Habitantes del desarraigo (2)

Paul y su amigo Lucien se marchan a estudiar a Argel, una ciudad torturada por la guerra y tomada por los militares franceses. Allí tienen ocasión de presenciar un hecho histórico decisivo y de ser víctimas de un acto de violencia injustificable, que marcará sus respectivos destinos.

PAUL

No recuerdo con exactitud cuando comprendí realmente el callejón sin salida en el que mi patria se estaba introduciendo sin apenas darnos tiempo a reaccionar; tal vez fuera tras la espantosa masacre de Philippeville, en agosto de 1955, en la que murieron 123 personas, entre ellas mujeres y niños, cuando salí de mi ensimismamiento, propio de la adolescencia, y me di cuenta de repente de que el mundo seguro y suave de mi infancia había desaparecido para siempre, para dejar paso a un incierto futuro en el que la relación de desigualdad con nuestros vecinos árabes quedaba más de manifiesto que nunca. Jamás hasta esos momentos había pensado que de algún modo los argelinos musulmanes (pues argelinos éramos todos, cristianos,islámicos o judíos) estuvieran siendo discriminados de algún modo, y, sin embargo, cualquier observador imparcial podía comprobar fácilmente que la población autóctona, aún representando casi el 90% del total, no poseía los mismos derechos que nosotros, empezando por el derecho a la nacionalidad francesa, que ellos rechazaban por motivos religiosos, siguiendo por el derecho a la educación, y terminando por el ridículo sistema electoral que ponía en pie de igualdad a dos comunidades que no poseían el mismo peso específico en términos estadísticos.

Creo que fue nuestra soberbia occidental la que nos cegó totalmente, pero debo añadir que, en aquella época, absolutamente nadie en suelo francés ponía en duda que Argelia era, y seguiría siendo eternamente, una provincia francesa. Ni siquiera en sectores de izquierda se debatía esta espinosa cuestión, y es sabido que el futuro presidente socialista Francois Miterrand era conocido por su defensa apasionada de la Argelia Francesa. Los ataques guerrilleros y los espantosos atentados indiscriminados organizados por el FLN (Frente de Liberación Nacional Argelino), pronto crearon una considerable tensión entre los franceses de Argelia, y poco a poco, nos acostumbramos a convivir con los 400.000 soldados llegados de la metrópoli para pacificar la zona y restaurar el orden. Y, si bien en Orán la situación parecía más tranquila en principio, también allí las cosas habían de cambiar muy pronto, y a peor, desde luego.

Tal vez por eso, y con la idea de estar más protegidos en la gran ciudad, mi mejor amigo Lucien y yo decidimos marchar a estudiar a la prestigiosa Universidad de Argel, donde pensábamos licenciarnos en Periodismo y Derecho, respectivamente. Mi madre no soportaba la idea de que me fuese a vivir a la peligrosa Argel, donde las noticias de disturbios y atentados diarios no eran precisamente tranquilizadoras, pero yo la hice ver que en la gran ciudad sería más fácil que los "pieds-noirs" pudiéramos defendernos, como así resultó ser en realidad, a juzgar por el resultado posterior de los acontecimientos bélicos. Y así fue como, en septiembre de 1957, Lucien y yo hicimos las maletas y partimos rumbo a la cosmopolita capital de Argelia, una ciudad fascinante que considerábamos en nuestra provinciana ignorancia una suerte de París en miniatura, una especie de Estambul pasada por el tamiz del Sena y la boulangerie, una asombrosa mezcla de lo mejor y lo peor de las dos orillas del Mediterráneo. Lo primero que nos llamó la atención de Argel, aparte de su decadente elegancia fin-de-siécle y los evidentes aires de suficiencia de su aburguesada población de pathós (franceses de la metrópoli, en su mayor parte funcionarios públicos y militares) fue que la población de orígenes diversos tendía a elegir un barrio o sector concreto de la ciudad para vivir, tal y como ocurría a menor escala en Orán: los de origen español tendíamos a elegir, como hicimos nosotros, Bab-el-Oued, los italianos La Marine, los numerosos judíos, el barrio de Marengo, y los musulmanes, la populosa Casbah (los de origen estrictamente francés, muchos de ellos de procedencia alsaciana, estaban desperdigados un poco por todas partes).

