Halley
Dos completas desconocidas durante una especial noche de lluvia de estrellas.
En las afueras de mi ciudad tenemos un observatorio astronómico bastante grande que suele organizar eventos y visitas abiertas a todo el público. Mi hermano mayor me había invitado para ver lo que se conoce como una lluvia de estrellas, con la excusa de que yo pasaba demasiado tiempo encerrada en casa debido a los exámenes de la facultad, y que necesitaba una noche para pasarla bien. Pensaba ingenuamente que iríamos solo los dos, o eso es lo que entendí cuando fue a mi habitación para invitarme, pero en el momento que dos de sus amigos fueron a mi casa para acompañarnos supe que su concepto de “pasarla bien” estaba algo atrofiado.
No es que sea antipática, ¡para nada!, pero sus amigos son algo… “especiales”, aunque tampoco era plan de ponerme refunfuñona en una ocasión que a priori se presentaba como especial, así que subí al coche, en el asiento del acompañante, con una sonrisa bien forzada, escuchando atónita cómo hablaban distendidamente acerca de extraterrestres, OVNIS y sociedades secretas.
Debido a la ubicación del observatorio, en medio de un campo abierto lejos de las luces de la ciudad, el cielo nocturno que se veía mientras llegábamos era un auténtico espectáculo. Podía sentir una especie de vértigo cuando contemplaba las incontables estrellas y nubes estelares desperdigadas a lo largo y ancho, con la franja de la vía láctea irrumpiendo en medio del cielo; choca ver todo eso para alguien que está acostumbrada al tímido cielo de la ciudad.
Llegamos al enorme predio cerca de las nueve de la noche, un lugar repleto de grupos y familias que se encontraban sentados sobre el gramado o sobre mantas, disfrutando del cielo como si fuera una extraña jornada de picnic nocturno. Más alejados, hacia las instalaciones del observatorio, los docentes con sus reconocibles batas invitaba a algunos niños a mirar las estrellas con los telescopios que allí habían preparado.
Eso sí, cuando bajamos del coche, me alejé cuanto pude. Mi hermano inmediatamente fue a por mí para preguntarme a dónde iba. “¡Pues me voy lejos!”. No iba a pasar la noche con chicos que creían que los extraterrestres tienen montada una base en nuestra Luna. Para colmo de males no es que fueran muy astutos llevando cerveza, pues estaban terminantemente prohibidas en el observatorio; ¡a saber cuánto tardarían en ser expulsados del recinto!
Y así, tras insistirle que me las apañaría sola y que me avisara por el móvil cuando quisiera irse, decidí avanzar por mi cuenta para conocer el lugar. Caminar entre el gentío, haciendo equilibrio sobre una derruida muralla de hormigón que sobresalía tímidamente del césped, observando de reojo ese montón de niños que fascinados escuchaban las clases que impartían los docentes acerca de astronomía. Miraba de vez en cuando ese imponente cielo perlado de estrellas; podría perderme la lluvia de meteoritos y tener el hermano más desatento del mundo, pero sentía que la noche no estaba del todo perdida solo por haber contemplado ese cabrilleo intenso, esa explosión de luces en el cielo negro.
Y así, extendiendo los brazos, metida en mi particular juego de equilibrio, vi algo que me llamó poderosamente la atención. Había dos críos escuchando atentamente a una joven de largo pelo rubio, bata blanca y vaqueros, que sonriente, parecía calibrar la mirilla de su telescopio.
Pese a estar ajustándolo, ponía un empeño particular en contarles un cuento que, imaginé, tenía algo que ver con las estrellas.
Y era especial porque se trataba del único grupo no revoltoso de críos. A mi alrededor todo era puro barullo pero allí había un silencio solo cortado por una dulce voz que contaba una historia. No dudé en salir de mi particular camino y acercarme a ellos.
—Bueno, parece que algo anda mal con el telescopio —resopló ella—, de todos modos, Andrómeda es visible a simple vista —dijo apuntando al cielo. Los chicos miraron—. La famosa nebulosa está allá arriba, a más de dos millones de años luz de distancia, ¿la pueden ver, no? Su constelación representa a una mujer –y dibujó en el cielo, con sus dedos, los trazos que representan a Andrómeda.
