Hasta esa noche (4)

Él seguía mirándome fijamente, de aquel modo tan suyo, como si yo fuese comestible y él se estuviese reservando lo mejor para el postre. Me humedecí sin quererlo. Era por su olor. Y por sus ojos. Debería ser ilegal que un chalado de tal magnitud fuese tan horriblemente atractivo.

Definitivamente, eso no era bueno. No me atrevía a abrir los ojos, porque intuía lo que iba a encontrar cuando lo hiciese y no sabía que pensar al respecto. De hecho, no sabía que pensar respecto a nada de lo que me había pasado las últimas horas. Ese hombre, el secuestro, las violaciones, ese orgasmo que casi había acabado conmigo... y ahora esto.

Tenía una vía puesta en el brazo.

Conocía la sensación de cuando me habían operado de apendicitis a los diecisiete años. Seguía estando en una cama, pero esta vez boca-arriba y tapadita con una sábana. También estaba un poco incorporada sobre una base de cojines. Solamente llevaba un pequeño camisón y las correas, aunque esta vez estaban mucho más holgadas.

Las preguntas era obvias: ¿por qué tenía puesta una vía? y ¿quien me la había puesto?

No sé qué me resultaba más inquietante, que me la hubiese puesto él mismo o que me la hubiese puesto alguna otra persona. Era obvio que había estado completamente inconsciente o me habría despertado al clavarme la aguja y me sorprendió darme cuenta de que, a esas alturas, ese pensamiento ya ni siquiera me asustaba. En cambio, lo que me sí que me preocupaba era la horrible idea de que ese hombre pudiese tener algo parecido a un cómplice.

Por primera vez se me pasó por la cabeza la posibilidad de que todo aquello pudiese estar siendo observado por otras personas, e incluso gravado. No era algo descabellado; había gente muy loca y con fetiches muy raros. No sería la primera vez que un grupo de gente secuestra a una mujer corriente para violarla. Ese era el tipo de cosas que salían a veces en las noticias... y no solían acabar bien. Podía incluso estar participando sin quererlo en una de esas películas... ¿como las llamaban... snuff o algo parecido? Grabaciones de crímenes reales por la cuales algunos perturbados estaban dispuestos a pagar lo que fuese.

La verdad era que aquello tenía mucho sentido... de hecho, resultaba bastante más creíble que la opción de que un desconocido, a título individual, me hubiese secuestrado en un bar solamente para pasar un buen rato jugando conmigo.

No obstante, me negaba a creer la posibilidad de ser la involuntaria protagonista de una de esas grabaciones. Puede que porque me resultaba demasiado aterrador y no dejaba lugar para la esperanza. Pero me di cuenta de que en parte era porque no concebía que él me hubiese traicionado de esa manera, que hubiese compartido con otros la intimidad de lo que había sucedido en esa habitación. ¿Podía él no ser más que un carcelero? ¿Un mero actor? ¿La marioneta de las necesidades de otras personas? Simplemente no podía creerlo...

  • ¿Estás despierta, verdad?

Intenté por todos los medios no reaccionar, pero no sé si lo logré del todo. Debía de haber supuesto que él estaría ahí. Tenía la habilidad de ser extremadamente silencioso y la manía de observarme cuando yo pensaba que estaba sola. Era algo odioso.

  • ¿No vas a abrir los ojos? Solamente las niñas pequeñas juegan a hacerse las dormidas.

Finalmente giré la cabeza hacia mi izquierda, siguiendo la dirección de su voz, y abrí los ojos lentamente, intentando no mostrar ninguna emoción. Lo encontré ahí, sentado apaciblemente en la butaca de la esquina, mirándome fijamente con esos ojos suyos magnéticos, como de otro mundo. Llevaba los tejanos y una camisa negra arremangada y completamente arrugada, abierta un par de botones. Se le veía un poco descompuesto y cansado, y me recreé para mis adentros al comprobar que le había causado cierto grado de incomodidad.

  • No estoy jugando. Solamente intento aplazar mi condena lo máximo posible.

Él frunció el ceño, como si mis palabras le hubiesen ofendido de verdad.

  • ¿Tu condena?

