Hasta el Quinto Pino y Más Allá. Capítulo 20
Capítulo 20. El licor es la solución a todos los problemas. Marco ahoga sus penas en alcohol.
Capítulo 20: El licor es la solución a todos los problemas
—Mierda, ¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó Ariadna desenchufándose los sensores que tenía adheridos a varias partes del cuerpo.
—Unas cuatro horas y media más o menos. No deberías levantarte, el médico ha dicho que tuviste suerte. Un poco más y te habrían volado el hígado...
—Sí, sí. Ya sé. Dijo ella levantándose totalmente desnuda, cojeando por la habitación y buscando su ropa en armarios y cajones.
—Ya sé que tus heridas ya están curadas, pero has perdido bastante sangre, deberías descansar...
En ese momento entraron dos hombres que parecían más técnicos de televisión que médicos. Intentaron convencerla de que se acostase y descansase, pero al ver que era imposible, optaron por rendirse y darle un par de pastillas para combatir la hipotensión.
En cuanto tragó las píldoras salió como un vendaval mientras yo les prometía a los médicos que la cuidaría y que si veía que empeoraba la devolvería a la cama aunque tuviese que encañonarla para hacerlo.
—¿Ahora eres mi guardaespaldas? ¿Dónde está el resto de mi equipo? —preguntó Ariadna cuando logré llegar a su altura.
—Estarán al llegar, el deslizador es bastante más lento.
—¿Y tú? ¿Cuándo llegaste a este sistema?
—Acababa de hacerlo y estaba echando un vistazo a la situación cuando vi unas figuras arrastrándose hacia una muerte segura.
—No exageres.
—Pues tal como yo lo veo, tú y Minos habríais muerto con toda seguridad y a tus otros dos colegas les daría una posibilidad entre tres de volver a la base con todos los miembros en su sitio.
—Si esperas que te de las gracias...
—De nada. —la interrumpí con una sonrisa socarrona— Ahora que ya hemos zanjado este asunto, podemos centrarnos en lo verdaderamente importante. —dije acariciando su muslo con suavidad.
—Desde luego en eso los hombres no habéis cambiado nada. —dijo ella apartando mi mano de un sonoro golpe— Aun hay un ejército ahí fuera que nos triplica en número. Preferiría que dejases de pensar en follar y te concentrases en intentar ayudarnos.
—Te olvidas de que solo soy un contrabandista. La táctica y la estrategia no es lo mío. Ya te he dicho que lo mío es el comercio.
—Y por eso me rescataste. Deja ya ese rollo y ven conmigo. Quizás se te ocurra algo para parar a esos gilipollas, si no, las vamos a pasar canutas.
Salimos del barracón, un viento árido, cargado de polvo grisáceo nos golpeó, recordándome que estábamos luchando por una roca sucia y desgastada. Con paso cada vez más firme Ariadna me guio hacia el barracón de mando, pero antes de llegar Minos la interceptó y la elevó en el aire casi con tanta facilidad como lo haría yo.
—Vaya, veo que el pirata cumplió su promesa. Me tenías preocupada.
—¡Sí, seguro! —respondió ella golpeándole en el hombro hasta que él la dejó en el suelo— ¿Estáis bien? ¿Habéis llegado sin problemas?
—Sí. No hubo contratiempos después de que tu amigo derribó las dos lanzaderas. Supongo que debemos darte las gracias. —dijo el grandullón dirigiéndose a mí.
—Vaya, por lo menos alguien lo agradece. —dije yo— Por cierto ¿A quién se le ocurrió la feliz idea de hacer esta incursión suicida?
—A mí. —dijo un hombre con un uniforme gris lleno de medallas y galones— Es un placer verla de nuevo, capitana.
—Señor este es el hombre del que le hablé, Marco Pozo. —contestó Ariadna— Marco, este es el coronel Kallias.
—Con que este es el terráqueo. —dijo el coronel observándome con atención— ¿No es un poco bajito?
Yo miré aquellos ojos grises y fríos que me analizaban con detenimiento, sin inmutarme, mientras me diseccionaba con una mirada escrutadora. Parecía el típico gerifalte pagado de sí mismo. La verdad es que no me causó una gran impresión.
Ariadna interrumpió el duelo de miradas preguntándole al coronel como estaba la situación. El coronel nos guió hasta el barracón de mando y entramos tras él. En el centro de la estancia, un inmenso generador de hologramas reproducía con todo detalle la porción del planeta que abarcaba desde la capital hasta el campamento de la Federación. El aparato también reproducía todo lo que pasaba en tiempo real sobre el terreno hasta que las interferencias del campamento inutilizaban los sensores a unos cinco kilómetros del escudo. Justo en el límite, aun se podía ver un equipo de la Federación analizando los restos de los deslizadores que yo había derribado y buscando supervivientes entre ellos.
