HalloWeen

Un halloween muy especial.

Halloween

Leonor se miró en el espejo y sintió miedo. Esos ojos hundidos y oscuros, ese pelo negro y lacio, esa tez blanca adornada por los labios pintados de un intenso rojo, y esos colmillos. Continuó revisando su atuendo. Un vestido de terciopelo negro, largo hasta los pies, ceñido desde los hombros hasta las caderas y de mangas acampanadas que llegaban casi hasta el suelo. Desde las caderas caía suelta la tela y le tapaba los pies, aún descalzos. Bajo la tela sólo llevaba unas medias de rejilla hasta la mitad del muslo, que se sujetaban con unas tiras de silicona, para no ponerse liguero. No se había olvidado la ropa interior por casualidad, es que el vestido era muy apretado y no quería que se notase ni una arruga debajo. Ni tan siquiera el fino hilillo de alguno de sus tangas más provocativos.

Como era una noche fría en la cual probablemente llovería, se puso una chaqueta de cuero larga hasta los tobillos y unas botas que llegaban justo debajo de las rodillas. No pensó en abrigarse más porque iría directa al coche y luego estarían en sitios cerrados, excepto al primer sitio en el que había quedado .

Se volvió a mirar. Para una noche de halloween estaba estupenda, parecía una auténtica vampira. Como último toque se colocó un poco de sangre artificial cayéndole por una comisura de los labios, como si acabase de darse un banquete con su última víctima y le hubiera vaciado el cuerpo de sangre.

Cerró la puerta de su casa con dos vueltas de cerrojo, como siempre, y encendió la luz del descansillo, mientras esperaba a que el ascensor parara en su piso. Se abrió lentamente y ella penetró dentro, mirándose nuevamente en el espejo del ascensor. Pulsó la "S" para bajar a por su coche al garaje y dio la espalda al espejo, ya se había mirado demasiado. Ahora era el momento de que otros la mirasen.

En el garaje se encontró a un vecino que acababa de aparcar su coche. Al principio él se asustó un poco. Al instante sonrió tras haberse percatado de que esa noche era la noche de las brujas, los magos, los vampiros, los zombies y los disfraces. Le dijo algún piropo que se perdió en el eco del garaje y que Leonor no pudo escuchar bien. Ella se limitó a sonreír y seguir hacia su coche.

Esa noche, al mirar el color negro de su coupé, se alegró de no haber elegido aquel soso azul que le aconsejó su exnovio en el concesionario. En una noche tenebrosa como ésta, era mucho mejor llevar un reluciente coche negro azabache, como su peluca, su vestido y su abrigo.

Apretó el botón de la llave que abría el coche a distancia y vio que no pasaba nada. Se acordó en ese momento que tenía que llevar el llavero a cambiar la pila, así que introdujo la llave en la cerradura y abrió "a la antigua usanza" la puerta del conductor.

Se despojó de su abrigo y lo metió en el asiento de atrás. Esta noche no quería llevar bolso, así que llevaba una pequeña billetera en uno de los bolsillos interiores del abrigo, con el carnet de conducir y una buena suma de dinero.

Se ajustó el cinturón de seguridad, después de forcejear un poco con él. Arrancó, puso música gótica, como a ella le gustaba y se lanzó a la calle sonriendo por dentro porque intuía que esa noche lo iba a pasar bien.

La primera parada, la única al aire libre, era el cementerio. A su mejor amiga, que era con quien había quedado, se le había ocurrido la idea de quedar allí para empezar bien la noche de halloween. Uno de los que hacían las letras en el mármol (esas tan doradas y bonitas que se ponen en las lápidas) era amigo suyo y tenía las llaves de la cancela, así que se las había dejado para que pasearan un rato antes de irse a la fiesta donde habían quedado con todos los demás. Había que entrar en materia.

Ginebra, que así se llamaba su amiga, tenía las llaves y le había dicho que la esperaría dentro, junto a un pequeño mausoleo muy tétrico que había allí.

Al cementerio se llegaba por una carretera muy poco transitada. Sólo había bosque alrededor y, fastidiosamente – pensó Leonor – todas las farolas estaban apagadas. Redujo la velocidad y encendió las luces de largo alcance para llegar hasta el cementerio sin ningún percance. Mientras conducía por aquella carretera, comenzó a lloviznar y tuvo que reducir aún más la marcha.

