Hacer de padre es menos duro en buena compañía
Los hobbies del niño pueden ser un tostón para los padres. O no.
Muy a mi pesar, mi hijo de 8 años quiso jugar a futbol, como todo quisqui en este país, así que tuve que apuntarle al club de la ciudad. Martes entreno, jueves entreno, sábados por la mañana partido. Tardes enteras perdidas en una grada a la intemperie o en bar cutre de la esquina y madrugones en fin de semana: la dicha del niño, el purgatorio para mi. Todo habría sido más llevadero si hubiéramos podido compartir tantos ratos muertos la familia entera, pero ¡no!, no quiso Dios ponerlo tan sencillo, y mientras al hijo mayor le dio por el futbol al pequeño le dio por el baloncesto, y en consecuencia, la madre iba por un lado y yo, desdichado padre, por el otro.
En las gradas de todos los clubes deportivos de este tipo se deben formar el mismo tipo de grupillos de padres de niños-jugador. En el nuestro no fue una excepción. Supongo que también es norma habitual que estos grupos los compongan mayoritariamente amorosas madres, con el aliño de algún padre futbolero y gritón, en su salsa entre tanta mujer y tanto balón, y algún que otro infeliz fuera de lugar. Yo era este último. Me esforcé, sinceramente lo digo, por integrarme y hacer amistad con tales personas, pero las conversaciones banales sobre los programas televisivos y las bromas chabacanas de los machos cabríos del rebaño me descolocaban en tal grado que a menudo me resultaba imposible participar. Sin embargo, perseveré, y si bien no hice amistades para mi, conseguí trabar lazos cordiales con un grupo de tres madres y un padre, todos compañeros de equipo de mi benjamín.
Pasaron los meses con sus muchas tardes de grada y bar, las conversaciones se sucedieron, y una suerte de complicidad se creó entre nosotros. El rato de entreno, momento estelar de la semana para los críos, se convirtió en una estación de servicio para los padres: un espacio apartado de la vida cotidiana, sin responsabilidades ni obligaciones, pues nuestra única misión era esperar la salida de nuestros cachorritos. Y así transcurrieron los meses y los años. Cada verano había alguna pequeña novedad en la composición del equipo y la grada reflejaba cual espejo tales cambios. Tres años después, mi rebelde hijo seguía emperrado en perseguir la pelota con los pies, y su padre, modélico siempre, seguía al pie del cañon, entrenamiento tras entrenamiento, sin perderse ni uno.
Cierto jueves de mayo llovió durante toda la mañana, pero por la tarde escampó. Para regocijo de mi retoño, el entreno no se canceló. SIn embargo, no todos los padres y madres son tan dedicados como yo, y ese día muchos faltaron a la cita. Puntual como siempre, dejé a mi pequeño en la puerta de vestuarios y me dirigí al punto de encuentro habitual con mis colegas de grada. Este día solo estábamos Eli y yo, y los asientos estaban empapados. La alternativa era el bar, que a mi me desagradaba especialmente por el olor a tabaco de la terraza y el ruido de las máquinas tragaperras en el interior, pero en días fríos o lluviosos siempre acabábamos ahí. Ya me veía una hora sentado sobre un periódico húmedo en un vano e inútil esfuerzo de proteger del agua mis posaderas, cuando Eli, que compartía mi apreciación del bar, propuso que fuésemos a su casa, que al fin y al cabo estaba a 5 minutos en coche. Sobra decir que acepté encantado. Total, entre el cuarto de hora de cambiarse, la hora y media de entreno y el cuarto de hora posterior para ducharse, teníamos dos horas por delante.
