Habitantes del desarraigo (4)

Paul y Jalil prosiguen su apasionado romance, pero ahora tendrán que vérselas con el odio visceral de Lucien, que se ha convertido en un fanático racista, con trastornos psicosexuales añadidos.

LUCIEN

Durante el verano de 1959, Jalil y yo vivimos un sueño de amor compartido que llenaba de dicha nuestros corazones y nos embargaba de felicidad. Sin embargo, en el mes de agosto, mi familia se trasladó a pasar las vacaciones al chalet de la playa, y mi amado y yo, privados de nuestro nido de amor y refugio ocasional contra la maledicencia ajena nos vimos obligados a ingeniar nuevas maneras de estar juntos sin llamar demasiado la atención, y dar rienda suelta a nuestra pasión en los sitios más insospechados; todo valía para ello, desde el asiento trasero de mi Citröen, hasta su propia furgoneta de reparto a domicilio, y, en el mejor de los casos, los duros asientos de un cine de barrio. Creo que vimos todo el repertorio de películas veraniegas de los años 59, 60 y 61, incluyendo clásicos como "La chica con la maleta", que convirtió en estrella a la bellísima "pied-noir" tunecina de origen italiano Claudia Cardinale, "Rocco y sus hermanos", "Imitación a la vida" o la premonitoria, en nuestro caso "Con la muerte en los talones". Eso sí, no me pregunten en ningún caso por el argumento de las películas, porque casi siempre me pilló en las últimas filas y fuera de juego, dando o recibiendo placer oral, y, en alguna ocasión irrepetible, incluso anal, durante el transcurso de una típica peliculita de Brigitte Bardot, que bien pudo ser "Voulez-vous danser avec moi?".

Pero como el demonio no se toma vacaciones nunca, en aquellos días de estío apareció de nuevo en mi vida mi antiguo mejor amigo, antes de conocer a Jalil, por supuesto. Lucien regresaba de su segundo año como estudiante universitario en Argel, y seguía sin entender que coño hacía yo un chico con tan brillante expediente académico como yo atendiendo una panadería en un lugar remoto de provincias, por más que Orán fuese una ciudad de considerables dimensiones para la época. Yo no podía contradecirle con argumentos sólidos, porque sabía que en el fondo llevaba razón, pero por un lado no quería dejar sola a mi madre y mi padrastro en aquellos momentos de tensión extrema, pues les creía capaces de cualquier locura en caso de provocación, y además, había una razón más personal para no abandonar Orán en esos momentos, y era mi apasionado amor por un joven árabe de nombre Jalil. La segunda razón se sobreponía a la primera por goleada, y las dos juntas conformaban la excusa perfecta para pasar mi vida entre los hornos y la barra de la panadería, los partidos ocasionales de fútbol con Pascal y Bertrand y mis locas escapadas con Jalil campo a través.

Al principio Lucien no pareció percatarse de mi cambio de intereses, aunque yo sí percibí rápidamente que él había endurecido sus posiciones políticas en estos meses que habíamos pasado forzosamente separados. Podría decirse que se había encallecido, al contacto con la curtida plana mayor de los sindicatos universitarios de extrema derecha. Mis posiciones políticas liberales, que nunca le habían gustado, ahora le parecían "derrotistas", y "apaciguadoras", entendiendo este último concepto de forma reductora y peyorativa. También se quejaba de que yo no le dedicaba todo el tiempo libre del que disponía, como antaño, y cuando yo le respondía que se echase entonces una novia, él me interrogaba a mí para saber si era yo el que se había echado una querida secreta, puesto que oficialmente seguía soltero y sin compromiso. Ocultar mi relación a dos cotillas profesionales como mi madre y mi hermana no era fácil, pero intentar hacer lo mismo con un sabueso de caza como Lucien era sencillamente imposible. Con toda seguridad, debió seguirme hasta el huerto abandonado en el camino que sube hasta el Monte-Christo, el lugar prefijado para mis encuentros sexuales veraniegos con mi amado Jalil. Seguramente nos observó escondido tras algún arbusto, porque de lo contrario no me explico cómo es posible que un buen día, al anochecer, en aquel mismo escenario, mientras esperaba fumando la llegada de Jalil, que solía retrasarse a veces si tenía que repartir pedidos lejos de su zona, apareciera ante mí la figura inconfundible de Lucien, bajándose de su vieja moto, y aparcándola a escasos metros de distancia de mí. Yo me puse tan nervioso, por si aparecía de repente Jalil con su familiar furgoneta de reparto, que apagué el cigarrillo contra una roca del rústico cercado de la finca, y me puse a pasear en círculo haciéndome el despistado. Lucien se dirigió directamente a mí, con un tono autoritario en la voz.

¿Qué, tomando el fresco, Pablito? – me eché a temblar, porque casi siempre que me llamaba por mi diminutivo español, es que estaba de muy mal humor o próximo a estarlo.

¿Qué…que haces aquí, Lucien? Quiero decir…¿Cómo sabías que yo andaría por aquí?.

