Habitantes del desarraigo (3)
Paul se comporta de forma autodestructiva, debido a la cruel violación de que ha sido objeto. Tras regresar a Orán, conoce a un joven árabe de elevada espiritualidad, que le ofrece nuevas perspectivas vitales.
JALIL
Los terribles hechos que marcaron mi biografía (y por ende la de Lucien) me convirtieron en un joven extrañamente huraño y melancólico durante meses. Con la excusa de preparar mis exámenes finales de Derecho en mejores condiciones, me aislé por completo de mis compañeros de Universidad, incluso del propio Lucien, rehuí a partir de entonces el trato con chicas de mi edad, compañía que me había agradado sobremanera hasta aquel día, y comencé a vagabundear como un alma en pena cada noche de aquel verano por los tugurios menos recomendables de Argel, terminando mis peregrinaciones, casi sin excepción, en alguna casa de baños, conocidas localmente como hammam. Allí, en el ambiente relajado y sensual propio de estos antros de perdición, tras recostarme en un diván y aspirar los vaporosos efluvios del narguilé, solicitaba, haciendo uso de los escasos envíos de dinero que me mandaba mi madre desde Orán, los servicios de algún chico de compañía, algún chapero árabe con el que me encerraba en una cabina privada para "disfrutar" de una sesión de golpes y vejaciones sin fin.
Yo había perdido todo el respeto por mi persona, y de alguna manera extraña sólo me sentía vivo cuando aquellos chulos me abofeteaban y escupían en la cara, para luego tomarme violentamente por la espalda, a veces en público cuando no quedaban cabinas libres, para mayor humillación, y mayor excitación por mi parte. Y dado que muchos de aquellos chavales odiaban su asqueroso trabajo y a sus viciosos clientes, en ocasiones los golpes no tenían nada de fingidos, y más de una vez volví al apartamento de Bab-el-Oued con un labio roto o un moratón en el ojo, y siempre con el sabor de la lefa de mis acompañantes en el estómago, pues me había convertido en un tragador compulsivo de leche norteafricana. Normalmente me buscaba una excusa apropiada para no alarmar a mi compañero de cuarto, como una pelea callejera con árabes rebeldes o un inventado rifirafe con algún francés comunista de la metrópoli, opuesto por principios ideológicos a la noble idea de la Argelia francesa. Lucien me curaba las heridas y me aplicaba emplastes, y me hacía prometer que la próxima vez que saliera de farra le llevaría conmigo para poder defenderme con prontitud, pues a pesar de mi robusta constitución le estaba demostrando ser tan enclenque como los finolis "pathós" llegados de la Francia continental. Yo asentía resignado, consciente, sin embargo, de que mi próxima cita con el lado oscuro de la existencia quedaba más próxima de lo que yo mismo deseaba realmente. Hoy en día soy capaz de racionalizar mi singular comportamiento a tan graves acontecimientos como una reacción insana al horrible trauma padecido, pero en aquellos lejanos días de mi juventud perdida me limitaba a actuar por impulsos momentáneos, que ni yo mismo podía explicar realmente.
No sé hasta donde hubiera sido capaz de llegar en mi particular caída en el vacío del verano del 58, pues empezaba a rondarme por la cabeza la idea de prostituirme, aprovechando la envidiable arquitectura de mi cuerpo de 19 primaveras. Hubiera sido un paso de gigante en mi imparable espiral de degradación, y con seguridad mi reputación en Argel a partir de entonces hubiera seguido un proceso descendente, al ser casi imposible en una ciudad como aquella no encontrarme con algún cliente potencial en un café, en las atestadas playas capitalinas o en el mismo recinto de la Universidad, en una ciudad y un país donde, por razones que desconozco, la bisexualidad estaba ampliamente extendida, tanto entre la población árabe como entre un nutrido sector de los propios "pieds-noirs", contagiados tal vez éstos últimos del exotismo y la sensualidad típicas de aquella pintoresca región. Por fortuna, un desafortunado incidente vino a reclamar mi atención y mi presencia en una zona muy alejada de la tentadora capital argelina, a finales del mes de Julio, cuando recibí una llamada de teléfono desde Orán de mi madre, que, en tono apremiante, me conminaba a regresar de inmediato a mi ciudad natal. Yo tenía pensado hacerlo en algún momento del mes de agosto, para pasar el resto de las vacaciones de verano, pero mi nueva vida de placeres prohibidos y mi afán de autodestrucción se habían interpuesto en el camino de mi normalidad y ya no sabía a ciencia cierta cual era el siguiente paso que daría en mi escalada de despropósitos, nacida al calor de la hoguera prendida la noche del 13 de Mayo.
