Hassan, el marroquí de Grenoble
Este es el segundo relato que envío. En él narro la primera parte de una experiencia personal que me sucedió en Grenoble (Francia). Yo era un joven que llegaba de la España franquista, con todos sus prejuicios. Ser gay en aquella época era casi delito, se nos aplicaba la ley de peligrosidad social. En este relato cuento mi lucha interior para poder tener una relación sexual con un marroquí algo mayor que yo. En la segunda parte contaré cómo fue esa relación con todo detalle. Será en otro relato. Espero valoraciones y comentarios. Gracias
Hassan, el marroquí de Grenoble
Deseo evocar algo que me sucedió hace ya bastantes años, cuando apenas había cumplido los veinte. Quizá sea una de las experiencias más bellas de mi vida, de esas que dejan huella evidente y vigorosa de su paso. Fue en el verano de 1969, en la ciudad francesa de Grenoble, adonde había viajado para perfeccionar mi francés, lengua que, por aquel entonces, tenía más importancia que ahora, aunque ya comenzara una cierta decadencia, por la competencia, casi desleal, del inglés.
No se trata de indagar en el sentido que la culpa tiene en la civilización judeocristiana, mucho menos de debatir acerca de si el hombre es libre o está determinado en su actuación; la vieja y superada polémica filosófica entre liberoarbitristas y deterministas. Pero, al menos, ha de quedar claro que la responsabilidad de lo que me sucedió entonces, no debería recaer en el soporífero bochorno de aquella noche del mes de julio, ni en el caprichoso azar que nos hizo coincidir a ambos en uno de los ascensores de la residencia de estudiantes en que nos alojábamos, cuando ya de madrugada, regresábamos de una fiesta. Para justificarlo, no voy a acudir tampoco a la fácil excusa de haber tomado alguna copa de más. Menos aún, el cansancio ha de servirme de coartada, aunque hacía bastante que en mi reloj habían dado las cuatro de la mañana.
Lo cierto era que todo había comenzado diez o quince días antes, cuando, él y yo, nos conocimos en el amplio, funcional y desangelado salón de aquella residencia. Entonces, mientras leía las noticias que el diario francés LeMonde traía sobre la España franquista, él se acercó a la mesa que yo ocupaba. Era marroquí, se llamaba Hassan y ya tenía 27 años. Vestía todo de blanco; tan sólo un cinturón negro rompía aquella uniformidad; aunque, en aquel preciso instante, concentrado como estaba en la lectura del períodico, no reparé en ello, como tampoco en su atractiva piel morena que contrastaba, no sólo con la blancura inmaculada de su ropa, sino también con el color lechoso de mi propia piel.
No era alto, pero tampoco tan bajo que llamara la atención; más bien pertenecía a ese extenso grupo de personas a las que, con cierta indeterminación, se denominan "de estatura mediana". De constitución delgada y fibrosa, ojos oscuros pero grandes, pelo rizo y moreno, poseía una nariz grande aunque no fea y una boca carnosa que daban a su cara un peculiar morbo. Por si fuera poco, sus hermosos labios eran capaces de esbozar la más cautivadora de las sonrisas.
Pocos segundos después, se sentó en la misma mesa donde yo estaba y pareció ponerse a leer un libro que tenía en sus manos. Pero, enseguida se dirigió a mí y, empleando un tono de voz cálido, me dijo:
- Bonsoir , Çavabien ?
Bien, merci, et vous? - contesté, casi sin levantar la cabeza del periódico
Moi, trèsbien, merci - me replicó él, con idéntico tono de voz.
Pasados unos minutos, no recuerdo ya con que motivo, interrumpí un momento mi lectura y, en ese mismo instante, quiso el perverso destino que nuestras miradas confluyeran... Las sostuvimos, tan sólo unos segundos; él sin pestañear apenas; en cambio, yo casi no lograba dejar de parpadear. En ese corto lapso de tiempo, que se me hizo poco menos que eterno, fue tal el nerviosismo y la vergüenza que el solo hecho de mirar, con aquella insistencia, a otro hombre me produjeron, que no pude sino expresarlo a través del sonrojo de mis mejillas.