Lucien me dirigió una mirada torva, propia del asesino en que se había convertido en los últimos tiempos. Llegué a temer por mi vida, porque estaba seguro de que había averiguado mi historia con un chico árabe, uno de los mayores tabúes de la época, y de aquel endiablado conflicto en particular.

Tengo mis fuentes de información, ya sabes. En Argel me llaman "Radio Soplón", porque conozco TODO DE TODO EL MUNDO . En los tiempos que corren un buen servicio de información es imprescindible para vencer en esta amarga guerra contra los árabes separatistas. ¿No crees, Paul?

Supongo que llevas razón – le sostuve la mirada firmemente, aunque por dentro estaba temblando. No podía creer que mi mejor amigo me estuviera sometiendo a este grotesco interrogatorio. Pero intuía que lo mejor estaba por llegar.

Entonces tal vez podrás decirme que haces un martes por la noche en este oscuro rincón de la montaña. ¿Estás citado con alguna dama, quizás? – el tono sarcástico de su voz, que solía utilizar para ridiculizar a los nefastos políticos de la extinta IV República, ya me dejó bien claro que no creía en absoluto que esa fuera la razón de mi estancia en tan escarpada zona.

Eso no es asunto tuyo, Lucien. Pero puesto que estás tan informado de todo, tal vez puedas decirme TU que es lo que hago aquí a estas horas un martes por la noche.

Lucien sonrió desganado y avanzó hasta situar su chulesco rostro a escasos milímetros del mío. Se le veía embravecido como un toro en su dehesa, el odio restallando en sus ojos implacables.

No te conviene levantar la voz, Pablito. Si decidiera tumbarte, no me durabas ni medio asalto. Tus nuevas amistades te han ablandado, aparte de ser muy poco recomendables en este momento de tu vida – insinuó en tono veladamente amenazador.

Eso no es asunto tuyo, Luc. Yo elijo a mis amistades.

Quizá me he expresado mal…– y diciendo esto, se situó a mi espalda, y me torció el brazo izquierdo hasta conseguir que cayera de rodillas a sus pies – Lo que quería decir es que eliges mal a tus amantes, y en concreto a ese chulo árabe que te folla por las noches cuando crees que nadie te ve. ¿Qué pasa, Paul? ¿Te gustó lo que te hicieron esos cerdos de la Casbah? ¿Disfrutaste cuando te pegaban y te metían el rabo esos cinco sementales?

¡Suéltame, imbécil! – intenté mantener un tono firme de voz, pero el dolor era extraordinario.

Un coche se acercaba a lo lejos. Deseé con todas mis fuerzas que no se tratara de la furgoneta de Jalil, pues creía a Lucien capaz de descerrajarle dos tiros nada más apearse del vehículo. Mi examigo era capaz de eso y mucho más. Lucien me obligó a ponerme en pie, y detrás de mí, haciendo como que me pasaba la mano por el hombro, disimuló como pudo hasta que el coche, en el que viajaba una pareja de franco-argelinos de mediana edad, se alejó en la noche. Convencido de que aquel lugar tan expuesto era peligroso para sus fines, me agarró del cuello y me obligó a saltar el cercado de piedras, de apenas un metro de altura, y a adentrarme en un sombrío olivar a espaldas de la carretera. Una vez dentro, me pegó el primer guantazo en la mejilla, insistiendo en que eso me ponía cachondo, lo que por desgracia había sido cierto alguna vez. Acto seguido se quitó el cinturón, que decidió utilizar a modo de látigo contra mi espalda, produciéndome un daño infernal, y las heridas podrían haber sido aún más graves, de no haberse cansado pronto de repartir estopa a un ser indefenso tirado en el suelo como era yo en aquel momento. Se lo pensó mejor, lanzó el cinturón al pie del árbol, se desabrochó el botón de la cintura del pantalón y se bajó la cremallera, mostrando su enorme polla sonrosada, tan distinta del miembro de color oscuro y circuncidado de Jalil. Allí mismo, en el mismo lugar y bajo el mismo olivo donde mi hermoso habib y yo habíamos hecho el amor tantas veces en las últimas semanas, me obligó a chupársela, agarrando con fuerza mi cabeza entre sus toscas manos, gritándome todo tipo de insultos y haciendo que me sintiera como una auténtica piltrafa. Mis ruegos pidiendo que me soltara no surtieron el menor efecto, sino que parecían excitarlo aún más si cabe.

¿Qué pasa, zorrita, no prefieres un macho francés como yo, en lugar de la basura árabe que te rompe el culo con tu consentimiento?.