Cuando el autobús de línea me dejó en la estación de autobuses ya pude notar con un simple vistazo que la anterior convivencia pacífica entre ambas comunidades oraníes, sin llegar a ser idílica en ningún momento, había dado paso, sin embargo, a la desconfianza mutua y a la hostilidad encubierta, como descubría horrorizado a cada paso que daba en aquella centenaria ciudad de impronta claramente europea. Pero creo que no estaba preparado mentalmente para descubrir lo que me había de encontrar a mi llegada al hogar familiar, que había abandonado un año atrás para iniciar mi experiencia capitalina. La puerta de la casa, que en otras ocasiones dejaban entornada o incluso abierta, estaba hoy cerrada a cal y canto. Tras llamar con los nudillos primero, me extrañó no recibir respuesta, por lo que opté por llamar al timbre de manera insistente. Finalmente fue mi hermana Almu la encargada de abrirme y abrazarme emocionada, incluso derramando unas aparentemente sinceras lagrimitas que me parecieron algo excesivas, pero que muy pronto averiguaría se debían a otro factor que yo desconocía por entonces.
¿Pero donde están todos? ¿Y porqué no han salido a recibirme?
Ay, Paul, si tú supieras lo cerca que hemos estado de rozar la tragedia relató mi hermana, espléndida en la lozanía de sus veinte años, enfundada en un vestido de vuelo con combinación, conocido en la época con el apelativo genérico de "can-can" esta vez nos hemos librado de milagro, pero ya no sé que va a ser de nosotros en este país dejado de la mano de Dios.
¿Pero que ha pasado ¿ No habrá sido Julien?...- dije esto en baja voz, temeroso hasta del simple pensamiento de que algo le hubiera podido ocurrir a mi hermano pequeño, al que adoraba y a quien estaba unido por lazos insondables mucho más fuertes de lo que nunca había pensado.
No, gracias a Dios, no se trata de él. Al menos por ahora, está perfectamente.
¡¿Mama?!
Tampoco, no te preocupes. Te lo contaré todo dijo, hablando en voz muy baja en la cocina, tras asegurarse de que nadie podía oírla se trata de Marcel le han propinado una paliza de muerte, está vivo de milagro.
¿Pero eso cómo ha sido?
La ciudad está en pie de guerra aunque no lo parezca me informó mi hermana y el otro día intentaron quemar la panadería de Marcel. Luego le sacaron de la tienda y le pegaron una paliza tremenda. Ahora puede caminar con muletas, pero los primeros días tenía que moverse en silla de ruedas. Tiene los riñones destrozados, y los médicos no creen que pueda llevar el negocio por más tiempo él solo. Por eso mamá te ha pedido que vuelvas, para ayudarle con la panadería, sobre todo. En algún momento durante estas vacaciones te plantearán la disyuntiva, si es que tú no te has ofrecido antes a echar una mano al pobre Marcel.
¡Por supuesto que lo haré encantado! afirmé al instante con una rotundidad que me dejó asombrado incluso a mí mismo.
Mi hermana se quedó perpleja ante mi espontánea respuesta. Me ofreció un vaso de limonada fresca, pues supuso acertadamente que llegaría sediento después de mi extenuante viaje desde Argel. Me miró con la misma sagacidad que yo conocía en mi madre, antes de espetarme la pregunta obligada en ocasión semejante.
No lo puedo creer, Pablín. Tu mayor ilusión siempre ha sido terminar los estudios de Derecho, y convertirte en abogado. Querías eso más que ninguna otra cosa en la vida, incluso más aún que jugar en el primer equipo de los "Espagnols". No entiendo como puedes perder tu vida y tu juventud en una panadería de barrio de una ciudad de provincias como ésta.
Bueno respondí en actitud cavilante, sentado en un minúsculo taburete de paja trenzada tal vez sea realmente una ciudad de provincias, pero también sé que no hay otra ciudad sobre este sufrido planeta donde quiera pasar el resto de mi vida que no sea en la mestiza Orán de mi corazón.
