonta.

—Te preguntaba para ver si nuestros horarios coincidían en algo e irnos juntos al complejo, no porque me interese lo que hagas cuando estás fuera. No soy tu madre, tienes toda la razón, así que hazme un favor y deja de comportarte como chamo .

Terminé de arreglarme en silencio y salí de la habitación para encontrarme con Marena tomando el desayuno.

—No entiendo cómo pueden entrar a trabajar tan temprano—decía ella con ojeras y un café entre las manos—, es inhumano.

—¿Temprano? —cuestioné con burla—. Marena, el sol salió hace varias horas. Temprano sería salir a trabajar antes que él.

Marena negó con cansancio.

Adrián había traído la noche anterior croissants, la versión francesa de lo que en mi país eran llamados c achitos . Tomé uno para rellenarlo con jamón y queso y pensé en los meses en los que fue imposible conseguir uno de estos en Venezuela. Pensar en mi país y en lo que la idea representaba —mi madre y mis hermanos— me encogió el corazón hasta quitarme el apetito. Unas manos ásperas me sorprendieron por la cadera y me arrebataron de mis remordimientos.

—¿Sabías que eres muy atractiva cuando te enojas conmigo? —susurró Adrián en mi oído juntando su cadera con la mía.

—Qué asco, no sé por qué sigo viviendo con ustedes dos —exclamó Marena de fondo haciendo reír a un Adrián quien se apartó suavemente.

—Discúlpame, me he comportado como un idiota allá adentro —murmuró Adrián por lo bajo.

—Lo sé —asentí.

Saqué el croissant relleno del horno y me di la media vuelta para encarar a mi novio.

—Anda, desayuna—apremié ofreciéndole el bocadillo—. Como recompensa me llevarás al trabajo.

Adrián no tuvo elección.

De camino al complejo tuvimos esa clase de charlas donde solíamos ponernos al tanto de la vida del otro, de esos pocos sucesos que nos perdíamos en el día. Aunque jamás había obtenido una camaradería como la que había conseguido con Marena las cosas con Adrián me parecían auténticas. Estar con él me hacía sentir segura, como si una parte de Venezuela —la parte buena— hubiese venido con él. Era lo más cercano que tenía de sentir a mi madre conmigo, a mis hermanos. ¿No era eso extraño? Era como si Adrián estuviese hecho para mí, con las partes que yo más amaba de mis seres queridos.

Adrián me contó algunos altercados que había tenido con el hijo del director, un hombre joven de nombre italiano que había dedicado sus últimas semanas en hacerle la vida imposible. Entendí entonces que su distanciamiento no se debía a otra cosa más que una sobrecarga de trabajo.

—Massimo —repitió Adrián—, ese cabrón me tiene totalmente arrecho .

Yo no tenía mucho que contar más que de lo mismo. Conté brevemente la pequeña rivalidad que había surgido con el personal de limpieza y las pequeñas maldades que solían hacerme, lo insulso que me parecía no tener mi propio material de trabajo y lo aburrido que era el paso del tiempo en ese lugar.

—Hace un par de días me he encontrado con Gabriel en una de las salas de reuniones —contó Adrián—. Estuvimos hablando de algunas cosas y de pronto me acordé de ti y te he sacado a tema.

—¿Qué? —cuestioné—. ¿Y qué le dijiste?

Adrián negó con simpleza.

—No mucho, solo le pregunté qué planes tenía contigo.

—¿Y él que te dijo?

Adrián rodó los ojos con fastidio por el recuerdo anunciado.

—Que no confunda nuestra relación personal con el ámbito laboral —bufó—. Gabriel puede llegar a ser pesado cuando quiere.

Asentí discerniendo la información. La respuesta de Gabriel cubrió una expectativa de la que no estaba enterada. Por alguna razón, el que Gabriel recordara mi existencia y mantuviera en secreto sus intenciones conmigo —aunque fueran intenciones únicamente laborales— encendía en mi pecho una pequeña chispa de interés. Una pequeña chispa de deseo.

3

Marena llegó al apartamento mucho antes que Adrián pillándome con el teléfono en las manos. Me miró torciendo los ojos como si yo fuera algún tipo de mascota en venta.

