Guerrera en celo II, La huida

Luchando por salvar la vida de mi padre encuentro mi renovación interior

Guerrera en celo II

La huida

Relato ganador de la presea “Adrenalina”, en la primera edición de los “Premios Orgasmo”, celebrados durante el XXV Ejercicio de autores de TodoRelatos.

Nota: debido a la extensión del texto, he decidido dividir este relato en dos partes. Esta es la segunda entrega; recomiendo leer la primera parte para una mejor comprensión.

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Al caer la noche, Tano entró a la chabola sin llamar a la puerta. Quizá suponía que era ridículo respetar mi intimidad después de haberme visto en actitudes tan lúdicas y explícitas.

—Dafne, prepárate para visitar al preso —ordenó sacándome de mi amodorramiento—. Sugiero que solo te pongas el bikini y la capa, deja los pendientes, el collar y las pulseras aquí. Si los llevaras, te los quitarían al entrar para evitar que el prisionero se hiciera con tus capacitores. Lo tienen bajo estricta vigilancia, se dice que es muy habilidoso con los objetos de la antigua tecnología.

No me molestaba dejar los accesorios. Lo que me preocupaba era tener que presentarme semidesnuda. Descontando la posibilidad de que mi padre me viera así, habría más hombres en la prisión; sería difícil evadir sus avances sin revelar mis habilidades de defensa.

Tamo se acomodó al pie de la cama y, sin darme tiempo a nada, separó mis rodillas para mirar mi sexo. Me molestó, pero sonreí como haría cualquier prostituta gremial en esa situación.

—Ha quedado precioso, chica —se relamió los labios—. Es la primera vez en mucho tiempo que se me antoja ver una vagina. No es que sean precisamente lo que busco, pero no seré yo quien niegue que un coño depilado también tiene su encanto.

—Mientras solo mires, no habrá problema —mascullé conteniendo la ira—. Ahora, si no te molesta, tengo que prepararme. ¿Ya sabes lo que vas a decir?

—Claro. He propuesto tus servicios sexuales para el recluso que será ejecutado mañana. Algunos de los oficiales que vieron tu espectáculo de hoy han hablado bien de ti entre la tropa. El director de la prisión estará encantado con recibirte para agasajar a su interno. ¿Por qué quieres hacer esto por nuestro enemigo?

—Ha vivido como un valiente y merece pasar una última noche de placer. Todo hombre la merece. En mi profesión, sería un mérito muy grande ser la última mujer que folló con Gedeón Lobo.

Había estudiado esta respuesta desde que concebí el plan. Tano pareció comprenderme y sonrió.

—Al menos cuatro prostitutas se ofrecieron hoy, pero los chicos de la milicia te recomendaron especialmente a ti. Les ha encantado tu espectáculo —sonrió con simpatía—. Con la maravilla de coño que te has dejado, quizá lo mates de un infarto y ahorres la soga a nuestro amado canciller.

Su última broma me molestó, pero decidí mantener una calma fingida aunque por dentro ardiera en cólera.

El comerciante de placeres salió de la chabola y yo me preparé. Haciendo caso de su consejo, me despojé de los accesorios. Vestí con el tanga y el sujetador y calcé las botas. Retoqué el maquillaje de prostituta para reforzar el disfraz. Salí a la noche acompañada del proxeneta.

Debían ser las ocho o nueve. Las calles se encontraban casi desiertas. Unas cuantas farolas de petróleo intentaban iluminar nuestros pasos. Llegamos a la columna donde estaba la estatua de la diosa Niké, antigua madre o patrona de la ciudad. La efigie representaba a una mujer alada con un brazo levantado en señal de querer colocar en la cabeza de alguien la corona de laurel que sostenía en su mano.

A los pies del monumento, el canciller Jacinto Durán había mandado construir un patíbulo para ahorcar a mi padre. La ejecución se llevaría a cabo con todos los honores y la guardia feudal ya se preparaba para el amanecer. Debía alejar los pensamientos funestos de mi mente; era necesario que me concentrara en ayudar a mi padre.