¿Y que fue de tu sueño de conocer Argel La Blanca, de triunfar en la capital de Argelia y de la Francia Libre? ¿Qué ha sido de aquel sueño de adolescente?.
Contuve la respiración por un par de segundos y sorbí con desgana un poco de limonada, entornando los ojos para evocar los desagradables sucesos que habían hecho cambiar mi opinión sobre la ciudad de las blancas fachadas y los suntuosos palacetes a orillas del mar.
El sueño permanece donde estaba, en mi cerebro, y tal vez algún día lo retome, si esta violencia en la que estamos inmersos disminuye algún día, y podemos desarrollar unas vidas normales, como creo que cualquier ser humano se merece. Pero de momento aquí me
Escuché una ruidosa detonación en lo que parecía ser el patio trasero de la casa, y salí escopetado en aquella dirección, pese a los insistentes ruegos de mi hermana de que no me preocupara de nada. No entendí su curiosa respuesta hasta que llegué al patio ajardinado posterior, donde se encontraban, en efecto, mi madre, mi padrastro, y mi hermano Julien. Miré a través de los cristales, y no daba crédito al bochornoso espectáculo que estaba presenciando. Salí al exterior, para encontrar que mis irresponsables padres estaban adiestrando en el manejo de las armas de fuego a mi hermano menor, que tan sólo contaba por entonces 10 años de edad. Julien estaba algo nervioso tras aquel disparo ensordecedor, y mi padrastro, el monitor de tiro, un ultraderechista local conocido de la familia llamado Romain, y mi madre trataban de corregir su postura para que la próxima vez diera con seguridad en el blanco marcado, que, para más inri, estaba tapizado con la fotografía de un árabe al que el infortunado chaval debía disparar a quemarropa.
¡Pero Marcel, por Dios! en mi furia repentina olvidé los saludos formales e incluso preguntar por su estado de salud, que se notaba renqueante desde su reciente agresión - ¡¿se puede saber que está pasando aquí?!.
Mi madre se me echó al cuello loca de felicidad, pero yo no estaba para celebraciones tras comprobar el daño irreversible que sus acciones estaban causando en un niño de tan corta edad. Marcel me abrazó efusivamente, restándole importancia al delirante espectáculo que estaban protagonizando. El monitor de tiro se limitó a saludar cortésmente, y siguió a lo suyo, corrigiendo la postura de mi madre, que al parecer mostraba maneras de una verdadera tiradora, a decir de aquel sujeto, con pinta de pertenecer a la Action Francaise, y a quien no había visto en mi vida.
¿Os habéis vuelto locos? ¿Qué estáis haciendo con Julien? Anda, vámonos a dar un paseo, chaval le cogí de la mano, y le noté tembloroso y algo aturdido por la reciente deflagración Luego hablamos de todo esto, "papaíto" dejé caer con cierta sorna a Marcel, al que dirigí una mirada desafiante, como nunca había tenido ocasión de hacer hasta el momento, pues su comportamiento hasta ese día siempre había sido intachable con nosotros en todos los sentidos.
Para mi sorpresa, ambos ignoraron mis reparos y continuaron atendiendo al bigotudo monitor, mi padrastro despidiéndome con un encogimiento de hombros, como si con él no fuera la cosa, y mi madre, que hasta hace poco rehusaba de las armas como si las cargara el diablo, ahora apuntaba entusiasmada a una diana inmóvil con el rostro de un joven árabe pegado a ella. El disparo retumbó en todo el vecindario, y mi madre dio un salto de alegría al conocer que, de haberse tratado de un objetivo real, habría volado la cabeza del presunto terrorista. Salí disparado de allí con Julien a mi lado, chasqueando la lengua en señal de desagrado, y, tras abroncar a mi hermana por permitir que adiestraran a un niño de corta edad en el uso de las armas, salimos a dar una vuelta por Orán. Aquel domingo de julio hacía un día espléndido y buena parte de la población estaría en las playas una vez terminada la misa de doce, pero nosotros dos, tras comprarle unas golosinas a mi hermano, preferimos acudir al campo de fútbol del equipo local, para ver si nos encontrábamos a algunos conocidos entrenando. Y allí estaban, en efecto, Pascal, uno de los delanteros de los juveniles del "Espagnols" y Bertrand, que no solo había heredado mi posición de líbero en el equipo tras marcharme a estudiar a Argel, sino que, aparentemente, había conquistado también el corazón de mi exnovia Anne-Marie, con quien se mostraba muy cariñoso en los ratos libres en que dejaba de entrenar con el balón.