—No ha contestado —acertó desde el marco de la entrada sin necesidad de que le brindara algún tipo de explicación para interpretar la escena.

Asentí y me encogí de hombros intentando parecer despreocupada mientras colgaba en teléfono en su base.

—¿Por qué llegaste tan temprano? —le pregunté a cambio.

Marena cerró la puerta y se acomodó en el sofá a un lado de mí. Pensar en la respuesta que estaba por darme hizo que echara su cabeza en el respaldo y negara sin poder creérselo.

—Mi jefa me sacó de piso por un estúpido cliente.

—¿Se quejó de ti y de tu actitud intachable? —bufé.

Marena soltó una risita desganada.

—Por supuesto que no, evidentemente si trabajo en el servicio al cliente es porque sé lucir encantadora cuando se trata de dinero.

—¿Entonces?

Tras unos segundos en silencio Marena dio un pequeño brinco en su lugar y me miró con el brillo característico que le iluminaban los ojos al tener una idea.

—Vamos a un bar —apremió.

Negué sin pensármelo ni una sola vez.

—No tengo dinero para eso, Mar.

—¿Me escuchaste preguntarte por dinero? —preguntó, expectante—. Vamos a un bar y allá te cuento. Tú también necesitas relajarte del trabajo de mierda que te has conseguido.

Pelear con Marena era un caso perdido, sobre todo cuando tenía razón.

—Auch —fue todo lo que dije.

Cuando la gente nos veía juntas sin saber de nosotras solían apostar por que éramos hermanas. El único par de diferencias notables entre Marena y yo consistía en la estatura, puesto que Marena me ganaba por un par de centímetros y las mejillas, siendo las mías más regordetas. Pero, si se detenían a observarnos detalladamente, la piel de Marena  era un par de tonos más clara que la mía. Sus caderas eran anchas, pero aun así más estrechas y sus hombros eran más amplios ocasionando un par de senos más voluminosos. Era más alta por lo que tenía las piernas más largas que yo, y más delgadas también. Por último, su cabello le alcanzaba los glúteos y no era negro, era más bien castaño claro. Marena era una mujer joven de veinticinco años que destilaba una carga de sensualidad impresionante.

Nos arreglamos juntas en su habitación escogiendo las prendas del ropero de Marena. Mientras ella escogió una camiseta negra con el estampado de algún grupo de rock, un short diminuto y un par de botas altas hasta las rodillas, yo opté por el conjunto rosado de punto que Mar había dejado olvidado desde la Navidad antepasada. Se trataba de un crop top de manga larga y una minifalda de punto que se adaptaban en conjunto a las curvas de mi silueta. Mientras Mar se alaciaba el cabello yo rizaba el mío creando un aspecto más atrevido, me tinté los labios de rojo y me remarqué la mirada con máscara para pestañas. Adoré el reflejo que me devolvió el espejo.

—Le mandaré un mensaje a Adrián para que nos alcance, ¿te parece? —cuestioné.

Mar se encogió de hombros.

—Sabes que no tengo problema.

Mar consiguió saltarse la fila de espera por un par de euros.

La oscuridad en el interior del bar estaba estilizada por un pinchadiscos con tendencias preferentes al electro house mientras que distintas luces de colores recorrían una pista de baile ocupada por completo. El ambiente estaba lleno de humo de hielo seco. Nos sentamos en un conjunto de sofás modulares con mesa de centro donde solo había otra mujer con mala cara. Parecía no estar disfrutando del ambiente, apariencia que fue comprobada cuando tomó su bolso y se perdió entre la multitud en dirección a la salida.

—Algunas mujeres no saben cómo divertirse —exclamó Mar.

El rostro de Marena parecía estar formado por una colección de semblantes heterogéneos que se contradecían en la personalidad que representaban. Era como si el rostro de Marena tuviese la facultad de cambiar sus rasgos por completo hasta crear a una persona totalmente distinta. En ese momento, Marena parecía una mujer malintencionada con la que uno debía tener cuidado. ¿Cómo hacía eso? Era como si dentro de ella convivieran en armonía personalidades totalmente distintas; Marena la irónica, Marena la maliciosa, Marena la humilde, Marena la señora cuarentona cansada las veinticuatro horas del día, Marena la solidaria. Y todas esas cualidades que conformaban a mi mejor amiga se contradecían entre sí la mayor parte del tiempo creando una inconsistencia peculiar.