Lucien y yo compartíamos ambos el mismo origen hispano, él era un guapo muchacho de mi misma edad y ardiente mirada, que había heredado la vocación periodística de su padre, un empresario del sector vinícola que ejerció de joven de gacetillero local y que había sido asesinado a sangre fría poco antes por supuestos trabajadores suyos, simpatizantes locales del Frente de Liberación Nacional Argelino. El adoraba a su padre, y nunca llegó a superar su pérdida, lo que le llevó a sumirse en un estado de apatía y resentimiento anti-árabe crecientes, y comprobar su agónico estado de indiferencia a la vida y odio a la humanidad me llevó a idear la estrategia de llevarle conmigo a Argel, para, alejándole del escenario principal de la tragedia, conseguir su recuperación anímica, en el marco de las supuestas diversiones que debía ofrecernos la capital argelina. Una ciudad que, sin embargo, estaba para pocas alegrías, rodeada de alambradas y tanquetas por todas partes, y con la inevitable presencia de gendarmes, paracaidistas y militares franceses casi a cada paso.

Sin embargo, nuestra estancia en la gran ciudad, que se demostró fructífera en cuanto a nuevas relaciones y en nuestro currículo estudiantil, también ayudó a radicalizar las opiniones políticas de Lucien, que divergían notablemente de mis ideas socialistas, heredadas de mis padres. Cada vez se le veía más identificado con el ala radical estudiantil comandada por Pierre Lagaillarde y Pierre Ortiz, este último de origen español. Hasta que en la histórica mañana del 13 de Mayo de 1958, Lucien levantó las pesadas persianas de madera de nuestro apartamento, abrió los postigos de la ventana hacia fuera y dejó pasar la luz del nuevo día, que se anunciaba cálido y soleado. Se mostraba radiante por primera vez en mucho tiempo, y no le faltaban motivos. Me incorporé en la cama, y él dejó caer de un manotazo dos lustrosos ejemplares de "L´écho d’Alger" y de "La Dépeche Quotidienne d’Algerie", dos de los principales diarios de la ciudad.

-¿Qué pasa, Lucien? ¿A que viene tanta prisa? – tenía aún los ojos legañosos, y tuve que restregármelos para poder enfocar con claridad lo que decían aquellas portadas en tonos sepias, tan características de la época.

  • ¡Por fin, Paul!¡Por fin se hace justicia a este país!.

  • ¿Cómo dices? – eché un vistazo rápido a las principales noticias de portada, pero allí no había nada fuera de lo común, suponiendo que pudiera hablarse de normalidad cuando la noticia principal consistía en una manifestación de repulsa convocada en el centro de la ciudad para honrar la memoria de tres militares franceses asesinados en la vecina Túnez por comandos itinerantes del FLN – No entiendo lo que dices, aquí no dice nada fuera de lo común.

  • Es que no estás leyendo bien – me corrigió Lucien fuera de sí, apuntando con el dedo el texto debajo de la cabecera en el que debía fijar mi dispersa atención.

  • Veamos – empecé a leer – A las 17 horas: Manifestación organizada por el Comité de Vigilancia para un Gobierno de Salud Pública…¿pero que coño es esto, Lucien?.

Ahora mi amigo sonrió arteramente, dirigiéndome una mirada displicente, como si él estuviera en posesión de arcanos secretos fuera del alcance de los simples mortales como yo.

¿Es que no te das cuenta, Pablito? (pronunció mi nombre en español con su marcado acento francés, imitando la forma tan personal de llamarme de mi madre), hoy es el día esperado por los verdaderos patriotas de la Argelia francesa. El día que todos soñamos.

¿Han capturado a la plana mayor del FLN?

¡No, aún no, pero no tardarán mucho, si todo funciona como es debido a partir de ahora!

¿A partir de ahora? Tú me estás ocultando algo, Lucien. ¿En que consiste el Comité ese del que habla el periódico? ¡¿No tendrás tú algo que ver en todo ello?! – pregunté en tono alarmado, aunque sabía de sobra que mi amigo del alma era capaz de meterse en ese y en cualquier otro lío siempre que la política o las mujeres anduviesen de por medio – Si es así, más te valdría haberte quedado en Orán jugando al fútbol con los Espagnols d’Algerie.

Bueno, todo lo que tienes que hacer es acudir conmigo a esa manifestación y averiguar lo que ocurre; y te garantizo que va a ser una concentración muy concurrida.

Ah, ¿si? ¿Y quien va a tomar la palabra en ella? – quise saber sin darle mucha importancia, pensando que sería otra de las múltiples manifestaciones de rechazo a la guerrilla del FLN.

Quien sabe…pero nombres como Massu y Salan están incluidas en las apuestas esta mañana. Todo es posible.

¿El general Massu? ¿Y Salan? ¿Pero es que ha pasado algo fuera de lo habitual?.

Pon la radio, anda…así te enterarás de una vez del momento histórico en que vives.