Veo que no has perdido el tiempo, Bertrand, desde que te vi la última vez. No sólo ocupas ahora mi posición en el campo, sino que además has aprovechado para levantarme a mi chica bromeé con él en la cafetería del estadio, tras terminar su partido de entrenamiento.
Bueno, hay que tener cuidado con esas cosas, ya sabes. Mi madre, que es nacida en Almería, siempre dice en español un refrán muy cierto: "El que se fue a Sevilla perdió su silla" ¿Entiendes bien español o te lo traduzco? afirmó en tono chulesco, aunque yo sabía que estaba bromeando, porque era muy buen chaval.
Perfectamente, de hecho mi madre también es española, pero madrileña. Y allí tienen otro refrán muy sabio que dice "De fuera vendrá quien de tu casa te echará". ¿Lo habías oído alguna vez?
No, la verdad es que no. Pero al paso que lleva la situación en esta ciudad, cualquier día nos tocará a todos nosotros hacer las maletas y volvernos a Almería o a Madrid. La cosa está muy mal, Paul, te lo aseguro.
¿Tan mal van las cosas por Orán entonces?
No lo sabes tú bien. Y no se trata tan sólo de las bombas y los ametrallamientos de transeúntes que se suceden sin tregua, es que las dos comunidades se han perdido el respeto mutuo que imperaba hasta ahora. Siempre que jugamos contra sus equipos se organizan trifulcas, y a veces tiene que intervenir la fuerza pública. Se está perdiendo también el espíritu deportivo, Paul. La gente sólo confía en un milagro, en que tal vez De Gaulle sea capaz de arreglar las cosas de alguna manera.
Pues lo tiene francamente difícil. Y que conste que yo estuve a verle el mes pasado, cuando aterrizó en Argel y pronunció su famosa frase: "¡Os he comprendido!". Que suena muy bonita, pero si no se traduce pronto en hechos constatables no es más que retórica vacua.
Anne-Marie se acercó a saludarme tras despedirse de unas amigas. Estaba tan guapa como de costumbre, y por un momento me pregunté porqué demonios había insistido en cortar los lazos con ella al poco de trasladarme a la cosmopolita Argel. ¿Quién quiere tener una novia provinciana, pensaba entonces, por hermosa que fuera, con la cantidad de beldades que circulan por la blanca Argel a cualquier hora del día y de la noche?. Me equivoqué en mi decisión, no hacía falta más que verla, pero ella al menos no había perdido el tiempo tampoco, y se había agenciado uno de los chicos más apuestos de la ciudad, y uno de los pocos que, al igual que yo, podía defenderse en español, por tener ambos madre española. No era la única coincidencia entre nosotros, puesto que ambos habíamos estudiado en el mismo Liceo y en la misma clase, por lo que le conocía desde la infancia, si bien nunca habíamos sido íntimos amigos hasta ahora.
Hola, Paul me dio un cariñoso beso en la mejilla antes de marcar de nuevo las distancias y acercarse a Bertrand, su "querido Bert", como le llamaba ahora me alegra verte por aquí. ¿Has venido a ver a tus padres? Ya me contó tu hermana lo sucedido a Marcel. Es una vergüenza todo lo que está pasando estos días en Orán, yo por si acaso ya estoy practicando el acento parisino por si algún día tenemos que hacer las maletas y salir a la carrera de esta ratonera.
Pero eso no puede ser, Anne-Marie repuse yo con fingido optimismo, mientras vigilaba con la vista a mi hermano menor, que estaba jugando al futbolín con otros muchachos de su edad os veo a los dos muy derrotistas hoy. Nosotros somos argelinos, al igual que ellos, no podemos abandonar nuestra patria. Tenemos que luchar codo con codo con ellos para conseguir una Argelia más justa para todos, a ser posible manteniendo nuestra provechosa asociación con Francia.
