Hasta esa noche
Introducción. - "Lo cierto era que no me sentía ni vacía ni insatisfecha con mi vida sexual. Ni quiera sospechaba que me faltase nada... Hasta esa noche."
Antes pensaba que yo era una mujer totalmente normal. Mis relaciones con el sexo masculino siempre habían sido normales. Mi sexualidad también. Nunca había tenido extrañas fantasías ni nada parecido. Me había limitado a hacer lo que me apetecía dentro de las opciones que me ofrecía la normalidad, sin buscar experiencias demasiado fuertes.
Había tenido una cantidad significativa de amantes, e incluso me había enamorado un par de veces. Pero a pesar de ello, seguía resistiéndome al compromiso y me limitaba a tener líos esporádicos con hombres a los que consideraba interesantes.
La mía no era una belleza convencional: era una mujer alta, fuerte, ágil. Parecía más una guerrera viquinga que una etérea muñequita. Un hombre me había dicho una vez que poseía una feminidad primaria, potente, sensual... y de inmediato me sentí cómoda con esa descripción. Nunca me había visto a mi misma como una belleza, aunque lo cierto era que había puesto lo que se dice de rodillas a más de uno. Pero creo que es más que nada gracias a mi personalidad que nunca había tenido problemas para seducir a quien se me antojase.
Aún así, me gustaban muy pocos hombres. Tenía un criterio muy selecto y buscaba siempre a personas especiales. La inteligencia, la potencia intelectual, me volvía loca, pero también era capaz de perder la cabeza por un físico masculino y potente. A menudo me parecía atractivo el detalle más insospechado, como un olor, una mirada, un tono de voz o algún pequeño gesto.
En general, me fascinaba el sexo. De hecho, siempre me había considerado a mi misma una persona muy sexual. Me masturbaba casi diariamente desde la adolescencia, y cuando mantenía relaciones sexuales, disfrutaba de inocentes juegos provocativos.
Siempre había tenido un punto de salvajismo, de inocente desinhibición, que a menudo había asustado a los hombres con los que me había acostado. Por eso solía jugar hasta hacerles llegar al límite. Sentía que, al conseguir que se descontrolasen, de algún modo los liberaba y eso le daba más intensidad al sexo. Podría decirse que me recreaba en la intensidad, en la brusquedad, en la pasión desesperada y, en retrospectiva, eso debería de haberme dado alguna pista.
Pero hablando en general, lo cierto era que no me sentía ni vacía ni insatisfecha con mi vida sexual. Ni quiera sospechaba que me faltase nada...
Hasta esa noche.
Fue una noche de agosto. Dos amigas y yo habíamos quedado para salir de copas. Estábamos sentadas en unos sofás empotrados alrededor de una mesa. Habíamos cenado, habíamos bebido y en ese momento estábamos bebiendo aún más. Todo eran risas y cotilleos. Mis dos amigas tenían novio, así que llevaban un rato convenciéndome de las maravillas de tener pareja. Y les estaba resultando francamente complicado, teniendo en cuenta que durante la cena se habían dedicado a poner verdes a sus respectivas parejas.
Por el contrario yo siempre había sido muy reservada con mis aventuras amorosas. Esta actitud me había acarreado discusiones en el mundo femenino, muy dado a contar detalles, y sobretodo a escucharlos. Pero esa era mi forma de ser. Mi vida sexual era algo íntimo que me gustaba guardarme para mi misma. Sentía que, al explicarse, esos momentos mágicos se convertían en algo frívolo y vulgar.
Normalmente estaba muy orgullosa de esa parte de mi carácter y lo veía como algo muy bonito y muy romántico. El problema era que, en ese momento, esas dos mujeres habían malinterpretado mi discreción y estaban convencidas de que llevaba mucho más tiempo de abstinencia del que en realidad llevaba, por lo que no cesaban en su empeño por emparejarme. Aunque les tenía mucho cariño y en el fondo me lo estaba pasando bien, empezaban a resultarme pesadas y me estaba planteando el retirarme a casa en cuanto me acabase la copa que tenía entre las manos.
La noche cambió de rumbo en cuestión de minutos. Una de mis amigas sentenció que era el momento de irse a casa tras una pausa entre risas, y la otra se unió inmediatamente a su propósito. Yo estuve más que satisfecha con el nuevo curso de los acontecimientos y agradecí internamente la oportunidad que ello me brindaba de tomar la última copa a solas. Así que hice una broma cerca de las exigencias que presentaba la vida de casadas y me despedí de ellas con dos besos, un abrazo y la vaga promesa de volver a quedar lo antes posible.