Me levanté de un salto y me dirigí al diminuto salón; era muy temprano, pero noté que aquella mañana reinaba una extraña agitación en las calles. Encendí el aparato y una voz desconocida por mí, que resultó ser la del General Salan en persona, estaba anunciando en tono solemne que el Ejército francés había tomado personalmente en sus manos la responsabilidad por el destino de la Argelia Francesa. Apagué el transistor, aturdido por las implicaciones que estas incendiarias declaraciones escondían, y me asomé a la ventana, comprobando in situ la inusual algarabía de mi calle a esas horas tempranas. Pequeños grupos de gente se arremolinaban en torno a los kioskos de prensa para comprar las últimas ediciones de los diarios locales, y los murmullos de complacencia con la situación crecían a medida que la ciudad despertaba y se extendía el eco de la noticia del día, y posiblemente del año, en aquel Argel de barricadas y alambres de espino.

¿Te das cuenta ahora, españolito? ¡Lo han hecho! ¡Como Franco en su día, con dos cojones!

No me menciones a ese sujeto, por favor. Sabes que no soporto ni oír pronunciar su nombre. El es el verdadero asesino de mi padre.

Mi amigo me devolvió una abrasiva mirada que indicaba a las claras que se sentía aludido como hijo de otro hombre asesinado. Decidí cambiar de tema e interrogarle sobre lo que sabía de aquella aparente conspiración militar.

Nosotros (se refería a la conocida organización derechista Asociación General de estudiantes de Argel, dirigida por el ultra Pierre Lagaillarde) lo sabíamos todo desde hace meses, pero como comprenderás no podíamos comentar nada a elementos dudosos e izquierdistas como tú. Ahora que el golpe ha triunfado, tenemos en nuestra mano la llave de la estabilidad del gobierno francés. Si no responden a nuestras justas demandas, entonces

¿Entonces, Lucien? – adopté un tono interrogatorio policial, los brazos en jarras, para dar mayor énfasis a mi acerada pregunta.

Entonces – pareció dudar un momento, entornando los ojos en místico recogimiento, para abrirlos a continuación como inflamado por la urgencia de su evidente respuesta – entonces tendremos que tomar medidas dolorosas pero necesarias. París arderá por los cuatro costados si no se atienen a nuestras condiciones; y la primera de ella es la inmediata renuncia del incapaz gobierno de Félix Gaillard y compañía.

¿Os habéis vuelto locos? El Ejército nunca se ha levantado en armas contra sus propios ciudadanos en toda la historia francesa. ¡Esto es una locura!.

Una locura necesaria… – dejó caer Lucien a modo de justificación, sonriendo entre dientes y mostrando el lado más siniestro de su dual personalidad.

Aquella tarde, tal como anunciaban los periódicos de la mañana, miles de personas se reunieron frente a la sede del Gobierno General de Argel, en el centro de la ciudad. Gentes de toda condición y pelaje, en su mayoría honrados "pieds-noirs" portando orgullosos sus banderas tricolores y las aparatosas cruces de Lorena, pero también una nutrida representación musulmana, incluyendo una multitud de mujeres vestidas al estilo tradicional islámico, jalearon a los flamantes golpistas, que respondían obsequiosos desde el balcón con discursos patrióticos, apelando a la responsabilidad moral de Francia en solucionar la crisis argelina de manera inmediata, como si eso fuera posible, y haciendo un llamamiento al por entonces retirado General De Gaulle, héroe nacional en la II Guerra Mundial, para asumir su responsabilidad histórica y ponerse al frente del movimiento de regeneración nacional que impidiese la vergonzosa situación de continuo desorden y abierto caos en que se encontraba la otrora próspera Argelia francesa. A pesar de no compartir en absoluto el ideario político y los peculiares métodos de extorsión a distancia de que hacían gala los allí congregados, no pude por menos que emocionarme hasta las lágrimas al contemplar aquella inmensa multitud reunida junto al puerto en aquella agradable tarde primaveral; aquella pobre gente, mis queridos compatriotas, no eran en realidad la piara de golpistas que los medios extranjeros presuponían, sino un grupo humano harto de matanzas indiscriminadas y atentados diarios, de sufrir el horror de la guerra en carne propia, y que exigían inmediatas medidas, una rectificación del rumbo antes de que fuese demasiado tarde (¿acaso no lo era ya tal vez?) para evitar el desastre; tal vez el método elegido en su desesperación no fuera el más respetable o el más idóneo, pero así eran las cosas en mi país en aquel entonces. Mi país, he vuelto a decir. Aún me estremezco al escuchar estas palabras referidas a mi Argelia natal. Dirigí la vista hacia los concurridos balcones, hacia los chavales encaramados a las palmeras y a las farolas de la plaza, escudriñé aquellos rostros preocupados del público alrededor nuestro, conscientes de la gravedad del momento histórico que vivían. Todos juntos gritaban con una sola voz, coreaban eslóganes a favor de la paz y de la concordia, vitoreaban a Massu y a Salan, que se dejaban querer por la impresionante masa humana, convertida en improvisado oráculo en aquella gozosa tarde para el recuerdo. Incluso yo mismo reconozco haber llorado al entonar "La Marsellesa" en compañía de mi pueblo, y haberme abrazado a un emocionado Lucien cuando Massu gritó desde el balcón: ¡Viva la Argelia Francesa! y ser respondido por miles de gargantas entusiastas a coro como un solo hombre…o una sola mujer, porque la proporción de féminas en aquella manifestación era considerable.