—¡Ale! —protestó una niña—. ¡No veo ninguna mujer!
—¡Ja! Necesitas imaginación. Ven, acércate —dijo acuclillándose a su lado para señalarle las estrellas—. ¿La ves? Sigue mi dedo.
No sabría decir qué sucedió dentro de mí pero cuando me acerqué lo suficiente, con las manos en los bolsillos de mi vaquero, actuando desinteresada, la vi y me quedé realmente fascinada por el aura que emanaba aquella chica. Probablemente era de mi edad, y tenía algo que, no sé cómo explicar, hizo que en vez de seguir los trazos de sus dedos en el cielo, prefiriera ver los hermosos y finos rasgos de su rostro.
—Observa con cuidado, porque se trata de la mujer más hermosa de los ciel… —En ese momento, supongo que al haberme notado, me miró brevemente y pareció quedarse muda. ¡Ambas lo estábamos! Fue rarísimo, porque nos observábamos como si nos conociéramos, como si en cualquier momento fuéramos a saludarnos efusivamente. Pero yo al menos estaba segura que era la primera vez que la veía, aunque su rostro, su voz, su aura… había algo llamativo en ella que detuvo mi andar, mi pensar. Es difícil explicar pero sentía que nos habíamos cruzado anteriormente y que ambas esperábamos esa chispa que nos hiciera recordar. Se enmudeció, y los niños no sabían a dónde mirar. O arriba, a ella, o a mí.
—Bueno… —dijo la pequeña, volviendo a observar arriba—. ¡Creo que la veo, Ale!
—¡Ah! —la chica se levantó y se sacudió la bata—. Pues ya que la ves, te contaré la historia de la constelación de Andrómeda.
—Oh, no... —suspiró el otro crío, un niño.
—Sí, “Oh, no” —remedó la rubia, dando golpecitos al telescopio—. Es el precio a pagar por haber averiado el telescopio, mira que manipularlo sin permiso de un supervisor.
—A mí me interesa la historia, Ale —dijo la niña.
—A mí también —agregué, acercándome al grupo.
La joven docente ladeó un mechón de pelo que le caía en la frente y me sonrió, supongo que por terciar la situación a su favor. El chico, por su parte, se cruzó los brazos y suspiró.
—Las mujeres siempre se ponen de acuerdo. ¿Hacen telepatía o qué?
—¡Ja! Atento. Andrómeda era hija del rey Cefeo y Casiopea. Esta última ofendió a Poseidón, afirmando que su hija era más bella que cualquiera de sus ninfas marinas. Para vengar el insulto, fue enviado un monstruo marino llamado Cetus, cuyas estrellas están debajo de Piscis, allá.
—¡Ufa! —la niña se sorprendió—. Haberlo dicho más bajo, que seguro así Poseidón no se enteraba.
—Es solo una condenada estrella —tranquilizó el pequeño.
—¿Solo una estrella? ¡Qué poco romántico eres, niño! Cefeo mandó encadenar a su hija Andrómeda en una roca al borde del mar, ofreciéndola como sacrificio al monstruo marino. De lo contrario el mundo sufriría de la ira de Poseidón.
—¡Pobre chica! —la niña extendía la mano y acariciaba el aire. O mejor dicho, acariciaba la constelación.
—Ah, pero nadie contaba con Perseo —dijo señalando una constelación cerca de Andrómeda—. Que montado sobre el caballo alado Pegaso, vio a la hermosa mujer y se enamoró de un flechazo. Derrotó al monstruo marino que amenazaba matarla, la desató, y juntos contrajeron un feliz matrimonio. La diosa Atenea, conmovida por esta historia de amor a primera vista, inmortalizó esta historia llevando la pareja al cielo.
En ese instante, el niño se giró y me preguntó:
—Puf, ¿tú te crees eso?
—Ah… ¿El cuento? Pues claro que sí. Si no fuera cierto, ni Andrómeda ni Perseo estarían arriba, ¿no?
—No, si yo me refería a lo del flechazo...
—¿Ah?, ¿no crees en los flechazos? Supongo que Andrómeda era súper linda —le guiñé el ojo.