Lo hacía a menudo, eso de beber a solas en los bares. Me entretenía mirando y pensando, observando la grandeza de la miseria humana con el punto de vista de un antropólogo y un poeta o, lo que es lo mismo, de un escritor, aunque en mi vida nunca he escrito nada más que lo justo y necesario. Lo mio era observar, la imaginación se la dejaba a los demás.
El único problema de ese pasatiempo es que demasiadas veces algunos hombres decidían que era una depredadora que había salido de caza y que además les estaba esperando a ellos como a agua de mayo. Me había vuelto una maestra en espantar moscones, hombres que se dedicaban a revolotear de mujer en mujer, probando suerte. La verdad es que el suyo me parecía un propósito muy respetable y no tenía nada en su contra, exceptuando el hecho de que a menudo entendían un educado rechazo como un reto personal y se volvían unos pesados. Llegados a ese punto, no me quedaba más remedio que ser desagradable, y realmente odiaba tener que ser desagradable.
Siempre me había gustado mucho estar sola, y un hombre debía ser muy especial para mejorar el placer de mi propia compañía. En verdad, nunca había sido una persona humilde... yo era como era, no me creía mejor o peor que el resto, solamente me tomaba más en serio que la mayoría mis propias apetencias.
Así, me dediqué a observar a mi alrededor, identificando de paso a los hombres apetecibles y evaluando si alguno tenía pinta de irme a molestar durante la velada.
Entonces le vi.
Aunque, para ser exactos, él había sido el primero en verme a mi, porque cuando posé los ojos en en él, él los tenía ya fijos en mi.
Dios, era simplemente magnífico. Me quedé sin aliento durante al menos un segundo. Un tipo grande, fuerte, alto. Moreno, con barba cuidada y facciones masculinas. La nariz un poco aguileña, la frente ancha, la mandíbula cuadrada... había cierta rudeza en su cara, pero no obstante todo tenía un equilibrio que lo hacía bello. Tenía los ojos claros... puede que verdes, aunque desde lejos parecían ser simplemente dorados, y la mirada más intensa que recordaba haber visto nunca.
Pese a que iba bien vestido y su porte era elegante, tenía cierta actitud contenida, depredadora, que me excitó de inmediato, casi como si su magnetismo animal me acariciase físicamente la espina dorsal.
Yo no podía dejar de mirarle y lo desconcertante era que él parecía indiferente a ese hecho, como si le diese absolutamente igual que le hubiese descubierto. Me estaba evaluando y devorando por anticipado, y durante unos instantes tuve la alarmante seguridad de que ese hombre no creía necesitar mi consentimiento inmediato para hacer lo que quisiese conmigo.
No me quedó otro remedio que asustarme. Asustarme de él y de mi misma, de la anticipación que sentía ante esa actitud tan absolutamente primitiva, irrespetuosa, intolerable y, en resumidas cuentas, deliciosamente peligrosa.
De repente él sonrió. Fue una sonrisa fugaz, ladeada, pero la vi claramente. Justo después él se giró sobre si mismo con aparente indiferencia y volcó su atención en la copa que le esperaba sobre la barra.
Se rompió el hechizo. Entonces yo también decidí centrarme en mi copa, que a esas alturas se había mezclado en gran parte con el hielo derretido. Cualquiera se bebía esa porquería... Decidí avisar al camarero con un gesto para que le trajese otra nueva, y éste hizo otro gesto con la cabeza para indicarme que la había entendido. Aparté la copa que tenía empujándola con un par de dedos, como su fuese algo radiactivo o asqueroso. Mi madre simpre me decía que mis gestos eran excesivamente teatrales, pero yo no lo veía de ese modo.
Como quien no quiere la cosa, lancé una mirada fugaz hacia donde había estado el hombre, y de algún modo no me sorprendió no verlo ahí. Prefería creer que había sido una mera ilusión. Un solo contacto ya había sido demasiado y no quería arriesgarse a nada más, porque algo me decía que sería como meterse en la boca del lobo.
Enseguida me llegó la copa. Solamente alcancé a ver el brazo que la sostenía y no me molesté en ser educada. Sin pensarlo dos veces, acerqué los labios al cristal frío y engullí un buen trago. Me quemó la boca y la garganta, pero me dio igual. Cerré los ojos y contraje la cara hasta que sentí que él líquido me llegaba definitivamente al estómago, y entonces volvií a respirar.
Mis ojos regresaron al hombre sin querer. Pero de nuevo nada, no estaba ahí. No sabía por qué seguía insistiendo. Ese imponente hombre me había mirado con infinita soberbia y después se había reído de mi. Me sorprendió darme cuenta que hasta ese momento no me había molestado su burla. Puede que estuviese perdiendo facultades.