Los acontecimientos se precipitaron en cadena a partir de entonces. Dos días después una nueva y masiva manifestación en el centro de Argel incorporaba ya el eslogan definitivo de la jornada: ¡Viva De Gaulle!, que incluso salió de los labios del propio Salan, quien lo diría teniendo en cuenta los hechos futuros. La respuesta pública del interesado se hizo esperar dos días más, cuando comunicó oficialmente que estaba presto a "asumir los poderes de la República", ante la gravísima situación generada por el Ejército francés destinado en Africa. Ante el impasse de las fuerzas políticas, superadas por la existencia de dos poderes paralelos que se desafiaban mutuamente, De Gaulle volvió a reiterar el día 19 su disposición a liderar un gobierno fuerte de unidad nacional ante el nada desdeñable riesgo de una confrontación armada entre franceses. De hecho, el 24 de Mayo fuerzas paracaidistas procedentes de Argelia ocuparon la isla de Córcega en una operación relámpago que se desarrolló pacíficamente, pero que constituía una velada amenaza de la escalada militar que podría desarrollarse, denominada en la jerga militar " Operación Resurrección ", en caso de negarse el Presidente de la República, René Coty, a poner al frente del Gobierno a De Gaulle, tal como exigían los golpistas. Finalmente, tras quince días de tensiones y desacuerdos, Coty accedió el día 29 a la propuesta de los militares rebeldes, en lo que tal vez haya sido uno de los culebrones políticos más apasionantes del siglo XX; tampoco le quedaba a Coty demasiado margen de actuación, toda vez que los militares rebeldes habían fijado como fecha límite de negociación el 30 de Mayo, fecha en la que pensaban tomar París sirviéndose para ello de los paracaidistas de la base aérea de Rambouillet. Queda por determinar cual hubiera sido entonces la respuesta del resto del Ejército galo, y si el mencionado riesgo de una guerra civil a causa del conflicto argelino hubiera tenido efecto en realidad. Por suerte, no fue necesario llegar a esos extremos, y con el advenimiento del viejo general al poder, saludado como el redentor de Francia, y de la Argelia francesa en particular, se abrió un nuevo proceso histórico que habría de finiquitar la malhadada IV República, para dar origen a la V, aún en vigor a día de hoy.

Y paralelamente a estos gravísimos hechos que pusieron en jaque la estabilidad del país entero, mi vida dio un vuelco total en la noche del 13 al 14 de Mayo, la noche más larga en la que París contuvo el aliento al llegar las primeras noticias fidedignas de lo acontecido en Argelia durante aquella histórica jornada. Todo ocurrió cuando regresábamos de la manifestación, Lucien llevando al hombro la bandera de Francia; estábamos atravesando la Casbah, que sentíamos esa tarde más segura que nunca debido a la gran presencia policial, cuando al doblar un recodo en la parte baja, cerca ya del puerto y de Bab-el-Oued, fuimos víctimas de una encerrona por parte de un grupo de cinco chavales árabes, sin duda vecinos del populoso barrio. Dirigiéndose a nosotros en francés en todo momento, nos acorralaron en el fondo de un estrecho y sucio callejón sin salida, taponando los muy cobardes la única salida disponible. Uno de ellos, con pinta de matón de barrio, al que no calculé más allá de 20 años, extrajo un pistolón que ocultaba bajo el blusón que le tapaba parcialmente la cintura. Con gestos decididos, nos conminó a seguirle y a no efectuar ningún movimiento extraño. Lo primero que hicieron aquellos desalmados fue retirar de manos de Lucien la bandera nacional y hacerla jirones ante nuestros atónitos ojos: Esto es lo que vale aquí ese trapo…murmuró uno de los presentes, todos ellos jóvenes arrabaleros a los que se notaba enardecidos de espíritu patriótico. El líder de la banda se adelantó a llamar con los nudillos en la aldaba del grueso portón de madera situado a nuestras espaldas. Al cabo de un tiempo que no pudo ser excesivamente largo, pero que a ambos se nos hizo eterno, en el que nuestros atacantes no cesaban de mirarnos con profundo rencor reflejado en los ojos, una mujer de mediana edad, tapada casi por completo, de modo que sólo se la distinguían sus vivarachos ojos a través de sus espesos ropajes, abrió la puerta, permitiéndonos la entrada, retirándose a continuación al interior de la casa, que quedaba al fondo de un patio interior ajardinado en el que se distinguía una recoleta fuente ornamental. La casa estaba, sin embargo, muy vieja y llena de desconchones por todos lados. Nos hicieron pasar a lo que parecía un viejo y mugriento taller de carpintería, en la que todo rastro de actividad consistía en unos cuantos listones de madera apilados de mala manera en el fondo de la diminuta estancia y unos cuantos serruchos esparcidos por el suelo. Lucien y yo nos miramos horrorizados ante lo que nos pareció nuestro dantesco destino, pero en realidad desconocíamos aún que la decisión de nuestros captores no consistía en desmembrarnos como a un cerdo salvaje, sino que su sofisticada tortura no tenía mucho que envidiar a las que supuestamente realizaba bajo cuerda el Ejército francés en Argelia; iba a ser una refinada puesta en escena que no olvidaríamos jamás, y que cambiaría nuestra percepción de la vida para siempre. Ya nunca seríamos los mismos desde aquel maldito 13 de Mayo, del mismo modo que Argelia ya nunca volvió a ser la misma después de que Salan y Massu se encaramaran al balcón del Gobierno General y lanzaran un órdago a la grande en dirección al mismísimo Palacio del Elíseo.

