Habitantes del desarraigo (1)
Paul cuenta la historia de su familia desde su nacimiento, y los desagradables sucesos que marcaron su juventud, empezando por la rocambolesca llegada a Argelia de su madre, una española buscando refugio al final de la Guerra Civil.
NOTA DEL AUTOR: En los últimos años, especialmente después de la invasión norteamericana a Irak, en la primavera de 2003, empezó a hablarse de nuevo de la guerra de Argelia, un sangriento conflicto colonial enterrado en lo más profundo de la memoria de ese ente abstracto conocido como la conciencia colectiva de la humanidad, excepto en dos escenarios muy concretos: Francia, donde continúa siendo un tema de interminable debate social (y ningún debate es más caldeado y apasionado que en la analítica tierra de Voltaire, Racine y Moliére) y en la propia Argelia, que ha canonizado el conflicto y a sus "mártires". Es sabido que el inefable presidente Bush estuvo visionando junto a su Estado Mayor en pleno una copia de la obra maestra del director italiano Gillo Pontecorvo " La batalla de Argel ", que, a pesar de narrar tan sólo un episodio concreto dentro de la prolongada guerra de desgaste entre la guerrilla del FLN y el Ejército francés, es una dolorosa muestra de lo que dio en llamarse en la época "cinema verité", y resulta absolutamente creíble con su dramática carga de violencia extrema a cuestas. Sin embargo, pese a la multitud de libros que se han escrito sobre el tema en estos años más recientes, se trata de un conflicto un poco olvidado, del que el ciudadano medio apenas sabe nada, excepto quizá que a menudo es comparada en los medios con la mucho más próxima y candente guerra de Irak. Posiblemente un francés entendería este relato sin apenas información adicional por mi parte, porque allí el "trauma argelino" sigue casi tan vivo como medio siglo atrás, ha condicionado la vida política de los últimos cincuenta años (la V República no existiría sin los ecos de la rebelión argelina de fondo) y tampoco los resultados electorales de la extrema derecha hubieran sido los mismos sin tener en cuenta el profundo pozo de rencor y resentimiento en que cayeron muchos de los perdedores de esta terrible historia de sangre y venganzas, los llamados peyorativamente "pieds- noirs" (pies negros) por sus propios conciudadanos, que les endilgaron además todo tipo de epítetos insultantes, desde racistas, explotadores colonialistas a fascistas sin escrúpulos. Pero, a 50 años vista ¿eran tan malos los franco-argelinos (que ese es el verdadero nombre de esta comunidad, aunque ni todos eran de origen francés, como veremos en el relato, ni muchos de ellos poseían la nacionalidad francesa) como la propaganda izquierdista de la época proclamaba a los cuatro vientos?. A mi modo de ver, y como reconocen hoy en día los historiadores más objetivos, la minoría "europea" de Argelia se vio atrapada en un conflicto desgarrador del que ellos fueron más víctimas que verdugos, pues se convirtieron en el recurrente blanco del odio de los independentistas argelinos, y se vieron envueltos en una creciente cadena de golpes y contragolpes en el que llevaban la peor parte, por su escasa capacidad de autodefensa, que debía llevar a cabo el Ejército francés. Una orgullosa armada que, si bien ganó la guerra sobre el terreno, la perdió en los despachos y en el más sutil terreno de la voluble opinión pública, alarmada por las acusaciones de torturas y desapariciones que llegaban diariamente a través de los alarmados corresponsales de guerra europeos.