¿De qué se había reído? ¿Por qué me había mirando de aquel modo? Era como si supiese algo de mi que yo desconocía. Era molesto.
Empecé a preguntarme si le conocía de algo. No, definitivamente no, estaba segura de que le recordaría. Era el típico hombre que me hacía mojar las bragas y comportarme como una niñita cobarde, el tipo de hombre al que no me acercaría ni por todo el oro del mundo. Puede que estuviese loca, pero prefería a hombres más amables, más asequibles, aquellos que me hacían sentir segura y cómoda, no pequeña e indefensa.
Le podían dar mucho por el culo a ese imbécil y a su estúpida sonrisa de imbécil. Mejor si no le volvía a ver nunca más.
Decidí que ese era un buen momento para acabarse la copa de un trago. Empezaba a sentirme un poco dramática y necesitaba una buena dosis de cliché de película barata. El alcohol me escoció tanto que durante unos interminables segundos estuve segura de que me empezaría a salir sangre por la nariz y rompería la magia de la escena.
Bien. Momento de irse a casa. Mañana tenía entreno de aikido a las diez de la mañana, y no pensaba faltar por nada del mundo. Ese bendito arte marcial era lo único que me había impedido caer definitivamente en el histrionismo y la histeria los últimos años. Estaba mal presentarse con resaca, era irrespetuoso, por no hablar de desagradable... pero pese a todo yo era una persona responsable y nunca faltaría.
El problema era que empezaba a encontrarme francamente mal. Esa última copa me había sentado como una patada en el culo y se me había subido directamente a la cabeza. No entendía nada. Yo solía aguantar muy bien el alcohol, mejor que cualquier mujer y que muchos hombres, y un par de copitas me habían dejado fuera de combate.
No solamente me sentía mareada, sino que además tenía mucho sueño. De repente estaba completamente agotada y parecía que pesaba el doble que hacía unos minutos, como si algún graciosillo hubiese subido la intensidad de la fuerza de la gravedad.
No paraba de parpadear furiosamente, intentando volver a enfocar correctamente. Decidí respirar profundamente para intentar calmarme, porque sentía como el pánico se estaba apoderando de mi. En verdad me estaba pasando algo malo y nadie parecía darse cuenta de nada. Intenté pedir ayuda, pero enseguida se dio cuenta de que tampoco podía hablar. Sin darse cuenta, la barbilla se le había caído hasta quedar apoyada en su pecho. Miró para abajo y comprobó que el cuerpo también se le había desparramado sobre el sofá.
Eso no era normal. Algo no iba bien. ¿Había sido la copa, o acaso me estaba muriendo? ¿Qué clase de enfermedad era esa? Me sentía como... como... como drogada. ¿Alguien me había drogado? Levanté la vista hacia la copa que tenía delante... Definitivamente, alguien había adulterado esa copa.
Estaba confusa. No entendía nada. No podía moverme. Nadie me venía a ayudar y estaba muy asustada. Si era una droga, pensé con dificultad, entonces el efecto iría disminuyendo con el tiempo. Solamente tenía que quedarme quieta y tarde o temprano acabaría por poder hablar y pedir ayuda, o al menos a alguien le acabaría extrañando el hecho de que no me moviese durante mucho rato.
Ese razonamiento me calmó un poco, pero entonces pensé que si la droga era paralizante, entonces en un momento dado podría dejar de respirar o mi corazón podría dejar de latir. Me concentré en percibir ambas cosas. Era cierto que respirar representaba un esferzo, pero mi corazón no estaba ni demasiado lento ni demasiado acelerado. Simplemente no podía moverme, y estuve segura de que si me costaba respirar era porque el cuello me le había quedado en una postura rara.
- ¿Estás bien, preciosa?
Oí la voz amortiguada de un hombre, como si la oyese sumergida dentro de una bañera. Tardé un momento en entender el significado de esos sonidos. ¡Por fin! Alguien se había dado cuenta de que no estaba bien y venía a ayudarla. ¿Por qué habían tardado tanto? ¿Acaso era invisible?
Quise contestar pero, evidentemente, no pude.
- ¿Hola?
Insistió él. Pasó una eternidad antes de que la voz volviese a hablar.
- Madre de dios, que pedal que llevas, tia... ¿A quien se le ocurre beber de esa manera si vas tú sola?
Más silencio. ¡Ojala pudiese hablar! Lo intenté con todas mis fuerzas, pero solamente pude dilatar el cuello del tal modo que me hice daño, y al empujar el aire hacia arriba salió algo parecido a un eructo.