Cuando observé que uno de aquellos gañanes cerraba la puerta con llave y se la guardaba en el bolsillo, y que otro de los emboscados cerraba a cal y canto el diminuto postigo que servía de respiradero y ventilación de la estancia, me puse en lo peor. Repetí mentalmente todas las oraciones que el padre Calvet me había enseñado en Orán a lo largo de mi infancia, hasta mi tardía Confirmación, aunque sabía que sólo un milagro podría sacarnos de allí con vida.

Ahora que ya sabéis el fin que os espera – anunció en tono desafiante el lidercillo, mirándonos fijamente por turnos, y sin dejar de apuntarnos con su pistola, la mano acariciando de forma ostensible el percutor – podéis rezar vuestras últimas oraciones, antes de que el Infierno acoja a otros dos infieles explotadores del pueblo argelino como vosotros

Pero antes – sugirió entre risas, otro de los presentes, de clara apariencia bereber – nos daremos el gusto de que reneguéis de vuestra patria y de vuestra religión.

No pensamos hacer tal cosa – aseguró en tono desafiante un aparentemente calmado Lucien – Antes preferimos morir, ¿verdad, Paul?

¡Oh, se llama Paul el muchachito! – el líder se acercó hasta mí sin dejar de empuñar el arma; se situó directamente a mi espalda y colocó la pistola a la altura de la sien, mientras con la otra mano me palpaba indisimuladamente el trasero – Bonito nombre para un cadáver; te llamas como uno de vuestros ridículos santos, pero tú, a diferencia de ellos, no vas a morir virgen – se carcajeó ostensiblemente al decir esto, mientras sus compañeros le reían la gracia y nos dedicaban miradas desafiantes.

El joven líder de cabellos ensortijados y sonrisa ladeada se situó ahora frente a mí y acercó su rostro casi hasta rozar mi mejilla. La fiesta iba a comenzar y yo estaba a punto de mearme en los pantalones; a mi lado, Lucien parecía mucho más tranquilo, aunque es probable que la procesión fuese por dentro.

Grita conmigo: ¡Viva Argelia libre! ¡Abajo la Argelia francesa!

¡No lo hagas, Paul! – me advirtió Lucien sin pestañear apenas – Sólo quieren humillarnos.

Ahora el líder se dirigió en árabe a sus adlátares, que roderaron a mi amigo por detrás y los lados y le propinaron una serie de puñetazos en el vientre y en el rostro hasta que dio con sus huesos en el suelo; en ningún momento le oí quejarse en exceso, salvo el natural resoplido de dolor al encajar los golpes. Cayó al suelo hecho un ovillo, y abrió los ojos a tiempo de recibir una nueva patada en el estómago del líder de la banda. Ahora el grito de dolor sí fue perfectamente audible, y sentí estremecer en mi interior cada célula de mi aterrorizado cuerpo.

¿Te crees muy listo, verdad, pies negros de mierda?. Pues recuerda que en este país sólo eres un invitado, no el dueño de la casa.