No creo que los del FLN compartan tu punto de vista enfatizó Bertrand nuestra única esperanza es ganar esta maldita guerra y seguir apostando por la Argelia francesa. Todo lo demás son componendas irrelevantes.
Pareces un verdadero "pathos" hablando. Que oratoria la tuya, chaval bromeé para quitarle tensión al momento.
Es que soy un verdadero francés; no soporto que esos burócratas me miren por encima del hombro por haber nacido en Nancy o en Estrasburgo. Nosotros somos tan franceses como el resto, incluso yo diría que aún más, porque tenemos que defender nuestro derecho a ser ciudadanos de la República todos los días en territorio argelino.
Franceses, españoles, argelinos somos tan mestizos que yo a veces no sé realmente de donde soy ni de donde procedo argumenté yo pero una sola cosa es segura: amo esta tierra, me siento argelino, y no pienso abandonarla a las primeras de cambio como si tal cosa.
Bueno, gracias a De Gaulle, eso no tiene por que ocurrir intervino Anne-Marie todo se solucionará cuando se aprueben las reformas de su V República. Todo irá a mejor cuando los politicastros de la IV República desaparezcan de la escena.
Dios te oiga, cariño Bertrand la besó en la mejilla. Yo suspiré profundamente, deseando que sus palabras resultaran proféticas. No hubo suerte, ni para ella, en primer lugar, ni para nosotros dos, pero en aquel día de verano estábamos aún lejos de imaginar la serie de desgraciados acontecimientos que habían de conducirnos al trágico fin apuntado en los peores presagios de la crisis argelina. "La maleta o el féretro", como decían a veces los argelinos de origen en referencia a nuestra comunidad. Así, sin términos medios, sin compromiso posible entre dos extraños que se han visto obligados a convivir durante demasiado tiempo.
El resto del verano, que resultó sin embargo algo más tranquilo de lo que los agoreros locales señalaban, lo aproveché para ayudar a Marcel a repintar la panadería, y a comienzos de agosto comencé a atender a los clientes habituales en sustitución de él, que sufría unos horrendos dolores de riñón y en la zona interior de los muslos, consecuencia de la brutal paliza recibida poco antes, y que le obligaban a sentarse a menudo, aunque nunca dejó de frecuentar su negocio y de vigilar de cerca el proceso de cocción de sus apreciados panes y dulces. Y fue un día de comienzos de septiembre cuando, paseando a solas por la ciudad vieja, ajeno a todo y a todos, pero echando de menos a Lucien, que apenas había pasado dos semanas en Orán durante el mes de agosto, escuché de pasada el sonido más evocador y melancólico que un instrumento creado por manos humanas pueda transmitir. Y no se trataba del europeo violín, sino del laúd local, que un virtuoso muchacho de mi edad tocaba en total concentración sentado en el suelo de un patio de estilo andalusí. No pude por menos que detenerme en mi solitario paseo, salir de mi ensimismamiento, y dejarme llevar por aquella bucólica sensación de placidez, que me transportaba sin buscarlo a un mundo de ensueño, muy alejado de la loca agitación en que se hallaba envuelta mi ciudad desde el comienzo de la guerra. El muchacho, que iba vestido a la europea, no pareció molestarse por mi presencia en el umbral de la amplia puerta de entrada a lo que parecía una vieja casa solariega. De hecho me sonrió, un detalle significativo en esos momentos de odio tribal entre comunidades, y me invitó con un gesto a pasar.
Perdona que te haya interrumpido me disculpé de inmediato supongo que me dejé llevar por las emociones que me transmitías con tu instrumento. Yo sé tocar un poco la guitarra española, pero no puedo compararme a tu nivel de virtuosismo con el laúd. Realmente lo tuyo es prodigioso.
El joven, que poseía una cristalina mirada de ojos verdes en un rostro de rasgos más bien árabes que bereberes, me invitó a sentarme a su lado, a lo que accedí encantado.
Me llamo Jalil me ofreció la mano, tras depositar con sumo cuidado su laúd en el suelo y aparte de tocar el laúd y el ney, soy seguidor de las doctrinas de Mustafá al-Alawi.
¿Cómo dices? por un momento temí que se estuviera refiriendo a algún líder en la clandestinidad del omnipresente FLN, pero su amplia sonrisa y la bondad de su mirada ya me indicaban a las claras que se trataba de otro tipo de liderazgo.