  • ¿Qué es esto sino? ¿Unas vacaciones? ¿Un crucero de placer?

  • Podría verse así. -contestó enseguida.

Y el muy cabrón tuvo el descaro de sonreír.

  • Yo no, desde luego.

Intentaba no perder los nervios y hablarle con calma, pero me estaba resultando muy difícil tener una conversación frívola cuando tenía tantas preguntas e inquietudes en la cabeza. Me estaba costado horrores no desahogarme y exigir respuestas, pero sabía que no podía dejarme engañar por su tono amable y seductor. Tenía delante a un loco y debía que andarme con pies de plomo.

Estuvo un rato sin contestar, limitándose a mirarme fijamente, como si pudiese radiografiar mi mente con sus ojos... y de repente me pasó por la cabeza el extraño pensamiento de que, si leer la mente fuese posible, lo haría alguien como él.

  • ¿Cómo te encuentras? -dijo simplemente.

Una vez más, me sorprendió el modo tan brusco que tenía de cambiar de tema. Por un momento me pareció captar el destello de algo en su mirada. Culpabilidad. Pero enseguida se desvaneció y pensé que me lo había imaginado.

  • Mejor. -dije sinceramente. ¿Para qué mentir?

  • ¿Por que no me habías dicho que estabas tan mal, joder?

¿Eran imaginaciones mías, o estaba genuinamente cabreado?

  • No creí que importase.

  • ¡Claro que importa! ¡Te dije que no pretendía hacerte daño!

Eso fue demasiado para mí.

  • ¿Y yo te tengo que creer? Me has secuestrado, drogado y forzado. Es evidente que eres un enfermo y un criminal. Dime, ¿exactamente qué razones tengo para creerte cuando me aseguras que no vas a hacerme daño?

Mi madre siempre me decía que mi boca acabaría matándome, y en esos momentos no pude más que darle la razón.

Él volvió a callar. Estaba evidentemente enfadado, pero me di cuenta de que era principalmente por frustración. Se había dado cuenta de que yo tenía razón y no sabía qué decir a continuación, cómo rebatirme. En parte me tranquilizó el hecho de que no fuese completamente inmune a la lógica, y también que sintiese la necesidad de rebatirme, porque significaba que no me consideraba un mero objeto.

De repente se levantó y yo no pude evitar dar un brinco. Por un momento pensé que ahí se acababa todo, que me mataría, pero se limito a rodear la cama lentamente evitando mi mirada. Se acercó a una especie de perchero que había a mi lado y toqueteó una serie de cosas. Después me cogió la mano y examinó la vía. Se movía con seguridad, como si supiese muy bien lo que estaba haciendo.

  • Voy a quitarte la vía del brazo. Por si te lo preguntas, lo que te ha pasado es que te has deshidratado. El gotero te lo he puesto solamente para que recuperes líquidos y nutrientes.

Ciertamente, eso respondía a algunas preguntas, pero también planteaba otras tantas.

  • ¿Deshidratado?

Estaba confusa. Ni siquiera se me había pasado esa posibilidad por la cabeza. Estaba convencida de que me había drogado.

  • Sí, deshidratado. Ha sido culpa mía. No se me ocurrió que fueses tan estúpida como para no tragar el agua que te di.

Observé como paraba el gotero. Entonces se acercó a mi y empezó a quitarme el vendaje que me sujetaba la vía.

  • Bueno, por lo que yo sé, podría estar llena de drogas... o de algo peor. Y pensaba que una persona podía estar tres días sin beber.

¿Estaba tonta o qué? ¿Por qué le daba explicaciones? Él desenchufó el cable de mi mano y por fin retiró la aguja de mi interior.

  • En circunstancias normales, sí. Pero ambos sabemos que tú has estado haciendo esfuerzos. -dijo con una sonrisa traviesa de orgullo.

Apretó un algodoncito en la herida y colocó un esparadrapo para sujetarlo.

  • ¿Acaso eres médico? -espeté.

Él seguía sin mirarme, pero volvió a sonreír.

  • Pues da la casualidad de que sí.

Me quedé sin habla. Vale, aquello no me lo esperaba. Sabía que había médicos que hacían cosas horribles, pero seguía sin comprender cómo puedes dedicar tu vida a curar a los demás y secuestrar y torturar mujeres en tus ratos libres.

