Hasta la cima 1 (2)

Regina es una mujer venezolana que decide migrar a España con la compañía de su novio y su mejor amiga. Después de mucho tiempo, logra entrar como empleada en Wechsler; una empresa multimillonaria que llega a su vida para cambiarlo todo.

5

El sonido genérico de una llamada entrante desconocida me despertó poco antes de las ocho de la mañana. Miré el número lo suficiente hasta que los números dejaron de ser una forma y adquirieron un sentido, entonces la llamada entró a buzón. Dejé mi celular sobre la cama y me volteé para buscar a Adrián cuando el teléfono sonó de nuevo repiqueteándome bajo la sien.

Al tercer timbre contesté.

—¿Sí? —las palabras salieron roncas y rasposas.

La luz que entraba por el par de cortinas cerradas me desenfocaba la vista, y el aliento que tenía de la noche anterior me recordó que había estado en un bar. ¿Qué más había pasado? ¿Cómo había llegado a mi habitación? Eran respuestas que no podía responderme.

—¡Cielo! ¡Qué bueno que me tomas la llamada! —una voz apremiante exclamó del otro lado.

Me aparte el teléfono del oído mientras esperaba que el aturdimiento de la voz chillona al otro lado dejara de freírme las neuronas.

—¿Quién habla? —dije después de unos momentos.

La voz al otro lado de la bocina ahogó un grito.

—¿Cómo? ¿No me reconoces? Soy Marta de Wechsler —se identificó—. ¡Cada vez que hablo contigo siento que no sé hacer mi trabajo! Aparte del recorrido tampoco te di mi número para urgencias. ¡Pero qué horrible mujer soy!

—Dígame, señora Marta —pedí sintiendo las náuseas revolverme el estómago. Volteé para mirar la espalda de Adrián desnuda.

—Cielo, lamento mucho importunarte el día de tu descanso, si tuviera otra opción considera un hecho que habría optado por ella —aseguró—. Lo que pasa es que el señor Gabriel olvidó la reunión de los Wechsler del día de hoy, un pequeño desayuno dedicado a reunir inversores para la caridad. Entonces, como se le olvidó la reunión, también olvidó contratar un equipo de limpieza para el evento. ¡Estoy completamente descubierta! ¿Crees que pueda darte la dirección y te presentas en la reunión de los Wechsler en una hora? ¡Prometo conseguirte un par de compañeros más!

El estómago se me encogió al recibir las indicaciones del evento. Tras colgar con la señora Marta corrí al lavabo para devolver todo lo de la noche anterior. Un sudor pegajoso me cubrió la frente mientras la cabeza me daba vueltas de forma enfermiza. Permanecí en el suelo unos segundos permitiendo que el mosaico frío que revestía el suelo del baño templara mi piel y me despejara la mente. En algún momento debí de quedarme dormida recargada sobre el inodoro porque de lo siguiente de lo que fui consiente fue de que Adrián me sacudía suavemente.

—Vamos a la cama —apremió.

Sus palabras empujaron mi corazón hasta la garganta. Tomé su muñeca y miré la hora que marcaban las manecillas en su reloj; habían pasado dos horas desde la llamada de la señora Marta.

—¡No puede ser! —exclamé.

—¿Qué pasa? Es lunes —recordó Adrián.

—No, no entiendes. Me llamó Marta —expliqué.

El rostro de Adrián se llenó de preocupación.

—Báñate —ordenó—, iré a plancharte el uniforme.

Tomé una ducha rápida con agua fría y al salir Adrián me recibió con un café, una rebanada de pastel de pollo recalentado y mi uniforme colgado dentro de un protector. Me quemé las papilas gustativas con el desayuno mientras Adrián me desenredaba el cabello mojado. No quería revisar mi teléfono celular, sin embargo, la dirección del evento estaba entre mis mensajes.

—¿Puedes hacerlo tú? —cuestioné pasándole el móvil—. Y no me digas cuántas llamadas perdidas tengo.

—¿Estarás en el evento de los Wechsler?

Asentí.

—Oye, Reggie... es un evento muy importante, trata de pasar desapercibida, ¿vale?

—¿Con eso te refieres a que tenga cuidado y no me tropiece con algún jarrón que valga más que nuestras dos cabezas juntas?

Adrián sonrió en medio de una mueca apenada.

—De preferencia.

Dentro de la propia ciudad de Madrid se encontraba el distrito de Salamanca, la parte más antigua del nuevo Madrid situado al este de la Castellana. Afortunadamente se trataba de una dirección céntrica que pude descubrir con facilidad. Por otro lado, al encontrarme con una de las propiedades Wechsler frente a frente me sentí diminuta. Se trataba de una vivienda elegante y representativa en el corazón del centro histórico, un palacete de estilo regionalista construido de piedra blanca y puertas de lo que parecía ser madera natural. Contaba con un parking robotizado en finca con vigilante y acceso principal desde la planta baja. Sinceramente, no sé qué era lo que esperaba, sin embargo, los cuatro salones que me recibieron y la escalinata principal de mármol y bronce definitivamente no formaban parte de mis expectativas.

—¿Eres la chica de apoyo que mandó Marta para el evento hace tres horas? —preguntó una mujer pelirroja con americana entallada, pantalones pitillo, camisa blanca y salones.

Por un momento me sentí ofendida. Estaba segura de que esa mujer era incapaz de acercarse a cada invitada para preguntarle si formaba parte del personal de limpieza, sin embargo, lo había hecho conmigo sin pensárselo dos veces. Era verdad que resultaba extraño que alguna de las invitadas entrara al evento con una funda para traje colgando de la mano, pero en el servicio era imperial entender que cada persona es un mundo. ¿Qué habría pasado con la pelirroja si yo no hubiese sido del personal de limpieza? ¿Si hubiese sido una invitada que simple y llanamente ha decidido cambiarse en el evento? Pero no, no lo era. Era la chica de apoyo que mandaba Marta, sin más. ¿De verdad mi rostro no decía nada más que mi puesto?

—Lamento la tardanza, llegué a España hace un par de meses y…

La pelirroja alzó la palma para hacerme callar sin molestarse a mirarme.

—No me interesa —y acto seguido de inspeccionar mi bolsa para traje dijo—: Supongo que ese es tu uniforme.

Asentí sin tener ganas de volver a dirigirle la palabra.

—No sé qué clase de uniforme sea el que utilices para hacer... —se detuvo a mirarme de pies a cabeza—. Lo que sea que hagas. Aquí vas a vestirte como la ocasión lo demande. ¿Qué talla eres?

Me quedé callada unos segundos fingiendo que trataba de encontrar la respuesta.

—¿Sabes una cosa? Detesto la calma con la que te manejas, ¡dame eso! —exclamó arrebatándome el gancho de la mano—. Y sígueme. ¡Date prisa! El evento está por comenzar.

Por alguna extraña razón, mientras caminaba tras la pelirroja como un perro maltratado, recordé las discusiones con mi madre y traté de disimular una sonrisa.

Cuando tenía trece años había optado por el silencio como mi arma por defecto. Las escenas que se desenvolvían alrededor de las disputas con mi madre debieron de verse cómicas en tercera persona, con una mujer cuarentona gritando a pulmón por un lado y una jovencita inexpresiva y callada por el otro. El silencio sacaba a mi madre de sus casillas y casi siempre recurría a los golpes para obtener una sola expresión, palabra o chillido de parte mía. Para su decepción, jamás decía nada. Ni lloraba, ni ponía resistencia. Papá solía...

El corazón se me encogió de pronto y aparté el pensamiento sin más, como si jamás se hubiese formulado en mi cabeza.

Cualquiera que nos viese en ese momento acertaría en describirme como una muñeca de trapo, corregí. Con el tiempo mi madre terminó cediendo y mi silencio terminó ganando. Algo así pensaba aplicar con la pelirroja.

Entramos en una habitación que realmente no desconocía cómo habíamos encontrado, una habitación simple que contrastaba con la ostentosidad del palacete. Quizá era algún tipo de dormitorio para la servidumbre.

—El joven Massimo quiere que las... —suspiró con fastidio—, de limpieza vayan todas vestidas con un kimono .

¡¿Un qué?! Exclamé para mis adentros. ¿Qué demonios había dicho?

—A juzgar por tu expresión no tienes ni idea sobre tradiciones japonesas —señaló despectivamente. ¿Pero qué demonios le había hecho yo a esa mujer para que me tratara así? — Es un vestido. Se compraron algunos ejemplares para la ocasión hace un par de meses. Ejemplares originales que no puedes manchar, cortar, mojar, desteñir o quemar. ¿Entendiste bien?

Tuve que morderme la lengua para contener todas las malas palabras que se habían enlistado automáticamente en mi subconsciente y asentí.

—No hablas mucho —dijo entonces mientras rebuscaba entre un montón de bolsas negras—. Los primeros segundos de tu presencia creí que sí. Eres... agradable.

¡¿Que?! Grité mentalmente. Esa mujer me había ofendido, humillado y sobajado más que nadie en todos mis años de vida en menos de cinco minutos y ella decía que yo... ¿era agradable?

No hice más que sonreír y explotar por dentro.

—Por cierto, mencionando al joven Massimo, se ha molestado mucho cuando hizo recuento de personal y la chica de Marta no había llegado. Va a buscarte en cualquier momento para expresarte tu ineptitud, actúa exactamente igual que conmigo y conservarás tu empleo.

¿El joven Massimo? Pensé. ¿Acaso Massimo no era el hombre que le hacía la vida imposible a Adrián?

Los siguientes minutos escuché a la pelirroja en esmoquin mencionar palabras como getas —algún tipo de accesorio del cual íbamos a prescindir, según ella, para nuestra suerte, tabi, sori, sode, fure, obi, susomawashi y un montón de términos que parecían estar salidos de la boca de mi hermano fanático del manga. Tras una explicación insuficiente sobre cómo ponerme esa bata negra y esa faja dorada que parecían salidas del tapiz de las paredes de mi abuela, la pelirroja salió de la habitación cerrando la puerta tras de mí y dejándome completamente sola.

Me senté un momento al borde de la cama para lamentar el no haber tenido algún tipo de interés hacia la cultura japonesa antes, y me encontré pensando en la probabilidad de salir corriendo de ahí. Si en el corporativo nadie se percataba de mi presencia, ¿quién notaría mi ausencia ahí? Pero no podía hacerlo por tres cabecitas pelinegras y una señora cascarrabias. Así, comencé a desnudarme hasta quedar en las prendas interiores básicas y comencé a envolverme en los harapos pesados que me habían dejado ahí.

Sin recordar las instrucciones de la pelirroja, opté por buscar algún tutorial en internet y apoyarme en algún extraño que había antelado mis desgracias. Cuando comenzaba a desnudarme por tercera vez dispuesta a seguir el tutorial una cuarta, la puerta tras de mí se abrió de golpe. ¿Cómo darle una explicación a la pelirroja en silencio? Quizá la escena hablase lo suficiente por mí y una explicación no fuese necesaria.

Pero al dar media vuelta me sorprendí al no encontrar a la mujer de rostro amargado que esperaba, y en su lugar encontrarme con los ojos de un hombre colérico.