Hoy sabemos, por los estudios que se han llevado a cabo sobre esta singular comunidad histórica, que ni era una población de colonos poderosos y elitistas, al estilo británico, que mantuviera las distancias con la población local, ni se les podía considerar en modo alguno explotadores de los argelinos propiamente dichos, aunque es evidente que el sistema de cuasi "apartheid" sobre el que se asentaba la ocupación francesa les beneficiaba en exclusiva a ellos, que representaban exiguamente el 10% de la población total argelina. Sobre este tema se han repetido muchas inexactitudes, pero, para resumir y que el lector se haga una idea de quienes eran aproximadamente los tan famosos (en su época) "pieds- noirs", habría que empezar por aclarar lo que no eran: no eran colonos , es decir, que la mayoría había nacido en tierras argelinas, y a menudo sus padres y abuelos también, por lo que sus lazos con la metrópoli eran meramente simbólicos y sentimentales en la mayor parte de los casos, pues la mayoría no conocía la tierra de sus antepasados, y su acento regional era marcadamente distinto y delatador de su origen "africano" (tan reconocible a los oídos sensibles como el canario, por poner un ejemplo, en el caso español); tampoco era una comunidad excesivamente próspera: si bien vivían notablemente mejor que la postergada mayoría musulmana, su nivel de estudios solía ser bajo, sus ingresos notablemente menores que en la Francia metropolitana y una amplísima mayoría correspondía a lo que podría denominarse pequeña burguesía de provincias, en muchos casos de clase media-baja y escasas ambiciones sociales. Los potentados y grandes fortunas no abundaban entre sus filas, y es sabido que, si bien el sistema impuesto por la administración francesa era abiertamente racista y discriminatorio hacia la población originaria, ellos, en muchos casos, se relacionaban de buen grado con la población árabe (basta ver los videos disponibles de la época para comprobar lo próximas que vivían ambas comunidades, que nunca llegaron a mezclarse, sin embargo, por motivos religiosos, sobre todo); un ejemplo claro de su adaptación al medio es que las autoridades españolas intentaron durante años, con escaso éxito, todo hay que decirlo, atraer ciudadanos franco-argelinos a la zona de administración española en Marruecos, pues valoraban extraordinariamente su experiencia, centenaria en algunos casos, en el Norte de Africa, su conocimiento del árabe y de las costumbres musulmanas, y su carácter emprendedor.
Por último, añadir que en la grafía de los nombres árabes he preferido utilizar la tan rotunda jota española en nombres como Jalil o Jáled, que su correspondiente versión en francés e inglés, Khalil y Khaled, que suena exactamente igual pero lo único que hace es liar al hablante español, y es que los españoles disponemos de una única letra para pronunciar lo que nuestros vecinos del norte necesitan al menos dos.
Como reflexión final de lo antedicho me quedo con un conocido pensamiento a propósito de los horrores de la guerra argelina. Preguntado por su proclamada neutralidad en la contienda y por sus deseos de una paz justa y consensuada, el más famoso "pied noir" de la historia, el Premio Nobel de Literatura Albert Camus, reconoció, con una sinceridad inusual en un hombre público de su categoría humana, que, si bien él comprendía los irresponsables excesos de la colonización francesa, "si tengo que elegir entre la justicia y los míos, me quedo con mi madre". Lo que él quería expresar con esta especie de aforismo zen es que, si para que el pueblo argelino gozara de independencia y libertad tenían que volarle la cabeza a su madre, él se posicionaba a favor de los suyos y no de una idea noble pero llevada al paroxismo en una carnicería sin fin. Creo que sólo alguien que haya sufrido el desgarro insondable del exilio de su tierra natal puede entender a carta cabal las contradictorias declaraciones del autor de "El extranjero", que sin duda intuía desde el principio de la guerra el doloroso final que les tenía reservado el destino a los suyos, una vez que la bandera tricolor fuera arriada en Argel y su centenaria comunidad quedara a merced del odio y la sed de venganza, como efectivamente ocurrió.
AURORA
La historia que tengo que compartir sucedió hace muchos años, sin duda, pero el olor de la sangre y las vísceras de las víctimas de todos aquellos atentados indiscriminados aún rondan por mi cabeza y me visitan en mis pesadillas nocturnas; no una, ni dos, sino varias veces me salvé de milagro de perecer en medio del horror de bombas y ráfagas de ametralladora, un ritual cotidiano que se convirtió en el pan nuestro de cada día de aquellos años formativos de juventud, en el Argel de todas las violencias y de todos los lamentos.
