Hasta la cima - cuarta parte

Regina es una mujer venezolana que decide migrar a España con la compañía de su novio y su mejor amiga. Después de mucho tiempo, logra entrar como empleada en Wechsler; una empresa multimillonaria que llega a su vida para cambiarlo todo.

El pulso que me palpitaba en los oídos me hacía difícil la tarea de escuchar el ruido de fondo en la llamada de Adrián. Se escuchaba en un lugar conglomerado, como si se hubiese parado en el corazón de Madrid para hacer una sola llamada.

—Me gustaría hablar contigo, Regina —escupió—. Pero no me gustaría ir al apartamento.

En el piso de arriba Massimo había comenzado a hacer mucho ruido, como si revolviese cosas de un lado a otro. Lo imaginé desnudo, con el zumo de naranja en la mano y haciendo ruido por el placer de fastidiarme la llamada.

—Entonces, ¿una cena? —sugerí, distraída.

—¿Te hablo en un mal momento? —preguntó al fin, con un dejo de molestia en la voz.

—Cuando se trata de nosotros nunca es un mal momento.

Evasión, dulce y maravillosa herramienta de supervivencia.

—Mira —suspiró—, tengo muchas ganas de arreglar lo nuestro y seguir adelante, pero me gustaría que por un momento diéramos un paso atrás en nuestra relación y nos comportáramos como dos personas que quieren dar el paso, pero aún no tienen esa confianza. No sé si me explico.

Fruncí el ceño, en parte por las palabras de Adrián y en parte por la música que había comenzado a apoderarse del piso de Massimo; ópera, del tipo de mujeres gordas con voces agudas.

—¿Cómo? ¿Ya no confías en mí? —pregunté.

—Regina... —murmuró del otro lado de la línea.

—No pasa nada —negué, pero una parte de mí había comenzado a ponerse a la defensiva—. Yo también tengo muchas ganas de algo. Muchas ganas de que me cuentes con quién estabas en la mañana. Parece que con ella sí tienes la confianza suficiente para dejarle contestar tu móvil, ¿no?

—No hablo para pelear —zanjó.

—¿Quién está peleando? —pregunté con fingida curiosidad—. Porque te aseguro que yo no.

De pronto la música proveniente del piso de arriba paró en seco.

—Te conozco —dijo como si fuese un factor negativo—. Buscas pelea para desviar la atención de tus errores hacia los míos. Inteligente, pero no lo suficiente.

—Pensé que no hablabas para pelear.

Casi pude escuchar la forma en la que se encogía de hombros.

—Solo quiero quedar en algún restaurante contigo para poder hablar mejor —apuntó—. Pero si te pones a la defensiva haré exactamente lo mismo. No lo arruines más, Regina.

Las últimas palabras me llegaron al corazón como una daga.

Recordaba a alguien en una tarde lluviosa después de haber acudido a un citatorio en el colegio, cuando yo era más joven. Cuando nadie se pensaba que podría llegar a pisar una universidad como parte de la matrícula estudiantil. Llovía mientras yo acomodaba sobre la ventana paquetes con semillas que mi madre cultivaba en las macetas, como un ciclo interminable entre la vida y la muerte.

Ese alguien recargó la palma de su mano, callosa por el trabajo y pesada por el cansancio, No quería mirarlo, porque sentía justamente lo que él seguramente sentía; decepción. No era capaz de considerarme un ser humano con el potencial suficiente para destacar.

Habría sido mucho más sencillo si ese alguien tuviese ideales de la vieja escuela, si toda su fe en mí se englobara alrededor de un futuro matrimonio con algún hombre de renombre y no en que me volviera en una mujer empoderada que se abriera un camino sin precedente alguno. Era abrumador que alguien pusiera todas sus esperanzas sobre de ti, como si realmente valieras lo suficiente.

—No lo arruines más, Regina —fue todo lo que dije.

Entonces el peso de su mano en mi hombro desapareció y cuando por fin pude mirar atrás era demasiado tarde, había desaparecido dejando tras de sí el peso de su ausencia. El fantasma azul se encontraba dentro de ese recuerdo también.

Massimo comenzó a bajar las escaleras de nuevo, esta vez vestido y calzado lo suficiente como para que el sonido sus pasos se parecieran a los de una mujer en zapatillas.

—Quiero arreglar esto —dije con una sinceridad que me apretujó el corazón—. Quiero arreglarlo y lamento mucho lo sucedido, pero este no es un buen momento.

—No —negó Massimo atrás de mí—. No es un buen momento.

Volteé para mirar a Massimo, quien se terminaba de arreglar los puños del traje.

—¿Ese es Massimo, Regina? —exigió saber Adrián.

—Lo es —asentí—. Lo siento, debo cortar.

Antes de escuchar las protestas de Adrián colgué la llamada y guardé el móvil dentro de mi bolsa de mano.

—Te agradecería no atender llamadas personales mientras estés conmigo —dijo con algún tipo de asentimiento que parecía estar en el medio de un saludo japonés —había tenido la suerte de mirar unos cuantos durante el evento de caridad de los Wechsler—.

—Lo lamento mucho —fue todo lo que dije.

—¿Arreglaste lo del transporte? ¿Tienes ya a mis vehículos esperando fuera?

—La verdad es que no, señor.

Massimo sonrió descubriendo unos colmillos perfectos mientras alzaba las cejas.

—¿Acaso tengo que portar un traje en todo momento para que te dirijas a mí con propiedad?

—No puedo dirigirme con mucha propiedad a un hombre al que no le importa mucho caminar desnudo frente a mí —respondí.

Y maldije internamente mis años de amistad con Marena. ¿Qué tanto de sus respuestas sarcásticas se habían vuelto parte de mi propia personalidad?

—¿Herí tu sensibilidad? —preguntó con un dejo de altanería—. A estas alturas dudo mucho que no hayas visto a un hombre desnudo en tu vida.

Massimo se acercó, imponente, lo suficiente para que yo pudiese percibir el aroma de su enjuague bucal. Puso un dedo sobre mi labio inferior y lo deslizó hacia mi mentón jugando con él. Una excitación que no quise reconocer me recorrió las piernas.

—Pero si me equivocó y realmente te he herido la sensibilidad, significaría que por alguna razón incomprensible no has visto a ningún hombre lo suficiente para sentirte cómoda con nuestra desnudez y, desde luego, estaría más que encantado de ayudarte con eso —soltó el aire pesadamente—. Así podría saldar mi deuda que dejé pendiente contigo desde el evento. Ojo por ojo.

Di un paso hacia atrás, como un ciervo asustado.