Bueno, es lógico que no hayas oído hablar nunca de él. Pero ya que Dios ha guiado tus pasos hasta este lugar de paz y oración, lo mejor será que pases y tomes un té con nosotros.
¿Esto es un lugar de oración? No parece una mezquita precisamente.
¿Es que no has visto el cartel en la puerta de entrada? Viene escrito en árabe y francés, aunque todos nuestros compañeros son musulmanes.
No me he fijado, lo siento reconocí abiertamente iba distraído pensando en mis cosas cuando me he parado en seco al escuchar el sonido que extraías de tu laúd. No tengo ni idea de que lugar puede ser este, aunque lo cierto es que transmite mucha paz.
Jalil se echó a reír nuevamente. Parecía complacido con mi presencia en ese oasis de paz, ajeno por completo a las turbulencias exteriores de aquellos años de plomo.
Un poco distraído si que eres me reprendió en su correcto francés con acento local porque todavía no me has dicho como te llamas.
¡Ah! ¡Es verdad! Perdona, me llamo Paul.
Encantado, Paul. Te encuentras en la tariqa de la Orden Alawiyya de Orán.
¿Alawiyya? ¿Eso no es una cofradía sufí?
En efecto, veo que estás versado en el tema. Muchos de tus compatriotas no saben mucho del Islam, tú al menos sabes lo que es el sufismo.
Bueno, no te creas que sé mucho sobre el tema. Sólo recuerdo las oraciones que repetía constantemente el viejo albañil que construyó el chalet de la playa de mi familia. Yo era muy pequeño entonces, pero me intrigaba mucho observar como aquel buen hombre recitaba sus jaculatorias mientras realizaba sus labores profesionales. Era asombrosa su concentración en ambas tareas. Parecía totalmente ajeno al mundo sin dejar de estar presente con los cinco sentidos en él.
Bueno, como dijo nuestro Maestro, que Dios tenga en su Santa Misericordia, "el sufismo no es algo que se pueda expresar con palabras, sino una certidumbre absoluta y realización". Y también dejó dicho que esta realización, o tawhid en mi idioma, no es lo que está escrito en hojas de papel o lo que pronuncian los charlatanes, sino que se percibe por las huellas que deja en los amantes, y por lo que brilla de su luz en los corazones.
Jalil se refería a los amantes de la unicidad divina, a los buscadores de Dios en sus corazones, tal como lo expresa la copiosa poesía sufí de todas las épocas, pero pronunciado en sus hermosos labios sonaba tan sensual como místico, y tuve que retirar la mirada por un instante, turbado por la belleza de aquel ghazal, y por la profundidad de sus verdes ojos, que se posaban en los míos y atravesaban mi alma indefensa. Completamente derrotado de antemano por la luz que emanaban sus límpidos ojos, pasamos a una modesta habitación del centro a tomar un té con galletas, y, al final de la visita, me entregó un pequeño Corán de pastas de nácar como regalo. Estaba tan impresionado con aquel hermoso joven de animada conversación y que no mostraba ningún tipo de prejuicio o prevención a relacionarse con un infiel, que me atreví a sugerirle que deberíamos vernos en un futuro. Para mi sorpresa, él no se opuso a mi propuesta, e incluso me indicó varios lugares públicos, como cafés céntricos o terrazas en playas concurridas, donde podríamos continuar nuestra interesante conversación inicial.
¿Y no tienes miedo, Jalil? me atreví a preguntarle antes de que la enorme puerta de tonalidades verdes, el color del Islam, se cerrara tras de mí.
¿Miedo? ¿Porqué habría de tenerlo?
Bueno, ya sabes que hoy en día no están muy bien vistas las amistades intercomunitarias, si entiendes lo que quiero decir.
Sí, lo entiendo perfectamente, Paul. Pero te respondo que quien lleva a Dios en su corazón no tiene miedo a nada o a nadie su brillante mirada se iluminó al decir esto, y como prueba de que decía la verdad, saludó efusivamente a un hombre mayor que pasaba por la calle, el cual le miró extrañado de que mostrara tanta confianza con un europeo.
Supongo que llevas razón. El miedo es el principal enemigo de la felicidad, y en esta ciudad hay demasiado miedo en estos momentos.
Veo que lo has captado perfectamente. Hasta la vista, Paul. Sé feliz.