La cárcel era un edificio de la antigua civilización. Quizá fue un colegio o un hospital, resultaba difícil saberlo. Estaba rodeada de un alto muro, similar al que resguardaba el feudo. Los guardias nos dejaron entrar en cuanto Tano se presentó y explicó el motivo de nuestra visita.

Un centinela dejó su puesto para escoltarnos a la oficina de administración. El director nos recibió con una amplia sonrisa.

—¿Tú eres la prostituta que viene a follar con nuestro "moribundo"? —preguntó con sorna.

Temí que, contrariamente a la costumbre de ejecutar a sus reos de extermino con honores, los feudalistas hubieran torturado a mi padre.

—No entiendo —repliqué con frustración—. He venido a trabajar con Gedeón Lobo, no sé de ningún moribundo.

—Ese cabrón parece muy saludable, ricura, pero mañana morirá. Por lo que a mí respecta, es un moribundo. Mis muchachos me han contado lo que sabes hacer con tu consolador y tengo muchas ganas de verte en acción. Extraoficialmente te diré algo, después de la ejecución lanzaremos una ofensiva a gran escala contra todos los territorios de la Demarcación Renacimiento. Quizá te interese un cargo como prostituta de campaña. Los muchachos tendrán mucho desahogo cuando asalten las aldeas de los campesinos y capturen a las mujeres, pero necesitarán diversiones y actos como el que tú presentas ya no se ven todos los días.

Me estremecí de rabia y dolor. Recordé a mi madre y pensé en las vejaciones y bajezas a las que, “muchachos” como los que mencionaba el director, la habían sometido delante de mí, cuando yo era una niña indefensa. Entendí que los “desahogos” a los que se refería eran en realidad las violaciones y torturas que permanecían en secreto, ocultas bajo un manto de aparente civilización feudalista.

Necesité cerrar los ojos un momento para asimilar la información. Esta gente planeaba destrozar todo nuestro reino en cuanto mi padre hubiese dado su último aliento. Más que nunca debía ser fuerte y buscar el modo de evitarlo.

—Es una oferta muy tentadora —articulé llevando mi zurda al muslo izquierdo, como queriendo desenfundar un Colt que no estaba ahí—. Necesitaré meditarla y consultar con mi madre, si tengo que irme, ella deberá cuidar de mis hijos.

—Buena chica. Ahora, desnúdate. He mandado bañar al recluso y ya debe estar esperándote en la sala de visitas íntimas. Estaremos vigilando en todo momento.

—¿Por qué? —me alteré—. ¡Pensé que nuestro encuentro sería privado!

—Me hace ilusión mirar cómo te lo montas con él. No pude ver tu espectáculo de hoy y tengo ganas de saber de primera mano cómo te desenvuelves. Puede que mañana, después de colgar a Gedeón, quieras celebrar follando conmigo.

Sus palabras me descolocaron. Había supuesto que esta gente me desnudaría para presentarme ante mi padre, pero no creí que habría testigos de nuestro encuentro. Me rehice de inmediato.

—¡Ella podrá con todo! —exclamó el proxeneta despojándome de la capa y dándome un sonoro azote en la nalga izquierda.

—Sin golpear, Tano —ordenó el director—. La presencia de esta chica es un regalo para nuestro recluso; queremos que la disfrute en buenas condiciones.

Me deshice del bikini y de las botas ante los hombres. El director se tocaba los genitales sobre el pantalón, pero, salvo las insinuaciones sobre un encuentro sexual para el día siguiente, me trató con relativo respeto. De haber sabido que mi padre era el hombre que había frustrado los planes genocidas y expansionistas de Feudo Sangre, me habría capturado para violarme en ese momento y ejecutarme al lado de mi padre.