Nada en mi origen podría hacer pensar en las vicisitudes posteriores que habrían de afligirme en el futuro. Mis padres eran españoles de pura cepa, madrileños ambos, y aún conservo una foto juvenil de ambos con otros compañeros de partido en el local de las Juventudes Socialistas Unificadas de su barrio, que creo recordar que se llamaba Universidad, y mi madre mencionaba mucho, con su castizo acento español, la calle San Bernardo, donde al parecer se crió de pequeña.
Mi padre, al que nunca llegué a conocer, era un hombre joven y guapo, "un tipógrafo pinturero que volvía locas a mis amigas, pero él bebía los vientos por mí desde siempre", me comentó mi madre en muchas ocasiones, con un deje de nostalgia en la voz, cada vez que "celebrábamos" en ausencia el cumpleaños de mi ausente progenitor, el 5 de Febrero de cada año. Mi madre, Aurora, era camisera de profesión, y antes de la guerra cosía para gente importante; ella no tenía ideas políticas propias, sino las que adoptó de su novio y después marido, es decir, comunistas revolucionarias, como solía decir ella en tono quejoso algunas veces: "si tu padre no hubiera sido tan comunista ", o bien, si estaba de mejor humor:"si Franco no se hubiera levantado contra el pueblo trabajador como lo hizo ". Según narraba con su singular gracejo, ambos se habían conocido en una verbena popular en la primavera de 1935, pero no fue hasta el otoño de aquel año en que ambos jóvenes "empezaron a hablar en serio", que en el peculiar vocabulario de mi madre equivalía al cortejo previo al matrimonio propiamente dicho. Casorio, por lo civil y con el puño en alto de ambos contendientes sustituyendo al tradicional beso de recién casados, que se celebró muy pronto, en la turbulenta primavera del 36, permitiendo a la guapa muchacha de 21 años que era mi madre entonces abandonar la austera portería de barrio en que malvivía hacinada con sus siete hermanos, para iniciar una nueva vida al lado del hombre que amaba en un entresuelo diminuto de la calle Silva; una casa que databa de principios del siglo XX y que en mis posteriores visitas a la capital de España localicé rápidamente a espaldas de la popular Gran Vía, la "avenida de los obuses", como sería conocida popularmente por los sufridos madrileños durante el prolongado asedio que sufrieron durante la guerra civil.
Después, la movilización de Pablo, mi padre, al frente de Somosierra en los primeros días de la guerra, su participación en las campañas del Jarama y en la caída de Guadalajara, y posteriormente en la decisiva batalla del Ebro, antes de regar con su sangre luchadora de tan solo 23 primaveras las arenas del ancho río a su paso por la localidad tarraconense de Falset, en septiembre del 38. Fue, al parecer, algunos meses antes del nacimiento de mi hermana Almudena, en abril de 1937, cuando mi madre fue evacuada por el Gobierno republicano a Valencia, ante el cariz de los acontecimientos en la capital, la constancia asesina de los fascistas en sus bombardeos sobre la población civil y el desabastecimiento creciente que atenazaba a la sufrida población local. Allí vivió refugiada el resto de la guerra, en casa de un matrimonio de mediana edad sin hijos, que se encariñaron con mi hermana como si de una hija tardía o una nieta precoz se tratase, y que cuidaron a mi madre cuando enfermó de fiebres tifoideas, durante el transcurso de un invierno particularmente duro en la zona levantina. Fue así como, con ocasión de un permiso de dos semanas, previo a la decisiva batalla del Ebro, mi padre visitó a mi madre en su refugio valenciano, sólo para volver a marcharse, esta vez de modo definitivo, sin saberlo ninguno de los dos, pero dejándola a modo de regalo de despedida el embrión de lo que habría de convertirse con los años en la persona que soy ahora: Paul Hernández, ni enteramente español ni enteramente francés; siempre argelino hasta la médula, sin embargo, por mucho que me sea negada la ciudadanía, esa la llevo escrita en el corazón desde que nací. No acierto a imaginar el terrible sufrimiento de mi madre, bordando guerreras para los valientes soldados de la República en la soledad de su particular exilio valenciano, el primero de otros muchos que habrían de llegar después, al imaginarse primero, y constatar con los hechos después, la cruel agonía del amor de su vida en algún remoto paraje peninsular, enfangado hasta las cejas e implorando en los estertores de la muerte un poco de agua que calmara aquella sed infernal que sentía quemarle las entrañas.