Acaso fuera eso lo que hizo que sus labios dibujaran una sonrisa llena de misterio, que, sin dejar de seducirme de forma poderosa, me intranquilizó, todavía más. Pero, confieso que nada me atrajo, ni inquietó, tanto como aquella mirada suya, pues percibí en ella algo hipnótico, sugestivo o, tal vez, magnético, nunca antes conocido, una fuerza no gobernable por la razón.
Quedé, incluso, muy desconcertado, pues noté cómo aquella fuerza se iba apoderando de mí y lo hacía más aprisa de lo que suele ser habitual, ya que, en ese mismo instante, comenzaba a recorrerme, por todo mi cuerpo, una especie de deseo recóndito, que parecía irrefrenable. Sin embargo, a la vez, sentí miedo, un casi irracional terror, a lo que aquella atracción suponía. Y temía, también, que él pudiera darse cuenta de mis sentimientos.
Por si lo anterior no fuera suficiente, el destino, pocas veces previsible y con frecuencia caprichoso, quiso que volviera a darme conversación. Y, como era normal en aquel ambiente de estudiantes de diversas nacionalidades, después de preguntar cómo me llamaba, quiso saber de qué nacionalidad era.
Tal vez para no ser menos y alcanzar el mismo grado de inaudita originalidad, me interesé también por su nombre y le pregunté de qué país provenía. Me respondió que se llamaba Hassan y que era marroquí. Pero, la conversación no pudo progresar demasiado, por el aturdimiento que provocó en mí, la enorme atracción que sentía por él.
No en vano, era la primera vez que vivía una experiencia semejante, pues nadie antes me había mirado con aquel deseo. Todo contribuía a que me encontrara muy confuso, sin saber siquiera qué decir. Por ello, permanecí callado durante un buen rato e hice caso omiso de sus intentos de conversar conmigo. Además, si hubiera intentado hablar, mi voz entrecortada me hubiese delatado...
Así pues, continué leyendo el periódico, como si todas las noticias tuvieran para mí el máximo interés. Tal vez esto no fuera, por mi parte, muy amable, pero, en mi defensa, podría esgrimir que ya estaba leyendo el periódico, cuando él llegó al salón e interrumpió mi lectura con sus preguntas. Aunque él, que siempre fue exquisito en sus formas, se despidió con normalidad, como si no le diera importancia a mi aparente descortesía.
Pero aquello no debió desanimarle demasiado, pues, al día siguiente, me invitó a tomar un té marroquí en su habitación; rechacé de inmediato el ofrecimiento en cuanto supe que era el único de la residencia que había sido convidado.
" LEspagne a peur de le Maroc ", me dijo con un tono de sorna e ironía.
Le respondí que no, pero era harto evidente que sí, porque tan sólo con su mirada deseosa, puso de manifiesto mi principal problema, que no era otro que mi homosexualidad no asumida.
Aunque fuera indudable que me atraían los hombres, tanto o más que a mis 13 años, cuando me enamore como un loco de mi primo Alejandro, me daba pavor reconocerlo. Tal vez, por " el qué dirán " o, acaso, por las muy graves consecuencias que, en la España de entonces, tenía todavía esa condición. O, quizás, por ambas razones a un tiempo.
Cómo no sería ese temor a aceptar mi verdadera identidad sexual, que hasta tenía novia y pensaba en casarme con ella. No deseaba conocer chicos para otra cosa que no fuera tratarlos como amigos.
Y, quizá porque intuía que él había visto en mí un seguro objeto de su deseo, traté, desde aquel momento, de rehuir sus ojos. Era tan ingenuo que me consolaba con no haberle, aún, dado alguna señal, clara e inequívoca, de lo mucho que me atraía. Pero no hacía falta, ya que aquello flotaba en el ambiente, incluso de forma bien poco sutil y percibía que me desnudaba sólo con mirarme a los ojos, y no ya mi cuerpo, sino hasta mis pensamientos y sentimientos más ocultos quedaban al desnudo ante él. Por no decir mi alma...