Fuimos en el coche de Eli a su casa. La verdad es que era la primera vez que estábamos solos, pero soy un hombre, y tanto a ella como a las demás mamás ya les había pegado un buen repaso visual. Nerea era bajita y pequeñita,esbelta y delicada, de carácter alocado y provocador. Lola, una morena escultural: tez tostada, melena negra como el azabache, de curbas tan contundentes como su carácter y salvaje. Y Eli, ni alta ni baja, rubia de melena corta y moderna, más joven que todos los demás, de caderas generosas, vientre plano y pechos medianos ocultos tras un estilo de vestuario más sobrio y menos escandaloso que el de las otras. Ni yo comprendo bien como coño encajaba yo en ese grupito de mujeres ni por qué razón me gustaban las tardes de fútbol (¡quién me lo hubiera dicho!), más allá de la superficial pero evidente razón que las tres eran de muy buen ver. Aún comprendo menos porqué ellas preferían estar mi comañía a la de otros ejemplares de macho más aduladores. Nunca tuve yo ningún deseo de meterme en problemas conyugales, pero la vida siempre es más agradable con bellas mujeres alrededor, así que acepté las circunstancias con agrado.
El caso es que llegamos a casa de Eli, dejamos el coche en el parking y mientras la seguía hacia el ascensor me fijé en el buen culo que le marcaban los tejanos. Sus anchas caderas y su delgada cintura lucían estupendamente y posaron una semilla de lujuria en mi mente. Subimos a su piso y preparamos un té con galletas, antídoto contra el frío y la humedad, y nos sentamos en el sofá. Maniobrando en la cocina, no obstante, me fijé cada vez más en su cuerpo. No tenía ninguna intención oculta, pero reconozco que me gustó deleitarme con la figura de esa joven madre. Digo joven porque yo debía tener unos 47 años y ella 10 menos, quizás 37. Ese día, Eli llevaba un look juvenilmente elegante: unos ajustados tejanos claros, un cinturón rockero, una ceñida camiseta azul oscuro de finos tirantes y una blusa blanca medio abotonada.
Sentados en el sofá entablamos una conversación casual muy agradable. En cierto momento ella mencionó un dolor de cervical que le impedía dormir, y aunqué pensé que yo le daría gustosamente un buen masaje, no lo propuse, pues no quería dar lugar a malentendidos. Sin embargo, con el paso de los minutos sacó a colación su dolor cervical en diversas ocasiones. De hecho me pareció percibir que era su manera de pedírmelo de manera sutil, así que finalmente le ofrecí, de modo franco y claro, que si le apetecía podía intentar aliviarle su dolor. Dejé claro que no es que fuera ningún experto, pero que a mi mujer siempre le habían encantado mis masajes. Ella aceptó encantada, y a eso nos dispusimos.
Eli se sentó en el sofá a mi lado con el torso girado hacia un lado de modo que me daba la espalda. De este modo yo quedaba justo detrás suyo y me apresté a masajearle los hombros con sincero ánimo de ayudar, sin dejar, esó sí, debo reconocerlo, de aprovechar mi situación justo a su espalda para admirar sin disimulo su escote por encima de la apertura de la blusa y la camiseta. Yo le pedía que irguiera bien la espalda, y cuanto más la erguía, mejor vista me proporcionaba. Mis manos vagaban por sus hombros buscando los puntos de presión necesarios, subían por las cervicales y bajaban a media espalda, explorando, buscando el punto adecuado. Las capas de ropa eran un impedimento para palpar bien, y además la camisa me impedía ver observar con nitidez, desde mi atalaya a la izquierda de su nuca, la redondez que sus pechos marcaba sobre la ceñida camiseta, así que le sugerí a Eli, con doble motivación, que si no le importaba sacarse la blusa podría darle un mejor masaje. Para alegría de mis ojos, ella aceptó sin mostrar recato alguno, y mientras se desabrochaba los botones yo pensaba que ¡qué carajo!, ya puestos a darle un servicio, por lo menos gozar de un banquete de vistas.
Eli se quitó la camisa y se reacomodó, pegándose más a mi, y yo me dispuse, ahora si, a proporcionarle un masaje como Dios manda. La verdad es que se me da bastante bien, y se notaba que ella lo disfrutaba. Sé ser ligero, y suave en el tacto, firme en la presión, y se me da bien descubrir los nudos de tensión acumulada. Mis manos iban y venían desde su nuca hasta sus caderas, ignorando el hecho que su petición inicial se debía a un dolor «cervical», y tanto su actitud de abandono como los ojos entrecerrados y los suaves ruiditos de placer que se le escapaban denotaban que estaba disfrutando de mi trabajo.