Dos guardias me condujeron por un corredor. En un par de ocasiones me sobaron las nalgas, pero supe contenerlos prometiéndoles una mamada para el día siguiente. Me fue difícil reprimir las ganas de estrellar sus cráneos contra el piso, pero la misión era más importante que mi odio por su milicia o mi amor propio.

Llegamos ante una celda fuertemente custodiada. Yo iba desnuda, solo llevaba conmigo la mochila que contenía la crema lubricante y el consolador en cuyo compartimiento de batería estaba la ganzúa. Al ver la infraestructura del enemigo dudé de la efectividad de mis planes. Los custodios abrieron la puerta de la celda y me hicieron entrar.

—¡Gedeón, aquí está la puta que te prometimos! —gritó uno de los guardias—. Si no la follas tú, la follaremos nosotros.

Mi padre estaba desnudo, sentados sobre un viejo camastro.

—¡Gedeón, mira la belleza que te trajimos para que la revientes a vergazos! —gritó el director desde arriba.

Alcé la vista y descubrí con rabia que, a seis metros del suelo, había una ventana interior por donde nos miraban el director, Tano y tres custodios.

—¡Te vamos a dar la oportunidad de que la dejes preñada! —fanfarroneó uno de los hombres—. ¡Puede que, dentro de veinte años, un hijo tuyo quiera venir a tocarnos las pelotas!

Mi padre permanecía sentado, con los antebrazos recargados sobre sus muslos y las manos cubriéndole el sexo. No había levantado la cabeza, como si todo aquello no tuviese relación con él.

Segundos después de mi llegada se incorporó, como resignándose a lo que vendría. Nos miramos en silencio. Me estremecí al contemplar su cuerpo totalmente desnudo. Poseía una musculatura equilibrada y bien definida; estaba bastante bronceado y era muy velludo. Estos factores, aunados a la portentosa virilidad enhiesta con que me apuntaba, reforzaban sus características como ejemplar de la raza negra.

Mi relación con mi padre siempre había sido el limpio y casto trato entre un hombre y su hija. Jamás hubo situaciones sexuales entre nosotros. Antes de aquella noche, Gedeón había sido mi mentor intelectual, mi maestro de armas, mi guía emocional y mi amigo. Obviamente, él estaba enterado de que yo tenía una vida sexualmente activa, pero nunca antes se planteó la posibilidad de tenerme desnuda ante él. Me sentía muy excitada. Mi cuerpo exigía el contacto incestuoso al que nos orillaban las circunstancias.

—Guerrero, soy Dafne, seré tu puta esta noche —me presenté con mi “nombre de guerra”—. He venido para cumplir todas tus fantasías.

Avancé unos pasos sintiéndome poderosa. Podía parecer vulnerable en mi desnudez, pero el espíritu combativo de mi sangre se alzaba, listo para la lucha o el incesto. La apuesta por la vida de mi padre era más importante que cualquier temor u objeción moral.

Lo abracé sin dejarlo responder. Sentí su hombría contra la piel de mi vientre. Él debió percatarse del contacto, pues hizo la pelvis hacia atrás para evitarlo. Mi temperamento ardiente se reveló por la evasiva, pero entendí que mi padre necesitaba unos instantes para procesar la nueva situación.

Entrelacé mis manos detrás de su nuca y lo miré a los ojos para comunicarle toda la seguridad y entereza que no podía expresar con palabras.

—Hay un plan, papá, pero tenemos que seguir la corriente de los acontecimientos —susurré con mis labios a milímetros de los suyos.

—Dina, no podemos hacer esto —murmuró con rostro inexpresivo—. Eres mi hija. Ya es incorrecto que estemos desnudos y abrazados.

No respondí. Sabía que nos vigilaban desde arriba. Poniéndome de puntillas uní mi boca con la suya mientras adelantaba la pelvis para volver a sentir sobre mi vientre la contundencia de su hombría. Gedeón podía pontificar sobre lo correcto o incorrecto, pero su miembro erecto se pronunciaba en favor de lo que estaba por suceder entre nosotros.