Mientras recuperaba la compostura, él retiró el perchero con ruedas y guardó todos los utensilios médicos en una bolsa de lona negra que había al lado de la mesilla de noche. No quería ni imaginar lo que habría dentro de esa bolsa.

  • ¿Y el juramento hipocrático?

  • ¿Qué pasa con él?

  • ¿No dice algo así como que no puedes dañar a las personas?

  • Ya te he dicho que no te haría daño.

  • Hay muchas maneras de hacer daño.

Eso último atrajo su atención. Se sentó a mi lado con una extraña solemnidad y me miró severamente, como si yo hubiese dicho alguna irreverencia.

  • Solamente te estoy dando lo que necesitas, lo que pasa es que aún no lo sabes.

  • Muy conveniente para ti saber lo que yo necesito y que además coincida exactamente con lo que tú quieres de mí.

  • Sí, ¿verdad que es maravilloso? -dijo él con una sonrisa irónica.

Lo más desconcertante era que, pese a las bromas, me daba cuenta de que en el fondo él creía de verdad lo que me estaba diciendo. Y el modo que tenía de creerlo era irrebatible; cualquier cosa que yo dijese para llevarle la contraria, él lo consideraría como el producto de mi propia confusión respecto a mis verdaderas necesidades. Era un callejón sin salida.

Él seguía mirándome fijamente, de aquel modo tan suyo, como si yo fuese comestible y él se estuviese reservando lo mejor para el postre. Me humedecí sin quererlo. Era por su olor. Y por sus ojos. Debería ser ilegal que un chalado de tal magnitud fuese tan horriblemente atractivo.

  • Me encanta cuando me miras así. -dijo él de repente.

Una vez más, temí que me hubiese leído el pensamiento.

  • Eso es porque no sabes lo que estoy pensando. -le provoqué, tentando un poco más a la suerte.

Al fin y al cabo me había cuidado... primero con las ataduras y después por la deshidratación. Estaba casi segura de que no quería matarme. Casi.

Él se limitó a sonreír con picardía, como si supiese mucho más que yo sobre mí misma.

  • Tienes que comer.

Él y sus cambios de tema...

  • No tengo hambre. -dije yo toda orgullosa. Aunque era mentira; estaba famélica.

  • Da igual, no queremos otro disgusto.

Yo suspiré. Al fin y al cabo sí que tenía hambre y comer no me mataría. Puede que él tuviese razón, al menos en eso. Quizá debí haber bebido la maldita agua.

Se levantó bruscamente de la cama y se dirigió hacia una mesilla situada en la pared del otro lado de la habitación, casi junto a la puerta. Había una bandeja con comida y él la agarró para acercármela. Aproveché esos segundos para mirar bien la habitación. Ahora que estaba boca-arriba podía hacerlo a la perfección.

Había dos mesillas de noche, una a cada lado de la cama. La puerta estaba situada en la pared opuesta, justo delante de los pies de mi cama. A mi izquierda había un ventanal tintado de blanco y en la esquina una butaca.

A él le gustaba mirarme desde esa butaca...

A la derecha de la puerta, una mesa, la mesa de la bandeja comida. Al lado de la mesa, su bolsa de deporte negra. Y más allá, en la pared de la derecha, había un gran armario empotrado y otra puerta, seguramente la entrada a un lavabo.

Estaba en una suite, entonces... pensé tontamente. Aunque no creía que fuese un hotel, más que nada porque él se comportaba como si no existiese la más mínima posibilidad de que alguien nos escuchase. Andaba por ahí como Pedro por su casa. Y seguramente era porque estaba en su propia casa, una casa tan enorme que que un pasillo con habitaciones quedaba completamente aislado del resto. Genial, el tío parecía tener suficientes recursos como para mantenerme ahí encerrada tanto tiempo como quisiese.

Depositó la bandeja en la mesilla de noche de mi izquierda y se sentó a mi lado. ¿Cómo pretendía que comiese si continuaba atada?

  • ¿Me vas a soltar las manos o qué?