El hombre tenía un cabello espeso que caía a los lados en forma de libro, unas cejas pobladas que enmarcaban unos ojos tan oscuros que las pupilas y el iris se fusionaban entre la oscuridad, unos labios delgados y la sombra perfecta de una barba reciente. Era delgado, alto y fornido lo suficiente para mantener una silueta esbelta y su piel tenía la clase de tono que se adquiría a propósito en un balcón frente a la playa. Ese hombre, vestido de camisa blanca y pantalones de vestir, entró a la habitación y me miró sin inmutarse por mi desnudez —desnudez que olvidé por completo — para comenzar a gritarme.

—¿Cuánto tiempo más necesitas? —exclamó con una voz tan segura, autoritaria y grave que instintivamente me hice pequeña.

Atrás de él la pelirroja apareció ocultándose tras una tableta de servicio.

Esta vez no respondí porque quisiera que mi silencio fuera defensa suficiente, sino que la presencia de ese hombre me había dejado sin palabras asomando en mi interior un atisbo de miedo.

—Se te citó aquí a una hora —dijo remarcando sus palabras con una serie de ademanes que le brindaban a su imagen más seguridad—. ¿Y qué has hecho tú? ¿Has decidido pasarte por un café y un donut? Nadie aquí ha probado bocado ni lo hará por el resto del día porque conoce cada una de sus responsabilidades. ¿Quién crees que eres tú? Ni siquiera mi padre, el dueño de todo, se ha ido por el café y por el donut. Y, por si fuera poco, llegas y te quedas más de media hora sin poder ponerte ni un puto kimono. ¡Joder! ¿Qué necesitas para ponerte a trabajar? ¿Otro donut?

Sin previo aviso los ojos se me llenaron de lágrimas, pero no de tristeza ni por humillación, sino de la cólera que había comenzado a palpitar en mis venas. Permanecí en absoluto silencio, con los ojos llorosos y erguida en sostén y bragas. No sentía ni siquiera vergüenza.

Massimo me miró de pies a cabeza sin ese morbo que habría acompañado a cualquier hombre. Más bien fue una mirada de inspección que terminó sobre la cama cubierta de las prendas que conformaban el kimono.

Totalmente cabreado dio un par de zancadas hasta alcanzarme, un hombre de metro ochenta que me sacaba unos buenos centímetros. Me apartó y comenzó a revolver los accesorios del vestido sobre la cama.

—Joven Massimo, ya lo hago yo —decía la pelirroja mirándome con preocupación y entrando a la habitación tras de él.

¿Ya lo haces tú? —escupió con una ira que no pude comprender. ¿Qué le importaba el personal de limpieza al hijo del presidente de una empresa tan grande? ¿No tenía mejores cosas que hacer? ¿Mejores personas con mejores funciones a las que gritarles? — Me parece evidente, Marcela, que si viene una chica de apoyo migrante al jodido evento no va a tener ni puta idea de lo que es un kimono. ¿Cuánto tiempo te tardaste tú en aprender a ponértelo? ¿Un mes? Y quieres que la migrante se lo ponga en quince minutos. No jodas.

Massimo se enderezó una vez hubo acomodado los accesorios del atuendo sobre la cama y me tomó del brazo con su mano derecha, una mano cálida y firme que me quemó mi piel fría y desnuda. Me jaló hacia él como mi madre solía hacerlo, cual muñeca de trapo, y comenzó a envolverme entre las telas inagotables mientras seguía exclamando cosas para Marcela y para mí. Tardó menos de cinco minutos en terminar de vestirme, escupió un par de palabras más que no me detuve a escuchar y salió de la habitación azotando la puerta dejándonos a Marcela y a mí solas.

La vergüenza que no podía sentir yo por lo que acaba de suceder la sintió Marcela, quien me miró con un semblante cargado de disculpas. Nadie dijo nada. Marcela se quedó en la habitación para confeccionar mi maquillaje y hacerme el peinado que —supuse— todas debían de llevar, mientras que yo pensaba en cómo lograr que aquel hombre volviera a mirarme, deseara tocarme y dirigirme la palabra para que entonces fuese yo la que lo tratara como la mierda. Así se saldaba todo.

Estás lista, anunció Marcela a lo lejos.

6

Es un tanto curiosa la forma en la que vas olvidando la vida, y aterrador cuando comprendes que no recuerdas la mayor parte de ella. Pero de la misma forma, es sorprendente como puedes olvidar algo tantos años y de pronto recordarlo como si hubiese sido ayer, con esa claridad que te permite saborear cada una de las emociones que te abrumaron en el momento. En el último año de instituto en mi grado medio superior conocí al segundo hombre de mi vida. Desde luego el primero era Adrián.

Este hombre solía ser un catedrático exquisito —como solía describirlo Marena—, el cual dedicaba la mitad de su tiempo a dar clases clases de probabilidad y estadística y la otra mitad a hacerme la vida imposible. Con ese hombre como catedrático asignado en mi clase —o yo asignada en la clase de ese catedrático— veía mi carrera profesional un paso más lejano cada día que pasaba. A pesar de mis esfuerzos, cada participación mía en una clase suya era un total fracaso. De alguna forma, aunque mis respuestas fueran acertadas, él catedrático lograba que mi respuesta fuera errónea. ¿Cómo podía hacerlo con esa facilidad? Manipulaba la teoría a su conveniencia sin dejar de enseñar de forma pulcra y concisa. En más de un trabajo conseguí notas bajísimas y en más de una ocasión mis exposiciones se quedaban cortas. Yo parecía ser tan tonta que el catedrático parecía no soportarme en lo absoluto.

Para una joven universitaria que pretende buscar el triunfo en una sociedad que todavía no es del todo equilibrada y un país que está cayendo por la borda, un solo peligro para su carrera resultaba en mil y un insomnios. Bajé de peso de una forma alarmante mientras grandes bolsas oscuras aparecían bajo mis ojos. De pronto la ilusión de ser profesora de inicial se vio opacada por la posibilidad de que yo no fuera capaz de aprobar la materia del catedrático, hasta que Marena tuvo una idea.

—Lo más probable es que actúe así porque te quiere lejos de su clase para poder seducirte sin remordimiento —soltó Mar en aquel entonces.

—¿Cómo se te ocurre?  —había respondido yo, totalmente escandalizada—. ¿Sabes de cuántas formas diferentes me ha humillado y tachado de bruta?

Recordaba la risa de Marena a la perfección, un tipo de risa que me daba palmadas en la espalda mientras decía pobre niña ilusa entre sus ja,ja, ja.

—Es lo más probable, Regina. De tonta no tienes ni un pelo. Si le gustas al catedrático él no va a dar el salto de ninguna forma, porque si lo da y eres la persona equivocada podría costarle su plaza en la universidad. Es acoso sexual, ¿lo sabes? Lo mejor que puedes hacer es dar ese salto por él.

—¿Estás loca? Estoy con Adrián.

Marena se encogió de hombros.

—No te estoy diciendo que salgas con el catedrático. Mira, al final de todo, catedrático o no es un hombre. Si tengo razón y le gustas, acercarte a él de una forma amigable calmaría la frustración que le genera esa atracción por ti, porque pensaría que tal vez podrías estar interesada. Sostén esta amistad hasta que pases la materia y si el catedrático te pide entonces salir cuando tenga la confianza necesaria para dar el paso le dices no, gracias y listo.

Aunque la idea me parecía descabellada acepté sin decírselo a Marena.

Para mi sorpresa el primero en dar el paso fue el catedrático. Aunque la idea de acercarme de una forma más personal al catedrático que estaba poniendo en juego mi futuro por una alteración de hormonas suyas, no me molestaba el hecho de poder sacar algo bueno de ahí, sobre todo cuando se trataba de mi futuro. La primera vez que se acercó fue para ofrecerme una asesoría extraordinaria en la que podía explicarme temas que no estuvieran en mi control todavía y así pudiera ayudarme con mis trabajos para mejorar las notas. Acepté pensando que quizá Marena estaba equivocada pero, como siempre, tenía razón.

Aunque las asesorías me vinieron como anillo al dedo, el ambiente en ellas no era del todo educativo. Solía atraparlo mirándome más de la cuenta, o él mismo se saboteaba soltando comentarios que parecían tratar de ser amigables y terminaban siendo incómodos. Pensando que el catedrático podría aburrirse por estar cerca de mí y no obtener retribución alguna, me esforcé en realizar trabajos perfectos e incluso saqué la ropa provocativa de mi guardarropa para mantenerla al alcance; las mini faldas plisadas que se ocupaban por cubrir solo lo necesario, jeans que mejoraban la forma de mis glúteos, vestidos que no dejaban nada a la imaginación.

Aquella fue la primera vez que usé mis atributos para manipular a un hombre y obtener un bien. ¿Acaso estaba eso mal? ¡Por supuesto que no! El que había estado mal había sido él, que me había orillado a hacerlo con su falta de profesionalismo.

Antes de los finales recibí un correo del profesor confesando cierta atracción por mí, correo que finalizó con un simple:

Si deseas delatarme con la administración de la universidad lo entenderé y asumiré mi responsabilidad.

Fue una pena porque esa frase fue la que canceló la posibilidad de hacerlo sufrir con la incertidumbre. Si el catedrático esperaba que lo delatara, definitivamente era una posibilidad que estaba descartada. Aunque jamás respondí el correo, ni lo comenté durante las asesorías posteriores, me mostré más amable y me esforzaba por tratar temas externos a la universidad. ¿Está casado? ¿Tiene hijos? ¿Cuántos años tiene? ¿Cuántos años pretende estar aquí? ¿Le gusta la docencia? Y un montón de preguntas cuya respuesta me parecía irrelevante. Ese fue el factor clave para que el catedrático cayera rendido y terminara sacando la mejor nota de la generación. El día después de firmar mi calificación el catedrático me citó fuera de la universidad, invitación que acepté para culminar con el asunto.

Era una cafetería alejada de la universidad. Nos sentamos, conversamos y al final de ella el catedrático dijo tres cosas. La primera fue una felicitación por mi gran crecimiento académico que fue seguida de palabras llenas de algún tipo de orgullo, la segunda fue una petición:

—Me encantaría verte ejercer, serás una mujer excelente.

Y la tercera una pregunta nerviosa.

—¿Has leído mi correo?

De las pocas cosas que he disfrutado en la vida, ese momento en el que me sentí tan empoderada fue único. Asentí suavemente mientras disfrutaba del brillo que la esperanza había iluminado en sus ojos.

—¿Y qué es lo que piensas?

Y mi respuesta fue tan natural que el rostro del catedrático se contrajo de dolor.

—Pienso que jamás estaría con una persona como tú, que has jugado con mis notas solo por una calentura que no te has podido curar.

Y en esta ocasión deseaba que el rostro de Massimo terminara como la del catedrático.