Además, percibía que él tenía mucha más experiencia de la vida que yo, porque de aquellos ojos oscuros emanaba una enorme seguridad en sí mismo. Pero, esto no justificaba que no pudiera ni sostenerle la mirada, que casi le temiera. Mi temor no era a que fuera a hacerme daño, sino a que me dominara, a ser, en sus manos, una especie de juguete, manejable a su antojo. Y, aunque parezca extraño o contradictorio, esto mismo me atraía y excitaba como nunca antes pude imaginarme.
Así pasaron dos o tres días más de tira y afloja, de libidinosas miradas suyas y de absurdas precauciones mías, todo ello aderezado con las consabidas discusiones políticas que se suscitaban en la residencia, entre alumnos de distintas nacionalidades e ideologías, en las que, tanto él como yo, interveníamos muy a menudo.
Nada de particular sucedió, hasta el día en que a unos compañeros de curso se les ocurrió proponerme que les acompañara a la piscina universitaria de la ciudad. Acepte encantado, pero poco duró mi alegría. Porque nada más llegar, advertí que él estaba allí, aunque traté de hacerme el distraído. Así, durante un buen rato, actué como si no le hubiera visto y procuré que él no me viera...
El esfuerzo fue inútil, pues él se dio cuenta inmediata de mi llegada y, desde un lugar no muy lejano al sitio en que me encontraba, me llamó por mi nombre, mientras sonreía de forma malévola y me saludaba. Apenas tuve humor para corresponderle. Y creo que ya supo o intuyó, acaso por la inseguridad de mis torpes gestos, el desasosiego que su sola presencia producía en mí y, desde entonces, lo aprovechó, casi con ensañamiento.
Porque, instantes después, me miró con gran lascivia, al tiempo que pasó su lengua, muy despacio, por aquellos sensuales labios que tanto me seducían y se acariciaba, con estudiado descaro, determinadas partes de su cuerpo, mientras, para provocarme, fingía, con diversas expresiones de su cara, sentir un inmenso placer.
Y yo, aturdido como estaba, traté de conservar la calma caminando alrededor de la piscina. Pero, ese mismo estado de ánimo hizo que, por no mirar bien por donde iba, tropezara primero con alguien cercano y resbalara después por la nefasta conjunción de un paso mal dado y un residuo de agua sobre el cemento de la piscina. Caí al suelo, de forma un tanto ridícula, aunque sin dañarme.
El rió con ganas, pues disfrutaba viendo lo nervioso que lograba ponerme. Y, sólo una hora más tarde, vino, al fin, justo al lugar donde, mis amigos y yo, tomábamos el sol, colocó su toalla muy junto a la mía, me susurró unas palabras al oído, que lograron turbarme todavía más de lo que ya estaba...
- ¿Vas a estar siempre huyendo de ti mismo?, eres bien necio, sabes que puedo hacerte muy feliz, que goces como siquiera imaginas y no lo aprovechas...; ya sabes donde encontrarme esta noche... ¿No sientes como tu cuerpo te pide, a gritos, que le des placer?. Escúchalo."
La impresión que me produjeron esas palabras fue tan fuerte que no pude apenas reaccionar, sólo recuerdo que me puse colorado y le miré con ojos de asombro. Era la primera vez que alguien, de mi mismo sexo, me decía que le atraía de un modo tan claro y directo. Mejor dicho, de mi propio sexo y del opuesto, ya que las chicas de mi época muy rara vez tomaban iniciativa alguna y, menos aún, de forma tan explícita.
No se trataba ya de una simple mirada de deseo, más o menos lasciva, sino de algo mucho más perverso y malicioso, dirigido a provocar, en mí, una auténtica turbación. Él, sin duda, pretendía que no continuara más tiempo ignorante de sus deseos. Por ello, no supe que contestarle...
Pero, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo todavía y de una forma muy viva, lo que pensaba en esos instantes... Ante todo, me pareció un presuntuoso, tanto por el tono empleado, propio, tal vez, de un exceso de seguridad en sí mismo, como por suponer que ya me había seducido, aunque esto último fuera cierto.
Y, también, pensé que era un imprudente, porque debería haber pensado más en las consecuencias que, para él, hubiere tenido un rechazo por mi parte, o en qué hubiera sucedido si sus palabras hubieren sido oídas por quienes se hallaban cerca de nosotros, en particular a mis compañeros, pues uno de ellos, si bien, por fortuna, no oyó nada, me vio tan demudado que preguntó qué me pasaba y qué me había dicho " el moro ese ".