  • Vaya, tienes mucha prisa por comer para ser una mujer que acaba de afirmar que no tiene hambre. -apuntó él con una sonrisa sarcástica- Y no, no voy a soltarte.

Qué hombre tan exasperante...

  • ¿Y como pretendes que coma entonces?

  • Muy sencillo. Yo te daré de comer.

  • Ni hablar.

  • Pues en ese caso no habrá comida... y sería una auténtica pena, porque te he traído cosas deliciosas. Un poco de caldo, pollo a la sidra y fresas recubiertas de chocolate.

  • ¿Caldo? ¿Me has traído comida de hospital?

  • ¿Qué esperabas? Es lo máximo que tolerarás después de lo que acabas de pasar. -dijo él molesto.

Era extraño, se comportaba como una madre disgustada por la temeridad de su hija. Por algún retorcido motivo, me apiadé de él y cedí.

  • Está bien. Dame un poco de caldo y ya veremos si me entra el resto.

Él sonrió de oreja a oreja.

  • Créeme, te va a entrar todo.

¿Eran imaginaciones mías o había un doble sentido en esa frase? No quise ni pensarlo.

Él cogió la taza con el caldo y en vez de acercármela directamente a los labios, agarró una cuchara, la llenó, bufó un poco para enfriarlo y me la metió cuidadosamente dentro de la boca.

Estaba deliciosa y se me debió notar en la cara.

  • ¿Está buena, verdad? Para ser una sopa, claro... el truco está en las especias y en no escatimar con el jamón. Dudo que te den una sopa así en un hospital.

Hablaba como si la hubiese hecho él mismo y por algún motivo eso me hizo sentir vulnerable. Él me fue dando cucharada tras cucharada, soplando cada vez y con cuidado de dejarme respirar. Todo aquello resultaba muy desconcertante. Estaba siendo tierno.

  • Y ahora viene algo un poco más consistente. No vas a poder resistirte a este pollo. La sidra le da un toque muy especial.

Me pareció totalmente coherente que fuese un sibarita. Evidentemente era un hombre profundamente hedonista... perversamente hedonista.

Como queriendo demostrarlo, cogió el plato con el pollo y usó sus manos para arrancar un pedazo. Pretendía darme de comer en la boca usando sus propias manos. Aunque no debería suponer ninguna diferencia, lo cierto es que aquello hacía mucho más íntimo el momento y sentí vergüenza.

  • Ni hablar. No me vas a dar de comer como a un pollito.

Él soltó una carcajada que pareció sincera.

  • No lo había visto así.

  • No va a pasar.

  • ¿Te apuestas algo? -dijo él mientras se metía un trozo de pollo en la boca. Puso cara de absoluto deleite y a mí se me hizo la boca agua. Seguía hambrienta. El caldo no había servido más que para abrirme el apetito.

A quién quería engañar...

  • Está bien... Después de todo, ¿qué más da como me metas la comida si va a ir a parar toda al mismo sitio?

  • Eso mismo digo yo.

Pero me miró como si no diese igual, como si yo acabase de picar un anzuelo. Y enseguida entendí por qué. Cuando metió por primera vez el pollo en mi boca, casi me muero de placer. Estaba delicioso. Ni siquiera me di cuenta de que le chupé un poco los dedos. Después me di cuenta de que cada vez que me metía un pedazo, yo me veía obligada a rozarle los dedos con la lengua. Él me acariciaba constantemente los labios con el pulgar, esparciendo el jugo del pollo y obligándome a relamerme. Después el aprovechaba para chuparse los dedos, disfrutando concienzudamente de mi sabor mezclado con ese manjar.

Ese hijo de puta estaba convirtiendo eso en algo profundamente sensual y extremadamente íntimo... Y una vez más, no pude evitar excitarme al ver su cara de deleite y el deseo descarnado en sus ojos dorados.

Al final el pollo se acabó. Para aquel entonces yo respiraba algo aceleradamente y el calor recorría todo mi cuerpo, centrándose en mi entrepierna. Me enfadé conmigo misma al darme cuenta de que tarde o temprano él descubriría lo que me estaba pasando, pero no podía evitarlo. Puede que el agotamiento me hubiese dejado con la guardia baja.

  • Ahora viene lo mejor, princesa. Las fresas.