La forzada mamada no debió ser de su agrado porque me pegó tal somanta de hostias que creí que me mataría en ese mismo momento. Estaba completamente desatado y fuera de sí. Para colmo, yo tenía unas décimas de fiebre aquel día, y había dudado hasta última hora si acudir a la cita o meterme en la cama directamente, pero me dio tanta pena por el desplazamiento en balde de Jalil, a quien no podría localizar a esas horas por teléfono, que decidí acudir a pesar de todo. Pésima decisión que lamentaría el resto de mi vida. En un momento dado, me volteó en el suelo, me bajó los pantalones sin ningún miramiento, y apretó mis lustrosas nalgas, en un gesto de lujuria que le delató ante mis ojos como el homosexual reprimido que era en realidad. Incapaz de contener su libido por más tiempo, me obligó a ponerme a cuatro patas y me ensalivó el esfínter a base de bastos salivazos en el ano. Tras humedecer la zona rectal, introdujo un par de dedos antes de penetrarme violentamente, logrando de mí el mayor grito de dolor de toda la noche. El me tiró del pelo para atrás para evitar que siguiera chillando, mientras me montaba a pelo, haciendo chocar con estrépito sus huevos contra los glúteos. Le gustaba humillarme verbalmente y hacerme ver que a sus ojos era más infame que la peor ramera que hubiera conocido en Argel.

Tras pasarse unos minutos bombeando en mi culo de espaldas, me colocó de frente a él y siguió su lúdica hazaña, pero ahora aprovechaba la cercanía de ambos rostros para escupirme en la cara. Todo en su persona y en su salvaje comportamiento era la personificación del odio más visceral que pueda sentir un ser humano hacia su semejante. Para finalizar su glorioso acto se corrió en mi cara, embadurnándola de lefa. Sin darle importancia, se encendió un cigarro, exhaló un par de caladas, y, una vez que su rabo adquirió un tamaño más manejable, me advirtió para que no me moviera del sitio, porque ahora iba a limpiarme la lefada de la cara. Y eso es lo que hizo, a su juicio, cuando un chorro de líquido amarillento me regó la cara y el cuello mientras me meaba encima entre grandes risotadas. Después, sin mediar palabra, se subió los pantalones, y me dirigió una mirada siniestra que me hizo temer lo peor, ahora que estaba a su merced. Sin embargo, lo único que hizo fue apagarme su cigarrillo recién encendido en un brazo, produciéndome una quemadura importante, pero sin pasar a mayores.

Esto es sólo un aviso. Dios quiera que no me cruce nunca a ese hijo de puta o tendrás que ir a llorarle al cementerio musulmán con flores en la mano. En cuanto a ti ni se te ocurra denunciarme…o tu hermanita podría tener una visita muy desagradable. Aparte de que a tu mamá no le gustaría saber las cosas tan feas que hace su hijito del alma por las noches – me advirtió mientras sacaba un chicle del bolsillo y se lo introducía en la boca, para quitarse el sabor de boca de "haberse follado a una puta traidora derrotista", en sus propias palabras.

Cuando vi que al fin se alejaba sin despedirse y saltaba el cercado, y, sobre todo, cuando escuché el motor de su motocicleta rompiendo el silencio de la noche, pude incorporarme y apoyar mi dolorido cuerpo contra el árbol. La espalda me escocía, y el contacto con el duro tronco del olivo no ayudaba precisamente a aliviar el dolor, por lo que opté por tumbarme boca abajo en el terroso suelo, esperando que Jalil consiguiera localizarme tarde o temprano. Diez minutos después sentí el ruido de su camioneta aparcando frente al lugar convenido; a mí no me quedaban fuerzas ni para gritar su nombre, y tuvo que ser él, quien, extrañado al ver aparcado mi "dos caballos" en el arcén y no dar yo señales de vida por ninguna parte, decidió buscarme en el interior del viejo olivar. Cuando al fin me divisó, yo estaba casi inconsciente, y la fiebre me había subido de forma extraordinaria, a consecuencia de la brutal paliza y la posterior violación a manos de mi supuesto "mejor amigo".

¡Paul! ¡Por los 99 nombres del Todopoderoso! ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién te ha hecho esto?.

Jalil intentó cogerme en brazos, pero al poner sus manos involuntariamente en mi espalda, el grito de dolor que lancé tuvo que ser espasmódico. A partir de ese momento, perdí el conocimiento, y cuando lo recuperé estaba tumbado en la cama de mi habitación; por suerte la casa estaba vacía, puesto que mis padres y hermana continuaban de vacaciones en la costa. Contra el más mínimo sentido común, Jalil vino a visitarme cada día, me trajo antibióticos, me aplicó emplastes de hierbas que seguían viejas recetas tradicionales de la Kabylia, y no respiró tranquilo hasta que la fiebre remitió al tercer día; yo estoy seguro que él se hubiera quedado de guardia las 24 horas del día, de no haber tenido que atender el comercio de sus padres. No obstante, se pasaba cada noche para comprobar mi estado, para lo cual yo le había facilitado previamente una copia de las llaves de casa. Mi confianza en él era absoluta, y el amor incondicional que le profesaba tuvo motivos sobrados de reafirmarse durante aquellos días de dolor emocional y físico en mi alcoba. Por supuesto nunca le confesé a Jalil el verdadero autor de los hechos, pero no hizo falta, porque tiempo después él mismo tendría ocasión de conocer de primera mano como se las gastaba el futuro terrorista Lucien Messeguer.