El primer beso de amante que dediqué a mi padre encendió algo muy profundo dentro de mi alma. Sentí que me llenaba de un júbilo hasta entonces desconocido para mí. Estaba preocupada por los enemigos que nos rodeaban, me colmaban las ganas de destruir a la milicia feudalista con mis propias manos, conservaba cierta chispa de temor que ni yo misma querría reconocer, pero algo maravilloso se abría paso en mi interior. Era como si el fuego de mi ira, largamente alambicada, redujera su intensidad para permitirme sentir algo más que mi crueldad habitual. Estaba experimentando el principio de mi renovación interior.

Mi padre, comprendiendo que debíamos seguir con la farsa, correspondió al beso. Compartimos saliva mientras nuestras lenguas jugaban en su boca o en la mía. Me sorprendió mordiendo mi labio inferior y retribuí el gesto alzándome más sobre las puntas de mis pies, abriendo los muslos y tomando su virilidad para acomodarla entre estos. Él se apoderó de mis nalgas y ambos gemimos; era la primera vez que compartíamos un contacto íntimo y mis ansias de placer parecieron desbordarme.

Deshicimos el beso. Quizá fue el gusto por encontrar a Gedeón en perfectas condiciones, el anhelo reprimido de volver a sentir su presencia protectora, la suma de todos los temores y odios o el indulto que liberaba mi alma del infierno en que había estado sumergida desde la muerte de mi madre, lo cierto es que me sentí dichosa. Amaba a mi padre y este sentimiento se estaba transformando en adoración. La promesa del placer que deberíamos compartir me llenaba de energías.

—Solo puedo entregarte una ganzúa —susurré—. Está dentro del compartimiento de la batería de mi consolador. El resto tendrás que hacerlo tú.

—Suficiente —murmuró—. Pero no me parece bien que estés aquí, desnuda y en el papel de puta para mí. No es correcto que lo hagamos.

—Lo incorrecto habría sido no venir, papá.

Me enternecía su actitud. Sentía contra la entrada de mi vagina la curvatura de su mástil y él debía notar la humedad que segregaba mi sexo. Sus manos sostenían mis nalgas y ambos habíamos compartido un beso lúdico. Con todo, mi padre deseaba evitar el encuentro sexual al que nos orillaban nuestros enemigos.

—¿Qué hacemos? —pregunté en voz baja.

—Sugiero que algo vistoso —murmuró él—. Es probable que los feudalistas se conformen con un buen espectáculo y no tengamos que llegar a la penetración.

Experimenté sentimientos contradictorios. Por un lado, yo era la hija consciente de que tener sexo con su padre significaba la trasgresión de un tabú. Por otra parte, me daba cuenta del magnetismo que él despertaba en mi cuerpo. Los lazos de sangre y amor familiar me unían a Gedeón, las humedades que mi vagina secretaba deseaban que mi cuerpo se fundiera con el suyo. El nuevo sentimiento de júbilo se tambaleaba y temí perderlo. Mi padre debió notar parte de mi tormenta anímica, pues sonrió, como intentando transmitirme calma.

—¡Muévanse, queremos verlos follar! —gritó el director desde la ventana.

Gedeón me llevó al camastro e hizo que me sentara sobre un lateral. Me quitó la mochila y revisó en su interior para sacar el consolador. Después me empujó suavemente para dejarme acostada de forma transversal, con los pies en el suelo. Separó mis piernas y contempló mi sexo húmedo. Odiaba la situación que nos había colocado en esa cárcel, pero ansiaba ser atendida por mi padre.

—Espero que se conformen con esto —dijo en voz baja—. Estamos a punto de cruzar unos límites prohibidos.

Podía estar sufriendo por las circunstancias, pero, al igual que yo, era consciente de que nuestras vidas dependían de que mi papel de prostituta resultara creíble.