—¿Qué pedimos? —preguntó mientras revisaba las calificaciones y comentarios del bar por internet.

—He leído en artículos que España adora los Moscow Mule.

Mar alzó las cejas mientras asentía.

—¿Qué se supone que eran? —preguntó mientras fruncía el entrecejo tratando de recordarlo.

—Vodka, limón y jengibre —recordé.

Mar frunció la nariz con desagrado.

—¿Y tú de verdad quieres tomar eso? —preguntó.

Asentí sin mucha convicción. Era de ley que, si a Marena no le gustaba, muy probablemente a mí tampoco.

—Pues creo que pediré un... Bloody Mary. ¿Segura que no prefieres uno? Vodka con picante suena mucho mejor que vodka con jengibre.

—No —negué—, creo que prefiero una piña colada.

Mar asintió con aprobación y no tomó asiento hasta que un mesero se hubo acercado a nuestra mesa y tomado nuestra orden.

—Pues bien, me falta contarte lo de esta tarde —recordó ella tomando asiento por fin.

No podía evitar notar las miradas fugaces de los hombres hacia nuestra mesa. Contuve una risa burlona y asentí acercándome a Mar para escucharla mejor.

—Estaba en mi turno como siempre acomodando las reservaciones manuales dentro de la tablet cuando un hombre se acercó al atril. Evidentemente pensé que se trataba de un cliente por lo que lo recibí con el saludo clásico de la taberna, pero él se río y dijo que no había ido a consumir. Entonces este sujeto, con la confianza más grande que sus huevos se acerca en plan macho, ¿sabes? Tipo yo puedo con todas, con esa clase de confianza que inspira inseguridad, y me extiende una tarjetita de presentación... Ah, sí, es para nosotras.

El mesero colocó sobre la mesa del centro los cócteles y un recipiente pequeño repleto de cacahuates japoneses. Mar asiente, agradece y el mesero se retira para atender a los chicos de la mesa contigua.

—Pues bueno, como te decía, este c hamo me da su tarjeta de presentación y lo primero que pensé fue que me estaba ofreciendo algún tipo de servicio o trabajo, tal vez, pero luego me dice que le encantaría tener una velada espectacular conmigo —continúa mientras niega con la cabeza sin poderse creer lo que sale de sus labios—. Aunque estoy soltera yo le dije que no, sobre todo porque no tengo tiempo, Rey, y no quiero a invertir el poco que me sobra en una persona que al final no sabes si va a dejarte algo bueno.

—Bueno, pero eso realmente no lo puedes saber, Mar —señalé—. No se puede saber si una persona va a dejarte algo bueno o no, o si estarás con ella una noche o por el resto de tu vida.

—Pero tú sabes, por ejemplo, que las cosas con Adrián van para largo, ¿no? —dijo ella mientras se inclinaba para alcanzar su coctel y darle un trago—. Esas cosas se saben cuando eres una persona objetiva. Y más allá de ser objetiva, lo sabes cuando te conoces a ti misma, cuando conoces a tu pareja, la dinámica que se desenvuelve entre ustedes y todo eso. Cuando sabes hasta dónde está dispuesto a llegar cada uno. El amor no es algo incontrolable Regina, es una decisión. Y es una decisión que debe tomarse a consciencia porque debes saber decidir amar a la persona que has elegido incluso los días en que puedes llegar a odiarla. Si no puedes decidir algo así, ¿para qué le haces perder el tiempo a alguien que podría estar mejor sin ti? Antes de tomar lo que quieres debes estar completamente seguro de quererlo, no ser una persona ventajosa y reservar todo lo que algún día podrías querer para que el día que lo quieras realmente, si es que ese día llega, puedas tomarlo sin problema. Es algo enfermo, desconsiderado y...