Un destino de joven viuda embarazada a cargo de una niña pequeña que no era infrecuente en aquel desgarrador conflicto, pero que a ella, sola y en una tierra extraña le hizo pensar en regresar a Madrid con sus padres, y encerrarse de por vida en la humilde portería de la calle Amaniel en que servían sus padres, de no haberse dejado convencer por aquel encantador matrimonio valenciano de permanecer a su lado hasta el final de la guerra, y luego "ya decidiría su proceder con más calma". Un futuro que se presentaba nada halagüeño para la causa republicana, después de una serie interminable de derrotas en el campo militar y que, tras la caída de Cataluña en el mes de enero de 1939, sólo podía llevar a pensar que el resto del territorio controlado por las tropas leales no tardaría en seguir su siniestro destino. Según me contó mi madre en repetidas ocasiones, sentados al calor de la cocina en las tardes de invierno de mi ya lejana adolescencia, el 25 de Marzo de 1939, mientras se encontraba planchando unas camisas y escuchaba por la radio de galena las desalentadoras noticias del definitivo desplome de todos los frentes de guerra, creyó oir el inconfundible ruido de un camión militar que se paraba a escasos metros de la casa del matrimonio Cremades, sus benefactores valencianos; temiéndose que se tratara de una partida de falangistas de la quinta columna, cada vez más envalentonados ante la cercanía de la segura victoria de los suyos, y que vinieran a buscar para "darle el paseo" a Paco, el propietario del inmueble, mi madre desenchufó la plancha y decidió espiar a través de los visillos para despertar de su siesta vespertina a sus anfitriones en caso de la más leve señal de peligro; pero lo que vio, consternada, fue un camión militar, atestado de militares y civiles que hablaban en alta voz en medio de un jolgorio espectacular, y a dos soldados que bajaban del vehículo tras pedir un par de minutos de espera al impaciente conductor y se perdían escaleras arriba del inmueble.
No pasó ni un minuto cuando sintió un fuerte timbrazo en la puerta, y acudió presurosa y algo agitada a abrirles. Resultaron ser dos soldados comunistas leales a la facción de Negrín, que habían decidido huir de España ante lo que se evidenciaba como la inminente caída de Valencia en manos franquistas, y se habían acordado de su viejo amigo el profesor Cremades, un hombre de gran corazón y fervientes lealtades en su círculo de conocidos republicanos. No tenían mucho tiempo, le explicaron aturullados, apenas un par de minutos, o aquel camión atestado de refugiados partiría sin todos ellos de buen seguro, por lo que la conminaban a avisarles de inmediato y que recogieran sus exiguas pertenencias cuanto antes. Curiosamente, la reacción de aquel gran hombre fue de una templanza inconmensurable; se negó en redondo a abandonar su querida ciudad en medio de ese desordenado vértigo, y menos aún sin tiempo de empaquetar sus pertenencias y de llevarse de viaje sus más preciados libros, pero a cambio les propuso que puesto que ella era joven y viuda, y no tenía nada que perder marchándose de España y más bien pocas razones para alegrarse en caso de permanecer en suelo patrio, fuera mi madre quien les acompañase en su periplo. Mi madre, asustada ante las noticias de la notoria crueldad manifestada por Franco hacia los vencidos hasta aquel entonces, trató de convencerles de lo contrario, pero fue inútil; Paco les explicó, en voz lenta y queda, que puesto que él no había cometido delitos de sangre, no tenía nada que temer del nuevo orden franquista, imprevisión ésta que habría de conducirle a la muerte poco después, cuando las autoridades fascistas le acusaran de "connivencia probada con los desgraciados sucesos acaecidos en esta ciudad después del Alzamiento Nacional del 18 de Julio" y le condenaran en juicio sumarísimo, muriendo dos años después de tuberculosis crónica en la pestilente promiscuidad de una celda comunitaria, en una cárcel levantina. Agustina, su mujer, que parecía rumiar alguna preocupación secreta en su rostro meditabundo, no contradíjo a su marido, sino que ayudó a mi madre a reunir sus escasas pertenencias en una maleta de fieltro que conservaba desde sus años de casada madrileños, despertó a la pequeña Almudena y le calzó los patucos, y antes de un par de minutos la estaban despidiendo con un beso y una lágrima furtiva en la puerta de su domicilio, y deseándola suerte en su futura vida "sin Franco y sin fascistas cerca", y escuchaba a lo lejos como aquel buen