El vestido tradicional japonés con el que terminé saliendo de aquella habitación era pesado y caluroso, me oprimía las costillas y me obligaba a mantener una postura perfecta. Aunque no recordaba los términos que Marcela me había enlistado por cada prenda que conformaba el vestuario, los calcetines me parecían la cosa más curiosa del mundo. Siendo blancos tenían la forma de un guante con el dedo pulgar separado, esto con la finalidad de calzarse lo que parecían ser sandalias para la playa en forma de cuña. El peinado que Marcela me había hecho había sido en realidad algo muy simple, un semi recogido tipo moño torcido en flor. Y el maquillaje ni se diga; me tintó los labios de rojo y me remarcó el delineado. No se esforzó más.

Después del incidente en la habitación, Marcela me dirigió a una pequeña junta informativa con el resto del personal que iba a estar a cargo del evento. El evento se iba a tratar de uno de caridad, un baile simple que tenía como propósito conseguir donaciones para los niños necesitados —desde huérfanos hasta enfermos terminales—. ¿Por qué la familia Wechsler haría algo así? Me parecía que contaban con el patrimonio suficiente para donar más de lo que sus invitados podrían hacerlo, y todos juntos. Quizá podría ser para crear una buena imagen de responsabilidad social o, en su defecto, realmente valoraban el apoyo externo que podrían reunir.

A cada grupo se le asignó una función específica antes, durante y después del evento. A nosotras nos llamaron geishas, y nos tocó la función de servir durante el evento. Antes no éramos más que decoradoras y después, con el uniforme lejos de nuestra piel, no seríamos más que limpiadoras. Lo que me parecía realmente ofensivo era que mi llegada tarde hubiese sido tan catastrófica cuando el evento tenía lugar en seis horas y no saldría de ahí sino hasta entrada la madrugada, contando el hecho de que ese era mi día de descanso.

Marcela era la encargada del rebaño. Nunca comentó qué función tenía dentro de la familia Wechsler o fuera de ella, pero lo que sí dijo fue que la responsabilidad del evento era solo de ella. Desde el personal hasta el monto de donaciones recaudadas al final de la noche. Marcela, probablemente, era alguien importante. Pero no tan importante como para plantarle cara a Massimo.

Lo primero que hicimos, a media tarde, fue pasar a la cocina por un plato de comida para personal —como le había llamado Marcela—, comida para personal que no se trataba de nada más sino paella valenciana y una bebida energizante para cada quien. Aunque la paella valenciana se trataba de un platillo popular en toda España, jamás había tenido la oportunidad de probar una. Tomé mi plato y mi bebida y salí a comer —como todos— al aire libre. Me senté lejos de todo el mundo en un corredor desolado y devoré hasta el último grano de arroz. Podía jurar que Massimo no tenía idea de esto, sobre todo por su comentario de “nadie aquí ha probado bocado ni lo hará por el resto del día porque conoce cada una de sus responsabilidades” , cosa que hizo que disfrutara más de todo lo que me habían servido.

A la media hora Marcela nos reunió para comenzar con todo lo que el evento en sí requería.

Dentro de mi cabeza pensaba que la decoración no podía ser más que unos cuantos globos y mesas con aperitivos, pero cuando Marcela nos platicó a las geishas el escenario final que se debía crear me parecía que nos iba a faltar tiempo. Y mucho. Lo primero que pensaba hacer era tapizar las paredes y los ventanales de los cuatro salones con unas cortinas largas que oscurecieran toda la planta baja. El problema y la locura estaba no en el número de paredes que se tenían que tapizar —o el número de ventanales—, sino en la altura de cada uno de los salones. Alrededor del candelabro —¡del candelabro a seis metros de altura! — se tenían que colgar algún tipo de flor aromatizante, y del resto del techo luces que dieran la ilusión de ser estrellas. Alrededor de cada salón se colocarían sillones para formar pequeños conjuntos de mesas, y sobre de ellas iría en el centro un kiosko en miniatura con una vela dentro. Marcela habló de servilletas y la forma correcta de hacer los dobleces en ellas, de velas y árboles dentro de los salones. La peor parte se la llevarían las geishas del cuarto salón a las que les tocaría montar un río —¡un puñetero río! — en el medio del salón. Según Marcela, el río representaría los sueños de los niños desamparados.

Por supuesto que yo no era experta en caridad, y mucho menos en hacer que personas asquerosamente poderosas se fijarán en las zonas del mundo que imploraban atención. Sin embargo, me parecía de mal gusto que tanto lujo pretendiera darle voz a la necesidad del mundo. La necesidad no se vestía de lujo ni mucho menos resultaba cómoda.

Por suerte fui parte de las geishas que se encargaron de la zona del jardín. El concepto era algo simple; un lugar en el que los invitados pudiesen tomar asiento al aire libre, pedir algo de tomar o quizá fumar un cigarrillo. Por ende, la decoración fue mucho menos pesada y más sencilla. A lo largo de todo el jardín levantamos arcos de madera con sombrillas blancas y luces en cada una de ellas. Las geishas que estaban conmigo y yo alargamos la tarea tanto como pudimos para evitar ser arrastradas al interior y finalizar la estúpida tarea del río artificial —por ahí se escuchaba que era un completo desastre—. Pero como mi mala suerte era bastante, Marcela terminó saliendo por apoyo y, aunque no habíamos terminado con lo nuestro, se llevó a tres para dentro. Dentro de esas tres, por supuesto, iba yo. ¡Joder! Claro que sí, no podía ser alguien más.

Pero contra todo pronóstico terminamos las decoraciones en punto a las seis y encendimos las luces que alumbraron toda nuestra creación al cuarto para las siete. Jamás me había sentido tan orgullosa de algo tan estúpido como la decoración de un evento, sin embargo, cuando las luces se encendieron mi corazón se encogió de anhelo. Algún día quería que aquello que lograra en mi vida fuese igual de bello y abrumador.

Cada geisha se quedó en el salón que había tenido que decorar cuando el evento comenzó. Marcela nos dijo a las tres chicas que habíamos sido solicitadas en el salón del río que debíamos permanecer en él puesto que iba a ser el salón más importante. Nadie bailaría en él y todos los invitados pasarían por ahí para observar el río de los desdichados . Me reí para mis adentros, pero, aunque la finalidad del río no fuera simpatizante conmigo, lo cierto era que había quedado deslumbrante bordeado por flores blancas y reflejando la luz dorada del candelabro. Los invitados comenzaron a llegar quince minutos pasadas las siete. Una mujer en zapatillas con vestido azul pasaba a los invitados al palacete y los distribuía según las instrucciones de Marcela. El señor Wechsler, su hijo Massimo y Gabriel fueron ubicamos en el salón del río donde estaba yo.

Por fortuna, el presidente de la empresa y su hijo habían sido colocados al fondo y Gabriel en una mesa contigua a las mías donde lo atendería alguien más. Mis mesas permanecieron vacías todo lo que Marcela pudo permitir.

—¿Habías sido mesera alguna vez? —cuestionó la mujer que estaba atendiendo la mesa de Gabriel.

Yo negué casi sin moverme.

No tenía miedo de hablar, pero Adrián me había recomendado pasar desapercibida y eso no fue justamente lo que había pasado las primeras horas de mi estadía en el palacete. ¿Le llegaría a contar algún día que el hijo del presidente de la empresa me había visto en ropa interior y encima me había puesto el uniforme? Y de contárselo, ¿qué haría Adrián? ¿Trataría de defenderme o se encogería de hombros?

—Vale, pues esto no es nada como ser mesera, ¿eh? —volvió a hablar la chica a mi lado—. De hecho, los hombres a los que pusieron de garrotes son los verdaderos meseros. Nosotras solo tenemos que vernos bonitas, tomar órdenes y dejar que ellos hagan todo. ¿No es genial?

Fruncí el ceño.

—Sería genial si el evento fuera en mi cama conmigo dormida —respondí sin pensarlo dos veces. No me dio tiempo ni siquiera a arrepentirme.

La chica a mí lado asintió y susurró:

—Cuanta jodida verdad, pero velo por el lado bueno, esta gente es jodidamente rica. La propina no estará nada mal.

En ese momento decidí apodar a la chica Jo, porque parecía que joder, jodida, jodidamente, joda eran las únicas palabras en su diccionario léxico.

La noche transcurrió tranquila pero enredada. Caminar con aquel vestido era complicado, en parte por las sandalias en cuña que atormentaban a mis talones y en parte porque el vestido era, literalmente, una tela enrollada alrededor de mí. Por lógica la forma nata del vestido acortaba el alcance de mis zancadas y caminar resultaba diez veces más cansado. Jo dijo que esa clase de atuendos estaban diseñados para que las mujeres dieran pasos cortos y así lograran verse más femeninas. También entre cuchicheos me contó que las geishas eran más o menos prostitutas. Con esa última expresión no tuve más remedio que reírme, risa que atrajo la mirada de Gabriel a encontrarse con la mía.

Me sorprendió cuánto había pasado desde la primera y última vez que los había visto, ese par de ojos pardos que la primera vez se habían mantenido ocultos bajo el reflejo del ordenador, como algún tipo de incentivo. Sus ojos, como ese día de la entrevista, no se me quitaron de encima. Esa mirada inescrutable que sabía contener grandes secretos. Me pregunté si, en medio de la penumbra creada por las gruesas cortinas que colgaban de las paredes, me reconocía. ¿Me miraba porque le parecía familiar o porque me había reconocido? ¿O me miraba porque trataba de reconocerme? Me sorprendía la elegancia y el atractivo que el dinero podía brindarle a una persona, como si la riqueza contuviera algún tipo de elixir que hacían que las personas parecieran de otro mundo.

El porte de Gabriel no era el porte de un hombre normal, así como la presencia de Massimo parecía desnivelar el salón por completo. Como si él fuese el centro de gravedad mal ubicado. ¿Todo eso sería verdad o solamente serían ideas mías?

De pequeña, un buen hombre me había dicho en los tiempos en que era acosada en la escuela, que todas las personas eran iguales. Nadie era más que nadie, ni menos que otro. Para hacérmelo entender, me enseñó una conferencia de un presidente mexicano que había salido a dar la cara por la desaparición y presunta muerte de varios jóvenes. Sus padres, desechos por la pérdida de sus hijos, se habían sentado en silencio sobre sillas rojas a escucharlo sin decir ni una sola palabra. El presidente no daba soluciones —que por su puesto era lo que debía de haber dado—, en cambio daba disculpas y condolencias. Por ello una mujer en el público, madre de alguno de los desaparecidos, comenzó a exigirle respuestas.

Le exigía respuestas porque resultaba ser que en el país se murmuraba que aquellos jóvenes habían desaparecido por manifestarse en contra del gobierno. Por ende, se creía que su desaparición era a causa de ese mismo gobierno contra el que se habían manifestado para poder mantener al resto de los ciudadanos tranquilos . Un tema complejo para una niña de doce años. Sin embargo, la mujer exasperada al no obtener respuesta, se quitó uno de sus botines y se lo lanzó en la cabeza al presidente, ¡al presidente! Pero lo mejor no había sido el acto que yo había contemplado con la boca abierta, lo mejor había sido la expresión de aquella mujer que no tenía miedo por todo el dinero, poder o autoridad que tenía aquel hombre. Para esa mujer, el presidente estaba muy por debajo de su hijo, y tenía razón.