En fin, quiero decir que no tuvo en cuenta que, en la Francia de aquella época, tampoco estaba muy bien visto ser un invertido , pese a que la situación de los homosexuales no fuere allí tan penosa, como en la España de la oprobiosa dictadura que aún nos oprimía. Por ello, tuve que ser yo quien, con voz vacilante, que me salió de no sé donde, dijera a mis compañeros que se trataba de una chorrada sin importancia, de algo que él me había contado para hacerme reír. No creo que colara, porque mi cara no reflejaba sonrisa alguna y sí los nervios propios de quien se encuentra ante una situación incómoda.
Era indudable que contemplar ese cuerpo casi desnudo, me excitó todavía más, hasta el punto de temer perder la mesura y hacer algo de lo que pudiera, de veras, arrepentirme. Debo confesar que lo único que, aquella mañana, me contuvo fue, ¿por qué no decirlo?, el temor que mis amigos lo notaran. Y, a poco que fuera sincero conmigo mismo, tenía que admitir que él tenía ya ganada la partida, pues estaba claro que, más pronto que tarde, sucumbiría a sus encantos.
Mas, aunque lo negara, esa sola idea me daba tanto pavor que buscaba toda clase de disculpas, evasivas y subterfugios para evitarlo o, al menos, aplazarlo. Incluso, en ese momento, quise dejar de pensar en ese hombre que pretendía excitarme de aquella manera; como en otros tiempos, ya lejanos, me había esforzado en desterrar de mi mente aquel episodio de la pubertad con Alejandro, mi primo. Para ello, igual que entonces, intenté fijarme en las mujeres que había en aquella piscina, deseando alguna me gustara y ayudara a olvidarlo. Todo fue inútil, no lograba quitármelo de la cabeza. Empecé a deprimirme, a sentirme mal, pues volvían los fantasmas que, desde la más temprana pubertad, creía olvidados.
Entonces, para recuperar la calma que tanta falta me hacía, decidí darme un baño. Pero, sólo unos instantes después, mientras nadaba, sentí como, desde debajo del agua, unas manos que nunca dudé que fueran suyas, me abrazaban por la cintura y apretaban con fuerza mi pecho contra su tórax, en tanto que, sus labios me besaban, con exquisita suavidad, en el cuello. En seguida, para que estos hechos pasaran inadvertidos, aquellas mismas manos me hicieron una pequeña aguadilla que, por la rapidez y la sorpresa con que todo se produjo, me hizo tragar bastante agua.
Cuando quise reaccionar, él había puesto bastante distancia entre nosotros y volvió a dirigirme una sonrisa cargada de provocación, malicia e ironía. Y, tal vez, para preservar un mal entendido sentido de mi dignidad masculina, nada más salir de la piscina le lancé una mirada de esas que, por la intensidad de la rabia que expresan, podrían fulminar, como un rayo. Pero, ya era inútil, él se sabía ganador. Era para él una fruta madura que más temprano que tarde me saborearía. Y se regocijaba con ello...
Pasaron unos días en que, no sé bien porqué, dejamos de vernos, hasta que un día, poco antes de que dieran las diez de la noche, sentí tal calor, que necesité ducharme de nuevo, pese a haberlo hecho ya, hacía tan sólo unas horas. Para ello, tenía que salir de mi habitación y encaminarme a una de las pequeñas cabinas que, a esos efectos, existían en cada una de las plantas del edificio de la residencia en que me alojaba. Cuando, ya dentro de una de ellas, comencé a enjabonarme, muy despacio y de espaldas a la puerta, noté como alguien, con intención inequívoca de abrirla, trataba de girar, en vano, el pomo de la misma...
Por fortuna, había echado el pestillo y no pudo entrar. Respiré tranquilo, pues sabía que era él y no sé qué hubiera sucedido si llega a conseguirlo. Por un lado, estaba el enorme atractivo que ese hombre ejercía sobre mí. Pero, por otro, yo podría haber tenido una reacción violenta, producida por el terror que sentía a ser ya, y para siempre, " un marica sin remedio ". Por eso mismo, me alegró que no lo lograse...