Dios, se me hacía la boca agua... sentía como si estuviese cayendo en alguna clase de tentación pecaminosa al disfrutar tanto con la comida que él me estaba dando. ¿Acaso me estaba vendiendo por un plato de comida?

Cogió una fresa y se la comió. Yo empecé a salivar. Intenté convencerme a mí misma que no tenía nada que ver con su boca, pero a esas alturas ya no funcionaba.

Cogió otra y me la enseñó.

  • ¿La quieres? -dijo con una media sonrisa provocadora.

  • Sabes que sí. -me quejé yo.

  • Pues tendrás que quitármela.

¿A qué coño se refería? ¿Como iba a quitársela si estaba atada de pies y manos?

Se puso la fresa entre los labios y se acercó a mí.

  • Tiene que ser coña.

Él logró sonreír sin que se le cayese la fruta.

  • Ni hablar. -insistí yo.

Me miró con sorna, como repitiendo lo de “¿Te apuestas algo?”. Por un momento se me pasó por la cabeza morderle, hacerle sangre, arrancarle esos labios carnosos que tenía. Pero supe que sería una tontería; solamente conseguiría enfadarle, por no mencionar que me perdería el postre... Así que decidí tragarme el orgullo e intentar arrebatarle la fruta sin rozarle.

Él sonrió con satisfacción al ver que yo me incorporaba para acercarme a él. Me aproximé muy lentamente, calibrando cada milímetro para conseguir evitar cualquier clase de contacto. Finalmente llegué hasta sus labios y me sentí torpe. Era mucho más complicado de lo que había esperado.

En vez de agarrarla con los dientes, se me ocurrió que sorber la fruta sería mejor idea. Fue un error. No sé por qué, había supuesto que él se quedaría quieto. Pero en vez de eso empujó la fruta con la lengua y me encontré de golpe sorbiendo su lengua. Enseguida me retiré y él aprovechó para lamerme el labio superior en el proceso.

  • Ha sido delicioso. -dijo él con recochineo.

  • Has hecho trampa.

  • No es cierto. -respondió bruscamente.

Parecía cabreado, como si yo hubiese atentado contra su honor o algo así.

Mierda.

  • Quiero decir que te has movido. -puntualicé.

  • Pero yo no he dicho que no fuese a moverme.

Era cierto. No lo había dicho. Yo lo había supuesto. Lo había supuesto porque, estúpida de mi, seguía creyendo que tenía alguna posibilidad de ganarle en su propio juego. No me entraba en la cabeza cómo había llegado a pensar que ese hombre iba a quedarse quieto a esperar dócilmente mis intentos por evitar sus trampas. No había nada dócil ni pasivo en él. Yo no era más que su presa y odiaba eso. Lo odiaba con todas mis fuerzas.

Entonces, ¿por qué estaba tan cachonda? Ciertamente había algo liberador en todo ese odio. No paraba de recordar el orgasmo de antes, el mejor de mi vida con diferencia. Pero no era solamente eso; eran sus malditos ojos, sus malditos dedos en mi boca... sus labios, tan tentadores. Los había probado. Sabían a fresa madura y a chocolate y eran cálidos, húmedos y aterciopelados. Su lengua también había sido suave y dulce.

Estaba casi segura de que el sonrojo de mis mejillas debía de ser evidente y, pese a la sábana que me tapaba, él debía de notar el calor que emanaba mi cuerpo del mismo modo que yo notaba el suyo. Y quizá eso era lo más peligroso de toda aquella situación: ambos estábamos cachondos y cada vez hablábamos menos.

Dejó el plato en la mesilla de noche y se colocó más cerca de mi cuerpo. Yo también me recoloqué sobre los cojines buscando una mejor posición. Después él alargó la mano y se metió otra fresa en la boca. Sin mediar palabra, me acerqué de nuevo para cogerla. Esta vez ni siquiera me preocupé por evitarle. Simplemente uní los labios a los de él y sorbí la fresa con delicadeza. El chocolate se fundió entre nuestras bocas y tuve ganas de lamérselo de los labios.

Aquello no iba nada bien.