—Tengo pareja, señor —dije con todo el valor que pude reunir, pasando por alto el cosquilleo en mi vientre—. Y aunque aprecio la oportunidad que me está dando, prefiero mantener una relación con usted meramente profesional.

Massimo se irguió, haciendo un gesto indescriptible. ¿Aquello que había visto había sido arrogancia? ¿Por qué me sorprendía encontrarla en una persona como él? Pero había sido un gesto de tanto impacto que realmente me hizo dudar si estaba rechazando una oportunidad única.

—Primero: dime Massimo, si continúas hablándome de usted estás despedida sin posibilidad de una contratación posterior dentro de la empresa —expuso con frialdad—. Segundo: las oportunidades se ganan, preciosa, y sinceramente no he visto que hagas nada por merecer esta. Gabriel tuvo que ir a sacarte de tu apartamento para que nos hicieras el favor de ponerte a trabajar en el puesto que le rogaste. Estás aquí por un favor, porque de lo contrario seguirías barriendo el edificio. Y tercero: todas dicen eso, y tarde o temprano caen. Quiero mi vehículo, y lo quiero en este momento.

Massimo era una bestia hostil cuando su ego se sentía amenazado.

¿Una persona arrogante podía realmente sentirse amenazada? No. Más bien; Massimo se había convertido en una figura hostil como un niño emberrinchado al no obtener un juguete nuevo para su colección. ¿Cómo se contentaba a un niño berrinchudo? El camino fácil era darle justo lo que quería.

Massimo no permitió que siguiera el resto del día fungiendo como su asistente principal, hecho que me mandó a casa inesperadamente temprano justo antes de la reunión de las dos.

Emilio me pidió que no me sorprendiera de haber sido relevada de mis obligaciones tan pronto y sin previo aviso, argumentando que Massimo podía ser tan caprichoso como podría imaginar.

—A la siguiente recuerda que el joven Massimo no es tu jefe —dijo durante la llamada de control—. Recuerda que el incendio puede apagarlo su padre con una sola mirada, pero si quieres hacer las cosas más llevaderas con el joven Massimo procura no echárselo en cara. Él lo sabe de sobra.

Pensándolo en el sillón del apartamento vacío supe que había sido un error actuar con aquel impulso de moral inquebrantable. ¿Qué podía tener de malo el ignorar sus intentos de seducción —que aparentemente eso eran—, e incluso jugar un poco su juego de estira y afloja? Al final no habría un interés auténtico por llevar las cosas a otro nivel —¿o sí? — y en teoría no habría una infidelidad de por medio. ¿O sí? ¿La infidelidad comenzaba desde la chispa de interés que se siente en el pecho por otra persona o se consideraba infidelidad desde un contacto sexual?

Para un hombre era diferente que para una mujer, desde luego. Había leído en algunas páginas de consejos femeninos que mientras para una mujer la infidelidad comenzaba desde un sentimiento, para el hombre trascendía en el acto sexual. No era que los sentimientos no importaran para el hombre, ni que la sexualidad fuera poca cosa para la mujer, sino que entre todas las infidelidades, la peor para cada sexo era diferente.

Mientras no hubiese contacto físico con Massimo todo estaría bien.

Si yo realmente quería continuar con el puesto y buscar el camino hacia la escuela privada de Wechsler, tenía que encontrar una forma de mantener a Massimo contento. Y una forma de hacerlo sin arruinar más mi relación con Adrián era utilizar la piscología inversa. Si Massimo se mostraba interesado en mí por no mostrar especial atención en él, causar un desinterés en Massimo que me dejara trabajar sin problemas era invertir los papeles. Mostrarme tan interesada por Massimo que al propio Massimo cada insinuación le pareciera un acto desesperado y de mal gusto.

Así encontraría el balance perfecto.

Mi móvil personal no tenía ninguna notificación nueva desde la llamada de Adrián en el apartamento de Massimo, por lo que redacté un mensaje rápido explicando lo que había estado pasando para mí dentro de la empresa y así eliminar cualquier tipo de malentendido. Adrián me contestó positivamente, por lo que fue un peso de encima menos. El tema de la chica que me había contestado en la llamada había quedado en el olvido. ¿Cómo había podido ser tan mala mi memoria como para suprimir algo con tanta facilidad?

Sin embargo, también había olvidado otra cosa. Había olvidado que no había sido yo quien había marcado y aquella mujer misteriosa la que había contestado, sino que había sido al revés. Ella me había marcado a mí y aquel detalle tan importante se había quedado en lo recóndito de mi mala memoria hasta nuevo aviso.

9

El silencio en el apartamento me hizo recordar que, cuando vivía en mi país natal con mis tres hermanos menores, el silencio entonces era un deseo inalcanzable. Recordé lo mucho que me había llegado a molestar el ruido, y lo preciosa que había sido España para mí en ese sentido, donde descubrí la maravilla de un hogar relleno de adultos. Pero con el tiempo el silencio se volvía pesado, como una capa de cemento que me inmovilizaba y me dejaba pensando sobre las personas que había perdido en el camino.

Así que, independientemente del terrible carácter de mi madre, tomé el portátil que Marta me había enviado con fines laborales y decidí retomar uno de mis pasatiempos olvidados: acosar. Después de una búsqueda promedio, ni tan larga ni tan corta, conseguí una dirección de correo electrónico que me vinculó a Skype. Todo habría sido más sencillo si no tuviese miedo de exponer a mis hermanos ante la furia de mi madre, que desde luego seguía manteniendo un silencio sepulcral.

Yo tenía tres hermanos menores, siendo Matías el más pequeño y Lian el mayor de los tres. Si conseguía que Lian me tomara una sola llamada todo lo demás estaba resuelto. Ahora, no todo era tan sencillo como dar un clic y listo. Aunque Lian se encontraba disponible, con el circulo verde a un lado de su respectivo usuario, la situación era si mi hermano realmente quería hablar conmigo.

Tras mi fracaso los primeros ocho meses en España como migrante, no tenía ni idea de cómo se las había ingeniado mi madre para sacar adelante a los tres niños. La respuesta que se formulaba en mi cabeza cada vez que pensaba en ello y no quería escuchar se resumía en Lian. Si yo no había sido capaz de aportar ningún tipo de ingreso, la posibilidad de que Lian hubiese abandonado sus estudios y encontrado la forma de generar una ganancia económica para ayudar a Matías y a Tomás era increíblemente alta.

Lo que Lian más quería en el mundo era ser doctor.