Tampoco Jalil se libraba de las presiones familiares para que encontrara una esposa y se casara cuanto antes, pero él prefería echar balones fuera y prometer que lo haría cuando terminara la guerra, y la normalidad se instalara de nuevo en nuestras castigadas vidas. En realidad, nadie sabía por entonces cuando finalizaría el conflicto ni de que manera, por lo que Jalil simplemente estaba ganando tiempo para no tener que enfrentarse a sus padres y reconocer ante ellos que probablemente no daría ese paso en su vida, al menos voluntariamente. Yo, en cambio, sabía que era cuestión de tiempo, cinco años, diez a lo sumo, hasta que Jalil, que procedía de una sociedad mucho más tradicional, si cabe, que la mía, diera su brazo a torcer y tomara esposa, algo no obligatorio, pues siempre ha habido musulmanes solteros, pero siempre han sido la excepción que confirma la regla. Y yo no imaginaba a un chico tan noble y bueno engañando a sus padres y mucho menos a su mujer, y él tampoco lo haría de todos modos, por lo que, a no ser que mediara un milagro, nuestra apasionada relación debería transformarse en una entrañable amistad con el paso de los años.

El comienzo de la nueva década trajo nuevos motivos de preocupación para todos los argelinos. En enero de 1960, al filtrarse que el Gobierno de París estaba manteniendo conversaciones secretas con los dirigentes del FLN en la clandestinidad, la población de origen europeo de Argel se sublevó y tomó las calles durante lo que la prensa llamó "la semana de las barricadas". Ni que decir tiene que Lucien estuvo en primera línea de batalla durante todo el proceso, y sufrió su primera detención por hechos vandálicos, algo que no parecía afectarle en absoluto. Con el deterioro creciente de la situación política y el foso cada vez más amplio abierto entre las dos comunidades principales de la región, se hizo cada vez más peligroso para Jalil y para mí encontrarnos o coincidir en un sitio público. Las salvajes venganzas que el FLN reservaba para los que consideraba colaboracionistas con el ocupante francés amedrentaron a una parte minoritaria, pero considerable, de la población musulmana que seguía siendo partidaria de la Argelia francesa, por los motivos que fueran. Y según iban llegando noticias de las no tan secretas conversaciones de paz entre el Gobierno de De Gaulle, que había llegado al poder aupado directamente por la crisis argelina y a hombros de los "pieds-noirs", y la guerrilla del FLN, los franceses de Argelia se sintieron lógicamente traicionados y vapuleados por París, que jugaba con su futuro sin consultarles previamente. En realidad, pese a que el vetusto General se convirtiera a partir de entonces en la bestia negra de buena parte de la comunidad "pied-noir", yo siempre he sostenido la tesis contraria a mis compatriotas: nunca he creído ni remotamente que un hombre de probado patriotismo como era De Gaulle decidiera entregar una provincia francesa por las buenas a un grupúsculo de independentistas, es más, me atrevería a afirmar que él era el primer interesado en mantener, por razones de prestigio personal, la fórmula de colaboración intercomunitaria conocida popularmente como la "Argelia francesa"; lo que ocurrió es que esa fórmula no era viable en ese momento, y nuestra opinión, con ser muy estimada, no podía ser decisiva en la solución final del conflicto, puesto que sólo representábamos al 10% de la población total argelina. Es tan simple como eso: los árabes nos superaban abrumadoramente en número. Esto era una realidad que, en ciudades de notable presencia europea como Argel (35% de población europea) , Constantina o la misma Orán (50% de europeos) no queríamos reconocer bajo ningún concepto, de ahí la magnitud del problema. De Gaulle sabía que nunca conseguiría convencer a los franceses de Argelia de que se hicieran el "hara-kiri" y entregaran sus tierras y sus propiedades, tan duramente ganadas, a la mayoría árabe. Eso era algo que los duros "pieds-noirs" no haríamos sin echar el resto y luchar como jabatos antes de rendirnos a la evidencia.