Pero, al coger la toalla para secarme, mis ojos se fijaron en un papel que se hallaba en el suelo junto a la puerta. No dudé, ni un solo instante, que era él quien acababa de meterlo por debajo. Lo recogí y, de inmediato, vi que tenía unas palabras escritas a mano y en francés. Decía lo siguiente: "Tu sabes que muy pronto serás mío, porque necesitas un hombre como yo, capaz de hacerte sentir todo lo que el amor puede darnos de delicioso. Espero que vengas a mi habitación esta misma noche. Así sabrás, por fin, qué es el paraíso ". Por supuesto, no tenía firma, ni falta que hacía...
Aunque me molestase el tono presuntuoso en que el mensaje estaba redactado, debo reconocer que me produjo un grado de excitación sexual como jamás pensé que pudiera alcanzar. Sentí un hormigueo y un ardor enormes por todo el cuerpo, que provocaron en mi una erección tan inesperada como considerable. Si exceptúo aquella noche en que, con sólo trece años, abusé del profundo sueño de mi primo Alejandro, nunca había respondido de forma tan efusiva a un estímulo...
Y, desde entonces, siete años, nada menos, habían transcurrido. Pero, aquella misma excitación hizo que, en mi se acrecentara el miedo a no ser un verdadero hombre, a ser lo que la gente llamaba, con piedad más bien escasa, " un asqueroso maricón " o, lo que sonaba aún peor, " un mariconazo de mierda ". No me lo podía permitir; no en vano sabía las consecuencias, personales y sociales, de todo tipo, que esa inclinación sexual tenía en la España en que entonces vivía. No debía olvidar que en Francia, al fin y al cabo, estaba sólo de paso.
Además, para qué engañarse, no me gustaba nada esa atracción mía por los hombres. Es más, debido a esa tendencia, tenía un bajo concepto de mí. Y me dolía ahora más, puesto que la creía vencida. Me basaba, para ello, en una falsedad, una más de tantas mentiras que me veía obligado a contarme para poder seguir viviendo. En que, desde mi primo, no me había apasionado ningún otro hombre. Que, ya digo, era falso, pues estuve también enamorado de un chico de ese mismo pueblo, si bien, como sucedió con mi primo, no es que no fuera correspondido, sino que ni siquiera fue planteado o intentado. Con lo que todo ello suponía de frustración, por mucho que tratara de mentirme a mí mismo, a través de mis escarceos amorosos con chicas.
Pensé, entonces, en cómo quitarme de encima la persecución de Hassan. No tanto su presencia física, que era inevitable, pues vivíamos en la misma residencia, como el continuo acoso a que me sometía, sobre todo desde el día de la piscina. Estaba tan nervioso, me venían tantas cosas a la cabeza que, sin siquiera haberme vestido, sólo con un calzoncillo puesto, una toalla encima de los hombros y mis zapatillas de baño, me dirigí a su habitación que no estaba lejos de la mía para lograr que " ese maricón de moro " me dejara en paz de una puñetera vez.
Llamé impaciente a su puerta. Cuando abrió, él esbozaba una sonrisa de triunfo que me irritó, a más no poder. Mientras, sus ojos llenos de lujuria me miraban de arriba abajo y su voz más tierna me invitaba a pasar:
- Pasa mon petit -- me dijo entre deseoso e irónico -- el paraíso te aguarda ...
Pasé a su habitación, pero sólo porque no quería dar un escándalo en el pasillo. Una vez dentro, debido a lo nervioso que estaba, le solté, con voz un tanto violenta, lo primero que me vino a la cabeza:
- ¡¡¡No tengo la culpa de que seas un marica repugnante, así que déjame en paz. Yo no lo soy..., tengo novia en España... No pienso seguir aguantando esta persecución que me haces... Ya está bien...!!!
Quizás por lo inesperada que, para él, fue mi reacción, su mirada se tiñó de asombro. Tal vez, esperaría una rendición inmediata e incondicional por mi parte o, acaso, pensaría que, tan sólo, tendría que aguardar unos días más para que cayera rendido en sus brazos. Lo cierto es que se sorprendió por el tono que yo había empleado, que estaba entre el insulto y el enfado. Pero él quiso, en todo momento, evitar un enfrentamiento conmigo.