hombre la gritaba a modo de consuelo desde el umbral de la puerta que "ese niño que llevas en tu vientre nacerá en una tierra libre, sin muerte y sin destrucción, sin tiranos ni curas, ya lo verás", mientras los soldados la agarraban con fuerza del brazo y se la llevaban casi como a una prisionera, mientras ella hacía malabarismos por la mal iluminada escalera con la maleta con dos mudas para ella y otra adicional para la niña de corta edad que lloraba asustada en sus brazos. Después, la tragedia que tantas veces me contó. Su viaje interminable hasta el puerto de Alicante, donde se hacinaban veinte mil personas desesperadas en busca de un imposible pasaje que les sacara de aquel infierno prometido de destrucción y fuego, los gritos lastimeros de una multitud desaforada que acampaba en los alrededores esperando un milagro de última hora que calmara su angustia interminable, y la decepción inocultable al descubrir que aquel 27 de Marzo sólo había dos barcos anclados en los muelles alicantinos: el carguero británico "Stanbrook" y el buque francés "Maritime".
La histeria de la multitud según pasaban las horas y se escuchaban insistentes rumores de la inminente entrada de las tropas franquistas en el puerto se unía al hambre y a la sed de los refugiados. Fue tan sólo gracias a los buenos oficios del honorable capitán del "Stanbrook", el galés Archie Dickson, un hombre de bien que se apiadó de la suerte de aquellos desventurados, que el viejo carbonero zarpó finalmente a las 23 horas del 28 de Marzo con 2638 refugiados a bordo, entre ellos mi madre, en atención a su condición de joven viuda y madre y a su avanzado estado de gestación. Viajaba sola, con la pequeña Almudena en brazos, aturdida por el hambre y compartiendo penurias con el resto de refugiados. Mi madre lloraba inevitablemente al recordar aquel calvario que duró 48 horas desde que salieron de puerto, y me hablaba en su perfecto castellano (ella nunca utilizó el francés con sus hijos, que tan sólo chapurreaba malamente y por obligación) de la monstruosa concentración humana de aquel viejo barco mercante; había gente por todas partes, decía, desparramados por los pasillos, subidos a los muebles de la cocina, en las bodegas, hasta en la sala de máquinas, sudando la gota gorda, encontró gente. Pero aquello era un paraíso en comparación a lo que dejaban atrás, no cesaba de repetirse, y aún creía escuchar los gritos desgarradores de la rugiente multitud que había quedado en tierra, a merced del tirano, toda vez que el otro barco presente en puerto, el "Maritime", partió poco después con tan sólo 32 altos cargos de la dirigencia republicana local, abandonando a su suerte de manera vergonzante a los miles de refugiados allí hacinados, que habrían de pagar muy cara su osadía en los años por venir, en el purgatorio permanente en que convirtió el dictador perpetuo el suelo español desde aquel mismo día. Una vez que dejaron atrás la bocana del puerto, el "Stanbrook" enfiló hacia el norte, por lo que los refugiados presentes pensaron en principio que se dirigían a Francia, pero poco después les informaron que se trataba tan sólo de una maniobra de distracción para confundir a las fuerzas fascistas que rodeaban la ciudad, haciéndoles creer que se dirigían a Valencia, para luego, a la altura de Altea, virar en sentido contrario y enfilar rumbo al sur, a su verdadero destino, desconocido hasta entonces para todos los pasajeros. No por eso dejaron de temer que aquellas fueran sus últimas horas de vida, pues si bien habían conseguido esquivar a los destacamentos de fascistas italianos que ocuparon el puerto alicantino el 29 de Marzo, no habían conseguido engañar en ningún momento a la temible aviación franquista, que les hostigaba de continuo, obligándoles a pensar que serían bombardeados de un momento a otro, ahora que tan cerca se encontraban de la libertad tan ansiada. Para colmo, el barco estaba tan sobrecargado de refugiados que se veían obligados a navegar en zig-zag, por encima de la línea de flotación, que estaba sumergida debido al excesivo peso al que estaba sometido. No acabaron allí los problemas, pues cuando al fin divisaron el puerto argelino de Orán, en la mañana del día 30, las autoridades francesas denegaron el permiso de atraque en sus muelles a aquel cortejo de hambrientos desarrapados, y tan solo la velada amenaza del valiente capitán Dickson, el verdadero héroe de aquellas trágicas horas, de entrar a la fuerza en el muelle consiguió convencer a las reticentes autoridades locales.