Así fue como en la noche del 21 al 22 de Abril de 1961, por segunda vez en tres años, el Ejército de Argelia, con el Primer Regimiento de la Legión Extranjera en cabeza, tomó el poder en el departamento y declaró la ley marcial. Las protestas de los viejos generales Salan, Jouhaud y Zeller, a los que se unió también el prestigioso general Challe en contra de lo que llamaban "vergonzoso abandono de Argelia por parte del Gobierno de París", no cayeron en saco roto. Se daba por descontado que la Fuerza Aérea apoyaba el golpe, y se sospechaba que los cuerpos paramilitares se sumarían a los militares rebeldes en caso necesario. Pero con lo que no contaban los sublevados era con la respuesta popular en la Francia metropolitana; en mayo de 1958 su descabellada acción había sorprendido a los franceses de buena fe, que se solidarizaron y sintieron como suyas las penalidades de los franceses de Argelia, aparte de que el ineficaz régimen conocido como la IV República, en crisis permanente desde su fundación doce años antes, irritaba sobremanera al francés medio, que no tenía la menor intención de defenderlo con su vida. Ahora, sin embargo, las tornas habían cambiado inexorablemente. Existía un nuevo régimen político, la V República, y un Presidente con mayúsculas y autoridad reconocida por todos, incluidos sus oponentes políticos. Bastó que De Gaulle apareciera en uniforme de combate en la televisión pública francesa a las 8 de la mañana del 23 de Abril, y ordenara que se parara el golpe de lo que definió como "cuatro generales retirados ambiciosos y fanáticos" por "todos los medios posibles", y terminara su emotivo e histórico discurso apelando a la probada conciencia cívica de sus compatriotas con la famosa súplica: "¡Francesas! ¡Franceses! ¡Ayudadme!" para que una espontánea legión formada por cientos de miles de personas se lanzara a las calles en las principales ciudades francesas,dispuesta a evitar el anunciado desastre por todos los medios posibles, como había pedido De Gaulle expresamente. La opción elegida por el carismático general era arriesgada, pero necesaria. Sus apoyos militares eran escasos, toda vez que Francia tenía destinado el grueso de su Ejército en la conflictiva provincia norteafricana, y, por tanto, un golpe paralelo en territorio propiamente francés parecía tan posible como tres años antes.

Pero la jugada le salió perfecta: la huelga general convocada por partidos políticos y sindicatos fue seguida por diez millones de trabajadores, se detuvo a los principales representantes políticos de la extrema derecha local, se bloquearon aeropuertos y aduanas, se encargó a la policía parisina de la protección de los principales edificios públicos, y, lo más importante, se anunció el inmediato bloqueo financiero y comercial de la provincia rebelde, aislando de ese modo a Argelia de la Francia metropolitana. Como consecuencia de estas decisivas actuaciones, muchos pilotos de la Fuerza Aérea destinados en Argelia se negaron a seguir las órdenes de sus superiores, y numerosos soldados se acuartelaron en Argelia, pero para mostrar de ese modo su oposición frontal al golpe. De ese modo, los simples reclutas llegados de todos los rincones de Francia se dieron cuenta de su enorme poder en tan inciertas horas, pues bastaba su simple negativa a cooperar con los rebeldes para que todo el plan se viniera abajo como un castillo de naipes. Del mismo modo, los funcionarios metropolitanos se negaron a trabajar a las órdenes de los golpistas, en lo que se dio en llamar "la guerra de los transistores". Como resultado previsible de tanto despropósito unido, el 25 de Abril, día en que yo cumplía 22 años, los militares rebeldes anunciaron su rendición incondicional. El riesgo de guerra civil que se anunciaba en lontananza no se produjo, pues si bien la mayor parte de los "pieds-noirs" apoyaban dicha aventura (yo no me contaba entre ellos, desde luego, aunque comprendiera y compartiera su preocupación con el proceso negociador), no había deseos por parte de nadie de luchar contra los franceses de la metrópoli, que se habían manifestado en bloque y sin rodeos contra la intentona golpista, como no lo habían hecho en el 58. Todo estaba perdido ahora, pues, para los franceses de Argelia. Sólo cabía esperar el momento de ser conducidos al matadero como víctimas propiciatorias.