Si por mi culpa él tenía que abandonar ese sueño porque su hermana no había sido lo suficientemente útil para la familia, era probable que no me lo perdonara nunca. ¿Creerían que había escapado y había sido lo suficientemente egoísta para no mirar atrás? Esa era otra posibilidad aterradora.

Sin embargo, mandé una invitación sencilla al chat de Lian que contestó en seguida. Un sí sin más que contestaba a mi pregunta. Con los nervios destruyéndome las entrañas por estar a punto de conocer una verdad que prefería no saber —quizá, después de todo, sí era lo suficientemente egoísta—, me recogí el cabello en una coleta y me coloqué frente a la cámara del portátil para llamar a mi hermano.

No tuve el tiempo suficiente para prepararme. Cuando Lian aceptó mi solicitud y la cámara de nuestro ordenador viejo iluminó su ventana con el rostro de mi hermano, el estómago se me revolvió de tal forma que sopese la posibilidad de correr al lavabo. Había olvidado los ojos de Lian. Había olvidado que eran los mismos que utilizaba la forma del fantasma azul.

La mirada de Lian se clavaba sobre mí con una expresión indescifrable. Gabriel se parecía a mi hermano en ese aspecto, dos ejemplares de libros cerrados con una cubierta de cuero sin ninguna inscripción sobre de ella.

Lian asintió y fue el primero en romper el silencio.

—Todavía no me puedes ver a los ojos, ¿verdad? —preguntó.

Tragué saliva para diluir el nudo que se había formado en mi garganta.

—¿Qué dices? —sonreí con los ojos llenos de lágrimas—. Tus ojos son realmente preciosos.

—No pasa nada —negó—, a veces me cuesta mirarlos incluso a mí.

Negué, disimulando la lágrima rebelde que se había resbalado por mi mejilla.

—¿Dónde está mamá? —pregunté, dejando al fantasma azul en el fondo de un cajón con llave. Otra vez.

—Trabajando —respondió—. ¿Dónde está Adrián?

—Trabajando —mentí.

Hubo un gran silencio, un silencio incómodo en el que Lian no dejó de mirarme, expectante.

—¿Por qué estás llamando ahora? —preguntó—. ¿Por qué no llamaste hace medio año?

Aunque el tono de Lian era tranquilo, justo con el que había contestado al principio de la llamada, reconocí la demanda en sus palabras.

—Discutí con mamá —respondí.

Lian asintió.

—Ya, pero nosotros somos aparte de la relación que tengas con mamá. ¿Por qué no nos hablaste a nosotros? —cuestionó.

Yo me encogí de hombros.

—Mamá es una persona difícil, no quería meterlos en problemas por mí.

Lian frunció ligeramente el ceño.

—Nosotros siempre nos meteríamos en problemas por ti —declaró con una calidez que me encogió el corazón—. ¿Quieres hablar con los niños? Te han extrañado mucho.

—Antes de eso, tú... —dubiteé—. ¿Tú sigues en la escuela?

Y por primera vez en la llamada Lian sonrió.

—Por supuesto.

Un peso de mi corazón cayó dejándome sonreír, entonces vi a mis dos hermanos menores restantes. Se mostraron tímidos, como si hubiese pasado toda una vida desde la última vez que nos habíamos visto. Matías se podía apreciar más alto desde la cámara y Tomás más regordete. Marena llegó justo a tiempo para saludarlos y concretó, junto con mis hermanos, realizar una videollamada cada jueves.

Por lo poco que mis hermanos me pudieron contar a ciencia cierta, mi mamá tomaba turnos dobles para poder mantener un estilo de vida decente, sin embargo, con la situación del país en general lograr algo por el estilo era más que complicado para una sola persona.

—Puedo mandarles dinero, es la idea original de que yo esté acá.

—¿Y luego cómo se lo damos a mamá? —preguntó Tomás.

—No lo sé —dije yo—, quizá podrían meterlo a escondidas en su bolsa.

Lian soltó una carcajada.

—¿Y entonces qué dirá ella? — inquirió Lian—. “Uy, qué buena suerte tengo, han aparecido de la nada un par de euros donde guardo mis bolívares venezolanos”.

Puse los ojos en blanco.

—Puede que sea una mala idea —acepté.

—¿Mala? Es terrible —definió Lian.

Cuando la llamada terminó, Marena y yo nos encargamos de una cena rápida y cayó la noche. Juntas nos ocupamos por generar las cuentas a pagar de ese mes e hicimos los sobres correspondientes para cada pago. Aparté un pequeño monto para cualquier emergencia y el resto lo guardé en otro sobre, mientras comenzaba mi investigación de la forma correcta de mandar dinero internacionalmente.

A eso de las tres de la mañana, cuando yo ya me encontraba en el quinto sueño recargada sobre mi portátil, alguno de los dos móviles sonó sacándome de mis ensoñaciones. Contesté entre dormida y despierta.

—¿Regina? ¿Estás ahí? —preguntó Adrián.

—¿Cómo te contestaría si no? —cuestioné.

Cerré el portátil y lo acomodé sobre la mesita de noche.

—No podía dormir —contó, apenado.

—Y me llamaste —señalé—. Eso es algo bueno.

Pero el silencio que se hizo al otro lado no auguraba nada bueno.

—En realidad no podía dormir porque tengo una pregunta que hacerte —asentí y Adrián continuó—. ¿Por qué estabas con Massimo?

Recordé la llamada de Adrián cuando estaba en el apartamento de Massimo y, aún peor, la forma en que la toalla se había resbalado de su cintura. Me sonrojé y agradecí que no lo hubiese preguntado de frente.

—Gabriel me ayudó a conseguir un mejor lugar dentro de la empresa —respondí con tranquilidad—. No te lo había contado porque el día que me dieron la noticia fue el mismo día que te fuiste del apartamento.

—No entiendo, ¿y qué tiene que ver Massimo en todo esto? —había sueño en su voz, como si realmente estuviese cansado pero su consciencia no fuera capaz de guardar silencio.

Le expliqué a detalle lo que había sucedido con la negociación de Gabriel, mi intención por abandonar la empresa y la amabilidad con la que conservó mi puesto a pesar de los días que había desaparecido. Adrián me escuchaba, preguntaba y volvía a escuchar sin interrumpir más allá.

—¿Y por qué no me llamaste de regreso cuando terminó tu turno? —preguntó.

—Porque les hablé a los tres cerditos —le conté.

Adrián nos había bautizado con el cuento de los tres cerditos, porque cuando solíamos hacer llamada y yo estaba a cargo de mis hermanos, él decía que al enojarme con ellos me convertía en un lobo feroz que acechaba a los pobres cerditos de mis tres hermanos. El sonido de nostalgia que expresó Adrián por ese pequeño recuerdo me dio un poco de esperanza. Quizá, después de todo, sí podríamos salir adelante y continuar con nuestra relación hasta el siguiente nivel.