Con ese recuerdo pensé, aun mirando a Gabriel, que quizás ese semblante autoritario que se cargaba Massimo podría rebajarse un poco si le tiraba una de las sandalias en la cabeza. Ante la imagen que proyectó mi mente solté una risita disimulada y rompí el contacto visual sin más. Todavía tenía pendiente una charla con Gabriel sobre las razones por las que me había contratado como limpieza, a pesar de haber alcanzado la escuela superior. Sin embargo, a la lista de cosas por hacer dentro de la empresa Wechsler se le había sumado el número seducir y humillar al hijo del dueño de la empresa, por lo que el plan había cambiado.

No solo tenía que hablar con Gabriel y solicitar un puesto que fuese útil, sino que me esperaba una larga investigación de qué clase de puesto me podría poner en contacto con el imbécil de Massimo. Aunque en mi interior había deseado que al hablar con Gabriel él mismo me ascendiera a secretaria personal, lo cierto era que sería más acertado si pedía una trasferencia al edificio C donde trabajaba Adrián. Más de un par de veces lo había escuchado quejarse de Massimo por lo que, seguramente, Massimo debía andar por ese edificio el tiempo suficiente. Además, que no todo era tan malo puesto que, si quería seguir viendo a los ojos pardos, Adrián comentaba también encontrarse con Gabriel ahí mismo todo el tiempo... Cosa que realmente daba lo mismo porque siendo sinceros yo no tenía ningún tipo de oportunidad con Gabriel, y de tenerla, no la tomaría porque yo en ese momento estaba con Adrián.

Pero Regina, si no tienes oportunidad con un socio inversionista, ¿cómo crees que la tienes con el casi-dueño de todo? Me preguntó la vocecita de mi subconsciente a lo que respondí con un simple: supongo que Massimo me parece más imbécil. Y joven.

Era sorprendente la cantidad de invitados que derramaron lagrimas al escuchar la simbología del río —el jodido río de los desdichados como diría Jo—, pero gracias a esa dinámica la noche me pareció más amena.

Al principio, servir mis mesas había sido algo complicado, sobre todo porque cuidar de las mangas del vestido —esas mangas enormes que me rebasaban las caderas— para evitar volcarle algo a alguien era un detalle que me consumía mucha atención. Con el tiempo aprendí a meter la manga del kimono en la faja que me rodeaba la cintura antes de tomar o dejar algo en la mesa para evitar que esta se tropezara con algo, detalle que Marcela reprendió cientos de veces. ¿Pero qué era mejor? ¿Verme haciendo mal uso del uniforme o verme derramándole algo a las piernas del dueño de, probablemente, medio mundo? Tomé la decisión por ella los cientos de veces que me reprendió. Lo consideré como un favor.

Conforme la noche fue avanzando comenzaba a sentirme más relajada, segura de mí misma y mi capacidad de controlar mis mangas. Fue entonces cuando me volví más descuidada.

—¿Puedo encargarte mis mesas? —preguntó Jo—. Mi hija me está llamando.

—¿Tienes una hija? —cuestioné por lo bajo.

Jo me miró con los ojos entrecerrados e incrédulos.

—No, joder, qué va. Me está llamando la hija que voy a tener en algunos años para recordarme de usar condón y ahorrarse la pena de una existencia jodida a mi lado.

Alcé las cejas con sorpresa. Jo era un poco parecida a Marena, salvo que Marena me parecía menos agresiva.

—Entiendo —dije yo.

Jo me explicó que debía algunas cosas en sus mesas. Para el señor regordete de la mesa con el número 19 era un tazón de fideos calientes que ya había ordenado, para la señorita de la mesa 22, la del vestido traslucido, era una ginebra con frutos rojos y para el señor Gabriel un té japonés. Me sentí orgullosa de haberlo deducido. Jo se fue y yo permanecí atenta al hombre que traería los consumos.

Fue ahí cuando ocurrió la tragedia.

Supe meter a la mesa sin quemar a nadie el tazón de fideos calientes, incluso servir el té para Gabriel quién susurró un gracias sin mucho más. Lo arruiné al momento de servir la bebida tónica en la copa de la señorita, recargando de más la botella y vertiendo el contenido en las piernas desnudas en el traslucido vestido. Adrián me lo había advertido, que pasara desapercibida porque todas esas personas eran muy importantes. Me lo había advertido y parecía que me había dicho todo lo contrario.

Cuando el rostro de la señorita ardió al rojo vivo, encontré la mirada de Jo que me decía: ¿pero qué has hecho?

—Vale, que aquí no ha pasado nada, ¿verdad, mi amor? —se apuró a decir el hombre al lado derecho de ella mientras se inclinaba para limpiarla con la servilleta que había en su regazo—. No te apures, los errores suceden, ¿eh? Solo trae más de estas, o mejor no de estas, mejor de papel.

Jo se acercó para recoger el desorden que se había generado en la mesa mientras yo caminaba hacia la estación de servicio con las mejillas ardientes. Sentía más de cinco pares de ojos sobre la espalda y por un segundo pensé que yo no me había esforzado tanto en el colegio para esto, para terminar jugándomelo todo por no saber servir una bebida. Si algo así hubiese pasado en un salón de inicial, todos los niños habrían guardado silencio para después haberse reído. Se habrían reído y no le habrían dado mayor importancia. Esa era la verdadera razón de que quisiera dedicarme a los niños, que ellos se tomaban la vida por el lado amable.

Llevé las servilletas de papel a la mesa y recibí la tarjeta que el señor —el que yo creía esposo de la mujer furibunda— me había pasado sobre la mesa con discreción. La tomé y me marché dejando a Jo hacer lo suyo. No me sorprendió encontrar en la tarjeta un número y un mensaje escrito con caligrafía pulcra

.

Tú no deberías de estar trabajando,

eres demasiado bella.

Contáctame.

Hice la tarjeta bolita y la tiré en la estación de servicio.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Marcela por lo bajo alcanzándome en la estación de servicio.

—Pasa que no soy una mesera, Marcela, ¿cómo se te ocurre dejar a una chica que no tiene ni idea de cómo doblar una servilleta o de qué lado servir una bebida atendiendo un evento tan importante? —reclamé.

El rostro de Marcela palideció.

—¿Puedes bajar la voz? ¿Qué pretendes, escucharte hasta Marte?

—Quiero irme a casa —declaré con un nudo en la garganta—. Quiero irme a casa ahora.

Marcela negó rotundamente.

—¿Estás loca? Me está yendo de maravilla con las donaciones y tú... ¿qué pretendes? ¿Dejarme una zona descubierta y cargarte la noche? Contrólate, chica.

—Pues no me voy a controlar, yo no estudié para esto.

Marcela alzó las cejas con estupefacción.

—¿Y qué te crees? ¿Qué yo no he estudiado? —inquirió ella—. Vale, pues eres o muy joven o muy tonta para comprenderlo. ¿A qué te metiste a Wechsler? ¿A continuar con tu carrera académica? Por el puesto que tienes me parece evidente que no. Lo haces por dinero, como todo el mundo. ¿Sabes qué estudiado yo? Un master en Física, ¿y sabes qué hago por las mañanas? Me aseguro que los zapatos de Massimo estén listos para que el señor no haga una rabieta. ¿Eso te parece justo? Por supuesto que no, porque no lo es. Yo estudié para comprender la inmensidad del universo, pero estoy aquí tratando de comprender la rabieta de otra persona y encontrar una solución porque tengo que comer. Así que deja de quejarte y ve a atender tus mesas, ¡por Dios! Elige otro día para tener tus crisis existenciales sin poner en peligro el trabajo de nadie más.

Me mantuve en silencio mientras el nudo en mi garganta me amenazaba con asfixiarme.

—No puedo respirar —jadeé.

Marcela puso los ojos en blanco.

—¡De verdad que contigo no se puede! Ten, toma, es un ansiolítico. Te doy diez minutos para ir a los fogones, pedir un vaso de agua y salir a respirar. Diez minutos, niña, ni uno más —y antes de que diera media vuelta Marcela añadió con más empatía—. Todos pasamos por esto cuando nos encontramos con la frustración de que nuestros sueños no son suficientes para mantenernos con vida, para vestirnos y poner un pan en nuestra boca. Por algo traigo ansiolíticos, ¿no te parece?

7

Adrián no cogía la llamada.

El vaso de agua que me había facilitado la mujer que preparaba los aperitivos reposaba en mi mano izquierda transmitiéndome la frescura de la noche. Era complicado manejar en qué se había convertido mi vida, comprender la forma en que las oportunidades fluían como una corriente y lo que alguna vez había sido no regresaba jamás. No con exactitud. En un momento vivía con mis padres, los cuales me apoyaban para salir adelante y en otro dejaba el país para ayudar a mi madre a sacar a mis hermanos juntas. Y eso, de alguna forma, me había dejado de lado incluso para mí misma. ¿Esa era la forma correcta de actuar?

—Veo que no te va tan bien en Wechsler como me habría gustado.

La voz que sonó a mis espaldas era idéntica al tono insólito y profundo que había conocido de Gabriel.  No tuve que voltearme para reconocerlo, ni ponerme de pie para recibir su presencia.

—No veo de qué forma podría haberme ido bien —respondí.

—Me da curiosidad —dijo él con propiedad—, ¿por qué piensas eso?

Tomé un sorbo de agua y traté de pensar mi respuesta.

—No es que no lo agradezca —comencé—, desde luego agradezco el apoyo que me ha brindado a costa de Adrián.

Estaba dispuesta a decir muchas cosas, comenzar esa plática que tenía pensada para conseguir un mejor puesto en la empresa. Pero en aquel momento, con Gabriel a mis espaldas, no me apetecía decir ni una palabra. ¿Cómo pensaba quejarme con el jefe de Adrián por hacerme el favor de contratarme? ¿No decían que algo era mejor que nada?

—Por favor, sé que tienes algo que decir —apremió con suavidad—. Sé leer a las personas.

—No es nada —aseguré.

Gabriel suspiró tras de mí.

—Regina, las oportunidades son eventuales —dijo entonces, como si hubiese tenido la oportunidad de leer mi mente—. Perecederas. No las pierdas por conservar un prejuicio que no tiene valor.

Sonreí al escuchar sus palabras, una sonrisa tipo no he entendido la mayor parte de lo que ha dicho. El silencio que le siguió a sus palabras fue el suficiente para que Gabriel sintiese la necesidad de explicarse, cosa que agradecí de antemano.

—Así como tienes una obligación de por medio con Wechsler, Wechsler tiene una responsabilidad contigo. Mi función es saberla ejercer.

Permanecí en silencio un momento más, sopesando sus palabras. Gabriel no parecía la clase de persona cerrada que tuviese mal visto la libre expresión de sus trabajadores, detalle que había dejado bastante claro de una forma realmente sutil. No tenía mucho tiempo para expresar todo lo que tenía en la cabeza, pero para ser sincera, estaba segura de que Jo se las arreglaría mucho mejor sin mí.

—¿Podría tomar asiento aquí, conmigo? —pregunté.