Tanta era su relajación que cada vez le costaba más mantener una posición erguida. Una de las muchas que empezaba a ceder, yo mismo coloqué una mano en su hombro y otra en la parte delantera de su cadera para enderezarla yo mismo. No fue buena idea. Aunque fuera un mero segundo, poner la mano en su vientre me excitó. Y me pareció percibir que a ella también.
Para mejorar la suavidad del masaje y porque empezaba a estar cachondo, aparté las finas tiras de su camiseta bajándolas por sus hombros. Ella se bajó también las del sujetador. Me centré en sus bonitas espaldas encorbándome un poco más sobre ella, esforzándome en vano por captar imagen mejor de sus pechos desde detrás suyo, y entonces noté como ella relajó todo su peso sobre mi torso, cosa que sin duda debía ser más cómoda para ella però resultaba incómoda para el masajista, así que viéndome en dificultades, le pregunté si no preferiría tumbarse, a lo que accedió encantada.
Para mi desgracia, eso significo el fin de mi espectáculo visual, però al mismo tiempo pe permitió rebajar la temperatura de mi mente calenturienta. Seguí amasando con buen hacer sus músculos, de nuevo por toda su espalda. Ahora pude tener mejor acceso a sus lumbares y me entretuve un buen rato en esa zona, provocativamente cercana a otras más privadas, primero tentativamente, luego con plena atención ante su silenciosa aceptación. Mis maniobras provocaron que se le subiera ligeramente la camiseta, dejando al descubierto la piel de su cadera. Mis ojos la miraban obsesivamente, deseando tocar allí a sabiendas que difícilmente se podría explicar. La manera de resolver mi dilema fue desviar la atención de mis manos de nuevo hacia arriba, en un amplio y fuerte gesto que abarcó toda su espalda y que la hizo suspirar agradecida. Repetí la maniobra tres o cuatro veces, obteniendo siempre el premio de sus suspiros y de sus palabras, pues me dijo que estaba en la gloria.
Tanto le gustaba, que ella misma se bajó completamente los tirantes de su camiseta. Lentamente, dada su posición sobre el sofá, encogió un brazo, lo sacó por el agujero del tirante, lo estiró perezosa y lo volvió a colocar al lado del cuerpo. Repitió la operación con el otro, y una vez tuvo ambos libres, se ayudó de ellos para bajarse la camiseta un palmo y dejar al descubierto toda la parte superior de la espalda. También apareció ante mi vista la parte posterior de su sujetador, muy sensual, por cierto. Y también apareció, aunque aún oculta al mundo, una imponente erección en mi entrepierna.
Agradecí las facilidades prestadas dedicándome de nuevo a sus desnudos hombros. Aumenté la presión y la longitud de los movimientos y ella aprobó las novedades claramente. Para poder seguir en esa tónica, canvié mi posición, recostando una rodilla a cada lado de su cuerpo justo por debajo de su trasero, y aunque estábamos lejos del contacto, cruzó por mi mente que tal posición no podía colarse de ninguna manera como un masaje de amigos. Sinceramente, me dio igual. No tenía intención de follarme a Eli pero tampoco de renunciar a gozar de las vistas ni a pegarme un buen pajote en su honor.
Ahora, en realidad los hombros de Eli me quedaban demasiado lejos, así que mis manos volvieron a centrarse en sus lumbares, esta vez directamente sobre su piel, tanto en el lado descubierto como en el otro, y hacerlo me puso cachondo perdido. Si todo lo acontecido tenía una carga erótica innegable, poner la mano por debajo de su camiseta de manera expresa fue súmamente excitante.