—Me alegro mucho por ti —dijo Adrián—. Te pido que tengas cuidado de Massimo, no es una buena persona.

—¿Por qué lo dices? —pregunté.

—Porque he trabajado con él muy de cerca —respondió—. Es un hombre que maquilla su falta de amor propio con arrogancia, alcohol y sexo. Y si en su camino se encuentra a una persona que no necesita nada de eso para sentirse mejor consigo mismo, busca hacerle la vida imposible a cada paso que da.

—El otro día recordé que habías comentado algo similar —mencioné—. Algo sobre Massimo complicándote la vida. ¿Por qué?

—Digamos que Massimo y yo no somos compatibles en lo absoluto. Solo prométeme que te mantendrás alejada de él, tanto como tu trabajo te lo permita.

—Lo prometo —aseguré.

Pero en aquel entonces yo no podía saber que estaba mintiendo.

Tiempo después comprendí que la verdad era tan efímera como el tiempo, o más bien, que la verdad era parecida muy a nosotros. Y que, al igual que nosotros, la verdad estaba regida por el tiempo y solo existía bajo su tela de juicio, podía ser y dejar de ser en un solo pestañeo.


La cena con Adrián era una semana después de mi primer día como asistente principal de Massimo.

Lo que había dicho de Massimo no había sido sorprendente, pues Massimo no era una persona que dejara tras de sí algo bueno de que hablar. De hecho, hasta la propia Marta que parecía adorar hasta las piedras sonaba despectiva al momento de mencionarlo. De todas las personas que lo habían mencionado dentro de una conversación conmigo, Gabriel era el único que no había dicho algo malo de él, pero tampoco algo bueno. Sin embargo, el comentario de Adrián sobre Massimo era diferente, por algún motivo. Se sentía personal. No era lo mismo que alguno de sus compañeros de trabajo reconociera abiertamente que trabajar con Massimo nunca es la mejor opción, que atreverte a decir que era una mala persona y te alejarás de ella.

Adrián no me había dicho lo que había sucedido entre ellos, pero sospechaba que tarde o temprano lo sabría, probablemente de la boca del propio Massimo. Anoté mentalmente prestar más atención a los detalles de la relación entre esos dos hombres y dejé el tema para después.

Por otro lado, la conversación con los tres cerditos me había recargado la barra de motivación, y cuando llegué por Massimo al gimnasio lo hice a lo antaño, con un gran ramo de flores.

—Soy alérgico a las flores —zanjó Massimo al verlas.

Yo fruncí el ceño.

—Eso no es verdad —negué—, me he tenido que aprender tu lista de alergias para no matarte en un restaurante.

Massimo sonrió.

—O matarme sin dejar indicios.

Caminamos rumbo a la salida; yo con el ramo de rosas entre los brazos y Massimo terminándose de secar el sudor del cabello.

—No me dejaría exenta, ¿no te enteraste del caso de Michael Jackson? Es una gran teoría conspirativa.

—No creo en las conspiraciones —dijo arrugando la frente.

—Te la contaré de todas formas.

Me fue suficiente un solo momento de meditación en la sala de estar en mi apartamento para cambiar radicalmente con Massimo.

De pronto, me había convertido en la colegiala colgada del chico más guapo de la escuela. Esa colegiala que fungía como su mejor amiga y lo cuidaba como a una madre, esperando que tarde o temprano pudiera reconocer su valor y aquel chico deslumbrante le pidiese que llevaran su romance hasta la universidad.

Si yo era una molestia, Massimo no lo hizo notar en lo absoluto. Escuchaba mis teorías conspirativas que miraba por internet, y tras haberme comentado que no era de su agrado —oh, grato error—, me aprendí cientos de conspiraciones más. Incluso las más tontas. Pero a Massimo parecía no importarle, y en un primer momento no pude reconocer si esa era la reacción que estaba buscando. Incluso había llegado a sentarme fuera del cuarto de baño para seguir contándole alguna de las historias de fantasía mientras él tomaba su ducha de ley tras la rutina.

Massimo no fue grosero, pero tampoco interactuaba con mis historias. Se mantenía callado, pero sin estar ausente, serio, pero sin un gesto de disgusto. Me escuchaba como Lian me escuchaba a veces: parecía que no lo hacía, pero cuando yo me quedaba en silencio él me preguntaba algo que me aseguraba que había estado escuchando.

Las preguntas de Massimo eran simples, resumidas a: ¿de dónde sacaste eso? ¿De verdad crees que podría ser posible? ¿No te interesa algo más?

Pero aun cuando gran parte del día practicaba largos monólogos sin descanso, lograba hacer mi trabajo con el menor margen de error que mi experiencia me otorgaba. Era verdad que Emilio se había convertido en uno de mis contactos más frecuentes, incluso por encima de Marena, por lo que gran parte de mi éxito en las primeras semanas era debido a él. Pero conforme pasaban los días había comenzado a conocer a Massimo, y el sentido común me había ayudado a causar una buena impresión —o, mejor dicho, a evitar comentarios negativos—.

No supe con qué motivo Massimo había decidido soportarme, pero mi entusiasmo sobre la cosa más simple ocasionaba un discurso larguísimo que ni yo misma habría aguantado en mis mejores días. Esa paciencia fue lo que hizo que Massimo comenzara a agradarme.

Así, la reunión con Adrián llegó con rapidez, en un abrir y cerrar de ojos.

Como migrantes, las únicas referencias que obteníamos eran del internet y, muchas veces, la diferencia de gusto en las culturas nos llevaba a lugares que no caían dentro de nuestra gracia. Bajo esa premisa, el día de mi cita con Adrián por la mañana me atreví a preguntarle a Massimo.

Tras mi pregunta Massimo río.

—¿Qué tipo de confianza he inspirado en ti para que cada día, sin falta, me hables como si fuera tu mejor amigo? —cuestionó.

Paré por un segundo de hablar, lo miré con los ojos entrecerrados y traté de descubrir si lo decía con fastidio o realmente con diversión. Y más allá, si era diversión realmente, trataba de entender si era diversión auténtica o maliciosa. Fue la primera vez que me interesó entender lo que Massimo pensaba.

—Bueno, has dicho que quieres un lugar agradable pero que no requiera un sacrificio representativo en tus finanzas—suspiró—. Si bien es cierto que soy español, también lo es el hecho de que no soy cualquier español. Soy uno de los hombres más ricos en España, por lo que preguntarle a una persona con esa categoría no es muy acertado. Pero te haré una propuesta.