Luego se giró complacido hacia mí, y se acercó con una mirada lujuriosa en la cara que me alarmó por completo. Quería escapar de aquel lugar, pero sabía que eso ya era imposible a esas alturas. Traté de fingir indiferencia y dignidad, pero por dentro me estaba derritiendo como un helado italiano al sol. El notó mi nerviosismo y se sintió más seguro aún de su posición de poder sobre mí. Con su tosca mano, que no podré olvidar mientras viva, me acarició la mejilla y situó primorosamente en su sitio un mechón rebelde del flequillo, que había abandonado su lugar asignado en el engominado tupé que gastaba en aquella época de mi vida, era el signo de los tiempos.

No tengas miedo – dijo para tranquilizarme aquel enviado del infierno – no debes temer, eres un chico muy guapo ¿sabes? Tu amigo es más alto y más fuerte, pero no cumple las condiciones que requerimos en este momento mis amigos y yo. ¡Desnúdate, anda!.

Ante mi negativa a efectuar una acción tan vergonzosa, recibí la primera de las muchas bofetadas que habrían de caerme aquella noche de mayo. El resto de sus secuaces se acercaron a mí, ebrios de sexo y violencia, y me arrancaron las ropas a tirones, a pesar de mi inútil resistencia. Uno de ellos me tapó la boca con su mano, que yo mordí con rabia, a lo que él respondió llamándome zorra del demonio en árabe y francés, y propinándome un puñetazo en la boca del estómago que me dobló en dos. Incapaz de ofrecer mayor resistencia a mis atacantes, me dejé hacer a partir de entonces. Yo no sabía mucho de sexo en aquel entonces, y sospecho que Lucien tampoco, aunque ninguno de los dos éramos técnicamente vírgenes en aquel momento; nuestras visitas a los prostíbulos de Argel habían sido provechosas en ese sentido; Lucien incluso aseguraba haber hecho el amor con una joven francesa de vacaciones en Orán el año anterior, pero nunca me lo creí demasiado.

Lo llamativo de las verdaderas violaciones, que no tienen mucho que ver con lo que se piensa la mayoría de la gente, es que no suelen seguir un guión preestablecido, y desde luego que la persona violada nunca llega a sentir placer alguno antes, durante o después de la acción, y sí mucha vergüenza y humillación. En mi caso esa sensación aumentaba por el hecho de que mi mejor amigo se encontraba presente contemplando los hechos. Lucien estaba en ese momento sentado, con la espalda apoyada en la pared del fondo, despeinado y con los brazos cruzados sobre el pecho, como terminándose de recuperar de un dolor muy profundo. Completamente desnudo, me llevaron a empellones hasta donde se encontraba mi sorprendido amigo, y me obligaron a tenderme boca abajo, con la cabeza provocativamente colocada en el paquete de Lucien, que separó las piernas y me acarició el pelo con la mano, como una madre protectora, mientras musitaba muy bajito: "Tranquilo, Paul, yo estoy contigo. Tranquilo, chaval". Pero poca tranquilidad podía sentir cuando empecé a notar como una especie de garfio forcejeando en el interior de mi ano, mientras otro de aquellos impresentables me golpeaba los glúteos hasta que el ruido seco del palmeteo constante resonaba en el silencio sepulcral de la noche. Pude notar después que el líder, que llevaba la iniciativa en todo el proceso, escupía un par de veces directamente en el esfínter, y tras pasar la lengua e introducir a la carrera un par de dedos por mi estrecho agujero, me intentó penetrar sin éxito, algo que pareció excitarle aún más, pues no cejó en su empeño, a pesar de mis gritos desesperados y mis lágrimas suplicando piedad, hasta que consiguió de algún modo reventar mis entrañas y cabalgarme con la misma fiereza y falta de empatía que caracterizaba cada una de sus acciones.

El daño físico y emocional que sentía es imposible de describir con palabras, a lo que se sumaba que, al quedar mi cabeza a la altura del paquete de mi amigo, pude notar perfectamente como, contra su voluntad, posiblemente, se iba formando una monstruosa erección en el pantalón de franela de Lucien. El no dejaba de acariciarme la cabeza y susurrarme palabras de consuelo, que quedaban eclipsadas por los salvajes gritos de placer de mi desvirgador, y de su hatajo de comparsas, que se masturbaban de rodillas a nuestro lado, observando ufanos la hazaña sin par de su jefe natural. Uno de ellos se dio cuenta pronto del descomunal bulto en el pantalón de Lucien, y dio la voz de aviso a los demás; tras la sesión de risas y chascarrillos en ambos idiomas que siguieron, ni corto ni perezoso uno de los atacantes desabrochó el cinturón de un remiso Lucien, le bajó la cremallera y dejó al descubierto una impresionante polla a medio descapullar, que me sorprendió por su enorme tamaño, mucho más grande que la mía, a decir verdad, y por el notable grosor de su diámetro. Agarrándome del pelo al mismo tiempo que sacaba el rabo de mi compañero a pasear, me introdujo su capullo en la boca para que lo saboreara, aunque yo lo único que deseaba en aquel momento era vomitar. Las embestidas del joven árabe me tenían en vilo y con el alma rota, y ahora su ayudante hundía mi cabeza sin conmiseración alguna hasta que pude notar como la punta de su prepucio rozaba mi indefensa campanilla. Con un movimiento pendular, el muchacho argelino fue guiando mis primeros pasos en aquella insólita iniciación homosexual, arriba y abajo, hasta que decidió dar la lección por concluida y que fuera yo el que siguiera mi propio ritmo, a riesgo de llevarme alguna hostia si alguno de ellos consideraba que mi ritmo de progresión era demasiado lento, o insuficientemente pasional según sus particulares códigos eróticos.