- Joder, pero qué asco... Bueno, ¿quieres que avise a alguien?
El hombre me cogió la barbilla y me giró la cara hacia él, buscando alguna reacción por mi parte. Yo intenté fijarme en su cara, y me di cuenta de que intentaba ver si se trataba del hombre de antes. Pero en ese momento descubrí alarmada que tampoco podía mover los ojos. No veía nada más que formas y colores difusos.
- Mira, creo que voy a avisar a una ambulancia...
Me sentí salvada. Iría a un hospital. No moriría. Me hubiese gustado abrazar y besar a ese hombre. Acababa de recuperar la fe en la humanidad.
- Tranquilo, va conmigo, yo la llevaré a casa.
Otra voz de hombre. Grave, muy grave y profunda. Tan grave que sintió vibrar su propia caja torácica. ¿Qué había dicho? ¡No! ¡No! ¡No! Yo no iba con nadie, yo iba al hospital. Deseé con todas mis fuerzas que no creyesen a ese lunático.
¿Eres su novio?
Más o menos.
Pues no te he visto con ella.
Es un juego al que jugamos. Es largo de explicar.
Es verdad, tio, antes les he visto echarse miraditas en plan raro. Déjalos en paz y vámonos. No es tu problema...
Este último en hablar había sido otro hombre, seguramente un amigo de m caballero andante, pero no tan altruista. ¿En serio me iban a dejar con él? ¿En serio no me iban a llevar al hospital? Intenté chillar de nuevo, pero esta vez me salió algo así como un quejido perruno.
Pareció que mi salvador dudó, porque el desconocido mentiroso se vio en la obligación de seguir convenciéndole.
- Oye, te agradezco que te hayas preocupado por ella, pero quiero irme lo antes posible al médico. Ya sabes, debe de haber mezclado algo sin que yo me de cuenta...
Genial. Ahora era una pervertida y una drogadicta, y estaba a punto de quedarme a solas con un chalado en vez de ir a que me viese un puto médico. Si antes había estado asustada, en esos momentos estaba aterrada.
De repente se me ocurrió que posiblemente ese hombre que insistía tanto en quedarse conmigo era también el responsable de la droga que había aparecido en su bebida.
Pasaron unos segundos.
- Vale, tio...
La voz de mi caballero se fue alejado y entonces lo supe: me había quedado sola con un puto psicópata. Y estaba completamente a su merced.
Sentí como el individuo en cuestión se sentaba a mi lado porque el cambio de tensión en la tela del sofá me hizo sacudirme un poco. Odié no poder girar la cabeza y verle la cara.
Él me agarró por debajo de los brazos y me recolocó para que estuviese bien sentada, también me sujetó la cabeza para que me quedase erguida, aunque la mantuvo mirando hacia delante, sin permitirme verle. Entonces sentí que volvía a respirar facilmente. Durante un momento, el alivio por ese hecho opacó el terror de quedarme a solas con él.
- Así está mejor, ¿verdad? -dijo él con tono fingidamente dulce, como si se estuviese riendo de mi.
Intenté gritarle. Sabía que seguramente no podría, pero lo intenté de todos modos. Sorprendentemente, con el cambio de posición del cuello, esa vez pude articular algo parecido a una frase.
Qu..qu...que qui...e...res.
¿Qué qué quiero?
Pese a que no podía verle, supe que él había dicho esa frase mientras sonreía. Definitivamente se estaba riendo de mi.
- Creo que es evidente. Te quiero a ti.
Seguía sonriendo, estaba segura. Pero entonces cambió el tono a otro más despreocupado. Actuaba como un puto malo de película contando su plan maligno al héroe una vez que lo había capturado.
- Lo decidí antes. Eres preciosa, no podía dejar de mirarte. Me pareciste una mujer la mar de digna, y lo suficientemente resistente.
¿Lo suficientemente resistente? Eso no sonaba nada bien. Yo ya no sabía qué pensar. Un terrible presentimiento me embargó... más que un presentimiento, una certeza.
- ¿No debe de ser nada fácil acobardarte, verdad? Pero yo te di miedo. Lo vi. Durante un momento, me temiste, y por eso te he escogido.
Entonces él me giró la cabeza delicadamente y la acercó a la suya. Y entonces mis peores temores se hicieron realidad: era él. Él. Lo primero que pensé fue que antes había acertado: tenía los ojos de un color verde dorado. Lo segundo, que él olía muy bien, exactamente como debía de oler el pecado. Y lo último que me pasó por la cabeza antes de desvanecerme definitivamente, fue que estaba perdida.