Mi madre tuvo suerte, y consiguió desembarcar a los pocos días, debido a su estado de buena esperanza , junto a otras madres y niños, que fueron atendidos en una antigua cárcel española que cumplía ahora funciones de albergue, antes de ser repartidos por diversas casas de particulares. Y aquí llegó la primera sorpresa de su nueva vida argelina: aquella gente que la acogía eran españoles como ella, o eso le pareció a ella, aunque apenas entendiera el dialecto en que hablaban, que parecía una mezcla compulsiva de varios idiomas, entre ellos el español, el valenciano, el francés, y otro más para completar la ensalada sonora, y que resultaría ser la versión local del árabe clásico, el "árabe argelino". Porque de eso no le cabía duda: aquella gente que la acogía con muestras de cariño muy meridionales y que le ofrecían "gaspatcho", que resultó ser un guiso a base de cerdo y venado en lugar del tradicional bebedizo andaluz, tenían claros orígenes españoles. Eso chocó enormemente a mi madre, puesto que todo lo que sabía de su recién encontrado nuevo hogar es que se trataba de una posesión francesa en el Norte de Africa, una provincia, le dijeron, con los mismos derechos y obligaciones que cualquier otro departamento galo. Si esto era así ¿de dónde procedían todos esos nombres, y, sobre todo, apellidos españoles, que desbordaban las guías telefónicas y los rótulos de los comercios, esas palabras tan familiares que poblaban el dialecto local oraní, y quienes eran esas gentes de indudable raigambre hispana que servían lealmente bajo otra bandera e incluso ponían nombres de pila franceses a sus hijos?. Según se fue enterando con el transcurso del tiempo, Orán había estado en manos españolas por espacio de casi tres siglos, entre 1509 y 1791, y de esa época procedían los principales monumentos de la ciudad (que los musulmanes llamaban Wahran en su idioma), y a esa población originaria, similar a la existente en otras plazas españolas en el Norte de Africa, como Ceuta y Melilla, se fueron añadiendo desde mediados del siglo XIX nuevos aportes ibéricos de forma continuada, ya bajo la explícita protección francesa. La razón estaba clara: a los franceses, que tras la sangrienta conquista de Argelia en 1830 deseaban convertirla en una colonia de poblamiento, les resultaba difícil encontrar colonos en su país que quisieran establecerse en un país considerado inhóspito y con una población autóctona conocida por su carácter levantisco y poco cooperador. Encontraron muchas más facilidades en su búsqueda de nuevos talentos por el Mediterráneo oriental o en el sur de España, y especialmente en las provincias de Alicante, Murcia, Almería y Granada, que suministraron de forma entusiasta el grueso de la inmigración en zonas como Orán, el puerto más cercano a las costas españolas, e incluso formaban la mayoría de los habitantes en barrios enteros de Argel como Bab-el-Oued. La presencia alicantina en la zona era tan grande que muchas palabras en valenciano habían pasado al léxico común, se celebraban las hogueras de San Juan en las playas oraníes cada mes de Junio, e incluso se fabricaban turrones por Navidad al estilo tradicional alicantino; la ciudad, que lucía siempre limpia como una patena, conservaba en buen estado incluso una plaza de toros conocida como "Les Arénes".