Mar había sido plantada en el altar unos meses antes de encontrar la manera de migrar a España. Ese suceso había sido parte de lo que me había convencido de tomar una decisión tan drástica. A veces Mar entraba a la ducha y salía con los ojos hinchados, manteniendo la fachada de que era alérgica a alguno de los productos en la regadera. Aunque Adrián estaba seguro de que así era y se había esforzado por renovar los productos de limpieza personal hasta que diera con unos que no causarán ese efecto en Marena, yo sabía que ella seguía en duelo. Así que cuando la voz se le cortó y miró al techo para contener las lágrimas, yo aparté la mirada y fingí buscar algo sobre la mesa.

—¿Y qué pasó entonces con el tipo? ¿Por qué una persona que iba pasando fue la causante de que te sacaran del trabajo?

Marena decidió actuar como si nada, como siempre, y alzó la mano hasta que el mesero acudió y nos dejó un par de cócteles más.

—Porque después de haberme negado e intentar regresarle su tarjetita de mierda me ofreció dinero para que yo aceptara.

Alcé las cejas con sorpresa.

—¿Así nada más? ¿Fue un te pago la cogida y ya?

Marena negó.

—Claro que no, fue mucho más sutil —dijo ella—. Fue un: si lo necesitas, puedo ayudar a tu economía a cambio de una sola comida. Sería como una inversión de negocios.

—¿Por comer nada más? —pregunté con el ceño fruncido—. ¿Te dijo eso? ¿ Una inversión de negocios?

Marena asintió.

—Así tal cual. Fue super raro, fue como estar hablando con un inversionista sobre el tipo de financiación para un proyecto de verdad.

—Salvo que el proyecto eres tú —señalé con media sonrisa. Marena rodó los ojos con fastidio —. Entonces le dijiste que no.

—Pues claro —exclamó Marena, ofendida—. ¿Qué más podía decir?

Me encogí de hombros.

—Pues que sí —contesté—. No le veo algo de malo, era solo una comida.

—¿No le ves algo de malo? Regina, eso es algún tipo de prostitución.

En esa ocasión fui yo quién rodó los ojos con fastidio.

—No seas melodramática, Marena, era solo una comida. Y que te remuneren por sentarte a comer en un restaurante con un hombre de, aparentemente, buena posición económica no me suena a algún tipo de martirio a menos que... ¿Estaba viejo?

Marena enarcó una ceja.

—¿Cómo que viejo? —preguntó.

—¿Pues cómo que cómo? —interrogué —. Pues viejo de viejo, de arrugado, de senil y demente. ¿Era así el hombre que se te acercó?

Marena ahogó una risa.

—Pero, ¿qué te pasa, Regina?

—Contéstame —apremié.

—Pues no, no estaba ni viejo, ni arrugado, ni mucho menos senil. Aunque demente... yo diría que sí.

—¿Cuántos años le calculas? —quise saber.

Marena alzó las cejas con impresión.

—Bueno, ¿y tú por qué tan interesada? —preguntó con cierta complicidad.

—Porque aparentemente mi amiga es una estúpida recatada que desaprovecha las buenas oportunidades.

—¡No puede ser! —exclamó con escandalo—. ¿Tú lo harías?

Moví mis hombros con picardía.

—Puede que sí —dije—. Y desde luego tú deberías hacerlo.

La conversación se alargó entre posibilidades, tragos y risas mientras que el alcohol que estaba sobre la mesa disminuyó considerablemente en un lapso de tiempo alarmantemente breve. Al tercer coctel conseguí que Marena me diera su celular, y al cuarto le escribí al hombre misterioso haciéndome pasar por ella. Después de un rato Marena me arrastró a la pista de baile donde el efecto del alcohol me ayudaba a integrarme entre los cuerpos sudorosos que se movían al compás de la música.

No sabía cómo explicarlo, pero cuando Marena y yo estábamos pasadas de alcohol surgía entre nosotras una tensión sexual desmesurada. Era mi mejor amiga, y por ello me sentía con la confianza de dejarme arrastrar por la música hasta estar lo suficientemente cerca como para rozar mis senos con los suyos. Pero más excitante aún eran las miradas de los hombres que nos comían sin tapujos. Me gustaba que nos miraran, que sufrieran por no formar parte de lo que estaban mirando. Casi podía sentir la necesidad que crecía en su vientre y los recorría cuesta abajo. Sonreí descaradamente mientras bailaba con Mar y alzando el rostro para sobrellevar el mareo que comenzaba a nublarme la vista. ¿Cuánto había tomado? Una rápida mirada hacia nuestra mesa reveló que habíamos arrasado con todo, no quedaba nada.