—¿De cuánto tiempo disponemos? —pregunté yo.
—La incursión de la capitana los ha retrasado y ahora, con una lanzadera menos, su capacidad de bajar pertrechos se ha reducido una cuarta parte. —contestó el coronel— Aun así supongo que estarán en posición de ataque en menos de treinta y seis horas.
—¿Tenéis un plan?
—En estos momentos no hay mucho que podamos hacer. La infantería no nos preocupa y el apoyo aéreo tampoco; Tanto nosotros como ellos tenemos artillería antiaérea lo suficientemente eficaz como para convertir en suicidio cualquier incursión. Lo que no entiendo es cómo conseguiste acercarte tanto tú.
—Bueno, no sé. —repliqué yo— Pero supongo que el ir rozando el suelo con la panza, unido a que estaban concentrados en destruir a Ariadna, me permitió salir de una pieza. —dije obviando el recubrimiento de grafeno que parecía tener buena parte de la culpa.
—Entiendo, es probable. De todas maneras, lo que me preocupa es el batallón acorazado. Nosotros no tenemos nada más que unos cuantos deslizadores. No sé como los vamos a parar.
—Deberíamos atrincherarnos. —apuntó Ariadna.
—Sí, pero tendremos que tener cuidado. Toda esta zona, hasta la llanura, es como una esponja. Está recorrida por túneles, resultado de la actividad minera. Si cavamos demasiado podríamos acabar en el fondo de una sima. —dijo el coronel con una sonrisa torcida.
—Podríamos volar los túneles para hacer zanjas antitanque. —sugerí yo.
—No sería mala idea si dispusiésemos de los explosivos o el tiempo suficiente para fabricarlos. —contestó el coronel.
—¿Y por qué no destruyes su flota? —me preguntó Ariadna— No sé cómo lo haces, pero sé que eres capaz de vencer a naves mucho más potentes y numerosas.
—A estas alturas, con casi todos los hombres y el material en el planeta, sería lo peor que podríamos hacer. —respondí yo— Si les cortas la retirada, no tendrán más remedio que luchar hasta el último hombre.
Varios oficiales se unieron a nosotros alrededor del mapa. Discutimos la situación durante horas hasta que terminamos todos tan cansados y ofuscados que el coronel nos ordenó que nos retirásemos a cenar y dormir un rato antes de volver a reunirnos con la cabeza más despejada.
Cuando salimos, el pequeño sol brillaba en lo alto haciéndonos guiñar los ojos. Inconscientemente, nos giramos en dirección al campamento en el que los kuan estaban preparando el ataque.
—No parece que haya muchas posibilidades. —dije yo.
—La verdad es que no. —dijo Ariadna caminando a mi lado en dirección a los barracones.
—Podríamos irnos. Solo tenemos que coger la lanzadera y en cuestión de minutos estaremos fuera de este planeta.
Ariadna se volvió y me miró con cara de pocos amigos.
—¿Tantas ganas tienes de morir? —le pregunté con aire cansado— Sabes tan bien como yo que esto va a acabar en desastre. No disponemos de ninguna manera de contrarrestar a los blindados.
—Puedes irte cuando quieras. —respondió ella lacónica.
—Así que eso es lo que quieres. Cuando te vi escapando de los deslizadores, lo primero que pensé es que estabas en una misión suicida.
—Tú no lo entiendes. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta y ocho.
—Yo tengo seiscientos cuarenta y dos. Sé que tu eres joven y aun hay muchas cosas que aun no has visto en este mundo. Sin embargo, para mí la vida se ha convertido en una monótona contemplación del paso de los días y las semanas, sin la perspectiva de experimentar algo nuevo, que me sorprenda o maraville.
—¿Y follarte un yogurín no es suficiente?
—Lo tuyo ha estado bien, no lo niego. Has conseguido sorprenderme con tus trucos, por lo menos un rato, pero sé que eso no duraría mucho. Ha llegado un momento en el que parece que una muerte gloriosa es todo lo que alguien como yo puede esperar.
—No tengo tu edad, pero estoy seguro de que cuando llegue a ella no estaré deseando una muerte estúpida.
—Quizás sea mejor que te vayas. —dijo ella con una mueca de desdén.