—Puede ser. Seguro era linda como Ale —respondió el niño con una sonrisa enorme.
—¡No lo digas muy alto! —la niña tomó la mano de su peculiar profesora y miró al chico con gesto desaprobador—. ¡Que vendrá Poseidón!
—Más tonta imposible. Vámonos ya, mamá nos estará buscando. ¿Ya hemos pagado la deuda por haber averiado el telescopio?
—Supongo que sí… —la rubia se encogió de hombros—. No vuelvan a tocar los telescopios sin supervisión.
Cuando los jovencitos se alejaron, la tal Ale me aclaró la situación:
—¿Viniste con ellos?
—¿Esos niños?
—No. Me refiero a… ellos…
—¿Ellos? —pregunté mirando a lo lejos, allá donde mi hermano y sus amigos parecían discutir airadamente. Se podía oírlos perfectamente entre el murmullo generalizado del gentío a nuestro alrededor. Que alienígenas, que alunizaje falso, que reptilianos… ¡No sabía dónde meter mi cara! Me giré de nuevo hacia la astrónoma para sonreírle y decirle que no tenía la más pálida idea de quiénes eran esos.
Pero ella ya se había inclinado para ajustar su telescopio y, observando el cielo por la mirilla, siguió hablándome:
—Halley.
—¿Qué?
—Me llamo Halley. Los niños no me entendieron y me dijeron “Ale”…
—¿Halley? ¿En serio?
—¡Ja! ¿Algún problema con eso?
—¡No! Yo soy Andrea.
—Encantada.
Resopló al apartarse de la mirilla y empezó a recoger las patas del telescopio, con algo de torpeza he de confesar. Decidí ayudarla aunque tampoco tenía mucha idea, pero pretendía cortar a como diera lugar ese silencio. Había algo en ella que me estaba “sonando” demasiado y sentía que solo faltaba una chispa, una pequeña reacción química en mi cabeza para recordarla.
—Halley, ¿qué tal la astronomía? Parece más emocionante que Administración.
—Bueno, no soy astrofísica ni nada de eso. Soy estudiante de antropología y voy a presentar mi tesis sobre el arte de las constelaciones. ¿Sinceramente? Aquí me siento como pez fuera de agua…
—Pero... y esa bata que llevas puesta...
—Esta linda bata es de mi hermano —se mordió la lengua—. Él sí que es astrofísico, estará por allá dando clases a los niños. Me hacía ilusión venir y darle un toque más pintoresco a la astronomía, pero como ves, los chicos prefieren más datos científicos que mitología. Tuve que extorsionar a dos pimpollos para que me escucharan, que si no me quedaba con las ganas…
—A mí me ha parecido interesante.
—Gracias. Oye, voy a entrar al observatorio para tratar de repararlo —dijo abrazando a duras penas el enorme telescopio recogido—, puede que solo un espejo se haya movido de lugar.
—¿Te importaría que te acompañe?
—¿En serio? —me mostró la sonrisa más bonita y tierna—. ¡P-para nada! Si te ha gustado mi historia, tengo algunas otras que te pueden gustar. Y no lo digas muy alto —susurró—, pero en el refrigerador tienen cervezas.
—¡Cerveza gratis!
—¡Shhh!
Halley encendió las luces del cuarto de control del observatorio; quedé muda al ver ese gigantesco telescopio apuntando al techo cerrado de la cúpula. Era el orgullo de las instalaciones, relucía todo imponente y pulcro. A su alrededor, montones de ordenadores y alguna que otra pizarra con números y letras que ningún sentido tenían para mí.
Ella avanzó hasta una mesa de trabajo y, de un manotazo, se deshizo de algunas hojas para poder dejar el telescopio encima. Supuse que iba a repararla allí.
—No necesitas de un telescopio de alta potencia para ver una lluvia de estrellas —dijo ella—, por eso decidieron no abrir el observatorio durante esta noche.
—¿No nos van a decir nada por estar aquí adentro, no?
—¡Claro que no! O eso creo… Oye, Andrea —se giró y se mordió la lengua—, las cervecitas están allá.