Durante esta forzada felación miré un par de veces de reojo para contemplar la cara de Lucien, al que no podía imaginar de ningún modo complacido con una situación como aquella. Sin embargo, todo lo que pude observar fue a mi mejor amigo y compañero del alma con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados como en trance, murmurando alguna frase inconexa, nombrando a mujeres para mí del todo desconocidas, entre ellas una tal Brigitte, que yo identifiqué de inmediato con la Bardot, su musa erótica desde que se estrenara un par de años antes "Y Dios creó a la mujer". Todo era surrealista, y los sujetos que me rodeaban parecían sacados de algún museo de los horrores o de alguna tribu de antropófagos perdida en la espesura de la selva virgen de Nueva Guinea. Pero no, todo aquello era real, y estaba sucediendo en aquel momento frente a mis mismas narices. Creo que nunca he sentido mayor estupor y asco en toda mi vida que en el preciso instante en que Lucien, sin poder contenerse por mas tiempo ante mis obligados lametones a su robusto miembro, se corrió en el interior de mi boca, haciendo que me atragantara y de paso provocando las risas inconexas de desprecio del resto de la jauría de infrahombres que me violaba por turnos. No recuerdo exactamente cuanto duró aquel calvario, porque perdí la noción del tiempo, y en algún momento hasta la conciencia de estar presente en aquel lugar, como si mi cuerpo violentado y mi alma pura y cristalina se hubieran disociado por completo a consecuencia del trauma sufrido. Sólo creo recordar vagamente que finalmente, cuando el líder terminó su faena, y un hilillo de semen resbalaba grotescamente desde el interior de mi ano cayendo como un río de lava por el interior de mis muslos, me voltearon sin explicación alguna, y el resto de la banda prosiguió sus actividades mirándome de frente como perros en celo, con uno de ellos de pie sobre mi cabeza separando mis fornidas piernas de futbolista amateur, y el beneficiario de mi culo empalmado aprovechando para introducirse en mis entrañas; yo me retorcía de puro dolor, pese a que Lucien me tapaba su boca con la mano, aún manchada de su propio semen, que me veía obligado a tragar de nuevo de esta manera. Al finalizar aquella histórica jornada, los cinco jóvenes magrebíes me obligaron a arrodillarme ante ellos, yo con los ojos cerrados y el corazón latiendo a mil por hora, y, situados en círculo delante de mí, mientras uno de ellos desde detrás me abría la boca, se fueron corriendo en mi cara casi al tiempo. Tener que tragar aquella lefa asquerosa fue la mayor prueba acometida en mi vida adulta, y, en comparación, la involuntaria corrida de mi amigo Lucien me había sabido a gloria. Para rematar su envilecida conducta, intentaron obligar a Lucien a besarme en la boca, que chorreaba una espesa capa de semen argelino, a lo que él se negó en redondo. Molesto ante tamaña insolencia, el líder empezó a gritar como un poseso en su idioma, ante lo cual dos de sus esbirros le agarraron de ambos brazos y otro le tiró del pelo hacia atrás y le obligó a arrodillarse ente sus captores. En un acto digno de su naturaleza espiritual, el líder del comando, que tenía la polla en estado morcillón, como se suele decir, se acercó a escasos milímetros de mi amigo y le meó en la cara sin ningún tipo de reparo, animando al único de sus secuaces que quedaba libre en ese momento a imitarle. La lluvia amarilla que regó la cara y la boca de Lucien, que no se quejó en ningún momento del tratamiento recibido, fue sin duda la puntilla de una tarde importante para los intereses de la Argelia francesa, pero nefasta en nuestro devenir personal y humano.