Luego me sentí tonta. ¿Asiento en el borde de un corredor? ¿Asiento conmigo hombro a hombro? Pero no me detuve para retractarme y para mi sorpresa, la respuesta de Gabriel fue una acción. Se sentó a mi lado y colgó los pies como yo, sin ningún tipo de problema o incomodidad en su rostro. Lo único raro de la escena radicó en la presencia de Gabriel. La formalidad de su semblante y la madurez de su persona contrastaba en gran medida con la escena que se desarrollaba alrededor de nosotros, contraste que funcionó para dejarme hablar.

—¿Por qué me contrató como parte del personal de limpieza? —pregunté sin la intención de sonar a la defensiva, al contrario, el tono que tiñó mis palabras fue inexpresivo, casi nostálgico.

—El campo laboral dentro de Wechsler es un campo de batalla —respondió sin tener que pensar en la respuesta—. Es complicado colocar a un nuevo elemento sin que los empleados cuestionen el porqué, factor que muchas veces pone en duda la integridad en mis decisiones.

—¿Se refiere a que no puede contratar para un puesto a una persona que no tiene la capacitación adecuada?

—En efecto —asintió.

—Usted dio pauta a la contratación de Adrián, ¿no es así?

Gabriel tardó unos segundos antes de contestar:

—Así es.

—No quiero que esto suene como un comentario infantil, pero, Adrián no logró alcanzar el grado universitario, ¿cómo es que ha conseguido el puesto que tiene? ¿De qué forma está capacitado? No sé si lo leyó en mi hoja de vida, pero fui a la universidad.

—Lo leí, Regina —afirmó.

—¿Y bien? ¿Cómo es que yo terminé con un trapeador? —inquirí.

Fue entonces cuando sentí la necesidad de voltear a mi lado izquierdo y mirarlo.

Gabriel me miraba también.

Aunque Marta había estado en lo cierto y Gabriel parecía ser un libro de jeroglíficos indescifrables con gestos distantes que lo hacían parecer indiferente, algo en su postura reflejaba cierta incomodidad, un destello que le brindaba humanidad. Gabriel suspiró pesadamente tensando los hombros y apretando la mandíbula, como si lo estuviese obligando a admitir una postura desfavorable.

—Tengo que regresar a trabajar —rompí el silencio que nos envolvió los últimos cinco minutos con un tono de voz cargado de decepción.

—Es verdad que mereces mucho más —admitió entonces—. Es cierto que tienes la preparación necesaria para un puesto mejor. La cuestión es que el tema de la migración es complicado, puesto que hay muchas cosas que cuentan con un valor dentro de tu país natal y que aquí no lo tiene, como ciertas certificaciones. A pesar de ello, cuando Adrián buscó trabajo con nosotros fue una situación que evalué conforme mis términos morales. Es decir, personalmente el hecho de que sean o no migrantes y que sus habilidades sean o no válidas en este país, no es un factor determinante a la hora de colocarlos dentro de la plantilla. Sin embargo, esto es solo personal, y cuando se trata del ámbito laboral eso es una falta de profesionalismo. Aceptar a Adrián y otros migrantes dentro de mi equipo, y colocarlos donde merecen según mi facultad, son cuestiones que me han costado cierto rango de libertad de decisión. No podía y no puedo colocarte en un mejor lugar porque estoy bajo un ultimátum, porque según el corporativo de administración no cuento con el juicio necesario para ser exigente a la hora de las contrataciones y una falta de exigencia puede ser traducida como una falta calidad. Quizá mi forma de ayudarte pudo perjudicarte de alguna forma, mi intención no fue devaluar tus conocimientos. Déjame remendarlo, déjame hablar con Massimo.

—¿Con Massimo? —pregunté.

—Massimo es el heredero de Wechsler —explicó—. Y podría decirse que un amigo mío. Puedo pedirle una plaza mejor para ti dentro de su equipo como un favor personal para mí.

—¿Haría eso por mí? —cuestioné sin aparentar que me parecía un acto que no merecía. La verdad es que sí lo hacía.

—Ven mañana a mi oficina.

Como lo sospechaba, al regresar al salón del río Jo se encontraba diez veces mejor sin mí. Pude notar la mirada del esposo de la chica cuya bebida había derramado, una mirada cargada de un interés inusual. Si bien en mi país mi atractivo solía llamar la atención de vez en cuando, acá en España parecía ser el último botellón de agua en el desierto. A veces la idea me incomodaba, pues no sabía si era fascinación o curiosidad, y pensar en que los hombres me miraban por curiosidad cual bicho raro me hacía sentir un tanto descolocada.

—Se tienen que tener tres dedos de frente para hacer lo que has hecho, tía. Joder, menudo lío... Te ha salvado tu carita, ¿eh? Y quizás ese par de cachetes gordos que sacudes al caminar —comentó Jo y me propinó un codazo que rompió la tensión que pudo haber existido.

Gabriel volvió a su lugar en la mesa y el evento continuó como si nada hubiese pasado terminando a eso de las tres de la mañana. Las geishas nos deshicimos de los kimonos entonces para comenzar a limpiar, y justo cuando venía saliendo de la habitación donde había dejado mi ropa el joven Massimo caminaba hacia mí.

El alcohol que debió haber consumido durante toda la noche le había iluminado el rostro de un sutil rojizo, que se hizo más notorio cuando sonrió al reconocerme. Lo único que dijo al detenerse frente a mí fue:

—Lo mejor de toda la noche fue verte en bragas.

Y siguió su camino sin mirar atrás.


—¿En dónde estuviste ayer? —le reproché amodorrada a Adrián al amanecer.

—¿Por qué? —preguntó mientras rebuscaba algo en su mesita de noche.

—Te llamé —susurré acomodándome para volver a dormir.

Adrián dejó algo a un lado de mí.

—Te la tomas con el desayuno —ordenó.

—¿Qué es eso? —pregunté entre sábanas.

—Cogimos en el bar, no queremos un bebé por el momento.

—¿Por el momento? —intenté preguntar con picardía, pero el sueño me arrastró antes de obtener una respuesta.

Aunque Gabriel no me había dado la indicación, decidí tomarme el martes como un día de descanso. Me desperté hasta que mi cuerpo no pudo dormir más y decreté que aquella había sido una buena elección cuando recordé que había olvidado mi uniforme en la residencia de los Wechsler. Los recuerdos del evento fueron llegando paulatinamente mientras tomaba el desayuno a las tres de la tarde. Las palabras de Gabriel y el incidente con Massimo. El comentario de las bragas y la bebida derramada. Negué sin poder creerme el pedazo de tronco del que estaba hecha.

Lo bueno es que, aparentemente, anoche había logrado un dos por uno: Gabriel había accedido a conseguirme un mejor puesto dentro de la empresa y a la vez había conseguido conectarme directamente con Massimo. Desde luego faltaba que el cretino de Massimo aceptara hacerle el favor de integrarme en su equipo. Si se negaba, ¿de qué otra forma podría ejecutar mi plan? El comentario de las bragas me sugería que la idea de Gabriel funcionaria.

A eso de las cuatro de la tarde mi celular vibró con la llegada de un mensaje de texto.

Desconocido

¿En dónde estás? Te necesito ahora.

Las palabras se leyeron dentro de mi cabeza como si Marena hubiese hablado dentro de ella. Sin duda, parecía ser cien por cien algo que Marena hubiese dicho en caso de necesitar algún tipo de apoyo.

Pensando que Marena había dejado su celular como siempre con lo despistada que era, agregué el número y actualicé los contactos en mi aplicación de mensajería en línea. El contacto que salió entonces no tenía foto de perfil, sin embargo, el nombre que estaba registrado con el número era de Gabriel Abello.

Gabriel.

Las mariposas que había sentido en el momento de la entrevista se manifestaron en aquel momento por una fracción de segundo diminuta, pero no lo suficiente pequeña como para pasar desapercibida.

Regina

Voy para allá.

No recibí —y no esperaba recibir— un mensaje de regreso. Registré el número y tomé la ducha más rápida de mi vida. Algo dentro de mí supo decirme que, por primera vez en todo el tiempo que había estado en España, estaba a punto de irme bien, y eso ya era decir mucho.

Para mi sorpresa, la señora Marta me esperaba en puertas del edificio A donde me acogió con esa atención tan característica de ella.

—El señor Gabriel me ha pedido que te lleve con él —dijo con voz cantarina —. Porque resulta que cada vez que se trata de ti descubro lo mal que hago mi trabajo, pues el señor Gabriel y el joven Massimo están en una parte del complejo que se me olvidó mostrarte. En mi defensa, las instalaciones de Wechsler son un verdadero monstruo.

Por primera vez le brindé la sonrisa más cálida que pude. ¿Qué puesto tendría Marta como para estar tan involucrada con mi ingreso y, a la vez, lo suficientemente distante como para desconocer que llevaba un par de meses sin realizar una sola tarea? El evento había sido lo primero que realmente había hecho por parte de mi trabajo, antes no había hecho más que merodear y contar las volutas de polvo que viraban a mi alrededor.

Marta pidió uno de esos transportes que te facilitaban moverte dentro del complejo mientras me explicaba que los Wechsler tenían pequeñas residencias alrededor de todos los sectores, residencias que, si bien estaban un tanto ocultas entre las áreas verdes de la empresa, no eran parte de un secreto que se debía de preservar. ¿Cuál era la función de esas residencias? Aparentemente no eran para nada más que para posibilitar que el señor Wechsler y su hijo estuviesen cerca de su hogar en todo momento. Lo irónico del asunto era que el lema de la empresa Wechsler citaba algo así como:

Ahora más cerca de casa.

Pensé en lo poco original que había sido la persona encargada de la identidad de la marca y negué con la cabeza.

—El señor Gabriel y el joven Massimo están ahí dentro —señaló mientras el automóvil aparcaba frente a una construcción sutilmente oculta entre dos árboles inmensos.

Después de haber estado en el evento de ayer, la residencia que se levantaba frente a mí parecía cosa de nada. Con tonos hogareños como el naranja y el café, tres niveles se cimentaban uno sobre de otro dando forma a un diseño contemporáneo.

Marta se despidió y dio la indicación de acudir a alguna otra parte del complejo.

En esa ocasión había decidido vestirme simple, con unos jeans ajustados que evidenciaban mis caderas y una blusa verde militar de manga larga. Lo único que hacía de ese conjunto una buena elección era el escote en forma de v lo suficientemente pronunciado como para dejar lucir la curvatura natural de mis senos. Como no se trataba de nada que Massimo no hubiese visto el día anterior, la probé sin sostén permitiendo que la forma de mis pezones, pequeños y endurecidos, se pudieran identificar con facilidad bajo la tela. ¿Lo que estaba haciendo era parte de una infidelidad? En mis planes no estaba acostarme con ninguno de los dos hombres dentro de la casa —aunque a veces las cosas no salen como uno las planea—, ¿pero no era suficiente para un engaño desear la atención de un tercero, independientemente de la finalidad?