Solo había una lata no abierta en el refrigerador y decidí compartirla con ella; me senté sobre la mesa de trabajo y aproveché para mirarla de manera disimulada. Se recogió el pelo en una alta coleta, luciendo un precioso cuello; lo que yo estaba sintiendo no lo había sentido nunca, era como si me invitara a olerlo, mordisquearlo, lamerlo, ¡Dios! Pero me contuve y traté de disipar pensamientos tan fuertes.
Por largo rato, Halley observó alternativamente su destornillador y el telescopio:
—Andrea —se mordió el labio inferior—. ¿Ves algún tornillo en el telescopio?
—No…
—Exacto. No tengo la más mínima idea de cómo arreglarlo.
Me reí de ella y empezamos a conversar distendidamente, ambas sentadas sobre la mesa y dejando al telescopio como único testigo de nuestras ocurrencias. Le tuve que confesar que uno de los chicos del trío de “conspiranóicos” era mi hermano, y los demás sus amigos, y que me había hecho gracia que ella confesara sentirse un pez fuera de agua en el observatorio, pues exactamente así era como yo me sentía no solo con mi hermano y sus colegas sino también en el lugar. La ciencia nunca fue lo mío.
—La ciencia tampoco me va —dijo levantándose, acercándose a una de las portátiles—. Mi hermano mira el cielo y ve en las estrellas un montón de composiciones, reacciones, distancias, tamaños, efectos, números, números y más números. ¡Uf! Yo prefiero verle el lado romántico de las cosas, ¿sabes?
Abrió la portátil y volvió a sentarse a mi lado para mostrarme la imagen del brazo de nuestra Vía Láctea.
—Mira, hace cuatrocientos años, cuando Galileo enfocó su telescopio a la Vía Láctea, dijo que vio solo un montón de innumerables estrellas. ¡Madre! Pues yo veo un hermoso lienzo que puede llenarse de nuevos mitos y leyendas. Me digo a veces que aún quedan historias por escribirse y quedarse allá plasmadas. Simplemente… necesito contactar con Atenea para que las canonice…
—Bueno, va a estar difícil contactar con una diosa…
—Y que lo digas. ¡Venga, comparte esa cervecita!
Y continuamos hablando, pasándonos la cerveza; nos contamos acerca de nuestras vidas, acerca de nuestras metas y demás nimiedades que quemaban y quemaban los minutos. Pero ya fuera la bebida, aquel precioso manto de estrellas visible en su portátil, o incluso mi móvil vibrando (seguramente mi hermano queriendo saber dónde estaba yo), decidí ir directo al grano.
—Te lo he querido preguntar toda la noche, ¿nos conocemos de algo?
—Hmm… ¿Me creerías si te dijera que he pensado lo mismo?
—Sinceramente, nunca he conocido a nadie llamada Halley…
—Entonces… tal vez nos conocimos en otra vida, Andrea.
—¡Ya!
—¡Tienes que verle el lado romántico de las cosas! —me codeó—. ¿Sabías que la lluvia de meteoritos de esta noche es un recuerdo del paso del cometa Halley? Son Eta Acuáridas, veloces, amarillentas, de larga estela. Y ese cometa fue testigo de toda nuestra historia. Viene y va cada setenta y cuatro años. Así que… tal vez él sepa dónde estuvimos en otra vida.
—¿Cometa Hall…? ¡Ah! ¿Te llamas como un cometa?
—¡Ja! Mis padres me lo pusieron en su honor porque se conocieron cuando fueron a la playa para ver el cometa, en el ochenta y seis.
—¡Qué bonito!
—Sí, bueno, están separados ahora —dijo dándole un largo sorbo a la cerveza, antes de reposar su cabeza sobre mi hombro. ¿Alguien puede explicarme ese cosquilleo intenso que sentí en todo mi cuerpo en el momento que lo hizo? Nunca estuve con chicas, ¿era algo normal acaso? No podía seguir fingiendo, es como si desde que la vi supiera que ella era para mí; había algo en mi cabeza que me martillaba con esa idea desde el instante que nos vimos. Había un Perseo dentro de mí, galopando para rescatar a aquella Andrómeda de bata blanca.