—¡Fóllala, cabrón! —exigió uno de nuestros espectadores—. ¡Si no te follas a esta puta como es debido, nosotros la reventaremos entera!

—No lo permitas, papá. No dejes que ellos me toquen —solicité en un murmullo.

Únicamente ante él podía mostrarme tal y como era. Mi padre comprendía, incluso mejor que yo misma, que por debajo de la cubierta de dureza que me caracterizaba había un alma que necesitaba de su amor, cuidados y protección. En esta ocasión tendría que protegerme follándome para evitar que lo hicieran nuestros enemigos. Al pensar en esto, la sensación de júbilo creció en mi interior. Gedeón se acostó a mi lado y me besó en la boca, por primera vez tomaba verdaderamente la iniciativa.

—Sabes que esto tiene que suceder, ¿no es así? —inquirió en tono acongojado.

—Papá, prefiero que seas tú quien me folle —susurré—. Que pase lo que tenga que pasar; espero que mañana tengamos tiempo, vida y oportunidad para definir el futuro.

Lamió mi cuello con maestría para llevar su rostro hasta mis tetas. Ninguno de mis anteriores amantes había sabido encender mis zonas erógenas de una manera tan precisa. Besaba y mordía mis senos, succionaba mis pezones y me acariciaba mientras restregaba su hombría sobre mis muslos. Yo ronroneaba y gemía gozando del magreo.

Pasó de mis pechos a mi vientre. Depositaba besos y saliva con verdadero fervor; mi coño hervía de ansias. Yo abría y cerraba las piernas, temblando de deseo. El placer físico se unía al júbilo emocional y mis sentimientos hacia Gedeón cambiaban para sublimarse, evolucionando de un casto amor de hija a la pasión arrebatadora de una amante en celo. Si había conservado alguna objeción moral, esta se derritió al calor del fuego amatorio que estábamos compartiendo.

Gemí cuando mi padre lamió mi ombligo para ensalivarlo bien y, con maestría, succionó recogiendo su saliva y arrancándome estertores de placer.

—¡Un coño limpio y depilado, así me gustan! —dijo en alto para nuestros espectadores.

Se arrodilló en el suelo, entre mis muslos separados. Acercó su rostro a mi zona íntima y aspiró mi fragancia de hembra ardiente. Lamió mis labios mayores. Grité y agité la cabeza sintiendo la humedad de su lengua y el rastrojo de su barba sobre mi piel.

Situó su lengua sobre mi entrada vaginal y la usó para penetrarme mientras la hacía girar. Aferré sus cabellos como para obligarlo a darme más placer; él resistió mis tirones, prolongando la deliciosa agonía.

De las penetraciones linguales pasó a los besos sobre mis labios vaginales. Apretaba su boca sobre mi intimidad para dibujar filigranas sensoriales en los contornos de mi coño. Sorbía los líquidos que salían de mi feminidad y yo sentía su respiración sobre mi Monte De Venus.

Le pedía que no parara con frases entrecortadas. Casi había perdido el norte, pero no dejaba de tener en cuenta que nuestros enemigos nos observaban y que cualquier alusión a nuestro parentesco podría destruir todas las posibilidades de fuga.

Grité cuando mi padre introdujo dos dedos juntos en mi sexo. Estaba tan lubricada que pasaron sin problemas. Solté su cabello para darle libertad de maniobra. Los flexionó en mi interior y creí morir al sentir un impacto de placer desconocido para mí. Ignoraba lo que él hacía dentro de mi vagina, pero sentí que había localizado un punto erógeno que yo desconocía. Mi deleite incrementaba cada vez que mi padre flexionaba los dedos hacia arriba.

Supe que todas estas sensaciones habían sido simples escarceos cuando acomodó mi clítoris entre sus labios, sin retirar los dedos del interior de mi coño. Primero chupó con mucha fuerza, haciéndome gritar y arquear la espalda. El júbilo de mi renovación interior se entrelazaba con las sensaciones físicas que estaba experimentando.