Mis gestos, no obstante, siguieron siendo puramente técnicos. Eli, imitando su intención anterior, se levantó un palmo la camiseta para facilitarme acceso directo a su piel. Su camiseta ya no era mucho más que una tira alrededor de sus pechos, pero dejaban expuesta casi toda su espalda. No pude sino observar lo absurdamente erótico de su posición. Tumbada sobre el sofá, camiseta arremangada, cabeza ladeada, ojos cerrados, expresión de concentración. Parecía ofrecérseme entera. Incluso me pareció percibir un ligero contoneo de cadera. ¿Se estaba frotando contra el sofá? ¿Levantaba la pelvis hacia mi para aumentar el contacto?
Mi atención dejó de estar sobre el movimiento de mis manos para fijarse en su cuerpo: en el modo en que sus pechos presionados contra el sofá asomaban por sus costados, en descifrar si cada suspiro que daba denotaba más placer que el anterior. Y mis manos, que perdían fuelle, transformaron lo que era un masaje en apenas una suave caricia disfrazada de lo anterior. Mis dedos buscaron colonizar nuevas áreas de contacto: llegaron hasta su pantalón, permitieron que algún dedo explorador palpara el borde de sus bragas y se aventuraron a bajar por los escarpadísimos pendientes del costado de sus caderas. Me atreví a presionar por la parte inferior de las mismas, por delante, palpando el hueso prominente a ambos lados, prodigando mis manos hacia su bajo vientre por unos breves segundos antes de volver a la zona segura de su hueso sacro. Ella suspiraba encantada, y ante el éxito repetí la secuencia.
Finalmente Eli se removió. Me aparté ligeramente, a la expectativa, y ella sencillamente se dio la vuelta, quedando aún tumbada en el sofá, entre mis piernas, mirándome, con la camiseta enrollada alrededor de sus pechos. Por primera vez nuestras miradas se cruzaban, per nadie dijo nada.
Como si nada hubiera ocurrido, volví a acomodarme sobre sus piernas y a posar mis manos exactamente donde estaban, presionando por encima y por debajo del hueso de sus caderas, acariciando en círculo, cuando ella posó sus manos sobre las mías y las guió exasperantemente lenta hacia arriba hasta posarlas sobre sus pechos. Y yo se los sobé. Los acaricié circularmente, los amasé, los estrujé. Ella acompañó en todo momento mis movimientos sin dejar de mirarme, dejando escapar imperceptibles muestras de placer con la boca entre abierta.
Seguí y seguí, acariciando su lisa panzita y sus voluminosos promontorios, congelado en el tiempo y en el éxtasis que me despertaban tales maravillas, cuando ella me interrogó si me sentía quizás un poco estresado. Respondí lacónicamente que sí. Ella inquirió si quizás podría ser ella quien me aliviara, ahora. Asentí. Y entonces ella se incorporó, se sentó sobre mis piernas, enlazó sus brazos alrededor de mi cuello y me besó con lujuria.
Deslizó su lengua dentro de mi, y yo correspondí atrayendo su cuerpo hacia mi e insertando mis manos por dentro de su pantalón. Ella me sacó mi polo por encima de la cabeza, y yo hice lo propio con su enrollada camiseta azul. Hizo un moín de satisfacción al ver y poder recorrer mis pectorales. Yo perdí lo que me quedara de civilidad humana y desnudé sus tetas propinando un tirón animal a su sujetador. Una vez quedaron libres me lancé hacia ellos y los devoré con una furia incontrolable.
No supe ni como, mientras yo me aferraba a sus apabullantes lolas ella consiguió bajarme pantalón y calconcillo hasta los tobillos y me regaló un firme apretón de polla con la mano, tan firme que por un momento perdí la fuerza. Ella aprovechó para tumbarme sobre el sofá, levantarse y hacer un sensual striptease para quitarse los pantalones. Yo, totalmente erotizado, me liberé de los mios y le di caña a mi manubrio. A continuación se puso a jugar con sus bragas a escasos centímetros de mi, però yo ya no estaba para juegos, la empotré contra el reposabrazos del sofá, me instalé detrás suyo entre sus piernas, aparté sin miramientos sus bragas empapadas y me lancé a comerle el coño como un sediento que descubre un oasis en pleno desierto.