¿Quien ha hablado de maricas?, yo a ti no te considero un marica. Al menos yo tampoco me veo como tal...
Entonces, ¿porqué has metido este papel por debajo de la puerta de la ducha?. Creo que en él está bien claro lo maricón que eres... Olvídate de mí. Déjame en paz de una vez... Conmigo no cuentes para nada...
En ese papel, que tanto te indigna, sólo expreso lo que siento por ti. Eso no es ser marica, como tu dices, es expresar el enorme deseo que siento de hacerte feliz... Si tanto te molesta, te pido perdón por ello. Pero apuesto a que, si eres un poco sincero contigo mismo, sientes un deseo semejante por mí. Lo leo en tus ojos. Pero si quieres seguirte engañando, allá tú.
Yo lo único que deseo es que me dejes en paz de una maldita vez. ¿Te queda claro....?
No te preocupes, no te volveré a molestar. Te lo prometo... Pero, que te quede claro que nadie podría hacerte tan feliz como yo...
No me hace falta ese tipo de felicidad... Adiós...
Hasta la vista, sé que volverás, porque no puedes continuar negándote a ti mismo...
Déjame en paz...
Me fui hacia mi habitación, un tanto molesto por su insistencia, pero más tranquilo por su promesa de no volver a intentar seducirme.
No volví a cruzar con él palabra alguna, hasta día aquel en que el azar quiso que coincidiéramos esperando el ascensor de la residencia, que ya bajaba, desde último piso, al bajo en que el uno y el otro nos hallábamos.
Como ya dije, había bebido bastante más de lo debido y mucho más de lo, por mí, acostumbrado y, también, que estaba muy cansado. Él, en cambio, estaba casi sobrio. Veníamos de distintas fiestas. Ambos nos alojábamos en la cuarta planta del edificio. Me miró como siempre, con sus ojos llenos de deseo. Yo, temeroso, rehuía su mirada. Confieso que no me gustó nada entrar con él en el ascensor.
Una vez dentro, empecé a sentirme peor, sin duda por el exceso de alcohol que había ingerido. Fue entonces cuando él me ofreció tomar una taza de infusión en su habitación. Me dijo que me ayudaría a asentar el estómago y a recuperar fuerzas y que, después, me sentiría mucho mejor.
Acepté, no sé bien porqué, pues mis sentimientos por él seguían siendo tan contradictorios como la última vez que hablamos, pero no estaba para pensar mucho en ello y necesitaba tomar algo que asentara mi estómago, pues me parecía que, de un momento a otro, iba a vomitar.
Cuando entramos en su habitación, me aconsejó que, mientras él preparaba la infusión, me tumbara en su cama. Le hice caso, porque, de veras, lo necesitaba. Tuve que cerrar los ojos para intentar encontrarme un poco mejor, porque todo parecía dar vueltas a mi alrededor. Además, comenzó a dolerme la cabeza. Al volver, con la infusión ya hecha, me puso un par de almohadas en la cama para que pudiera tomármela sentado. Así lo hice y, pasado un rato, empecé a sentirme algo mejor; pero, al mismo tiempo, el sopor fue apoderándose de mí, hasta quedar sumido en el más profundo de los sueños.
Horas después, desperté y admito que experimenté una extraña sensación al verme tumbado en la cama de Hassan. Él estaba a mi lado, en calzoncillos y profundamente dormido. En ese mismo instante, me di cuenta de que yo también estaba en calzoncillos. Sin duda, él me había desnudado y colocado mi ropa sobre una silla. Me intranquilicé, pues empecé a pensar si había intentado abusar de mí y de mi estado etílico. Pero, en seguida, algo me hizo pensar que no. No era, en absoluto, el estilo de un hombre tan seguro de sí mismo. Este pensamiento me tranquilizó bastante.
Un poco más tarde pude ya levantarme al baño. Cuando volví, estuve un buen rato mirándole, intentado averiguar porqué ese hombre me atraía tanto y las razones del horror que eso mismo me producía. Y como, de repente, tuve un temor indefinible a no poder controlarme ante el inmenso atractivo que para mí tenía ese cuerpo que contemplaba, decidí irme a mi habitación, dejándole una nota de agradecimiento. Cuando estuve tendido en mi cama, fueron, de nuevo, el cansancio, primero, y la somnolencia, después, los que me vencieron.