A diferencia del palacete del día anterior, la casa estaba completamente libre de cualquier tipo de personal de apoyo. Toqué la puerta con los nudillos, un toc toc toc nervioso que nadie pudo escuchar. Tras unos cuantos intentos y un mensaje desesperado descubrí que la puerta estaba sin seguro.

Aquello me olía a una cosa sumamente informal. ¿Estaría mal si entraba por mi cuenta? Lo más probable era que todo fuese cosa de Massimo, y me sorprendió entender que lo había visto una sola vez. Había intercambiado con él... de hecho, ninguna palabra. Solo había sido una receptora silenciosa. Y esa experiencia me había bastado para no tener duda alguna de su personalidad, como si de alguna forma la intimidad de la escena que se había desencadenado me hubiese contado quién era Massimo en realidad. Quizá yo estaba equivocada y Massimo no era quien yo creía, aunque realmente lo dudaba.

Empujé la puerta con cuidado dejando salir el olor que se encerraba en el interior; vodka y... ¿nachos? ¿Esa era la idea de Gabriel para conseguirme un mejor trabajo? ¿Embriagar al hijo del presidente de la empresa y llenarle la sangre de queso cheddar? Caminé sin estar muy segura de hacia dónde dirigirme, dando un total cinco pasos hasta que encontré la figura de dos hombres tras la barra. Los ojos oscuros de Massimo y la mirada parda de Gabriel me encontraron más pronto que tarde.

—¿Es esta la chica con suerte? —quiso saber Massimo.

Por el tono con el que había pronunciado las palabras me pregunté si había permanecido ebrio desde ayer en el evento hasta hoy en la barra con Gabriel.

—Regina —saludó Gabriel con una ligera inclinación de cabeza.

La mirada de Massimo brilló de diversión.

—¿Así se llama la fabulosa chica de las bragas? —preguntó entonces.

Al escuchar esas palabras Gabriel apartó la mirada de mis ojos y fingió que no había escuchado nada realmente. Por el contrario, Massimo fijó su atención en mis senos, situación que me hizo sentir triunfal. Este hombre iba a ser tan fácil como todos los demás, sin importar hijo de quién fuese ni los millones que podían precederle.

—Ah, ¿te acuerdas de mí? —pregunté entonces.

La voz que utilicé no era en nada parecida a la que utilizaba para dirigirme a Gabriel, era más como solía hablarle a Adrián cuando intentaba seducirlo de forma fría.

—¿Se conocen? —preguntó Gabriel preparando algo sobre la barra.

Massimo dejó caer su cabeza hacia atrás y soltó una carcajada escandalosa.

—Regina llegó tarde —contó descubriendo sus colmillos en una gran sonrisa—, y su castigo fue... exquisito.

Gabriel tragó saliva con discreción, gesto que Massimo dejó pasar por el grado de alcohol que le nublaba el criterio. ¿Cómo era posible que la única cosa que había podido inspirar en Gabriel hasta el momento había sido incomodidad? Una incomodidad tan sólida que el escote en mis senos parecía arder en vergüenza. Aunque me hubiese querido mantener la buena impresión de Gabriel, lo cierto era que causar el interés de Massimo se había convertido en lo primordial. En secreto renuncié a la idea de que Gabriel me mirase con respeto alguna vez.

—Exagera, el castigo no fue más que gritos y una que otra humillación —dije como si se tratase de una broma —. ¿O no te has aprovechado de la situación para mirarme desnuda?

Massimo me miró con una risa juguetona.

—Pues claro que lo he hecho, ¿tienes una idea de quién soy yo? —preguntó con el ego por los cielos—. Soy el heredero de todo lo que tus ojos puedan alcanzar a ver, y más. ¿Por qué no le enseñas a Gabriel un poco de lo que yo vi ayer?

—No lo hagas —me ordenó Gabriel con una autoridad que me recorrió como un escalofrío. Luego se dirigió a Massimo —: ¿Me harás el favor? ¿Vas a conseguir un mejor puesto para Regina?

Pero Massimo parecía dentro de su propio mundo, ignorando las palabras de Gabriel y devorándome con los ojos, como un animal.

—¿Qué te parece si te ganas ese puesto? —sugirió—. Quédate conmigo en esta casa por hoy.

—Le preguntaré a mi novio —respondí—. Tal vez le gustaría quedarse con nosotros.

Y de pronto algo destelló en su semblante.

—Tú eres la novia de Adrián, ¿cierto?

Asentí. Massimo río una vez más.

—Créeme preciosa, tu novio está muy ocupado con otros asuntos —y el tono de su voz atenuó la sonrisa en mi rostro.

Por fin, Gabriel dejó la coctelera a un lado y tomó a Massimo del hombro.

—Has tomado demasiado, ¿qué te parece si vamos a comer algo y la invitamos?

Aunque Massimo hubiese preferido otra escena, se hizo lo que Gabriel propuso.

La forma de trasladarnos fuera del complejo fue sumamente curiosa, pues acudieron por nosotros tres automóviles que, si bien yo era desconocedora de todo este tema de modelos y especificaciones, pude reconocer por los cuatro círculos en la parte delantera de cada uno que se trataba de un trío de Audi. Aunque eran modelos con tres filas de asientos Gabriel, Massimo y yo tomamos uno por separado. Tres chóferes y tres autos para tres personas, eso era un equivalente a siete asientos para una sola. ¿Por qué no íbamos todos en uno solo? En mi país, o al menos en mi familia, no hubiésemos necesitado más de cuatro asientos para seis personas —aunque eso hubiese estado penado ante la ley—.

Aunque el transporte me parecía ostentoso e innecesario agradecí los minutos de silencio en el asiento trasero.

A pesar de que ya lo había hecho en una ocasión con el catedrático —eso de manejar la situación para obtener algo a cambio— sentía que en aquel momento me estaba metiendo en la boca del lobo. Y es que una cosa es seducir a un profesor en la universidad, y otra muy distinta intentar burlar a un hombre que parecía ser realmente poderoso. ¿Poderoso? ¿Massimo entraba realmente dentro de esa categoría o solamente su padre? ¿Se podía considerar peligrosa a una persona por el simple hecho de poseer un gran patrimonio?

Mi mamá solía decirme que todos teníamos un precio, en el tiempo y la forma correcta. Que, si bien el dinero no lo era todo, era el pilar más importante dentro de la jerarquía y el orden. ¿Si el mundo no fuese un lugar ordenado realmente importarían cosas como el amor? Probablemente no, así que en resumen se podría decir que el dinero te daba esa pequeña tranquilidad de poder tener una meta en la vida. Un objetivo. Era el inevitable orden de las cosas. Y si Massimo poseía dinero, significaba que tenía el poder de ordenar y desordenar mi vida en solo chasquido.

Los tres vehículos se detuvieron en conjunto y el conductor se adelantó para abrirme la puerta y ayudarme a bajar. Pude ver que llevaba guantes blancos, y por alguna razón pensé en la reina de Inglaterra. Si Massimo tenía una novia... ¿iban en vehículos separados a cada lugar al que tuviesen que ir? ¿Sería realmente cómodo vivir entre tanto lujo si no estás acostumbrado a él?

El lugar al que llegamos mostraba una fachada de mármol con el acceso enmarcado por un cuadro de madera que citaba sobre de él el nombre del restaurante. Massimo tomó la delantera mientras Gabriel esperaba a que yo alcanzara sus pasos. Me sentí agradecida por haber decidido calzarme un par de zapatillas y haberme hecho una coleta al ver el interior del restaurante. Era el lugar más lujoso que había pisado por encima del palacete Wechsler, aunque era una afirmación un tanto atrevida cuando recordaba esas escaleras icónicas que te recibían en la entrada.

Miré a Massimo y a Gabriel seguir a la mujer que nos había recibido en la entrada y me sorprendí con la indiferencia que lo hacían. Luego todo me pareció muy obvio. Para mí podría ser el mejor lugar que había pisado jamás, pero para ellos era como ir a un establecimiento de comida casera. Intenté permanecer indiferente pero las mejillas enrojecidas de mi rostro estaban por delatarme.

El golpe de gracia fue el menú.

Me fui haciendo paulatinamente pequeña mientras opciones como erizo de mar, boganate, rodaballo y carré de cochinillo se desplegaban a través del menú. Y los precios... esos precios que costaban más de lo que se veía reflejado en mi nómina al mes.

—¿Cómo dices que te llamas? —me preguntó Massimo arrebatando mi atención de las descripciones gourmet.

—Regina —respondí apaciblemente—. ¿Y tú?

Massimo descubrió una sonrisa puntiaguda. Sus ojos relucían como el océano en el medio de la noche, hechos de una negrura tan sólida que parecía reflejar la propia luz de las bombillas. No se estaba divirtiendo, pero desde luego que pretendía hacerlo y eso le causaba ilusión.

—Massimo Wechsler —se presentó y por un momento deseé que esa hubiese sido su primera presentación, entonces nos habríamos ahorrado bastante.

—Regina, ¿ya sabes lo que vas a ordenar? —preguntó Massimo.

Yo negué con un suave movimiento de cabeza.

—¿Y sabes qué puesto has venido a pedirme? —inquirió después.

—La verdad es que tanto el menú como la pirámide organizacional de Wechsler me parecen escritos en chino —respondí sin reparos con un tono de voz completamente inocente.

—No te recomiendo el erizo de mar —dijo sin tener que abrir el menú que permanecía cerrado frente de él.

—¿Y por el puesto qué dices? ¿Qué me recomiendas? —pregunté sosteniéndole la mirada.

Sin vergüenza los ojos de Massimo comenzaron a bajar de mis ojos cayendo hasta mis labios, y de mis labios pasando a mis senos, de mis senos a los pezones y de los pezones a mis ojos de nuevo.

—Cuéntame un poco acerca de ti —fue lo único que dijo.

¿Qué le cuentas a una persona que parece tener una vida mucho más interesante que la tuya? ¿Cómo saber las palabras correctas para impresionar a una persona que ha visto muchas más cosas que tú? Titubeé al principio, hablando de la situación de mi país natal, un país en declive. ¿Massimo conocería la pobreza? Intenté impresionarlo con ella. Con la inestabilidad y la carencia. Después, cuando llegó el mesero a cargo, no supe qué pedir. Gabriel ordenó por mí algo con el nombre de ravioli de ricotta ahumada. Pasta y queso, pensé, creyendo que no podía estar más satisfecha.

Cuando recibí el platillo supe que me había equivocado. ¡Se trataba de un solo ravioli! ¡Un solo trozo de pasta relleno de queso con una misera cucharada de caviar! Miré el menú con discreción. ¿En qué mundo paralelo las personas pagaban ochenta euros por, literalmente, un pequeño cuadrado de pasta relleno de queso? ¿Por qué nadie me lo había dicho? ¡Habría comenzado a fabricarlos como loca!

—Seguiré ordenando por ti, si no te parece mal —había dicho Gabriel cuando encontró mi rostro desesperado ante la porción diminuta que había recibido.

Y no, no era que estuviese hambrienta y me preocupase por terminar satisfecha. Lo que pasaba es que no sabía cómo ahorrarme la vergüenza de ordenar a saber cuántos platillos más, y de querer ahorrármela y argumentar que había sido suficiente con el primer platillo, nadie me creería que un trozo de pasta hubiese sido suficiente.