Un escalofrío recorrió su cuerpo al acercarse hacia la puerta y ver que allí tampoco había luces. Tan sólo la luz de una luna en su cuarto creciente, casi llena, que daba un aspecto más mortecino al lugar. Vio allí aparcado el coche de Ginebra. Dentro de él no había nadie. Sólo vio una pequeña calabaza en la bandeja trasera del coche, recortada y vaciada, con una cara burlona y fantasmagórica. – Menudas ideas tienes, Ginebra – pensó Leonor para sí misma y sonrió nerviosamente.

Aparcó justo al lado del otro coche y se bajó. Se puso el abrigo y miró para todos los lados, poco confiada ante tanta oscuridad. Ya no le parecía tan divertido ir medio desnuda, vestida de vampira y entrar sola en un cementerio, aunque supiera que su amiga tenía que estar dentro. Ahora incluso le parecía mal que su perfume fuera tan fuerte y tan atrayente, no quería que nadie la viera, ni la oyera, ni la molestara. Sólo quería coger a Ginebra y salir corriendo de ahí cuando antes.

Las pequeñas gotas de lluvia – al menos no llovía copiosamente – dejaron la peluca con pequeños brillos plateados, como purpurina. La cara empezaba a estar también mojada y sentía el frío recorriéndole poco a poco el cuerpo. Los senos se erizaron bajo el vestido y se arrepintió un poco por no haberse puesto una bufanda u otro abrigo, porque el cuero es muy frío. Al menos no calaba. El vestido no llegaba a arrastrar por unos milímetros gracias a que las botas que llevaba eran de tacón.

Llegó hasta la verja y la vio entornada, lo suficiente para que de lejos pareciera cerrada, pero de cerca uno se pudiera percatar de que se permitía la visita de extraños. Y es que así se sentía ella. Al empujar la verja, ésta emitió un chirrío quejumbroso apenas perceptible, pero a Leonor le hizo temblar. Cerró tras de sí y suspiró. El primer paso ya estaba dado, ya estaba dentro.

Una vez allí le costó ver más allá de las tumbas y los muros de nichos y encontrar donde estaban los sepulcros suntuosos, que se apiñaban todos juntos casi como si tuvieran un cartel de "aquí yacen los muertos más ricos del cementerio", lejos del vulgo enterrado en sus modestas tumbas. Mientras iba andando hacia allí, se percató de que estaba pisando a los muertos. Andaba clavando sus tacones sobre el césped en el que montones de huesos moraban. No podía ni mirar al suelo, pasaba rápido, como una exhalación, intentando no molestar a los difuntos en una noche tan mágica como aquella. Sabía que todo eso era una tontería, pero hay que estar muy cuerdo para pasear por un cementerio, de noche (y no en una noche cualquiera, sino en Halloween) y que no te atormenten visiones de manos pútridas agarrándote los tobillos, vampiros que salen de su cripta para tomarte entre sus manos y derramar tu líquido vital en sus bocas. Cuerpos en descomposición que se levantan con el único objetivo de llevarte con ellos a sus pequeños ataúdes, bajo tierra. Apresuró el paso.

Al llegar a una zona pavimentada, aminoró. Ahora paseaba por suelo normal y sus tacones se oían bastante. Entonces una melodía encontró el camino hacia sus oídos, sorteando las gotas de lluvia. ¿Música en el cementerio? Dejó de oírla y, por un momento, creyó que había sido su imaginación. Entre los nervios, la lluvia, la oscuridad, el frío y el lugar no podía dejar de temblar, así que no le extrañaba nada que se estuviese volviendo loca de alguna manera y oyese una pieza fúnebre. Sí, ahora podía oírlo, se trataba de una canción de un grupo que le gustaba mucho de música suave, melódica y gótica. La canción era casi completamente instrumental, sonaba un órgano, un violín, un pequeño tintineo de campanillas y una voz aguda de una mujer que seguía a la música, sin letra alguna, adornando la pieza con las suaves notas de su voz templada.