Él aprovechó para besarme, tan lentamente que no supe si había sido exactamente un beso. Se separó de mi progresivamente, incitándome a acercarme, a actuar. Abrí los ojos pesadamente y entonces me di cuenta de que había cerrado los ojos para concentrarme en las sensaciones. Habría pensado que me miraría con triunfo, pero su mirada era lánguida y seria, como si se hubiese perdido en ese beso tanto como yo.

Nos miramos fijamente durante lo que me parecieron pocos segundos. Nuestros labios casi se rozaban y ambos teníamos la respiración y el pulso acelerados. Yo ya no era capaz de pensar en nada más que en su aroma y en mi propia necesidad apenas contenida.

Él alargó la mano y la posó en mi mejilla, acariciándomela e inmovilizándome al mismo tiempo. Me atrajo hacia él casi bruscamente y me besó, reclamando mi boca. Yo me rendí casi inmediatamente a su invasión, abrazándome a su cuello en busca del máximo contacto. Su lengua me poseyó por entero tal y como antes lo había hecho entre mis piernas. Y era como si mi cuerpo asociase una cosa con la otra, porque noté como empezaban a palpitarme las entrañas, reclamando todo de él mientras penetraba en mi boca dispuesta.

Él bajó sus manos por mi cuello y me agarró la cintura, abalanzándose aún más sobre mi. Después repasó el sendero de mis costillas hasta agarrarme los pechos y empezó a acariciarme los pezones hasta que se pusieron duros. Entonces, sin dejar de besarme, empezó a pellizcarlos y retorcerlos con el índice y el pulgar, llevando el dolor hasta el punto justo de placer.

Yo perdí completamente el norte y gemí sin remedio. Él capturó mi gemido con su boca y le oí suspirar entrecortadamente. Eso me excitó aún más. Un calor infernal se había apoderado de mi y casi no podía ni respirar. Cada vez que lograba tomar aliento no hacía más que inhalar su aroma mezclado con el del deseo y me intoxicaba aún más, si cabe. Las sensaciones de mi boca, mis pezones y mi vagina se entremezclaban y aumentaban de intensidad.

Se apartó de mi un momento y yo no pude hacer más que emitir un lastimero ruidito de protesta. Me quitó el camisón violentamente y, mientras apartaba la sábana que me cubría las piernas, yo aproveché para arrancarle la camisa. En mi desesperación por quitársela le arañé los hombros y la espalda y él hizo una leve mueca de dolor. Entonces sus ojos adquirieron un brillo depredador que me puso la carne de gallina. Sabía que le había provocado y que iba a castigarme siendo brusco, y de algún modo eso era lo que había estado buscando. De repente las máscaras cayeron: la verdad era que le necesitaba duro, violento y dominante.

Volvió a besarme de un modo demoledor, mordisqueando y sorbiendo mis labios y bajando por mi oreja y mi garganta como si fuese a devorarme. Después me agarró fuertemente de las caderas y me deslizó hacia abajo, apartando de un golpe los cojines sobre los que había estado apoyada. Me tumbó sobre mi espalda, me abrió completamente de piernas, me inmovilizó los brazos sobre mi cabeza con una mano y se colocó sobre mi con todo el peso de su largo cuerpo.

Yo no pude hacer otra cosa que acomodarme a él, restregando mi clítoris contra su dura polla que me provocaba sin contemplaciones.

Sin soltarme, empezó a chupar mis pechos hasta llegar a mi pezón derecho. Primero lo lamió haciendo círculos con la lengua, después lo sorbió y finalmente empezó a mordisquearlo con delicadeza. Con la otra mano pellizcaba sin piedad mi otro pezón. Yo gemía y gemía y no podía hacer más que girar delirantemente la cabeza de un lado a otro intentando no volverme loca.

Noté como se colocó justo en la entrada de mi vagina y me dominó la euforia, pero no llegó a entrar y de repente detuvo la tortura sobre mis pechos. Yo contuve la respiración.

  • Mírame.

Era una orden y yo quise cumplirla. Intenté inútilmente enfocar la vista hacia su cara, pero los ojos me lloraban y no pude.

  • ¡Mírame!

Di un respingo por el susto y eso me espabiló suficiente como para poder fijar la vista en él.