Mar me tomó por la cintura y me acercó a ella nuevamente, dándome cuenta de que en algún momento del que yo no era consciente me había alejado de nuestro baile privado. Me apretó contra ella y me inspiró en la sien, dirigiendo su lengua hacia el arco que formaba mi oreja y lamiéndolo con suavidad. Luego de eso dijo:

—Ahí está Adrián.

Como si el mundo se hubiese puesto en cámara lenta volteé hacia Marena  para encontrar la dirección de su mirada. Me reí torpemente dando un paso hacia atrás para mantener el equilibrio ocasionando que el brazo de Marena me apretara más contra ella. Miré sobre mi hombro con dificultad y me encontré con Adrián al final de la pista mirándonos fijamente. Gesticulé la palabra ven y la acompañé con un gesto coqueto con el dedo índice. Adrián sonrió a lo lejos y se abrió paso por la pista hasta nosotras.

—Te dejo un momento con mi chica y lo primero que haces es intentar robártela —le dijo Adrián a Marena en tono divertido.

Los brazos de Marena fueron sustituidos por la musculatura de Adrián, firme y segura. Rodeé su cuello con mis brazos y escondí mi rostro en la curvatura de su cuello. Adrián olía a la frescura de la noche, un gran contraste con el ambiente que nos rodeaba, con el calor que me nublaba las ideas.

—¿Cuánto tomaste, Reggie? —me preguntó con ternura.

Yo negué como respuesta.

—No mucho —atiné a decir.

Adrián río suavemente.

—Por supuesto que no mucho, amor —dijo él—. Eres apenas un bebé.

—No digas eso —pedí—, porque esta noche quiero sentirte dentro de mí.

En mi vientre creció la presión del miembro de Adrián respondiendo a mis palabras. Marena dijo algo que no pude comprender por encima del sonido de la música y Adrián asintió. Creí haberla visto meterse más adentro de la pista de baile. Adrián me dio media vuelta y me abrazó así, acariciándome los hombros con tanta delicadeza que me sorprendió la forma en que mis terminaciones nerviosas se electrizaron y humedecieron mi sexo. Adrián se apretó más contra mi cuerpo, inspiró con fuerza en mi nuca y suspiró con un deseo bestial. Unos segundos más tarde lo escuché reír.

—Vamos por algo de tomar —propuso.

Regresamos a la mesa donde encontramos a Marena con una acompañante. Tomaban tequila con sal de gusano y me pareció ver que la mujer sentada a su lado le acariciaba uno de los muslos con necesidad. Adrián decidió acompañarlas con un par de cervezas y a mí no me dejó pedir algo más que un vaso de agua.

—Tienes que hidratarte —había dicho Adrián—. Te sentirás mejor. También te pediré algo de comer.

Adrián ordenó botana con picante y más cacahuates para mí.

Me costaba trabajo enfocarme en la conversación que estaban teniendo Marena, Adrián y la chica acompañante. Me metí un par de cacahuates a la boca y miré a Adrián conversar y reírse. Después de reír Adrián terminó por lamerse el labio inferior. No sé si eran los efectos del alcohol o la escena que se había desarrollado entre Marena y yo, pero la excitación que me consumía era tal que necesitaba apretar las piernas para controlarla. El sudor que me había aparecido en la nuca me rodó por la espalda y un escalofrío me sacudió por completo. Todos se voltearon para mirarme.

—¿Todo bien? —me preguntó Adrián.

Asentí y acerté a terminarme el vaso de agua sobre la mesa. Adrián respondió una pregunta que no pude escuchar, dejando su mano en mi pierna como un gesto desinteresado y prestando atención a otro lado. Las yemas de sus dedos frotando mi piel me volvieron loca, como si todos mis sentidos se hubiesen amplificado y su piel fuera algún tipo de detonante. Tragué saliva y me concentré en devorar la botana sobre la mesa. Todo intento era en vano, no era capaz de sentir nada más que los dedos de Adrián sobre mi pierna y desearlos recorriendo todo mi cuerpo. Miré alrededor nerviosa entre la oscuridad, las luces de colores y el humo de hielo seco hasta que encontré los sanitarios. Quizá un poco de agua en mis mejillas y alrededor del cuello me vendría bien.