Mientras hablábamos, yo me encontraba sentada sobre la cama de Massimo en el apartamento de Salamanca. Era una cama blanca, tan enorme y suave que aprovechaba el papel informal de niña enamorada para tocarla cuantas veces pudiera. Había ocasiones en las que pensaba lo que sería sentir esas sábanas sobre mi piel desnuda, y de alguna forma mis pensamientos terminaban su ruta en la única imagen que tenía de Massimo desnudo. Aunque no había visto gran cosa y el recuerdo era menor a una fracción de segundo, mi mente lo había alargado como si hubiese estado durante horas admirando la piel en su espalda.

Massimo se encontraba de pie a un lado de la cama arreglando el nudo de su corbata. Aquel día no había tenido que ir a recogerlo al gimnasio, sino esperar a que Massimo me encontrara fuera del edificio color ladrillo. De alguna forma, Massimo utilizaba aquel apartamento como un motel de paso, y aquello me había hecho llegarme a preguntar el porqué ni siquiera Emilio conocía donde dormía realmente.

—¿Qué propuesta? —pregunté tras observar que Massimo no continuaba hablando.

—Te has portado muy bien esta semana, preciosa —informó—. Y por ello voy a financiar tu cena con... ¿Con quién?

—Con mi novio —respondí con una sonrisa.

—¿Y tu novio es...? —presionó.

—Ya te lo había dicho, Adrián del edificio C.

Hubo un segundo en la expresión de Massimo que se me escapó. Había hecho un gesto, y aunque había tenido los ojos sobre su rostro, no lo había mirado.

—¿Segura que no prefieres ir a cenar conmigo? —preguntó.

Fue la primera insinuación en una semana y para Massimo eso era decir demasiado, sobre todo cuando las insinuaciones no habían parado ese día que Gabriel me había hecho almorzar con ellos. Una insinuación tan suave que no me pareció ofensiva.

—Estamos juntos todo el tiempo —argumenté—. Digo, solo llevo una semana con el puesto como tal, pero esa semana hemos estado día, tarde y noche pegados como siameses. No sería divertido sentarnos dos horas extra juntos.

Massimo asintió.

—Tienes razón —dijo—. He comenzado a soñar con tus teorías de conspiración.

Y yo me reí auténticamente.

—Toma —extendió un plástico de color del oro—, el PIN es 6378. No tendrás que pedirle a Emilio que libere fondos, el desconoce la existencia de esta cuenta.

Tomé el plástico y lo miré con detenimiento. Bajo los números de la tarjeta llevaba grabado un nombre, el mío. ¡Mi nombre estaba sobre una tarjeta con el aspecto de poseer una fortuna!

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Es tuya. Me he tomado la molestia de tramitarte personalmente una tarjeta conjunta a la mía.

—¿Y eso? —pregunté.

—Ya lo verás.

No podía negarlo.

Aunque el amor que me embriagaba por Adrián era absoluto, sincero y prometedor, el juego de Massimo era tentador. ¿Y cómo no iba a serlo? Mi familia siempre había estado en una situación complicada, pero no porque los ingresos no fueran suficiente, sino porque se habían roto hasta el alma para hacerse de su propio legado. Y el legado se había perdido gran parte con la llegada del fantasma azul, pero el mérito estaba ahí. Era la necesidad de preservar lo que quedaba de ese legado lo que hacía que mi madre no tomara el lado fácil y le pusiera un precio ante un desconocido. Quería que sus hijos le pusieran un valor, tanto emocional como monetario, y ellos tuvieran la decisión de hacerlo crecer o perderlo para siempre.

Pero al final ese legado nos había costado todos, habíamos pasado muchas carencias hasta que fue posible y después el país se fue por la borda. Nunca habíamos tenido la confianza de ir a un restaurante y pedir lo que se nos antojara, no. Siempre primero mirábamos el precio y preguntábamos si estaba bien algo así o algo más barato, y la respuesta siempre había sido a lgo más barato.

Así que el favor de Gabriel había sido algo deslumbrante. No solo me había dado un puesto relevante, sino que me había llenado de ropa de calidad, calzado de marca, asesoría estética y salud nutricional. Me había facilitado un móvil que no habría podido pagar ni con el plan a meses más extenso en la faz de la Tierra, y un portátil con el que jamás había soñado. Y, por si fuera poco, había llegado Massimo para darme una tarjeta de crédito ilimitada a su nombre. De pronto me sentí sobre unas zapatillas altísimas y miré todo desde una perspectiva errónea, porque fue ahí cuando recibí la tarjeta dorada que perdí de vista mis sueños.

10

Los tres cerditos cumplieron con su palabra y el jueves por la tarde nos vimos en Skype. Mientras ellos me contaban su semana yo me arreglaba el maquillaje mientras Marena me hacía ondas en el cabello. Sentía la necesidad de demostrarle a Adrián el puesto que había conseguido.

—No creo que sea muy cómodo —comentó Marena—. Ya sabes, ir con prendas tan caras y distintivas y llevarlo a un restaurante que él no va a poder costear. Se va a sentir incómodo, casi como cualquier otro hombre y más. Rey, siempre hemos comido en lugares de paso y sentados sobre las banquetas.

No le había contado a Marena la versión oficial de la tarjeta dorada. Lo había contado —porque tenía que contarlo— con entusiasmo, y la había presentado como una prestación laboral.

Por supuesto que a Marena eso se le había hecho raro.

—¿Una tarjeta de crédito ilimitada como parte de una prestación laboral? —había preguntado.

Pero había utilizado a mi favor lo mucho que todavía desconocíamos de ese país para tener, por lo menos, el beneficio de la duda.

—Yo de verdad creo que tienes que saber separar tu vida personal con tu vida laboral. No es lo mismo que vayas a los lugares más caros con el rostro mejor valuado de España que, si bien me dices es un imbécil, por lo menos puede asesorarte, traducirte el menú e infundirte una buena conducta en la mesa. Definitivamente no es lo mismo que ir con tu novio migrante, de recursos limitados y que no están ninguno de los dos acostumbrados a esa clase de servicios.

Y aunque había comenzado a perder los pies del suelo pensé que Marena lo decía por algo, y la sabiduría de ser mi mejor amiga no podía dejarla pasar sin más.

Al final Adrián y yo terminamos cenado en la banca de un parque, como solíamos hacerlo antes de llegar a España.