—Lo lamento mucho —puse mi mano sobre su muslo. Ambas dimos un respingo en ese preciso instante, pero el maldito chispazo aún no venía a nuestras cabezas. Nos miramos un largo rato hasta que por fin ella me correspondió poniendo su mano sobre la mía. Cálida, finos dedos, piel suave.
—¿Sabes lo que me gustaría, Andrea? Agarrar un puñado de ese “montón de estrellas” y trazar una nueva constelación en el cielo. Un hombre y una mujer mirando un cometa desde una playa… inmortalizar ese amor en el cielo tal vez vuelva a unir a mis padres, ¿te parece buena idea o sueno muy infantil? Simplemente necesito encontrar a Atenea…
—Ya veo… Creo que tengo una idea de cómo contactar con Atenea…
No sé por qué hice lo que iba a hacer, y aún a día de hoy trato de comprender o justificar aquello. No pensé absolutamente nada y dejé que el Perseo dentro de mí tomara las riendas:
—Halley, realmente eres la chica más bella que he visto en mi vida. Más hermosa que las ninfas de Poseidón.
Quise interrumpirla con un beso; de hecho mi boca se acercó a la suya pero sin hacer contacto; ¡es que yo al menos nunca estuve con una chica y no sabía si debía hacer algo distinto! Todo lo tonto que quieran, pero eso es exactamente lo que sentía: confusión y ganas a partes iguales. Estuvimos así, calladas, sintiendo cómo se sentía la respiración de la otra. No sé cómo estaba ella pero a mí me costaba contener el aire.
—Bu-bu-bueno —farfulló ella—. ¡Madre! Si es que el pimpollo ese tenía razón con lo de la telepatía, es que vaya, yo tambi…
Ahora sí la interrumpí con un beso, enredando mis dedos entre su cabellera, atrayéndola contra mí para que pudiera saborearla mejor. Era la primera vez que besaba a una mujer aunque extrañamente se sentía lo contrario, como si ya lo hubiera hecho miles de veces. No era muy diferente de lo que esperaba, y por cómo reaccionó ella, tampoco era la primera vez de Halley. Fue precioso así, hacerlo sin pensar en las consecuencias y viviendo del momento. Firmando sus labios con mi lengua, me aparté de ella por un breve momento.
—Tal vez Poseidón me escuche —dije toda colorada—, y venga a reclamar venganza por osar de hablar mal de sus ninfas.
—Ahhh —dijo con los ojos cerrados—. En-entiendo… entonces aprovechamos… y le pedimos disculpas, y que de paso nos diga dónde está Atenea…
—Algo así. Podrás pedirle que lleve una historia nueva en las estrellas del cielo.
—Andrea… —dijo abriendo lentamente los ojos.
—¿Qué?
Cayó el telescopio de la mesa de trabajo, el destornillador y algunos papeles que aún quedaban. Esta vez fue Halley quien tomó la iniciativa y me acostó sobre la mesa para besarme el cuello y susurrarme al oído que jamás en su vida había hecho algo como lo que estábamos haciendo, conforme sus uñas se clavaban en mi espalda.
Pues sinceramente no me parecía que era su primera vez haciendo algo así…
Oímos luego cómo la portátil cayó al suelo, aunque ninguna le dio mucha importancia.
Entonces, en el momento que la chica apretujaba mis labios con los suyos, se apagaron todas las luces del cuarto de control. Lo primero que pensé fue que hubo algún fallo eléctrico, pero ni a Halley ni a mí nos importaba mucho porque la oscuridad lo hacía todo tan excitante, tan morboso. Se fueron las luces, ¡sí!, pero algo empezaba a venir dentro de mí, algo caliente, rico, que te hace sentir cosquillas en el vientre; que te hace poner en alerta los demás sentidos y te sensibiliza como nunca antes; fuera lo que fuera me estaba poniendo demasiado excitada.
Pero cuando iba quitándose la bata y yo ya me había desecho de mi camiseta, un fuerte chirrío metálico se hizo lugar en el observatorio, como de acero estrujándose. ¡Era ensordecedor! Antes de que llegara a desprenderme de mi sujetador, la chica hundió su cara entre mis pechos.
—¡Ah, mis oídos! ¿¡Andrea, qué es ese ruido!?