—¿Te llevo? —inquirió Adrián siguiéndome la mirada.

Asentí, se disculpó y nos acercamos a los sanitarios cuya entrada era controlada por un gorila vestido de negro, micrófono y cara de pocos amigos. ¿Por qué era necesario un guardaespaldas en los sanitarios?

—¿Te sientes bien? —preguntó Adrián. No pude identificar lo que su mirada significaba.

—Sí, solo necesito... Solo necesito mojarme la cara.

—¿Estás mareada? —quiso saber.

—Algo —acepté.

La fila era corta por lo que en menos de diez minutos nos encontramos solos con el gorila, cara a cara. Adrián se acercó para decir algo que no pude entender, deslizó un papel por el saco del gorila y volteó alrededor para asegurarse de que nadie lo hubiese visto. Estaba demasiado ebria para deducir lo que estaba tramando.

—Entra —apremió Adrián.

Entré sola. Dentro de los sanitarios había dos chicas más que se retocaban el maquillaje frente de los lavabos.

Incomoda por la humedad en mi sexo entré a uno de los cubículos para deshacerme de ella y una vez terminé salí a lavarme las manos no encontré a ninguna de las dos chicas. Ahí, dejando que el chorro frío del agua me refrescara, me incliné para sorber un poco de agua del grifo y enjuagarme la boca. Me toqué el rostro con las manos y disfruté la sensación de frescura que me produjo la acción. Continué refrescándome el cuello, los hombros y la clavícula hasta que me enderecé y encontré a Adrián tras de mí en el espejo. Di un pequeño brinco. No me lo esperaba.

—¿Cuándo entraste? —cuestioné sin darme la vuelta.

La mirada de Adrián estaba sombreada por el ángulo de la lámpara sobre nosotros, un toque oscuro y siniestro que me anudó el estómago. Pude apreciar entonces que Adrián iba con uno de esos trajes que usaba para el trabajo, salvo que se había deshecho de la corbata y había desabotonado los primeros dos botones, con el cabello alborotado y mi labial en el cuello. ¿En qué momento había dejado yo eso ahí?

—¿Cómo te la estás pasando? —preguntó en cambio.

Tomé un cuadro de papel toalla para secarme.

—De los ocho meses que hemos estado aquí, hoy ha sido mi día favorito —admití.

Adrián me dio una media sonrisa.

—Qué bueno, preciosa.

Volteé a mirar la puerta con preocupación.

—Adrián, alguna chica va a entrar y con qué te vea aquí va a dar el grito en el cielo.

Pero Adrián no se movió ni medio centímetro, manteniendo sus manos en los bolsillos de su pantalón.

—Bueno, he terminado —dije arrojando el papel toalla dentro de la cesta de basura bajo el lavabo—, Vámonos antes de que alguien te vea.

Me di la vuelta dispuesta a alcanzar la manija cuando la mano de Adrián me apartó de ella jalándome por la muñeca. Volteé para mirarlo contrariada.

—¿Qué estás haciendo?

Adrián sonrió.

—Te he estado observando toda la noche —dijo él y me recorrió el cuerpo con la mirada—. Te conozco tanto, Regina...

Fruncí el ceño sin comprender.

—¿Qué dices?

Pero Adrián no respondió al instante, en su lugar me jaló más hacia él y con la mano libre comenzó a subirme la falda.

—¡Adrián! Entrará alguien en cualquier segundo —chillé.

Las manos de Adrián fueron rápidas y concisas, deslizándose por debajo de mi ropa interior hasta alcanzar mi sexo. Al hacerlo, Adrián soltó mi muñeca para rodearme los hombros con el brazo libre y apretarme más contra él. Nuevamente pude sentir su miembro erecto contra mis glúteos. Sus dedos me acariciaron el clítoris rociándome de deseo, primero suave y después con premura. Adrián miraba la escena desde el reflejo mientras yo cerraba los ojos y disfrutaba de su contacto. Entonces, sin previo aviso, Adrián me dio la vuelta y se arrodilló frente a mí.