No nos habíamos visto desde que había encontrado al albino en el centro de nuestra sala de estar aquella noche, por lo que la primera impresión que tuve después de mes y medio fue lo increíblemente delgado que estaba. Una clase de pesar maternal me abrumó el corazón. Quise llevarlo a casa y hacer que Marena cocinara tantas arepas para él como fuesen posibles. Después pensé en mi país. ¿Si el fantasma azul no hubiese llegado tan pronto, habría accedido al exilio en el que me había embarcado? Pensar en las posibilidades de una sola decisión diferente era algo que me apasionaba, sin duda alguna.

—Nunca habíamos permanecido tanto tiempo sin vernos —señaló Adrián.

Aunque el aire de aquella noche era un tanto invernal, ni Adrián ni yo íbamos abrigados como el resto de los transeúntes. Ambos teníamos una cajita de arroz oriental en el regazo, palillos de mala calidad enterrados en el medio mientras mirábamos a cualquier lugar menos al otro, con la nariz comenzando a tintarse de rojo. Me gustaba lo mal que sabía la comida china, lo barata y chiclosa que resultaba.

—Para todo siempre hay una primera vez —suspiré.

—¿Qué has pensado acerca de nosotros? —preguntó.

El estómago se me hizo un nudo. ¿No podría haber guardado el tema un poco más? Adrián siempre había sido muy directo, no había sido mucho de hablar con rodeos. Si algo le gustaba te lo hacía saber y, por el contrario, si algo no le gustaba en lo absoluto se aseguraba que no lo olvidaras jamás.

—He pensado en casarnos —respondí.

Adrián se atragantó con el bocado de arroz que había engullido de los palillos.

—¿Qué? —dijo entre carraspeos—. ¿Por qué nunca te tomas las cosas en serio?

Yo fruncí el ceño.

—¿Eso piensas? —inquirí—. La verdad es que lo decía muy en serio. Pienso mucho en casarnos, en cómo sería nuestra boda. Pienso que nos habríamos casado de todas formas estando en España, Venezuela, Suiza o México. Somos el uno para el otro.

—¿De verdad? —cuestionó—. ¿Y por qué has hecho lo que has hecho?

—Todo el mundo se equivoca alguna vez —me sorprendió la facilidad con la que surgieron las palabras de mi boca, la incapacidad de mi mente en aquel entonces por detenerse a pensar dos veces lo que estaba por decir—. Nadie se define por sus errores.

—Pero uno no se equivoca con las personas que dice amar —el tono de voz de Adrián había comenzado a tornarse hostil.

—¿Cómo? ¿Piensas que amamos a alguien y la sabiduría llega a nosotros como los anuncios de ventas que llegan justo a tiempo? —pregunté—. Por supuesto que no. Nosotros nos enamoramos y seguimos siendo tontos. Tontos enamorados. El amor no nos cambia, al contrario, nos toma tal y como somos y nos avienta por un camino que nos va dando de hostias, como dirían los españoles. Y es ese acto el que nos cambia, los golpes, el miedo de volver a tropezar, o el deseo de haberlo hecho mejor. No un sentimiento.

Hubo un gran silencio.

Adrián estaba sentado a un lado de mí, con una de las cazadoras que había traído de nuestro país, mirándose los zapatos con los ojos húmedos. Y yo estaba a un lado de él, comiendo arroz en silencio y preguntándome por qué no lloraba también. ¿Por qué no sentía nada? No había culpa, ni tristeza, ni anhelo. Había arroz oriental y el deseo de meter la mano en mi bolsa y tocar la tarjeta dorada.

Deseaba que Adrián se quedara, pero una parte de mí deseaba que lo hiciera sin pedirme grandes sacrificios. Sin embargo, Adrián hizo todo lo contrario.

—Si quieres estar conmigo, Regina —comenzó a dictar la sentencia—. Nos quedamos juntos y nos casamos de blanco. Es lo que más quiero en este mundo. Pero dejas el trabajo de Massimo.

—¿Cómo? —pregunté sin poderme creer sus palabras—. Espera... ¿vas a dejarlo también? ¿Vamos a buscar otro lugar juntos?

Adrián negó.

—No nos podemos quedar los dos sin empleo —dijo—. Dejas el empleo de Massimo y te conseguimos algo mejor lejos del complejo.

Fruncí el ceño, volteando a mirar a un Adrián que me miraba completamente decidido.

—Pero... —balbuceé—. No entiendo. ¿Qué tiene que ver mi trabajo con...?

—Nada —me interrumpió—. Pero estoy dispuesto a perdonarte a cambio del trabajo que tienes con Massimo.

Y la necesidad por llevar mi mano y encontrarme con el plástico de la tarjeta dorada se hizo cien veces más imperante.

—¿Podemos hablar al respecto? —cuestioné.

—No —dijo Adrián—. Es lo que quiero a cambio.

—¿Y si no?

Adrián me miró sin pizca de pena.

—Cada quien por su lado.

La familia de mi madre sufría problemas de ira por parte de su padre, o sea mi abuelo. Lo poco que me habían contado se resumía en una descripción de fuego en el pecho.

—Un fuego grande, incontrolable —había explicado mi mamá.

Y yo había creído que era una excusa para actuar mal y fingir que no habían tenido elección.

Sin embargo, cuando Adrián dio los términos y condiciones de su perdón, algo se averió de tal forma que explotó calcinando parte del amor que le tenía. No podía pensar en otra cosa más que en la noche que Adrián había hecho el amor con Marena y conmigo. Fue así de sencillo, en menos de un segundo, que uno de mis recuerdos favoritos se había convertido en un arma de doble filo. Pensé en lo estúpida que había sido al curar una de sus fantasías, al ponerle a dos mujeres preciosas en frente y prometerle amor eterno mientras eyaculaba entre las piernas de otra mujer.

Mil comentarios a la defensiva se aglomeraron en mi cabeza haciéndola palpitar: ¿puedo pedir yo algo a cambio por haberte visto coger a otra mujer? ¿Es infidelidad solo cuando te conviene? ¿Qué no te gustó de la noche del albino? ¿No te gustó que las dos mujeres que te habías cogido lo iban a hacer con alguien más? ¿No te gustó saber lo reemplazable que eres?

Quería despedazarlo, destruir esa doble moral que estaba dispuesta a destruirme y someterme. ¿Por amor? ¿Iba a dejar que lo hiciera por el color de un vestido? ¿Qué más daba si nunca me llegaba a casar de blanco? Y si era capaz de pedirme que abandonara la única oportunidad decente que había conseguido en España, quizá lo mejor era que ninguno se presentara en el altar. Al menos no para esperar al otro.