  • Dime que pare.

Por un momento pensé que era otra orden pero entonces me di cuenta de que no tenía sentido y, tras unos momentos de confusión, recordé nuestro trato y me di cuenta de que en realidad me estaba preguntando si deseaba que parase.

No sé exactamente de dónde saqué la voluntad para tomar esa decisión, pero logré sobreponerme a la pasión de mi cuerpo. Esta vez no. Esta vez no me dejaría vencer por él. Cerré los ojos fuertemente para evitar llorar de frustración.

  • Para...

Él se quedó inmóvil encima mio, con la polla encajada en la entrada de mi vagina, sin soltarme las manos. Y yo no tampoco me atreví a moverme, a abrir los ojos, o siquiera a volver a respirar.

  • Tu pregunta.

Mi pregunta. ¿Cual era mi pregunta? Tardé un poco en recordarla.

  • ¿Alguien más ha visto, está viendo o va a ver todo esto?

Era lo mejor que lo había podido formular, dadas las circunstancias.

  • Mírame.

Eso no era la respuesta que me prometió y abrí los ojos con indignación. Él me miraba como no lo había hecho hasta entonces y hubiese dado lo que fuese por saber qué le estaba pasando por la cabeza en esos momentos.

  • No hay nadie más. Sólo tu y yo.

Y entonces me clavó la polla hasta el fondo. Yo chillé del susto y de la impresión. Era enorme y, aunque yo ya estaba bastante excitada, el dolor se mezcló con el placer de sentirme al fin llena. Tras dejarme unos momentos para adaptarme a su tamaño, empezó a bombear. Pese a que fue aumentando el ritmo de forma progresiva, sus embestidas eran bruscas y profundas desde el principio. Al cabo de poco rato el acoplamiento se volvió tan frenético que sentía que me iba a partir en dos. Con cada embestida iba empujándome hacia el cabezal de la cama y tenía que deslizarme hacia abajo para poder seguir.

Nunca en mi vida había disfrutado tanto. Me agarraba a él con brazos y piernas y le arañaba la espalda espoleándolo en busca de más. No era yo misma. Estaba completamente abducida por el placer extremo y me sentía tan libre que me daba igual no volver a ser yo misma de nuevo.

Notaba el roce de su polla en cada rincón de mi interior y aún así no tenía suficiente. Mi vagina se adhería a él con desesperación y cada vez que me corría él absorbía mi gemido metiéndome la lengua en la boca y besándome con desesperación. Yo me sentía agonizar de placer y él no tenía piedad alguna.

Sin mediar palabra, me soltó las manos, me agarró el costado y me hizo girar boca abajo bruscamente. Me levantó las caderas para ponerme de rodillas y antes de que me diese cuenta de nada volvió a penetrarme de un solo golpe desde atrás. Parecía imposible, pero lo sentí aún más profundamente en mi interior mientras aceleraba aún más el ritmo de sus acometidas. Simplemente olvidé cómo pensar.

Entonces noté cómo empezaba a acariciar la entrada de mi vagina. Después esparció mis fluidos a la vez que subía hacia arriba, hacia mi ano. ¡No me lo podía creer! Fui incapaz de resistirme. Pasó su dedo lubricado por la entrada de mi orificio hasta que poco a poco fue dilatándose. Sin darme cuenta hice lo que me había dicho la vez anterior para facilitarle la entrada y él metió el pulgar apenas un centímetro. ¡Se sentía tan bien! La combinación entre su polla y su dedo era una sobrecarga de sensaciones. Me corrí irremediablemente y de algún modo él alargó el orgasmo hasta que volvió a empezar de nuevo.

A partir de entonces todo se volvió frenético. Introdujo casi todo el pulgar en mi interior y empezó a intercalar sus embestidas con las penetraciones de su dedo, cada vez más rápido... Noté como su polla se puso más caliente y dura y empezó a palpitar. Sacó el pulgar y metió dos dedos, acariciando el interior de mi recto. El mayor orgasmo de mi vida atravesó mi cerebro mientras él me penetraba una última vez hasta el fondo y se corría violentamente en mi interior con un rugido.

Nos desplomamos uno sobre el otro, aún encajados a la perfección.