La misma noche de mi cumpleaños, desafiando el toque de queda, Jalil había acudido a visitarme, cuando estaba cerrando la panadería, con la excusa de entregarme un supuesto pedido, por lo que le hice pasar a la trastienda sin levantar sospechas en mi hermana, que se encontraba esa tarde tras el mostrador. Una vez dentro, y a resguardo de miradas indiscretas, nos besamos con ganas acumuladas, y él me abrazó con fruición, tras apoyar en la pared el voluminoso paquete que llevaba consigo. Tal y como imaginaba, tratándose de un día tan señalado en el calendario, me había regalado un precioso ejemplar de laúd, idéntico al que él mismo utilizaba, para que me animara a aprender a tocarlo, y de esa manera, cuando rasgara sus cuerdas, su sonido me transportara a los momentos felices de mi vida; en su explicación, aunque no lo dijera, estaba implícita la posibilidad de que algún día viviéramos lejos el uno del otro, algo que a ambos nos atormentaba incluso imaginar. Cuando salió de la tienda, cinco minutos después, mi hermana estaba terminando de atender a una clienta de última hora que no se terminaba de decidir entre las populares monas de Pascua o los pastelitos de crema y nata, por lo que tampoco se fijó mucho en nosotros. Tal y como hacía habitualmente, acostumbrado al régimen de terror que se vivía por entonces en la ciudad, miré a ambos lados de la calle para otear el panorama, y tan sólo vi un factor de riesgo en un Renault Dauphine blanco aparcado al cabo de la calle, con una persona dentro, lo que me hizo sospechar de inmediato. Tras montar Jalil de nuevo en su furgoneta, me hice un poco el remolón fingiendo que comprobaba los pernos de la puerta de entrada al comercio, y el corazón me dio un vuelco cuando contemplé que el conductor del Dauphine encendía el motor tras pasar la camioneta de reparto de Jalil a su altura, y se ponía en marcha tras él. Sin perder un segundo, busqué las llaves de mi sufrido Citroën dos caballos del 55, que estaba aparcado a la vuelta de la esquina, e intenté seguirles por el embarullado tráfico de la ciudad. Y digo intenté porque, aunque en alguna ocasión percibí la parte trasera del vehículo sospechoso a lo lejos, diversos incidentes menores me impidieron conseguir mi objetivo, entre ellos al menos dos controles militares que me advertían de la proximidad del toque de queda, una medida sin duda necesaria, pues de hecho hacía sólo unas horas que los últimos dirigentes golpistas se habían rendido en Argel. Fue de nuevo un chispazo de intuición lo que me llevó a imaginar que, tal vez, sólo tal vez, el sospechoso en cuestión podría tratarse de Lucien, que, por supuesto, habría tomado parte activa en la preparación del putsch, y que ahora estaría huyendo de la justicia militar francesa, razón por la que habría buscado refugio en su ciudad natal. Y puestos a imaginar, conociendo el carácter colérico e imprevisible de mi antiguo amigo, resultaba creíble que quisiera pagar su frustración interna por el bochornoso fracaso del fallido golpe secuestrando, torturando, y tal vez asesinando a un verdadero árabe, pero no a uno cualquiera, sino a alguien que representara el mal absoluto a sus ojos. Y no cabe duda de que Jalil, al osar convertirse en el amante de un hombre blanco, personificaba todos los males de sensualidad y hedonismo por los que era conocida nuestra ciudad en el resto de Argelia: "¿Venís de Orán? Allí si que saben disfrutar de la vida…" era el comentario general en Argel cuando nos identificábamos como oraníes, en cualquier situación dada.

Tengo que agradecerle a Dios el chispazo de intuición que me llevó a imaginar que el lugar elegido por el posible secuestrador para cometer sus viles acciones sería, a buen seguro, el viejo olivar abandonado en la carretera que conducía al Monte-Christo, en las afueras de Orán. Por supuesto pasé antes por casa de los padres de Jalil, situada en el populoso barrio de El Hamri, para comprobar que la furgoneta de reparto tenía las puertas traseras abiertas, pero por allí no había rastro de mi "sincero amigo", que tal es el significado del nombre Jalil en su árabe natal. Conduje mi auto lo más rápido que pude hasta el maldito olivar, donde, tal como había predicho, se encontraba ya aparcado el Reanult Dauphine de Lucien; recé a Dios en mi interior para que no fuera demasiado tarde, y busqué en mi guantera la pistola Browning Hi-Power P35 que me había regalado por mi cumpleaños el día antes mi padrastro, un converso fanático de la autodefensa desde la brutal paliza que recibiera años antes, y que yo había guardado en la guantera del coche, sin presentir que pudiera necesitarla tan pronto. La cargué con seis balas lo más deprisa que pude y supe, y salí sin hacer el menor ruido del interior del vehículo, que había aparcado algo lejos antes de llegar a mi destino, para evitar ser descubierto por Lucien. Con gran sigilo, me deslicé agachado por debajo del murete de piedra que cercaba el ondulado terreno, hasta llegar a la altura en que se encontraban ambos. Lucien estaba insultando y escupiendo al pobre Jalil, y ahora, siguiendo una inveterada tradición suya, empezó a orinarle por todo el cuerpo, sin que Jalil mostrara trazas de protestar, más bien parecía asumir aquel calvario, que, inevitablemente en su caso, debía conducirle a la muerte. Por suerte para mí, Lucien se encontraba de espaldas a la carretera, y presentaba un blanco fácil para mí. Como además tenía los pantalones bajados, a pesar de estar apuntando con un arma la cabeza de Jalil, le resultaría difícil cubrir dos flancos si le sorprendía alguien por la espalda. Como sabía de lo que era capaz de hacer aquel monstruo si le apuntaba desde una distancia excesiva (matar a Jalil, por ejemplo, y luego intentarlo conmigo si yo fallaba mi primer disparo), salté el murete muy despacio sin soltar en ningún momento el arma de la mano; por suerte para mí, los gritos e insultos racistas de Lucien dirigidos al pobre Jalil, y su risa compulsiva le impidieron escuchar el posible ruido que hiciera yo al saltar la cerca, y, situado a escasos metros de ella, le hubiera resultado muy difícil reaccionar, pues el muy cabrón se había excitado sin tocársela, simplemente meando encima del pobre infeliz, y exhibía al parecer una prominente erección, pues lo último que le escuché decir antes de abordarle fue un escueto y directo mensaje a Jalil:

¡Acércate, zorra! Quiero que mueras con un chorro de leche francés en la garganta. Y que cuando te atraviese el cráneo de un balazo la última sensación que hayas tenido en tu puta vida sea la de un verdadero macho francés, y no la del maricón de tu amiguito.