Al fin vislumbró el mausoleo que le había descrito Ginebra: con dos ángeles blancos y cuatro gárgolas en cada una de sus cuatro esquinas. Se acercó a él y vio cómo una de las gárgolas, la más cercana, escupía agua. Era el final del pequeño canal de desagüe que rodeaba el tejado del mausoleo.

La música se hizo más fuerte cuanto más se acercaba al lugar donde debería estar Ginebra. Rodeó la gran tumba y no vio rastro alguno de Ginebra, pero la música seguía allí. Parecía salir de algún sitio cercano a esos muros de piedra. Se temió que el humor macabro de su amiga hubiera ido demasiado lejos. Se acercó a la puerta y allí había algo escrito en lo que parecía tinta oscura, como hecho a mano. Ponía, simplemente "ENTRA". La sola idea de irrumpir en un lugar le hizo plantearse el volver al coche. ¿Por qué no se había traído el móvil? Así podía haber llamado a Ginebra y oír su móvil dentro de aquel recinto y estropearle la broma.

La puerta era de madera maciza, con un picaporte muy elegante, grande y fuerte. Lo presionó y la puerta se abrió. Pudo escuchar que la música venía de ahí dentro, porque ahora se oía más alta y más clara. Las notas salían a saludarla a través de la abertura. Entró, sin muchas ganas de mirar adentro y cerró la puerta, entonces una luz titilante hizo que sus ojos pudieran ver una tumba de mármol en el centro y, justo encima de ella, un cirio encendido. En un rincón había un radiocasete emitiendo la música y, en el rincón opuesto había un bulto de tela negra, grande como una persona y completamente envuelto.

– Ginebra, ¡qué susto me has pegado! – se acercó al bulto y vio que tenía contornos humanos, así que asió la tela y tiró de ella para darle a su amiga una buena reprimenda.

Acto seguido lanzó un alarido y cayó al suelo. Giró sobre su propio cuerpo y se lanzó hacia la puerta. Presionó el pomo y empujó la puerta, pero ésta no cedía. Empezó a luchar con la puerta. Llamó a su amiga a gritos. Aporreó la puerta, siguió intentando que la puerta se abriera, pero estaba completamente cerrada.

Entonces una carcajada salió de aquello de lo que había salido huyendo. Una risa gutural, masculina, para nada de su amiga. Leonor siguió forcejeando con la puerta mientas las lágrimas le corrían por las mejillas, incapaz de darse la vuelta para volver a ver aquello que ya había visto.

En ese momento, oyó los pasos del otro ser que estaba en el mausoleo. No era un maniquí, como le hubiera gustado. La música continuó sonando, siempre tranquila. Los pasos se acercaron hasta ella y se pararon pegados a su espalda. Notó cómo un aliento se colaba por entre el pelo de la peluca y como "algo" le rozaba el hombro derecho. Se quedó petrificada, tanto como el mármol de la tumba que estaba detrás de ella y, de eso otro que había ahí.

Pasado un rato, en que nada más sucedió, hizo acopio de valor y se dijo a sí misma – venga, Leonor, esto es una broma, seguro – y se dispuso a enfrentarse con la horrible visión que había tenido. Poco a poco empezó a girar su cuerpo, completamente pegada a la puerta, para no tener que rozar nada que no fuera el aire o la puerta misma y, le dio tiempo a ver una sombra fantasmagórica antes de que la vela se apagase. Un ser alto, de piel mortecina, terrorífico. No pudo ver más.

Todo se quedó en silencio y ella no se atrevió ni a cerrar los ojos en aquella oscuridad. Luchaba por abrirlos mucho, como si eso fuera a hacer que viera algo en aquella insondable oscuridad. No veía ni el resplandor de la luna filtrándose por debajo de la puerta, no veía nada, sólo oía esa horrible música, que ya no le gustaba tanto y su propio llanto.

Pasaron así los segundos más largos de su vida. Creyó que se abriría la puerta y Ginebra aparecería riendo y despojando al ser que había visto de su logradísimo disfraz. Pero eso no pasó. Oyó unos ruidos y de nuevo los pasos se acercaban. Ella se apretó contra la puerta y quiso volver a girar el pomo, pero los nervios no la dejaron. Su mano se quedó suspendida en la oscuridad, sin atreverse si quiera a bajarla, entre su cuerpo y el pomo.