—Me parece excelente —respondí.

—Entonces, Regina... ¿Venezuela? —apremió Massimo.

Pude apreciar que el alcohol que le coloreaba las mejillas iba disipándose paulatinamente. Cada segundo que pasaba Massimo me escuchaba con más claridad. Cada segundo que pasaba era un segundo más cerca de tratar con el Massimo sobrio que había conocido una sola vez. ¿Massimo volvería a hacer el mismo tipo amargado que me había gritado en aquella habitación una vez se le hubiese pasado el alcohol?

Seguí hablando sobre la situación de mi país que, de alguna forma, se había convertido en un elemento clave a la hora de definirme. Mencioné la universidad, recordando que Marta me había contado que Wechsler construía su propio sistema educacional con la esperanza de que pudiesen considerarme. Y, por último, hablé de mi madre.

—¿Y tú padre? —me preguntó Massimo mientras Gabriel ordenaba para mí cabrito con calabaza, avellana y ajo negro.

La pregunta de Massimo se convirtió en una mano alargada que me tomó por la garganta y me cortó la respiración. Sentí un pinchazo en la nuca, como cuando recuerdas que has olvidado algo importante. Como lo que sientes de niño a media noche al recordar el material que te pidieron para el día siguiente, como si por olvidarlo la vida se redujera a solo eso, a ese simple error que deforma la realidad.

—Preferiría no hablar de ello —respondí con la garganta seca.

—Nuestra filosofía en Wechsler está basada en la lealtad, Regina —respondió sin dubitar—. Y la lealtad se traduce en confianza. Si no puedes confiar en nosotros, lamentablemente nosotros no podemos confiar en ti.

Gabriel permaneció callado mirando a su compañero, imperturbable.

—Mi padre murió —respondí sin pensármelo mucho—. Hace dos años. Esta es la primera vez que lo digo en voz alta.

—¿Qué fue lo que sucedió? —siguió preguntando Massimo sin inmutarse.

—Massimo... —pronunció Gabriel con cautela.

—Tenía un desorden genético llamado CIP; es la insensibilidad congénita al dolor —me escuché decir en tercera persona—. La insensibilidad al dolor le impidió percatarse de las pequeñas señales que la proximidad de un infarto va dejando como pequeñas migas de pan en el medio de un bosque. Simplemente... no sintió el dolor y cuando nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo era ya demasiado tarde.

Los dos hombres en la mesa dejaron de comer y me miraron en silencio, un silencio que se sentía como el luto que envolvió el entierro de mi padre. Me sentí incomoda por un momento, igual que cuando tuve que dar un paso al frente y hablar sobre lo que mi padre había sido como persona. ¿Qué decir cuando el dolor es tanto que no puedes sentirlo?

El dolor se había convertido en un fantasma de color azul.

Había existido y había permanecido. Conservaba un espectro dentro de la gama de colores, un nombre y la forma de un amor, sin embargo, aunque sabía que ahí estaba y que mi piel convivía con el viento que lo envolvía no era capaz de sentirlo. Como un fantasma, su mirada me perseguía desde la esquina más lejana de cualquier habitación en la que pudiera refugiarme. No era una mirada maliciosa, yo no permanecía aterrorizada en el medio de la oscuridad deficiente como característica intrínseca de la noche en la urbanización, era más bien... una mirada de luto. El dolor estaba ahí, mirándome en silencio, mostrándome respeto y esperando. ¿Qué espera exactamente? Era una paradoja. Una pequeña parte de mí se había fracturado entre tanta furia y confusión, que tanta presión acumulada dentro de sí había estallado de tal forma que se había inhibido cualquier posible sensación del daño irreparable. Así que era una paradoja; el dolor había sido tan incomprensible que se había apartado. Me miraba de lejos porque estaba sufriendo, ¿pero qué clase de sufrir era aquel en el que el dolor se negaba a formar parte?

—Siempre es triste perder a un ser querido.

Gabriel fue el primero en hablar, una frase de condolencia que resultaba ser empática sin llegar a ser incomoda.

Después Massimo habló:

—Yo perdí a mi madre —confesó—. Hace dos años también.

Y la primera en romper el hielo fui yo, metiéndome un gran bocado de caviar en la boca.

Cuando las mejillas de Massimo dejaron de estar sonrosadas en su totalidad comenzó a hablar del postre de una forma más pertinente, con la postura recta y los hombros atrás. Poco a poco el Massimo que había conocido un día antes fue apareciendo en aquella mesa, sin embargo, la oscuridad y el brillo que esta le proporcionaba a sus ojos permanecieron ahí, impidiendo que la ilusión de divertirse se mitigara.

Había conseguido un progreso con Massimo, pero no sabía de qué forma.

Salí de aquel restaurante con la promesa de que a partir de aquel día sería la asistente personal del hijo del dueño de la empresa, y tomé el vehículo que me había traído hasta ahí para que me regresara a mi apartamento.

Aprovechando el silencio del transporte decidí mirar de reojo al fantasma de color azul y voltear la mirada antes de que fuera demasiado tarde.

8

Cuando llegué al apartamento había un hombre de metro noventa en el medio de la sala de estar, de pie y mirando alrededor como si se encontrara perdido en una terminal de un país desconocido.

Obra de Marena, fue lo primero que pensé.

El hombre descolorido me miró y sonrió de oreja a oreja. Llevaba el cabello tan rubio que parecía desintegrarse bajo los pequeños destellos que se creaban por el impacto del rayo de luz sobre de ellos. Al mismo tiempo, Marena salió de la cocina con un gran bowl repleto de cotufas. Su mirada parecía querer asesinarme, pero sus labios sonreían a la par que decían:

—¿Cómo estás, amiga? ¿Cómo te fue?

Alcé las cejas con sorpresa, algo iba terriblemente mal. Si Marena me llamaba amiga, en realidad quería decir maldita perra mal nacida.

—Vale, pues... llamaré a Adrián y nos perderemos por ahí —dije mientras apretaba la tecla de marcación rápida—. Diviértanse.

Y mientras la llamada entraba y yo me volvía para alcanzar la perilla de la puerta de entrada, Marena exclamó:

—¡Por supuesto que no! Si todo esto es gracias a ti —dijo mientras los timbres de la llamada seguían sonando.

—¿Gracias a mí?

Pregunté, distraída, pensando en la última vez que había hablado con Adrián. Podríamos dormir juntos, pero lo cierto es que eso no significaba nada cuando los días pasaban y solo me enteraba del saludo matutino.

Al final la llamada entró a buzón.

—Yo no soy una mentirosa —dijo Marena lanzándole una mirada rápida al hombre decolorado—. Así que le he contado que has sido tú quien ha enviado ese mensaje.

—Perdón... ¿yo? —pregunté sin comprender.

—¿Vas a negarlo? —cuestionó sentándose en el sofá.

El hombre decolorado se sentó a un lado de ella.

—De verdad, Mar... No lo recuerdo,

—Ya, pues yo tampoco lo recordaba. Milo, ¿qué tal si le enseñas el mensaje que te escribió mi amiga?

El decolorado rebuscó entre los mensajes de su celular y me lo extendió con una sonrisa.

Después de leer tres veces lo que yo misma había escrito, fruncí el ceño.

—No sé qué es lo que me resulta más perturbador —dije al cabo de un rato regresando el celular a su dueño—. Si el hecho de que tienes a Marena registrada como piel morena, lo absurdo que textea una persona ebria o que hayas aceptado una invitación tan... borde.

—¿Estás consciente de que esa invitación tan borde la has hecho tú? ¿Te estás quitando méritos? —fue la primera vez que escuché la voz del decolorado.

—He escrito propuestas mejores —dije enarcando una ceja.

Marena sonrió.

—Pues amiga, veremos una película y tú formas parte del plan —contó Mar.

Yo solté una risita nerviosa mientras negaba rotundamente.

—Por supuesto que no, no haré un mal trío —me opuse.

—No harías ningún mal trío, Regina —tonteó ella mientras me guiñaba un ojo.

—Ustedes, ¿son hermanas? —preguntó el albino.

Marena lo miró con media sonrisa.

—¿Eso te gustaría? —y al escuchar su voz casquivana me sentí atraída hacia el sofá, como si Marena fuera la gravedad que me ataba a la Tierra.

Más de una ocasión me había preguntado si algo me ataba a Marena más allá de la amistad. Me preguntaba, también, si ella de alguna forma sentía lo mismo. Esa atracción que no había encontrado con Adrián, que probablemente Marena no había encontrado en su prometido.

Decidí tomar asiento del lado izquierdo de Marena.

El albino había llevado como obsequio para nosotras una botella de vino añejo que había dejado sobre la mesita ratona donde Marena se había ocupado por colocar tres copas de cristal. Mientras Marena buscaba entre las películas que habíamos traído de nuestro país —una recopilación de discos ópticos que habíamos adquirido durante cada jueves en el mercado negro—, el albino ordenaba queso curado, jamón serrano, salchichón y aceitunas negras. Mientras ellos dos preparaban la velada yo eché un último vistazo a la pantalla de mi celular.  Adrián no me había llamado de regreso, ni siquiera se había preocupado por mandarme un solo mensaje.

Marena creyó, de alguna forma, que The Shining era la elección cinematográfica perfecta para entretener a un invitado. El albino descorchó la botella durante las primeras escenas mientras nos explicaba la experiencia que debía corresponder a la calidad del producto. Habló sobre el año de la cosecha, las condiciones climáticas, la luz, la temperatura, la húmedad que fueron requeridas para su conservación. El sabor del vino era complejo y singular.

Mientras la película avanzaba, comencé a preguntarme más acerca del paradero de Adrián. Nos sentía distantes y pensé que podría ser otro efecto colateral de la migración. Después de pensarlo bastante me desaté el cabello y lo dejé caer alrededor de mis hombros para atenuar un poco el dolor de cabeza. Marena me miró hacerlo y colocó su mano en mi pierna al regresar su atención a Jack Nicholson.

Ese gesto deliberado me aceleró el corazón.

Marena y yo nos habíamos acostado una sola vez, con Adrián de por medio, justo después de haber sido plantada en el altar. Lo habíamos hecho y había sido perfecto. Perfecto como el color de su piel en aquellos lugares que la ropa no dejaba que fueran acariciados por el sol.  Tan impecable como el sonido de su voz jadeando en mi oído, gimiendo con satisfacción. Tan maravilloso como fue verla ser embestida por otro hombre, y que ese hombre fuera mío también. Sentí la necesidad humedecer mi entrepierna y comprendí que se trataba de una obra por defecto del alcohol. Estaba cansada mentalmente y me encontraba divagando.

Había existido una primera vez con Marena y Adrián, pero jamás se había repetido. Ni siquiera se había discutido o comentado después. Había sido como si los tres hubiésemos tenido el mismo sueño y decidido dentro de él no mencionarlo jamás al despertar.