Será mejor que bajes el arma, Lucien. Me temo que el marica de su amigo ha hecho su aparición en escena – mi pistola le apuntaba para entonces directamente al cogote. Por primera vez en mi vida sentí un cierto poder sobre él, sensación que aumentó al descubrir que el autoproclamado "machote francés" mostraba signos de cierto nerviosismo en el tono de voz.

Pero Pablito, tú no utilizarías el arma contra tu mejor amigo…¿verdad?.

Para ti soy Paul a secas, hijo de puta; eso en primer lugar. Hace años que dejaste de ser mi mejor amigo, para continuar. Y es mejor que no me tientes a utilizar la violencia contra ti. Suelta el arma. Tengo el dedo en el percutor.

Lucien se percató de la veracidad de mis amenazas, por el tono elevado en mi voz, algo absolutamente inusual en mi personalidad, y por el hecho incuestionable de que estaba presenciando la tortura del ser que más amaba en esta vida.

Ahora ponte de rodillas, no me fío de ti.

Lucien obedeció a regañadientes. Jalil estaba asombrado de todo lo que estaba presenciando, e intentaba secarse la cara con un pañuelo, pero decidí que tal vez era hora de divertirnos un poco también nosotros dos.

Jalil, quiero que te bajes los pantalones y le mees encima.

Jalil no podía dar crédito a lo que le estaba pidiendo.

Pero Paul…no tengo ganas, además nosotros no somos como él.

Puede que no lo seamos, pero este hijo de puta necesita una lección que no olvidará nunca. Y eso tiene que hacerlo un árabe, no sirvo yo en este caso.

Bueno, está bien, pero sólo por ser tú y por esta vez – acordó Jalil, aún tembloroso por todo lo ocurrido hacía escasos minutos.

Jalil se bajó los pantalones muy despacio, y apuntó con su miembro a la cara de Lucien, que intentó echar la cabeza hacia atrás y hacia un lado, sólo para sentir el cañón de mi pistola contra su nuca. Tras unos segundos de concentración con los ojos cerrados, un chorrito muy pequeño de pis empezó a salir de su polla, que fue aumentando en intensidad, tal vez producto de los nervios, hasta concretarse en una fluida descarga que empapó la cara de aquel cerdo racista, obligándole a cerrar los ojos y la boca. La meada fue tan intensa que le mojó por completo la cabeza y el pecho, pero él se mantuvo en silencio, aunque me fijé que su polla seguía en erección, señal de que le excitaba este particular tratamiento. Una vez terminó de mear, tenía nuevas instrucciones para mi adorado Jalil. Sabía que no le iba a gustar, pero en mi interior sentía que tenía que vengarme de algún modo, no tanto por mi violación de dos años atrás, sino ante todo por el daño físico y moral que le hubiera podido hacer a Jalil en este amargo trance.

Ahora, Jalil, escúchame bien. Vas a hacerte una paja enfrente de mí, y te vas a correr en la cara de este cabrón.

Tal y como presentía, el bondadoso aspirante a sufí protestó de inmediato.

Esto no está bien, Paul. Es una venganza pura y dura. Me niego a participar de esta bravuconada. Además no quiero tener sexo con nadie que no seas tú.

No te estoy pidiendo que te la chupe, eso sería un honor demasiado grande para él, sólo que te masturbes para mí, como un juego privado, y te corras en su cara. Si lo haces, te contaré luego un secreto que te he ocultado durante dos años. Entonces entenderás porqué te pido esta aberración.

Jalil accedió, tras chasquear la lengua en señal de desagrado. Lucien mantenía los ojos cerrados, tal y como yo necesitaba, pues la acidez de la orina de Jalil en su cara le impedía abrirlos.

Piensa en algo que te excite, piensa en nosotros dos, amor mío. Pero córrete en su puta cara, por favor. Es algo que necesito que hagas por mí.

La polla de Jalil, al principio flácida y retraida, fue poniéndose morcillona primero y poderosamente erecta después. A pesar de su sincero misticismo, o tal vez a consecuencia de él, era un muchacho increíblemente sensual y versado en todo tipo de artes eróticas, todo lo contrario del clásico beato occidental que teme y evita los placeres carnales, considerándolos "pecado mortal". Cachondo por la situación, y sin dejar de mirarme en su espiral de deseo, se fue pajeando para mí, sin fijarse apenas en Lucien, que de todas formas permanecía ajeno a toda la secuencia, hierático como una estatua egipcia y esperando el momento de la inminente corrida. Momento que no se hizo esperar demasiado, en medio de unas frenéticas convulsiones de mi amante, y por medio de varias descargas sucesivas de un abundante esperma; Jalil aprovechó la ocasión para acercar su miembro aún más a la cara de Lucien, hasta casi rozarla, embadurnándole por completo de lefa árabe, que resbalaba sinuosa por las sienes, las aletas de la nariz y las comisuras de la boca. Incluso se permitió golpearle un par de veces en la mejilla con su bien dotada munición, y limpiarse el capullo restregándolo contra su barbilla, antes de guardársela de nuevo a buen recaudo en el interior de sus calzoncillos.