Tragué saliva, me puse de pie y miré a Adrián comenzar a hacer los movimientos para incorporarse también. Negué en un solo movimiento firme con la palma de mi mano y me fui lo más rápido que una caminata tranquila me pudo permitir.

Fue una ira incomprensible, que tiraba de mis lagrimales gotas saladas que parecían haber sido pateadas con furia hacia el exterior. La cabeza me daba vueltas y yo no era capaz de dejar de pensar en mis hermanos, en el dinero que había logrado apartar gracias a los primeros dos pagos del trabajo de Massimo que me habían hecho llegar aun cuando estaba en capacitación. ¿Qué quería Adrián? ¿Qué hiciera esperar otros ocho meses a mi familia? ¿Qué yo siguiera de excursión por España mientras ellos sí eran capaces de ser una ayuda? ¿Esperaba que devolviera el portátil con el que había comenzado a llamarles a mis hermanos?

Pensaba en tantas cosas que fue inercia responder la llamada entrante. Me di cuenta de que lo había hecho cuando escupía un gran ¿QUÉ? sobre la bocina del móvil.

—Pero ¿qué le pasa a Cenicienta? Todavía no es media noche —fue fácil identificar la voz de Massimo al otro lado de la línea.

—Perdón, Massimo —dije sacudiendo la cabeza para tratar de mantenerme a raya—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Estoy viendo que no has usado la tarjeta que te di —declaró—. ¿Puedo saber por qué? ¿No ha funcionado o te han dejado plantada?

—¿La vida de un millonario no es lo suficientemente interesante como para perder el tiempo revisando si he usado o no la tarjeta? —cuestioné.

—Me he tomado la molestia —dijo completamente despreocupado—. Además, quería asegurarme de que hubieses cenado bien, estás muy delgada y no me gustarías si perdieras uno que otro kilo.

—Si quieres que cene bien págame las cenas tú.

—¡Eso es lo que he tratado de hacer hoy! —exclamó—. Pero al parecer no ha resultado puesto que alguien está lo suficientemente molesta como para dar a entender que, en efecto, no ha cenado. ¿Te gustaría venir a cenar conmigo, preciosa?

Suspiré profundamente. Aquel estallido de ira incontrolable había comenzado a consumirse más rápido de lo que había pensado, quizá gracias a la distracción de Massimo. Me sobé el puente de la nariz tratando de apaciguar un poco el dolor que se había desatado.

—Hoy no —respondí finalmente.

—¡Bingo! —exclamó una vez más—. Hoy no, pero mañana sí. Porque mañana estarás lo suficientemente hambrienta como para aceptar cenar con una persona como yo.

—Exactamente.

—Dile a Emilio que te di el día libre mañana —ordenó—. Voy a mandarte algo y debes usarlo durante la cena. Pasaré por ti personalmente. Ya sabes mi itinerario.

Massimo cortó la llamada antes de que pudiera decir algo más, y yo agradecí ese acto de indiferencia que me permitió privacidad.


—Si lo ves desde el lado objetivo de la historia, teóricamente Adrián se invitó a coger solo —comentaba Marena durante el desayuno, con una coleta en lo alto de su cabeza, café en una mano y las noticias impresas en el otro—. Digo, era cosa tuya y mía. Él estaba bien siendo el camarógrafo.

La respuesta que le di a Marena fue una mirada larga de pocos amigos. El silencio de mi respuesta obligó a Marena a levantar los ojos del periódico, que me miraron y al hacerlo alzaron sus cejas con inocencia.

—En mi humilde opinión —agregó sonriendo de forma melosa.

Poco a poco entrecerré los ojos.

—¿Qué estás haciendo? —inquirí.

Marena seguía sonriendo, una mueca infantil que le sonrosaba las mejillas.

—¿Qué? ¿Esto? —preguntaba sin bajar las mejillas ni un solo segundo—. La gente lo usa mucho para intentar agradar a los demás, deberías de intentarlo algún día.

Tras un breve análisis en el que Marena no dejó de corresponderme la mirada y sonreír con falsead, algo dentro de mi cabeza hizo clic.

—¿En dónde estuviste? —pregunté lentamente.

Marena siguió con las cejas alzadas.

—En mi cama, toda la noche —respondió atropelladamente.

—No seas imbécil —escupí—. ¿En dónde estuviste la noche que Adrián te corrió del apartamento y todas las noches siguientes?

La sonrisa se le desapareció del rostro más rápido de lo que había imaginado.

—No sé de qué estás hablando —negó y escondió su rostro tras el periódico extendido—. ¿Sabes? Llevamos tiempo viviendo en España y no sé si tiene rey o presidente. ¿La reina Isabel qué país gobernaba? ¿O sigue gobernando? ¿La monarquía sigue en pie? ¿Hay alguna otra forma de gobierno obsoleta que siga practicándose en otros países?

—¡Te fuiste con el albino! —acusé.

Marena tiró el periódico sobre la mesa con las mejillas completamente encendidas.

—¡No! ¡Claro que no! —se apresuró a chillar.

—¿Le vas a mentir a tu mejor amiga, maldita perra desgraciada? —inquirí.

Marena me miró, desafiante.

—¿Cómo tú con tu tarjeta de crédito ilimitada como parte de las prestaciones de tu trabajo? Zorra embustera —escupió.

Esta vez fui yo quien alcé las cejas con impacto.

—¿Me has llamado zorra?

Marena asintió.

—Embustera —completó.

Yo negué con desaprobación.

—Vamos a hacer una cosa —negocié—. Te cuento lo de la tarjeta si tú me dices dónde estuviste cuando andabas de huérfana por España.

Marena la niña de diez años tardó en aceptar la negociación, pero más tarde que temprano lo terminó haciendo.

Aquella noche en la que las cosas con Adrián se habían terminado, Marena se había ido con el albino tal y como lo había sospechado. Me recordó que se llamaba Milo, como Emilio, el asistente de Massimo. Así fue fácil retener el nombre de la nueva víctima de Marena.

—No quería decirte porque no quería que pensarás que tus problemas con Adrián no me interesan. Incluso podrías haberte enojado porque bueno, ya sabes, Milo fue parte de esa noche también. Quizás tú no querías volver a escuchar de...

—Adrián se cogió a mi mejor amiga enfrente de mis narices —objeté—. Que se vaya a la mierda con su doble moral, Milo es bienvenido cuando desees, pero...

Marena rodó los ojos.

—Pero sin escenas lésbicas —recordó.

—Qué rápido aprendes —asentí.