Aquel inocente encuentro en su tariqa, en el día en que estaba encargado de su limpieza, tarea que ya había concluido en el momento de conocerle, me sumió en un estado de gracia divina que yo desconocía hasta entonces. Hasta ese momento mis relaciones con la jerarquía católica a lo largo de mi vida habían sido bastante ambiguas; mi madre y mi padrastro, que se decían vagamente socialistas, promovían mi asistencia a los cultos, por alguna razón desconocida, tal vez como medio de proyectar su pertenencia a la comunidad europea argelina. Yo sabía, porque mi madre nunca me lo había ocultado, que mi padre y mi abuelo paterno eran ateos, y de ideología comunista, y aquel detalle significativo había influido, sin duda, en mis dudas de fe en la adolescencia, que el Padre Calvet, un jesuita de origen mallorquín que llevaba residiendo en Orán muchos años, supo disipar con su notoria elocuencia y su ardiente disposición a desmontar excusas de lo que él solía llamar "fes tibias de jóvenes desencaminados". Mi fe, más tibia que ardiente en cualquier caso, sobrevivió a mi difícil adolescencia, que coincidió, para más inri, con la primera fase de la guerra argelina. ¿Pero para qué me servía esa fe vacía de contenido, y huérfana de cualquier tipo de estímulo espiritual? Puede decirse que para muy poco o nada. Y cuando necesité realmente el consuelo de la fe, tras ser violado en Argel por aquella cuadrilla de indeseables, la última persona a la que podría haber acudido en busca de consuelo habría sido el Padre Calvet, que sermoneaba sin parar contra la masturbación, y que jamás entendería que pudiera sentirme excitado por la violencia desatada sobre mi cuerpo por otros chicos como yo. Antes acudiría a un psiquiatra o a un curandero que a cualquier sacerdote. La razón es muy simple: dado que ellos tienen prohibido mantener relaciones sexuales de cualquier tipo, y si incumplen su propia normativa, como les ocurre a menudo, se sienten violentamente escindidos en su fuero interno, el resultado evidente es que la mayoría de ellos no están preparados psicológicamente para aconsejar a personas que sí practican el sexo en todas sus variantes, sin ningún tipo de condicionante previo.
La relación entre Jalil y yo se fue haciendo más estrecha con el paso de los meses; en una ocasión, incluso acudí como invitado a una sama o recitación poética de autores sufíes consagrados como el gran Rumi o Ibn-al-Farid, en este caso acompañada por música tradicional sufí. Ni siquiera la concentración necesaria en este tipo de reuniones místicas, que no tienen nada que ver (afortunadamente) con una misa tradicional, me permitieron escapar al hechizo deslumbrante de contemplar a Jalil danzar junto a varios de sus compañeros (todos ellos varones) al ritmo del laúd, de la flauta y del tamboril. La gracia y la armonía de sus movimientos, que en nada tenían que envidiar al de las conocidas danzarinas del vientre egipcias me sacaron de inmediato de mi estado de arrobo anterior y hasta creí percibir un brillo especial en su mirada al saberse acreedor de mi atención admirativa. Después, avergonzado de mi debilidad momentánea, me hundí de nuevo en la repetición de los nombres de Dios, tal como me había enseñado a hacer Jalil, hasta el final de la reunión. Porque la amistad entre nosotros dos tenía un componente místico evidente, que con el tiempo fue generando una relación más profunda y carnal entre nosotros.