Chupé compulsivamente con mis manos firmemente agarradas de sus caderas, apreté y apreté su coó contra mi cara. Cada gemido de Eli me daba aún mayor vigor. Sus jugos sabían muy ácidos y manaban generosamente.
Al cabo de un par de minutos ella me gritó -no me lo pidió, no, me lo gritó- que por favor se la metiera ya.
Yo me separé, le quité las bragas a lo bruto, la volví a colocar en la misma posición, fregué mi glande contra su chocho, me puse sus bragas bajo la nariz, absorbí su deliciosa aroma de zorra, y la ensarté de una sola estocada. Me la follé a lo bestia, sin delicadeza, sin pensar. Ella me recibía igual, gimiendo descontrolada. En una de mis embestidas caí encima suyo, ella cayó sobre el sofá, y sin dejar de penetrarla cambiamos de posición, poniéndonos de lado. Agarré con una mano su teta izquierda y con la otra su glúteo derecho y le seguí dando tan duro como podía. Más, más, más, tanto que perdemos el compás. Ella se mueve frenéticamente, más rápido de lo que puedo sacar mi mástil para volvérselo a ensartar, así que la agarro con fuerza, la obligo a parar. La obligo a girar la cabeza y a besarme, volvemos a comernos los morros como adolescentes. Recuperamos el resuello y la guío sobre mi, porque quiero que me cabalgue. Lo entiende a la primera y lo hace; ella misma se inserta de nuevo mi tronco, sin ninguna delicadeza, ruda y con ganas de correrse, y empieza a moverse arriba y abajo. Desde abajo veo como sus peras rebotan y no puedo controlarme, la agarro del culo con fuerza con una mano y con la otra sobre su espalda la fuerzo a doblarse sobre mi. Quiero sentir sus ubres sobre mi torso, quiero sentir como no caben entre nosotros, quiero que cada vez que mi polla toque el final de su inundado chocho sus pezones se me claven. Y se lo digo así. Le digo que cabalgue más fuerte, más rápido, y ella me contesta que sí, que me va a exprimir, que me va a hacer correr. Y así es, me monta cual amazona hacia el horizonte del orgasmo, ya me viene, estoy a punto de explotar y se lo digo, y me dice que no me salga. Me presiona fuerte con sus caderas para que no me salga, però yo quiero correrme en sus tetas y quiero salir. Forcejeamos, però me salgo con la mía, la tumbo cara arriba en el sofá, le propino tres o cuatro lamidas a su clítoris rojíssimo, ella grita que le viene también, vuelvo a ensartar mi falo hasta dentro y la follo histéricamente, y cuando ella llega al clímax, cuando las paredes de Eli se contraen en un estertor final, saco mi polla de su coño, apunto a sus tetas, ella se incorpora y se la mete en la boca, empieza una mamada desenfrenada y en cuestión de segundos me corro yo. No consigo sacarla a tiempo, mi primer chorro va directo a sus labios, però el resto de mi corrida la dirijo a sus tetas.
Me tumbo a su lado. Nos besamos. Acaricio sus lolas y su bello púbico y ella masajea mi polla mientras ambos recobramos la respiración.
Miro el reloj, tenemos el tiempo justo para ducharnos e ir a recoger a los niños. Volvemos en su coche, y antes de bajar aparcamos en una esquina solitaria y nos volvemos a meter mano. Me despido de Eli pensando en como he caído en sus redes y lo encantado que estoy de haberlo hecho.
Me llama por teléfono un amigo que suele llamarme a esas horas y me pregunta si estoy como siempre en el campo de futbol. Le respondo afirmativamente, y como siempre me pregunta como coño aguanto tantas tardes rodeado de mujeres. Le respondo: No, tío, al revés. Hacer de padre es duro, pero lo es menos en buena compañía.