—¿Y perderme el espectáculo? Me voy a ir, pero a buscar un sitio donde poder emborracharme, solo eso me impedirá bajarte los pantalones y darte una buena azotaina —dije volviéndome y me alejé en dirección a la ciudad.
Askar era como todas las ciudades kuan, un montón de chabolas y edificios endebles hechos en su mayoría de plástico y apretados unos contra los otros entorno al corazón comercial de la colonia. Me interné en ella aun con las palabras de Ariadna hirviendo en mi cabeza. Los lugareños parecían darse cuenta de mi estado y en cuanto me giraba hacia ellos apartaban la mirada, fingiendo estar enfrascados en sus ocupaciones.
Finalmente, tras un largo paseo por callejones estrechos, entre casas decrépitas, encontré lo que estaba buscando. El bar era sucio y oscuro y ni siquiera había música. Entré, salude a un chim gam, verde, enorme y seboso que hacía las veces de portero y de chulo y me senté en el único taburete libre. Pedí un vaso del licor más fuerte que tuvieran y lo bebí de un trago. Era tan asqueroso como su color negro y su aspecto aceitoso prometían, pero no me importó, en ese momento nada me importaba.
No he tenido demasiadas experiencias con las mujeres. Siempre he sabido que deseaban las cosas que yo tenía, no las que yo era, pero preferir la muerte antes que estar conmigo hacía que Lola pareciese una romántica empedernida.
Bebí otro trago y lo pensé con más detenimiento, no es que estuviese enamorado de Ariadna, de hecho apenas nos conocíamos, pero creí que de alguna manera habíamos conectado. Hasta aquella tarde creía que sabía con quién estaba tratando, ahora estaba totalmente desorientado. Era verdad que no podía ponerme en el pellejo de una persona que había vivido tanto tiempo, el único al que conocía que había vivido tanto era Matusalem y supongo que no me servía para hacerme una idea. Además la única vida que había conocido era la militar, quizás si lograse hacerle ver que había algo más que pegar tiros y ahostiar gente, viese la vida de otro modo.
Apuré el resto del vaso. Un furcia Langoor se acercó, se sentó a mi lado y me acarició la espalda con su cola emplumada.
—Hola soldado. Soy Hee´ka. ¿Eres tú el héroe que va a salvarnos de los kuan?
—No, para eso ya hay exceso de voluntarios.
—Te veo un poco bajo de moral. —insistió la langoor metiendo su cola suave por la abertura de mi mono y bajando hacia mi entrepierna— Quizás yo pueda hacer algo.
Yo la ignoré y miré el culo vacio de mi vaso por toda respuesta. Hee´ka sin embargo no se dio por vencida y siguió acariciando mis huevos y mi polla con su extremidad plumosa.
—Vamos, general...
—¿Y cuánto me va a costar? —dije notando como mí polla se estremecía.
—Mucho menos de lo que te imaginas. —contestó ella apretando mi paquete con más fuerza aún.
No sabía cuánto tiempo había pasado, pero la poca luz que se colaba por la puerta había menguado bastante. Me giré hacia el camarero, un krava de piel tan oscura que apenas se distinguía del mobiliario y le pedí una copa más mientras la prostituta enrollaba mi miembro con su cola empezando apretarlo desde el tallo hasta el glande como si fuese una constrictor hambrienta. El tipo llenó un vaso en el otro lado de la barra y me lo lanzó. El recipiente resbaló con facilidad por la pulida superficie y se paró en el charco de licor que había frente a mi taburete.
Lo agarré con la mano y el fondo cóncavo del vaso hizo vacio al humedecerse el culo. Al intentar levantarlo noté el tirón extra del vacío y en ese momento me levanté electrizado. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
Un poco mareado me libré de la cola de la langoor de un tirón.
—¿Qué pasa, general? ¿Acaso no te gusta? —preguntó Hee´ka frotándose la cola dolorida.
Sin siquiera contestar me giré y me dirigí a la salida.
—¡Eh amigo! ¿No se le olvida algo? —dijo el portero interponiéndose en mi camino— No querrá irse sin pagar, ¿Verdad?
Lo había estado deseando toda la tarde. Sin una palabra cogí a aquel tipo por el cuello, le aticé un par de sonoros bofetones y le hice volar de un puñetazo por toda la estancia, aterrizando en una mesa donde unos arkeliones jugaban a un enrevesado juego de dados.
Tirando unos cuantos créditos a mi espalda salí del garito dando bandazos en dirección al campamento y deseando que no fuese demasiado tarde.
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*Un saludo y espero que disfrutéis de ella .*