Bien hecho, chaval. Ahora, por favor, coge su arma del suelo con sumo cuidado y dirígete a su vehículo, que está aparcado ahí fuera. Quiero que dispares dos veces a sus neumáticos y luego te alejes en dirección a mi Citroën, que está aparcado 20 metros más abajo. Yo me encargo de este mamarracho.

Como quieras. Pero no le mates, te lo ruego, Paul. No te conviertas en un asesino como ellos, por favor.

Tranquilo, que no voy a matarle, bastante muerte y destrucción hay ya en este país. Vete ya, anda.

Jalil obedeció de inmediato. En cuanto saltó el vallado, empujé de una patada al silencioso Lucien hacia delante, que cayó de bruces contra el duro suelo terroso, y profirió el único grito de la noche, más de sorpresa que de verdadero daño. A continuación, le bajé hasta los tobillos los pantalones, le quité los zapatos, sin dejar de apuntarle con la pistola, y de amenazarle con volarle la cabeza a pesar de mi reciente promesa a Jalil, y luego, con la mano libre, le saqué los pantalones de un par de manotazos, tarea no tan difícil como pueda pensarse, puesto que, al ser de algodón y no estar pegados al cuerpo como unos vaqueros, se desprendieron fácilmente. Con tan preciado botín en mis manos, mientras escuchaba como Jalil supuestamente pinchaba las ruedas de su vehículo, dejé a aquel desgraciado a su libre albedrío, casi desnudo en aquel lugar apartado, y me apresuré a alcanzar a mi amado, que me esperaba con una expresión mezcla de susto, júbilo y sorpresa en su cálido rostro, ahora momentáneamente turbado por lo ocurrido. Tiré de mala manera los pantalones y los zapatos de Paul en el asiento trasero, para más tarde deshacerme de ellos lanzándolos por la ventanilla a un vertedero público durante el camino de vuelta a casa, asegurándome de que nadie contemplaba los hechos.

Me has salvado la vida, Paul. Es algo que no olvidaré nunca, te lo aseguro. Pero ¿cómo sabías que me había raptado y que me llevaría precisamente aquí?

Bueno, es una larga historia que en otro momento te contaré, pero respecto a la segunda parte de tu pregunta, te adelanto que hay un refrán español que dice que el asesino vuelve siempre al lugar del crimen. Luego te doy más detalles

¡Por el Santo Corán y sus sagradas Suras!. ¿Quieres decir que fue él quien te atacó y violó aquella vez? ¿Tu mejor amigo, como él ha dicho antes?.

En efecto. Aunque con amigos así no se necesitan enemigos

Jalil se pasó todo el camino de vuelta a Orán recitando el llamado "dhikr", que consiste por lo común en una frase piadosa repetida hasta la saciedad por el discípulo de un maestro sufí para interiorizarla y hacerla suya de algún modo, para lo que se requiere de una concentración total. Cuando llegamos a Orán, tuvimos que inventarnos una complicada historia que explicara ante los militares franceses que controlaban la ciudad la razón por la que habíamos violado el toque de queda, y, en segundo lugar, pregunta obligada, qué cojones hacíamos un europeo y un árabe viajando juntos al anochecer con la que estaba cayendo en las calles de Orán.

¿Es que no lo ve, oficial? Somos hermanos, hermanos gemelos. ¿No se nota o qué?.

Muy gracioso…pues ándese con cuidado que el FLN tiene ojos y oídos por todas partes, y no le gustan nada las amistades interraciales, como bien sabrán.

En eso lleva razón el oficial – intervino Jalil – tal vez sea mejor que me baje aquí.

Pero esto es absurdo, Jalil. Estamos muy lejos de tu barrio – protesté yo indignado.

Es por su propia seguridad, joven. Creo que su amigo lleva razón. Orán no es un lugar seguro para nadie estos días – dijo el militar, con marcado acento bretón, desequilibrando el fiel de la balanza del lado de Jalil.

Bueno, haz como quieras. La paz sea contigo. Salam aleikum.

Aleikum salam – fue su improvisada despedida, antes de perderse en la noche oraní rumbo a su casa, tras haber conseguido salvar la vida, y de paso la virginidad anal, pues yo nunca quise forzar los férreos tabúes islámicos en contra de la figura del pasivo, y le permití ejercer el rol supuestamente activo en la relación.

De camino a casa, estuve dándole vueltas a los acontecimientos de esa noche, y a la conveniencia de haber dejado vivo a aquel criminal, tal y como le prometí a Jalil. Me preguntaba si, después de todo a,quel salvaje no nos mataría a ambos de todas formas, por haber sido tan clementes con él, pero de una cosa estaba seguro: su naturaleza taimada y vengativa no perdería ocasión de vengarse de tan merecida afrenta en cuanto tuviera la más mínima oportunidad. Algo que en su caso no podía tardar mucho en producirse, tal y como era previsible.

(Continuará)