—¡A mí no me preguntes! —grité desesperada, abrazándola contra mí.
—¿¡Acaso es Poseidón!? ¡Madre mía, dile que lo has dicho en broma, dile que lo has dicho en broma!
El silenció cesó y poco a poco una tenue luz azulada empezó a llenar el cuarto; pude percibir la silueta oscura de Halley. Cuando levanté la mirada lo entendí todo; el sonido atronador provenía de los mecanismos de la cúpula; ya estaba abierta y aquella sensación de vértigo me volvió a poblar el vientre en el preciso momento que vi todas esas estrellas atravesadas por la Vía Láctea.
—Son… son demasiadas estrellas…
—¿Estrellas? —dijo levantando el rostro del cobijo que le ofrecían mis pechos, mirando al cielo—. ¡Ah, la cúpula! Creo que la portátil la abrió...
—Me da vértigo mirarlas…
El éxtasis se convirtió en mareo; tenía ganas de hundir mis uñas en mi vientre; Halley notó lo ensimismada que estaba viendo aquello, por lo que me acarició la mejilla y tranquilizó el malestar que me pesaba. Era preciosa así, apenas vivible, apenas marcado el contorno de su rostro por la tímida luz azulada.
Y ese calor que notaba en todo mi cuerpo no era ni medio normal; sus manos calientes y suaves empezaron a acariciarme por la cintura, aprovecharon el paso y ayudaron a quitarme el vaquero, luego iban al vientre y allí directamente me hacían ver estrellitas fugaces… ¿o la lluvia de estrellas ya estaba comenzando y yo ni enterada? Como fuera, decidí cerrar los ojos y dejarme llevar por la situación, disfrutar del tacto de esos dedos que me libraban de mis ropas, tratar de hacer mi parte también para tener en plenitud a esa desconocida Andrómeda que me hechizó toda.
No supe qué decirle cuando sintió mis pezones duritos, de punta, Halley jugó con ellos un rato, comentándome acerca su constelación preferida; la del Escorpión. Fue señalándome cada estrella sobre mi cuerpo, tocando, acariciando y besando. Cuando llegamos a Antares, la aguja, tuve un orgasmo avasallante pues aparentemente quedaba sobre mi clítoris.
Aquello solo acrecentaba mi confusión; tenía dudas de si realmente aquello estaba sucediendo en un observatorio, rodeadas de ordenadores, bajo un imponente cielo negro que cabrilleaba ante una lluvia de estrellas: Una chica que había conocido solo hacía minutos ahora estaba tranzando constelaciones sobre mi cuerpo de una manera que me volvía loca.
Mi hermano seguía llamando al teléfono, pero no iba a contestarle. Halley, tras deshacerse de sus ropas, se acercó a mis vaqueros, que ya los había tirado en un rincón. Metió su mano en el bolsillo y se hizo con mi vibrante y parpadeante móvil.
—Deberías atender la llamada… —susurró ella, mostrándomelo.
—¡Tráelo!, es de mi hermano… —me reí, acomodándome sobre la mesa.
Puse el móvil sobre mi sexo; antes de que ella pudiera preguntarme por qué hacía eso, me mordí la lengua y tiré de su mano para que la chica se subiera sobre la mesa, la agarré de su cintura y la restregué contra mí de tal forma que el vibrante teléfono quedó entre ambas. Creo que aquello fue el mayor orgasmo que he tenido en mi vida, enredando mis piernas entre las de ella, siendo masajeada por la llamada de mi hermano conforme la lengua de aquella chica se hacía lugar en mi boca. Me sentía la más sucia del mundo, jadeando, mordiéndole la punta de la lengua, ladeando el rostro para chuparle el cuello y probando el sudor de allí; por Dios, ¡estaba convertida en una chica ligera y me encantaba!
Mis dudas sobre la supuesta inexperiencia de Halley se desvanecieron cuando ella notó la humedad que emanaba de mí. Yo aún estaba sufriendo de los espasmos de mi corrida cuando la chica separó mis piernas, dejando caer el móvil al suelo, y me acarició los labios conforme besaba mi vientre, bajando poco a poco, a besos y mordiscos, desde mi ombligo hasta mi punto.