Una mano, o algo similar, le asió su mano con fuerza. Leonor dio un respingo e intentó salir huyendo hacia el otro lado de la estancia, pero no pudo zafarse de lo que le atenazaba la mano. Entonces la sombra, la cogió en volandas y la depositó bastante bruscamente sobre la losa de piedra de la tumba, donde al parecer ya no había cirio. De una manera que no se pudo explicar, esa sombra le desabrochó los botones del abrigo y se lo quitó, luchando con los forcejeos de ella. Y la volvió a tumbar golpeándola la cabeza contra el mármol duro y frío. Ahora notaba mucho más lo fría que estaba la tumba y sollozaba intentándose encoger.

Una voz cavernosa e inhumana salió de alguna cavidad de aquella cosa y dijo – si te estás quieta, no te haré daño – y esas fueron las únicas palabras que pronunció. La chica estaba tan aterrada que tampoco le costó mucho no moverse, temblaba de vez en cuando y sollozaba, pero ya no intentaba huir, porque temía de verdad por su vida.

Entonces notó cómo el ser moldeaba su cuerpo tembloroso, levantaba el vestido, le abría las piernas y empezaba a recorrer con sus manos frías los muslos por encima de las medias de rejilla. A pesar de estar tremendamente aterrada, Leonor pudo notar la suavidad y frialdad de aquellas manos que, incluso le llegaron a parecer delicadas. Las lágrimas corrían por su rostro hasta ir a parar a la losa, pero a ella le daba igual, seguía inmóvil y expectante.

Las manos de la sombra no se detuvieron en ninguna parte, pero tampoco se saltaron nada de la anatomía de Leonor. Empezaron a internarse por la cara interna de los muslos de la chica, bajaron la cremallera de las botas, las quitaron delicadamente, así como las medias. Leonor no sabía que estaba volando en los brazos de aquella criatura, hasta que sus pies tocaron el suelo frío. El vestido salió desde abajo hacia arriba como si nadie estuviese tirando de él, como si el propio vestido quisiera irse de su cuerpo y así quedó Leonor completamente desnuda en la negrura de aquella sepultura, frente a algo que antes la había aterrado. Ahora no sentía apenas nada, no sentía tampoco frío y la música hacía rato que se había apagado. Ni siquiera sintió cómo las lágrimas se secaron y cómo su cuerpo dejó de temblar.

Entonces volvió a parecer que estaba volando y aterrizó suavemente sobre el mármol, ahora más cálido que al principio. Un cuerpo paseó alrededor suyo, tocándola, masajeándola y haciendo que toda ella vibrara con un deseo que no había conocido hasta ahora. Se sintió mareada, perdida, excitada, pero seguía algo temerosa, más por el recuerdo de lo que había visto que por lo que estaba sintiendo ahora.

Notaba presiones aleatorias sobre su cuerpo. Las manos de la sombra, que ya no estaban tan gélidas como hacía apenas un momento, le aprisionaron los pechos. Leonor arqueó la espalda de placer y notó cómo empezaba a fluir en su interior el calor de sus jugos que despertaban. El quejido que antes sonaba en boca de Leonor ahora era un suspiro placentero.

Aquel ser sólo había empezado a tocarla y ella ya había traspasado el umbral del clímax. Sentía palpitar todo su cuerpo, el corazón bombeaba sangre y todo se convirtió sólo en el palpitar de su cuerpo, en sus latidos. Vibraba su pecho arriba y abajo, su sexo palpitaba humedecido ya del todo, los labios clamaban por ser besados. La locura de albergar el miembro de aquel ser, si es que tenía alguno, empezó a pasársele por la cabeza. Leonor ya no estaba en sus cabales, así que todo le parecía excitante, estaba emponzoñada por algún tipo de brujería de aquel ser y no era capaz de percatarse de nada, sólo de su deseo irrefrenable.

Sintió una lengua larga y húmeda pasearse por todo su cuerpo. Mojó cada rincón y no parecía acabársele la saliva. Leonor pronto estuvo mojada, tanto por dentro, como por fuera, sin frío y sin un atisbo de asco en su expresión, que tan sólo aquel ser podía ver. O eso es lo que ella creía. Para ella había dejado de ser algo que temer y había pasado a ser un hombre apuesto, suave, cariñoso, voraz y muy, muy atrayente.