A la mañana siguiente, quisieron los hados que nos encontráramos a la hora del desayuno. Tuvo que ser ese azar incontrolable que rige nuestras vidas, porque era la primera vez que sucedía, ya que él se levantaba bastante más temprano que yo. Nuestra primera reacción fue saludarnos con aparente normalidad. Por mi parte, recuerdo que llegué hasta esbozar una sonrisa.
Fue él, quien, no sin ironía, inició la conversación, diciéndome:
¿Espero que ya no tendrás miedo de mí? Pude hacerte lo que hubiera deseado, pues estabas a mi merced. Sin embargo, me limité a desnudarte para que estuvieras más cómodo. Habrás comprobado que no me como a nadie...
Te agradezco, de veras, todo lo que has hecho por mí...
Sigo a tu disposición, un cuerpo como el tuyo tiene todo el derecho a gozar. A mi, desde luego, me encantaría tenerte en mis brazos y que saborees las más exquisitas mieles del jardín del amor... Pierdes el tiempo luchando contra algo que puede hacerte enloquecer... Tu miedo a ti mismo es tu mayor lastre. Debes pensar que tu actitud sólo va a generarte infelicidad.
Desearía que no siguiéramos por ese camino..., no quiero aceptar ese tipo de ofrecimientos.
De acuerdo, pero, al menos, prométeme que vas a pensártelo... Esta noche me quedo en mi habitación leyendo y escuchando música... Si te apetece tomarte un té, sin más compromiso... Allí te espero...
No te prometo nada...
Buena parte de esa noche estuve tumbado en mi cama, desnudo, muy excitado y pensado en qué hacer. Más aún que preguntarme el porqué de mi atracción por él, estuve dándole vueltas al hecho evidente de que carecía de experiencias sexuales con hombres, que sólo sabía que me atraían y que eso mismo me daba pavor.
Sin embargo no lograba explicarme qué sentía por ellos. ¿Que había sentido en realidad por mi primo Alejandro? ¿Atracción física, pasión, amor, las tres cosas? No comprendía por qué decidí meterle mano, porque, aunque su cuerpo me excitaba hasta extremos casi inconcebibles, esa atracción estaba tan mal vista; a mi mismo me repugnaba...
Pero, ¡que contradicción!, no lograba evitar sentirla muy adentro. Y, ¡como negar que, en mi fuero interno, anhelaba profundamente ir a la habitación de Hassan y tocar y besar su cuerpo con embeleso y pasión!!. Pero a estas alturas de mi vida, no conocía qué era estar con un hombre y apenas sabría qué hacer con él... Porque con mujeres ya tenía, aunque escasas, algunas experiencias, pese a que no habían sido, al menos para mí, demasiado satisfactorias.
En cambio, con hombres, el miedo había impedido todo intento, a pesar de haber tenido ya algunas oportunidades. Me preguntaba qué debía hacer, porque estaba claro que Hassan tenía mucha razón cuando me decía que había pasado los primeros veinte años de mi vida huyendo de mí mismo..., sin asumir algo tan fundamental como mi identidad sexual...
Le di tantas vueltas a todo que, incluso, vino a mi cabeza un hecho que el pasado me había hecho mucho daño... Que, para la Iglesia, lo que sentía era uno de los más nefandos pecados... Menos mal que, por fortuna, eso me condicionaba ya muy poco. De hecho, me había ido alejando de la práctica religiosa hace algunos años...
Al fin, después de más de tres horas de mucho pensarlo decidí ir a su habitación, aceptar el té que me había ofrecido. En realidad, tampoco me comprometía a nada. Él no haría nada que yo no quisiera. Me vestí y poco después llamaba nervioso a su puerta. Él me abrió de inmediato, conocedor de quien se trataba...
Pasa, sin miedo, ¡¡Cuánto me alegra que hallas decidido venir!!
No sé lo que vengo a buscar... Estoy muy confuso...
Nada pasará que tú no desees...