—¡Adrián! —jadeé, en parte con deseo y en parte con preocupación. ¿Acaso eso no era una falta considerable a la moral? No quería terminar la noche ante un juez.

Adrián me silenció con un gesto mientras tomaba mis piernas y las separaba.

—Ábrelas más —susurró.

Adrián deslizó su cabeza entre mis muslos mientras apartaba con sus dedos mis bragas y tocaba con su lengua mi sexo. Húmeda, caliente y firme recorrió mi entrepierna con una necesidad que me hizo temblar. Enredé mis dedos entre su cabello y pedí más. Adrián obedeció, separando mis labios con ambas manos para tener un mayor alcance, un mejor festín. Estábamos haciendo algo que jamás habríamos pensado en hacer de no ser por el alcohol. Moví mis caderas en un acto por inercia, frotándome contra su lengua, pidiendo más y más. De pronto la imagen de Adrián y el gorila en la puerta apareció muy nítida bajo mis parpados; Adrián había pagado al guardia para obtener esos minutos de placer.

—Ven —pedí con esas ansias que había sentido en la pista de baile durante mi baile con Marena, sentada en los sillones bebiendo un vaso de agua y sintiendo los dedos de Adrián sobre mi pierna.

Adrián se incorporó y mientras yo le daba la espalda y me bajaba las bragas lo suficiente, él se deshacía del cinturón en sus pantalones y del exceso de ropa. Sin más preámbulo Adrián me penetró tomándome por la cintura, un golpe que me dejó sentir a su miembro en mi vientre. Lancé un pequeño grito de sorpresa mientras Adrián soltaba un gemido, entonces se apartó un poco y lo volvió a hacer. Me embistió con la fuerza suficiente para lograr que mis bragas se deslizaran por mis muslos hasta llegar a las rodillas. Me dejé mecer por sus movimientos apresurados apoyándome con ambas manos sobre el lavabo. La fricción de su piel contra mi sexo me volvía loca, esa desnudez que me transmitía intimidad, ese vínculo que no resultaba ser el mismo cuando una barrera de látex nos dividía. Lo adoraba.

Pude sentir como se endurecía el pene de Adrián dentro de mi vagina, como crecía dentro de mí buscando ese punto culminante. Adrián me empujó con suavidad sobre el lavabo dejando que mi mejilla reposara sobre la piedra fría mientras que él encontraba la forma de llegar más profundo. Yo me mordía el labio con la fuerza suficiente para contener los gemidos de placer, pero aun así nuestras respiraciones agitadas llenaban el acto de sensualidad. Me encantaba escuchar a Adrián satisfacerse con mi cuerpo, me encantaba satisfacer mi necesidad con Adrián. Era algo de lo que nunca me podría cansar.

Adrián se recargó sobre de mí buscando más contacto, metiéndose y saliéndose de entre mis piernas a su antojo.

—Adrián —jadeé—. Termina dentro. Por favor, amor, por favor. Cógeme duro y termina dentro. Lo necesito.

Sentí a Adrián mover la cabeza en un asentimiento sobre mi espalda y de pronto sus movimientos aceleraron con presteza. Sentí sus testículos impactar contra mi piel haciendo sonar el contacto y rogué una y otra vez porque Adrián me completara con su semen. Quizá en algún otro momento me hubiese detenido a mirar mi calendario menstrual y pensar en un embarazo no deseado, pero en ese momento con Adrián cogiéndome con tanta fuerza, la adrenalina del momento en mis venas y el alcohol en la cabeza no podía pensar nada más que en la urgencia. Las embestidas de Adrián aceleraron hasta terminar en una determinante, una embestida que llegó profundo y se quedó ahí, escurriendo el deseo de Adrián dentro de mí. Sentí las palpitaciones de su orgasmo en mi sexo y me froté contra él hasta alcanzar el propio. Con un conjunto de temblores recibí el placer que se escurría por mis piernas y permanecimos así lo suficiente para que el miembro de Adrián se saliera por sí solo. Suspiré y nos echamos a reír.

CONTINUARÁ...