Me removí incomoda en el sofá, esperando que el movimiento apartara la mano de Marena de encima de mi pierna. Pero en lugar de hacerlo, Marena se levantó y apagó el reproductor. Noté que el alcohol le volvía pesada la mirada, como si tuviese sueño.

—¿Quieres ver entretenimiento de verdad? —le inquirió Marena al albino con ese tono caliente que yo conocía tanto.

—Mar —susurré—. Adrián debería de estar aquí.

Pero Marena no escuchó y me arrastró en el medio de la sala de estar, justo frente a la pantalla.

—Vamos a hacerlo —me rogó.

Y sin poder resistirme al recuerdo de haber tocado a Marena, de haber deslizado mis dedos dentro de ella, la besé.

Besar a una mujer era una experiencia completamente diferente a comparación de besar a un hombre. Una mujer era suave, erótica, hábil a la hora de seducir a su pareja. En cambio, a mi parecer, un hombre era tosco, impulsivo y carnal.

Besé a Marena con necesidad, acariciando mi lengua con la suya. Los recuerdos de esa noche se agolpaban en mi cabeza llevando mis manos a esos lugares que había extrañado durante tiempo.

Cuando el albino quiso incorporarse a la escena, Marena negó.

—Solo mira —ordenó regresándolo a su asiento en un solo empujón.

Al albino estaba por reventarle la bragueta.

Marena se deshizo de mi blusa en un solo movimiento. Mis senos salieron sin tapujos y se mostraron cuán excitados estaban, erizados y con los pezones endurecidos. Mar sonrió y me tomó por la cintura acercándome a ella y recorriendo mi piel con su lengua, alcanzando mis pezones y mordisqueándolos con astucia. De mi garganta brotó un gemido dócil, agradecido. Me rendí a Marena con totalidad. Era tan suya como podía serlo de Adrián. ¿Qué tan normal podía ser algo así?

Fue entonces cuando el albino sacó un bolígrafo del saco que había hecho a un lado y lo que me pareció ser una cartera.

—Quiero que hagan exactamente lo que yo les diga —declaró sin rodeos—. Les pagaré bien.

Marena se detuvo un momento para preguntarme al oído entre jadeos suaves:

—¿Quieres hacerlo?

—Adrián debería de estar aquí... —musité, mi voz sonando como el ronroneo de un gato extasiado.

—Y de todas formas ya has comenzado sin él aquí —dijo ella.

El albino habló deslizando el cheque por la mesa hacia nosotras. El monto del cheque estaba escrito por mil euros. Las mejillas se me sonrosaron por la cantidad. Aun así, pensaba que Adrián debería de estar ahí.

—Quiero que cada una tome una silla, las pongan frente de mí y se sienten hombro a hombro —una vez hecho, el albino miró a Marena—: Quítate la blusa y el sostén.

A Marena le parecía divertida la escena, dejándose llevar por esa persona que vivía dentro de ella y le brindaba un rostro a la lujuria.

Marena lo hizo, despacio, dejando ver su piel canela que contrastaba con el sostén blanco que llevaba encima. Descubrió su cuello jalando la melena castaña para dejarla por encima del hombro derecho, deslizó los tirantes del sostén hasta dejarlos caer por sus brazos y finalmente lo desabrochó. Lo tiró a un lado dejando a la vista sus pechos firmes y sus pezones sonrosados.

—No quiero que mires a tu compañera —dijo el albino mirándome directamente—. Quiero tus ojos puestos en mí.

El albino era un hombre atractivo en el medio de los treinta y los cuarenta años de edad. Aunque su cabello, las cejas, las pestañas e incluso la barba de candado eran casi blancos, los ojos de un azul macilento y la piel tan fría que parecía ser una fina capa de hielo sobre el flujo sanguíneo, algo en su aspecto manaba una calidez parecida a la de Marena. Le correspondí la mirada al albino y me ofreció una media sonrisa.

—Desabrocha tu pantalón —ordenó y obedecí—. Abre las piernas, mete tu mano y tócate.

Mis dedos se resbalaron por mi vientre hasta que alcancé el borde de mis bragas. Abrí las piernas un poco más y dejé que mis dedos se sumergieran en la humedad de mi entrepierna.

—Acaríciate —exigió —. Y déjame escucharte.

Mientras las ansias surgían suavemente desde mi garganta, el albino me miraba a la vez que se deshacía del cinturón que lo contenía. Abrió su cremallera y en un momento saltó de ella su miembro erecto. Aparté la mirada.

—No —negó—. Mírame. Mira cómo me tienen.

Miré por una fracción de segundo a Marena quien me correspondió. Una fracción de segundo que nos supo a deseo. Regresé la mirada al albino, al anhelo que endurecía su pene y lo engrandecía en toda su virilidad. Entonces el albino comenzó a masturbarse, arriba y abajo, lentamente.

—Marena —le llamó—. Quítate la ropa y siéntate de espalda. Enséñame ese trasero, enséñamelo ahora.

Escuché a Marena obedecer con una risita casi imperceptible. Cuando el resto de sus prendas tocaron el suelo pude imaginarme a Marena regresando a su asiento, la curvatura de su espalda exponiendo esos glúteos por los que yo había paseado mi lengua alguna vez. Pude rememorar el sabor entre ellos, la calidez de su sexo en la punta de mi lengua, y conforme los recuerdos se agolpaban tras mis ojos cristalinos el movimiento de mis dedos adquirieron celeridad.

Y de pronto la puerta del apartamento se abrió y Adrián apareció tras de ella.

No quería imaginarme la escena que sus ojos recibieron en ese instante. El hombre en el sofá con el miembro de fuera, masturbándose mientras miraba a Marena totalmente desnuda sobre una silla, curvando la espalda lo suficiente para que sus glúteos dejarán expuesta su entrepierna. Mientras me miraba a mí, con los senos de fuera y la mano dentro de mis bragas, satisfaciéndome.

Lo que pasó después se convirtió en un recuerdo nublado que me costó discernir conforme transcurría el tiempo.

No recordaba la reacción instantánea de ninguno de los tres. La memoria me dejaba mirar a partir de la salida silenciosa del albino del apartamento. Los ojos de Adrián estaban colmados de furia, una furia tan bien —o mal— contenida que no había sido capaz de decir una sola palabra. Marena y yo estábamos mal vestidas, con los pantalones desabrochados y el cabello hecho un lío. El olor del vino añejo envolvía el ambiente, sellando con su aroma el carácter de ese momento.

Adrián me miraba y, aunque la vergüenza me consumía, yo no podía dejar de mirarlo. La primera en hablar fue Marena mientras terminaba de arreglarse la ropa.

—Vamos, Adrián, ¿qué pasa? Tú habías dicho que Regina tenía total libertad de...

—No quiero escucharte —zanjó sin mirarla, sin parpadear—, quiero que te largues.

—Adrián —dije en un hilo de voz—, esta es la casa de Marena también. No puedes...

—¡Quiero que se largue! —vociferó de tal forma que su rostro se encendió al mismo tiempo que la rabia tiñó sus palabras—. Quiero que se largue, Regina, o te juro por Dios que el que se va voy a ser yo.

Aunque sentía la necesidad de mirar a Marena, leer sus facciones y su postura ante la situación, la mirada de Adrián me había prendado a ella como un par de imanes. Marena se movió por mi rabillo del ojo y yo la detuve extendiendo mi brazo.

—Ella no... —comencé a decir.

—Regina, déjalo, me llamas después —me interrumpió Marena, haciendo mi brazo a un lado y saliendo del apartamento sin más.

La sensación de abandono que dejó tras de ella fue abrumadora, como si Adrián y yo nos hubiésemos metido dentro de una cabina insonora y se hubiese cerrado la puerta tras la salida de Mar, llevándose consigo todo el ruido exterior.

Me sentí en una olla de presión a punto de explotar en mis oídos.

—¿Qué es esto? —preguntó Adrián—. ¿Qué estaban...?

Pero no concluyó la pregunta.

No me sentía ni siquiera capaz de terminarme de vestir, de abrochar mis pantalones y acomodarme la blusa. Adrián no quería mirarme, no podía. Me costó unos segundos comprenderlo. Había fijado sus ojos en los míos para no mirar que estaba sin sostén, para no descubrir el tipo de vino que habíamos tomado ni reparar en la bandeja de quesos que estaba sobre la mesa ratonera.

Me miraba a los ojos porque buscaba escapar de los detalles.

—¿Qué pasa? —fue todo lo que supe decir.

Adrián me dedicó una sonrisa torcida que no le llegó a sus ojos.

—¿Cómo que qué pasa? ¿Me lo preguntas en serio? —interrogó con burla—. Vamos a ver. Vengo de trabajar buscando solamente encontrarme con mi novia para descansar, y lo que encuentro es una escena de película porno. Perdóname, pero hasta donde yo me quedé trabajabas como limpiadora, ¡no como una puta!

Sus palabras me dolieron en el cheque sobre la mesa. ¿Lo habría visto ya?

—¿Vienes pensando en estar conmigo para descansar? —pregunté—. ¿Por qué no me has contestado entonces? ¿Sueles ignorar a la persona en la que, según tú, estás pensando?

Adrián bufó.

—Es sorprendente —declaró—. Te he encontrado con otro hombre y tienes la santa vergüenza de cuestionarme por qué no te contesté una llamada. ¿Qué? ¿Vas a decirme que de haberla respondido no te hubiera encontrado así? ¿Es mi culpa entonces?

—Adrián, ese hombre no me tocó.

—¡Pero te vio! ¡Te vio, Regina! —el dolor en sus ojos me estrujó el corazón y humedeció los ojos—. ¡Vio a mi mujer comportándose como si no fuera mía!

—El día que nos acostamos con Marena tú mismo dijiste que no tendrías problema si yo decidía probar estar con otro hombre algún día. Tú dijiste...

—¡Claro, Regina! ¡Claro que lo he dicho! Como todas las personas lo dicen confiando en que sus parejas no son lo suficientemente estúpidas para desconocer la fidelidad.

—¿Puedes medir lo que dices? —pregunté con un gran nudo en la garganta.

Adrián alzó las cejas con sorpresa fingida,

—Perdóname, lo que menos quiero después de haberte encontrado así es que te sientas mal —dijo con ironía.

La burla en sus palabras empujó las lágrimas sobre mis mejillas.

—No es eso —chillé—. Es solo que tú no eres así. Tú jamás me has hablado como lo estás haciendo.

Su rostro se crispó en dolor mientras negaba con un movimiento de cabeza decepcionado.

—Porque jamás te había encontrado... —escupió a medias—. No puedo, Regina...

Susurró cuando por fin desprendió su mirada de la mía y se enganchó en el vacío. Lo vi negar, como si el movimiento ocasionara que los pensamientos que se formaban en el interior de su cabeza se desbarataran uno por uno.

Después de un momento de silencio que pareció eterno, Adrián dejó de negar para decir:

—Me lo hubiera esperado de cualquier persona menos de ti —sollozó con el rostro surcado de lágrimas, lagrimas que ni por toda la templanza que pudo reunir evitó—. Lo arruinaste, Regina. Lo has arruinado todo.

Y se marchó dejando la puerta abierta tras de sí.

CONTINUARÁ...