Al principio solíamos escaparnos algunos fines de semana en que mi hermana quedaba al cargo de la panadería familiar hasta el chalet de mis padres a las afueras de Orán, en una playa solitaria en la que incluso nos bañábamos desnudos al amanecer sin peligro de ser observados por ojos indiscretos. Allí, en la soledad de aquella armoniosa construcción de escasos lujos, dábamos rienda suelta a nuestra pasión incontenible, que ni siquiera miles de oraciones encadenadas hubieran podido apagar, y de la que no nos avergonzábamos en absoluto. Yo, al principio, me sentía culpable, impulsado por mi educación judeo-cristiana, y sentía que estaba cometiendo un pecado contra Dios y contra mi propio cuerpo. Pero si un verdadero místico como Jalil, un chico que entregaba su vida a la oración y a las buenas obras comunitarias se sentía feliz manteniendo sexo con un semejante, llegué a la conclusión de que yo no debía torturarme con juicios morales sobre una cuestión que me superaba por completo. Ni él ni yo podíamos evitar sentir lo que sentíamos en nuestros corazones, y aquel amor tan puro y sincero poseía unas propiedades curativas que me transformaron en un hombre completamente nuevo. Dejé de sentirme atraído por el sexo rápido y violento de antaño, la masturbación ya no me interesaba tanto como el acto sexual con mi amado, y mi mente eurocentrista se abrió a nuevas realidades que desconocía, a otros mundos que habitan en este. Ya no éramos un árabe o un europeo, ni siquiera dos argelinos de diferente etnia y religión, sino tan sólo dos seres humanos, dos almas en el camino de buscar a su común Creador, tal como enseñaban los preceptos básicos de la doctrina sufí. Dejé de ver al Islam como una religión lejana y desconocida, y descubrí asombrado que contiene, como todas las religiones, una riqueza interior inaudita, un poder transformador impresionante que yo nunca había visto en el Cristianismo de mi infancia. Porque una diferencia abismal entre ambas religiones es que el Cristianismo, que yo conocí en su versión católica, era una religión árida y muerta en vida, que no influía para nada en la vida de los que se decían sus fieles; esto era debido en parte a que el cristianismo desde sus inicios había desaconsejado cualquier veleidad mística en sus seguidores, lo que le restó espontaneidad a sus formas y sinceridad a su fondo, mientras que en el Islam popular de las cofradías se había desarrollado toda una riquísima teología mística al alcance de cualquier devoto interesado en la faceta esotérica del Islam, más allá del culto ritual en las mezquitas.
Todavía recuerdo como si fuera hoy la primera vez que hicimos el amor en el chalet de la playa Jalil y yo. Era una tarde de abril de 1959, muchos meses después de conocernos, porque ambos mantuvimos nuestra amistad en un perfil bajo hasta estar seguros de la profundidad de nuestros sentimientos. Jalil era absolutamente casto, según me confesó aquel día, y tan sólo el enorme amor que sentía hacia mi persona le había llevado a dar aquel paso, tras realizar el consiguiente ayuno y retirarse en oración durante tres días, desatendiendo incluso el pequeño comercio de sus padres en la Ciudad Vieja para concentrarse totalmente en tomar una decisión espiritualmente elevada. No sé si realizó realmente el ayuno del que hablaba, aunque no tengo a día de hoy razones para dudar de su palabra. Lo que sí puedo asegurar es que su cuerpo no mostraba señales aparentes de debilidad, que poseía el cuerpo más bello y armonioso que he tenido ocasión de contemplar en mi vida, y que su entrega al amor pasional no tenía nada de mística, y sí mucho de humana y sensual como cualquier hijo de vecino, aunque siempre conservando un halo de pureza inusual, incluso en los momentos más íntimos de nuestra interacción. El respeto que me merece su figura me impide entrar en detalles escabrosos, que sí utilizaré para referirme a otros amantes que haya tenido, pero lo que si puedo decir es que ambos quedamos muy satisfechos en todo momento de estas expresiones de amor físico, que a menudo nos llevaban al éxtasis más absoluto y a la fusión espiritual de la que hablan los santos sufíes, y que alguna vez llegué a sentir en el vórtice de la pasión que no existía algo que pudiera definirse como "él" o como "yo" sino tan sólo un ente indiferenciado al que podríamos denominar vagamente como "nosotros dos", que en realidad también podría definirse más apropiadamente como "el uno" o "lo único que existe". Creo que Jalil llegó a la misma conclusión en infinidad de ocasiones, y esa certeza interior le confirmó en su espíritu que no se había equivocado al dar el supremo paso de entregarse a un amor tan loco como el de los poetas o el de los pobres derviches, buscadores de la divinidad en un mundo alejado de Dios.
Por desgracia, los acontecimientos externos no caminaban en la misma dirección que nuestro absorbente amor, y muy pronto los odios cainitas despertados en los últimos años terminarían por alcanzar el edén imaginario que habíamos inventado para nosotros dos, poniendo en riesgo incluso nuestras propias vidas por intentar disfrutar un amor prohibido e incomprendido por todos los que nos rodeaban.
(Continuará)