Entonces cambió el ritmo de las cosas, todo pareció ser frenético. Sentía mil manos por su cuerpo, en su ombligo, en su vagina, es sus muslos, en sus hombros, en sus tetas, en su cuello, en sus párpados. Cuando creía que no podía con más placer, sintió cómo el hombre oscuro se recostaba sobre ella y ponía su cuerpo, sin pelo, musculoso, terso y suave, como la palma de sus manos, encima de ella.

Entonces ella notó en la abertura de su sexo algo grande, caliente y palpitante. Un enorme miembro que se posó entonces en su cavidad abierta y mojada. Apenas pudo contener el impulso de rodearle con sus piernas y atraerle hasta él, y así lo hizo. Al principio y pese a lo excitada que estaba, costó un poco que le penetrara aquel pene enorme y duro, pero al final lo sintió todo dentro de ella.

Su tétrico amante empezó a entrar y salir de ella de una manera brutal y salvaje, sin embargo a ella le gustaba y el ambiente se llenó de sus gemidos. Daba igual el cementerio, el mausoleo, Ginebra y cualquier cosa, ahora sólo quería disfrutar de eso por toda la eternidad. No tardaron en llegar una serie de orgasmos en cadena, sin descanso. Tuvo al menos cinco seguidos y luego otros dos más espaciados. Recubrió de flujos el pene de aquella criatura sexual. En el último orgasmo de Leonor, que fue el más fuerte que había sentido nunca, él derramó su semen dentro de ella, con fuerza y calor. Un gruñido sensual salió de su boca (ahora sí estaba segura de que tenía boca) y se dejó caer unos segundos sobre ella, respirando entrecortadamente.

Leonor yacía medio desmayada. Extasiada tras tantos orgasmos, todo le daba vueltas, casi ni sentía el cuerpo de aquel hombre que la había poseído. Pronto notó un cálido beso. El único que le dio en los labios. Después él se quitó de encima. Algo frío, como de metal, notó la chica sobre su pecho, algo fino y poco pesado y ya no oyó más la respiración masculina. En un segundo cuatro velas prendieron en las cuatro esquinas del lugar y ella se vio allí, desnuda, sudorosa, abierta de piernas, con la abertura de la vagina mojada y chorreando semen blanco y aún caliente. No había nada más, excepto su ropa. Ni rastro de él.

No sintió vergüenza, tan sólo paz interior. Estaba satisfecha. Se llevó las manos al pecho y cogió un colgante de plata, con una cadena gruesa. Era el colgante más bello que jamás había visto, con aristas curvadas, giros, entrecruzamientos del metal y un acabado precioso.

Se lo abrochó al cuello, antes de vestirse, con una sonrisa satisfecha y, quizá, algo maligna. Bajó de la tumba y notó el flujo cayendo hasta el suelo, resbalando por sus piernas. No le importó.

Se vistió con todo (menos con las medias que las metió en los bolsillos de su chaqueta), pero se olvidó de la peluca, que había caído pegada a la tumba. Y salió al aire fresco.

Había dejado de llover, ya no odiaba a Ginebra, ya no le parecía una broma. Además se percató de una cosa muy interesante, se sentía cambiada. Algo dentro de ella la hacía sentirse más sexual, más segura de sí misma y sonrió mientras se alejaba pisando el césped, sin importarle si allí abajo había muertos o no.

Llegó a la puerta principal y vio que sólo estaba su coche. A lo lejos divisó unos faros de coche que se aproximaban. Se detuvieron frente a ella, una ventanilla se bajó y Ginebra saludó jovialmente mientras pedía disculpas por el retraso. Alabó su gran maquillaje (aunque en realidad ya no le quedaba mucho), su vestimenta tan a tono y, sobre todo, el colgante. Le dijo que daba miedo con esa cara tan pálida. Ella iba de diablesa.

Ginebra le dijo que no tenían ya tiempo de entrar en el cementerio, que llegarían tarde a la fiesta. Leonor asintió y decidió dejar su coche en la puerta del cementerio y montarse en el de Ginebra. Ya vendría mañana a por él. A ser posible por de madrugada y sola