Poco después, en un intervalo de tiempo que se me hizo eterno, me vestí con mis ropajes raídos en completo silencio, antes de ser obligados a punta de pistola a abandonar el lugar sin volver la vista atrás y con la creíble promesa de que si nos atrevíamos a denunciarles a los gendarmes no quedaría de nosotros ni la suela de los zapatos, una vez que nos hubieran rociado con gasolina y prendido fuego, en una práctica desgraciadamente muy común en aquellos días de brutalidad y masacres sin cuento. Apretando los dientes en mi dolorida humanidad, observé la fría impavidez del rostro congestionado de Lucien mientras nos dirigíamos escaleras abajo rumbo a la civilizada placidez de la ciudad europea. Me extrañó no escuchar de sus labios sonido alguno durante todo el trayecto, y que todo lo que hiciera fuera secarse obsesivamente el rostro, aún húmedo de las meadas que habían depositado en su superficie aquellos vándalos inhumanos. Fue tan sólo al llegar a la Ciudad Europea cuando al fin pudimos respirar tranquilos, mirar hacia atrás con cierto justificado recelo, para descubrir que nadie nos seguía, y fundirnos en un estrecho, interminable abrazo, para, sin palabras, consolarnos mutuamente de nuestras desdichas. Fue en aquel lugar, en una esquina de la popular Rue Michelet, cuando por primera vez escuché una declaración de Lucien que me dejó completamente helado, pero a la que no di excesiva importancia entonces, pues consideré que se debía a la lógica impotencia que sentía ante la consumación de unos hechos tan lesivos para nuestro honor y dignidad como personas. Pero me equivocaba radicalmente. Aquel fue el principio de una asombrosa transformación de mi querido amigo, un buen cristiano que se transmutaría con el paso de los años en un asesino sin escrúpulos y en un racista consumado y confeso.

Te juro por Dios, Paul, que esos cerdos tienen los días contados. La humillación que hemos vivido hoy será nuestro secreto, nadie más debe saberlo. Pero te prometo que esos maricones de mierda van a morir muy pronto. Yo me encargo de todo.

Me separé para mirarle, incrédulo aún, pero no conseguí conmover un solo músculo de sus pétreas facciones. No supe como reaccionar, pues yo mismo estaba absolutamente fuera de la realidad. El culo me escocía como si me hubieran introducido un hierro candente con el ánimo de fundirme los intestinos, sentía un repentino acceso de fiebre que me obligaba a caminar despacio y apoyado en el fuerte hombro de Lucien, y odiaba el aliento pastoso que emanaba de mi garganta y de mi forzada boca. Me sentía sucio por fuera y por dentro, y esta incómoda sensación se prolongaría durante muchas semanas a partir de entonces, sin que encontrara una respuesta a mis pesares en mis constantes visitas en busca de un incierto consuelo a la Basílica de Nuestra Señora de Africa, que domina la Kasbah desde la colina en que fue construida en el siglo XIX en un vistoso estilo neo-bizantino. Tres semanas después de mi salvaje violación, leí de pasada en "L’écho d’Alger" que los cadáveres descuartizados de cinco jóvenes árabes residentes en la Casbah habían aparecido con horribles signos de mutilación en sus sexos en un vertedero a las afueras de la ciudad, en dirección a Blida. Comenté la noticia de pasada con Lucien, que estaba preparando sus exámenes finales con la misma aplicación de siempre, y me devolvió tan sólo una sonrisa sardónica y carente de emoción, mientras un siniestro proverbio salido de sus labios parecía presagiar que su encallecido corazón no conocía el significado de la palabra perdón, y mucho menos el significado último de la justicia, optando por la venganza más atroz, a cargo sin duda de sus amigotes de los temidos "escuadrones de la muerte" de la Universidad de Argel.

La justicia divina siempre encuentra la manera de hacerse escuchar, Pablito. A veces sólo hay que esperar para ver pasar por tu puerta el cadáver de tu enemigo.

Sentí un involuntario escalofrío al escuchar aquel injustificable comentario, pero, una vez más, pequé por omisión y me negué a responderle como hubiera sido pertinente. El se crecía con este silencio cómplice, del que ahora me avergüenzo extraordinariamente, pero que era achacable a mi juventud e inexperiencia política. Pronto tendría ocasiones sobradas de lamentar la violenta deriva que había tomado tan ardiente defensor de la Argelia francesa, que estaba dispuesto a defender su ideal hasta las mismas puertas de la muerte, literalmente hablando, de ser necesario. Doblé el periódico en dos y me marché a pasear por las concurridas calles del centro de Argel, donde se mezclaban en azarosa promiscuidad los representantes de dos bandos técnicamente en guerra, que se veían obligados sin embargo a compartir calles y mercados en la diaria lucha por la supervivencia. Porque llegaría un momento, en torno a los primeros años 60, en que todo lo que podía hacerse en la torturada Argelia de la época era precisamente eso, sobrevivir a la anunciada catástrofe.

(Continuará)