Los dedos entraban y salían, los metía y sacaba cada vez más rápidamente, con la inclinación justa para percutir en mi puntito; estaba tan excitada que me iba a correr de nuevo, ¡madre de Dios! Y sus deditos jugando, su boca chupando, mis jadeos y los suyos, y sus malditas constelaciones (ahora me hablaba de la constelación del Águila y ya imaginarán dónde quedaba la estrella central, Altaír). Todo confabuló para que me corriera toda en su boca, arañando la mesa y mordiéndome los dientes.
Lluvia de estrellas por todos lados.
—Bu-bueno —respondió nerviosamente, con sus finos labios brillando de mis jugos—, por lo que veo no es tu primera vez con una chica. Pero ya ves, s-sé muchas cosas también…
—En realidad es la primera vez que lo hago con una chica —susurré, con mi cuerpo todavía temblando sobre la mesa—, pero es como si…
—Ah… es como si supieras perfectamente qué hacer, ¿no es así?
—Dios, ¿fui una lesbiana en otra vida?
—¡Ja! No sé… Oye, Andrea —susurró, jugando con mis vellos, besando mi vientre—. Creo que nos vamos a perder la lluvia de estrellas… ya estará por llegar el pico.
—¡Uf! Pues ya vi muchas estrellitas por hoy…
Pero me tomó de las manos y me ayudó a reponerme entre risas. Luego de vestirnos, me senté sobre uno de los sillones y Halley hizo lo propio sobre mi regazo. Ambas nos dedicamos a mirar fijamente esa pequeña franja del cielo siendo atravesada constantemente por finos, largos y amarillentos trazos; iban y venían sin cesar. Extrañamente, ya no sentía absolutamente ese vértigo al mirar la imponente Vía Láctea.
Recuerdos del paso del Halley frente a nuestros ojos.
—¿Andrea? —Halley ladeó el rostro para darme mordiscos en el cuello—. ¿Ya recuerdas quiénes éramos?
—No… ¿y tú?
—Tampoco —suspiró, golpeando mi lóbulo con su nariz—. Parece que tendremos que esperar a que el propio cometa Halley nos lo cuente. Digo, tal vez él sí sepa y nos lo diga en el 2061…
—¿2061? ¡Uf! … Supongo que sí. Iremos a la playa para verlo juntas, ¿te parece? Va a ser sorprendente, seguro. Se nos caerán nuestros dientes postizos y todo...
—¡Ja! No puedo esperar. Por cierto, Andrea… mi-mi-mi hermano también vino en coche y trajo a sus amigos, por lo que dudo que haya espacio para una persona más —dijo apretándome fuerte la mano—, pe-pero con gusto te dejo sentarte sobre mi regazo, me gustaría mostrarte mi tesis y un par de cosas más…
Hasta día de hoy seguimos juntas. Y seguimos sin recordar, vaya, pero eso ha quedado en una mera anécdota de la cual nos reímos a veces; porque sí, hay ocasiones en las que parece que está por venir ese chispazo adentro que nos diga, yo qué sé, que antes yo fui un guerrero montado sobre un caballo alado, y ella una mujer más hermosa que las ninfas de Poseidón, encadenada en una roca a orillas del mar. ¿Es posible, no? Tan posible como que ambas fuéramos solo peces, lo sé, pero con ella he aprendido a verle el lado romántico de las cosas, ¿saben?
Tal vez cuando el Halley vuelva a casa, nos cuente qué fuimos en esa otra vida que desconocemos, tal vez tenga guardado nuestros secretos en su larga cola que atraviesa el espacio. Incluso tal vez alguna diosa se interese en nuestro pequeño romance, ¿y por qué no?, nos dedique un par de estrellas para inmortalizar este “algo especial” que siento cada vez que estamos juntas.
A veces, cuando veo la Vía Láctea que irrumpe el cielo nocturno, sonrío y dibujo con los dedos a dos mujeres contemplando un cometa desde una playa.
Querido lector, acabas de leer el décimo tercer relato del XXIV Ejercicio de autores, nos gustaría que te tomaras un tiempo para valorarlo y comentar qué te ha parecido y, si quieres, adivinar el nombre de su autor.