Y en aquella ciudad mitad árabe, mitad europea, donde la población de origen español era mayoritaria, y que además era la ciudad argelina con mayor proporción de "pieds-noirs" (más del 50% del total de la población), vine a nacer yo un 25 de Abril de 1939, siéndome impuesto en el bautismo el nombre de Pablo, en homenaje a mi padre caído; padre que hubiera entrado en cólera de haberse enterado que mi madre había permitido que un jodido cura esparciera sus turbias aguas por encima de mi tierna cabecita, aunque comprendo que mi madre, sola como estaba en tierra extraña, aceptara la ayuda que la Iglesia y algunas beatas locales le ofrecían, a cambio de algo tan nimio y poco importante como la salvación eterna de nuestras almas, pues mi hermana Almu también fue bautizada en la misma ceremonia. Nombre que nunca resulto efectivo en mi caso, pues desde pequeño siempre me han llamado en todas partes Paul, la versión francesa del nombre, para fastidio de mi madre, que nunca dejó de sentirse enteramente española. Mamá nunca dejó de ser republicana, "roja como el clavel español" solía decir ella con su gracejo habitual, y solía referirse con orgullo patrio a José Gasquet, un pastor de cabras pied-noir, que se alistó voluntario para defender a la República en la guerra civil y llegó a General de la República: "para que veas de lo que es capaz de hacer la gente de esta ciudad, y el amor a España de muchos de sus habitantes", recalcaba con un deje de emoción en la voz.
Años más tarde mi madre, mujer joven y de fuerte personalidad, se casaría con Marcel Domínguez, el panadero de mi calle, un hombre joven de origen granadino e ideas socialistas, con quien se decía que mantenía relaciones ilícitas desde hacía varios años, y con el que tuvo a mi medio hermano Julien, nacido en 1948. Mi hermana y yo no entendimos entonces lo que nos pareció una monstruosa traición a la memoria de mi padre, y no fue hasta mucho más tarde que comprendí que Aurora, mujer ardiente por naturaleza, necesitaba un hombre a su lado que caldeara su corazón y su lecho, y que eso no menguaba en nada el gran amor y el recuerdo imborrable que siempre sintió hacia mi padre;"el héroe" le llamaba a veces, consiguiendo avergonzar a su segundo esposo, que lógicamente nunca había tenido que enfrentarse con más batallas que las propias de su profesión, ni con más fuegos que los de los hornos de leña en los que cocía sus esponjosas baguettes, muy del gusto local.
Y en ese ambiente provinciano y pacífico, asistiendo al Liceo local, fuimos creciendo, convertidos en una familia normal, algo que mi madre siempre había anhelado para todos nosotros, en una preciosa ciudad mediterránea presidida por el majestuoso monte Monte-Christo, asistiendo al Liceo donde aprendimos un correctísimo francés de manual, pero hablando de forma habitual el pataonéte, el dialecto local, en las calles, y chapurreando además el árabe y el español, otros dos idiomas de referencia en la ciudad. La Orán de mi infancia, en los días inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial, era un lugar tranquilo y apacible, en el que las familias paseaban al anochecer, siguiendo la ancestral costumbre española, se jugaba a las cartas en las tabernas y la gente sacaba las sillas a la calle en las cálidas tardes de verano, como en cualquier pueblo mediterráneo, aunque Orán fuese una señora ciudad de doscientos cincuenta mil habitantes en aquellos nebulosos años 40. Muy pronto aquel ambiente apacible y cansino propio del Sur de España o de la Provenza francesa iba a verse agitado por completo por tensiones extremas, que a la postre terminarían de desgarrar por completo la ciudad, antes de culminar en lo que sólo puede ser visto como la mayor escisión en la historia oraní, y en su muerte y resurrección simbólicas, ahora ya sin los molestos elementos "foráneos" que tanto parecían molestar a algunos patriotas argelinos. Dudo mucho que la actual Wahran haya ganado mucho con todo eso, pero en todo caso sigo amando a mi ciudad natal con locura y la llevaré en mi corazón cada día que habite en este planeta.
(Continuará)