Contarle a Marena sobre la verdad de la tarjeta dorada fue mucho mejor sin la culpabilidad de lo sucedido con Adrián sobre mis hombros. Desde el primer encuentro hasta la última llamada que había tenido con él, poco a poco le fui revelando a Marena lo poco que había conocido de Massimo hasta aquel entonces.

—Te gusta —dijo sin intención de preguntarlo—. Pero Regina, ¿y Adrián?

Negué rotundamente.

—No puedo estar con una persona que me pide dejar mi trabajo para que ella me haga el favor de casarse conmigo —bufé—. ¡Me condicionó! ¡Y ni siquiera con algo que tuviera que ver con esa noche! No fue un: oye, sí quiero estar contigo, pero, ¿sabes qué? Necesito que me ayudes a trabajar en mi confianza. No fue una propuesta con buenas intenciones, premeditadamente nos empujó a un campo de batalla.

—Pero tu sueño no está en España, no es el trabajo que tienes, ni se trata de conseguir la atención de un hombre millonario —debatió—. ¿Qué más da si debes dejar todo eso para casarte con el hombre que amas?

Miré a Marena y ella me miró a mí. En algún momento, Marena había dejado el periódico de lado y había optado por una postura más recta en la mesa, cosa que hablaba de la tensión que se acrecentaba dentro de ella. Cuando Marena abandonaba su postura de vagabunda algo estaba mal.

—Esto es por Manuel —dije al fin.

—¡Claro que es por Manuel! —exclamó Marena—. Porque si él me hubiese dado la oportunidad de abandonar algo a cambio de estar juntos para siempre, lo habría hecho sin dudarlo ni un solo segundo.

—Mar —murmuré con cautela—, nada es para siempre.

Marena negó.

—Pero no tuve esa oportunidad —continuó como si yo no hubiese dicho palabra—. Y tú sí, y la vas a desperdiciar por una tarjeta dorada.

Negué con la cabeza.

—No por una tarjeta dorada, sino porque una persona que te ama de verdad no busca castigarte por tus errores.

—Si Manuel regresara y me pidiera perdón por haberme abandonado, lo aceptaría porque es y será el hombre que amaré siempre, pero créeme Regina, me ocuparía por castigar lo que me hizo el tiempo que fuera necesario para sanarme a mí misma.

No compartía las creencias de mi mejor amiga, sin embargo, entendía que el duelo para Marena que había comenzado aquel día en el altar no había terminado aún. No tenía caso imponer mis pensamientos frente a los de una persona herida.

De pronto se escucharon unos nudillos en la puerta que disiparon la tensión.

—Justo a tiempo —bromeé.

Me apresuré a levantarme de la mesa cuando Marena se precipitó para tomarme por la muñeca.

—Voy a apoyar la decisión que tomes con respecto a Adrián —aseguró—, pero por tu bien espero que sea la mejor. El dolor de perder a alguien que amas es devastador, como si esa persona hubiese muerto en el momento justo en la que más la amabas, y de cierta forma así es.

—Ya no te preocupes por mí —fue todo lo que acerté a decir.

Y aun cuando los ojos de Marena estaban plagados de temor, decidió dejar el tema por la paz, al igual que yo.

Lo que Massimo me pidió que llevara durante la cena de esa noche resultó ser un vestido, pero no uno cualquiera. El que apareció en la puerta de mi apartamento era uno simple pero precioso, de un rojo oscuro satinado que se sostenía por un par de tirantes muy delgados dando lugar a un gran escote, largo y caracterizado por un corte en cada pierna dejándolas al descubierto. Descarado pero sofisticado.

—¿Y no podía mandarlo sin el maniquí? —preguntó Marena con ironía y ambas nos echamos a reír.

La mujer que iba con él paseaba su mirada entre el marco de la puerta y la base que sostenía al maniquí, visiblemente preocupada.

—¿Cómo has traído eso hasta acá? —preguntó Marena, divertida.

La mujer que tenía pinta de ser extranjera negó como si realmente no lo supiera.

—Podemos sacarle el vestido y ya —sugerí.

—El joven Massimo me pidió que lo confeccione para usted —comentó entonces, con un tono de voz impregnado de Rusia—. El maniquí se desmontaba y la base era para que la señorita Regina se pusiera encima y yo pudiera trabajar sin problema.

—No te preocupes por la base —dijo Marena—, por ahí tenemos un banquito que podrías usar.

La mujer rusa frunció las cejas.

—¿Un... banquito? —inquirió la mujer con incomodidad.

—De madera —sonrió Marena.

Definitivamente su intención era la de molestar a aquella mujer quisquillosa. Y desde luego, era lógico que con la clase de costura a la que pertenecía el vestido, y con la pinta con la que aquella mujer se había presentado en nuestra puerta, que no estaba acostumbrada a lugares tan reducidos en los que nunca había existido la mención de un diseñador de interiores.

Por supuesto que nuestro apartamento era una locura. La mujer que nos había arrendado la plaza y con la que habíamos negociado antes de partir a España, manejaba un plan de pagos distintos según los servicios incluidos y el porcentaje de mobiliario que escogiéramos. Desde luego, lo más económico resultaba en pedir el apartamento completamente vacío, pero la idea de llegar a España sin una cama en donde dormir y sin un trabajo que te asegurara tener una pronto pintaba un panorama desalentador. Así que pedimos el apartamento con el mobiliario básico: camas, cocina y una regadera.

El resto del apartamento se fue llenando entre Marena y Adrián. Era una dinámica divertida, un día llegaba Marena con un sofá y al otro Adrián lo cubría de cojines con un color que no encajaban en lo absoluto entre sí, ni mucho menos con el resto del apartamento. El resultado final resultó una obra de arte abstracta que no solía ser del agrado de los invitados. Menos de un invitado acostumbrado al lujo.

Mientras la mujer y Marena se ponían de acuerdo sobre el espacio que se necesitaba, el tiempo que iba a tardar y las instrucciones que había recibido del propio Massimo, aproveché para darme una ducha rápida y deshacerme del vello que había crecido durante la ausencia de Adrián. No estaba segura del tipo de ropa interior que era más adecuada para el vestido, y un mensaje de Massimo llegó como si hubiese podido leerme la mente.

Massimo

El vestido va sin brassiere . ;)

Regina

Me lo pondré como yo quiera. ;)

Massimo

O mejor no te lo pongas. ;)

El breve intercambio de mensajes despertó las mariposas en mi estómago, y por un segundo me sentí deseada y poderosa. Satisfecha. Me arriesgué a escribir un último mensaje totalmente descarado.

Regina

Si no me lo pongo,

¿cómo me vas a desvestir?

Massimo

Eso déjamelo a mí.

CONTINUARÁ...