Con mi nódulo de placer entre sus labios, mi padre lamió y succionó para soltar enseguida y flexionar despacio los dedos que pulsaban la zona erógena que acababa de mostrarme. Coordinó las acciones de su boca y sus dedos para hacerme gemir. Succionaba mi clítoris y lo lamía. En el momento de terminar su pase lingual, presionaba dentro de mi vagina y pulsaba el núcleo de placer recién revelado. Las acciones se me figuraron una especie de oleaje rítmico que incrementaba mi gozo. Gemía sin control mientras el hombre que me había dado la vida hurgaba en mi intimidad buscando darme mi mejor experiencia sexual.

Me aferré a mis tetas para amasarlas. Me sentía plenamente amada y, mejor aún, sentía por primera vez en mi existencia que contaba con plena capacidad de amar a un compañero de cama. Que fuera o no mi padre, sería tema aparte.

—¡Así, guerrero! —grité para que escucharan nuestros enemigos—. ¡No te detengas! ¡Me encanta! ¡Ya casi me corro!

Alguna vez me habían lamido el coño, pero nunca hasta entonces lo había hecho un hombre tan experimentado como mi padre. Sin perder la coordinación de los movimientos de labios, lengua y dedos, aceleró sus acciones para encaminarme al punto de no retorno. Mis gritos se entrelazaron con gemidos roncos y profundos jadeos de alguno de nuestros enemigos; me alegró que se estuvieran masturbando; si gastaban sus descargas no tendrían ganas de follarme esa noche.

Mi tensión interna se acumuló hasta que sentí que todo mi cuerpo convulsionaba en un orgasmo como nunca antes hubiera experimentado. Él siguió al frente de su ofensiva, con el rostro empapado por los líquidos que salían de mi coño. Entendí que nuestra relación había cambiado también para él y me emocioné por ello. Mi padre estaba más desinhibido conmigo. No supe qué tanto de su actitud se debía a la charada que estábamos montando y cuánto podía ser resultado de haber provocado un orgasmo en el cuerpo de su propia hija.

Se levantó y me tomó por la cintura. Hizo girar mi cuerpo para ponerme boca abajo y alzó mis caderas para dejarme con las rodillas y los codos apoyados sobre el camastro.

—Me han dicho que sabes jugar con tu consolador —comentó en voz alta, más para nuestros espectadores que para mí—. Veamos si yo también sé hacerlo.

El director y los suyos gritaron desde la ventana. Jaleaban a mi padre para que me destrozara con mi juguete masturbatorio. Me sorprendió que lo animaran con el tono orgulloso de los buenos camaradas, parecían olvidar que Gedeón Lobo era su prisionero, condenado a la horca para el amanecer. Nuestros enemigos podían desearle la muerte, pero él se había ganado su respeto.

Mi padre tomó mi consolador y me dio un par de azotes sobre las nalgas. No fueron rudos, más bien sonoros. Nuestros enemigos disfrutaban del espectáculo y uno de ellos gritó que se corría. Me sentía físicamente encendida y emocionalmente plena.

Pasó la punta del falo artificial por encima de mis labios vaginales y lo hizo ascender acariciando toda la raja de mi culo. Mi cuerpo estaba a disposición de sus caprichos. Primero hizo que el glande de látex me penetrara el coño, después giró la herramienta en medias vueltas que acompañaba con besos sobre mis nalgas.

Yo temblaba de gusto. Sus besos fueron sustituidos por intensos recorridos de su lengua y rematados por la rasposa caricia del rastrojo de su barba.

Por un segundo dejó de tocar mi cuerpo y entendí que había encontrado el modo de abrir el compartimiento donde yo había ocultado la ganzúa. Boqueé cuando sentí que mi padre empujaba lentamente el miembro artificial hacia el interior de mi gruta amatoria.

Sentí morir y renacer cuando tuve todo el dildo dentro de mi coño. Cerré los ojos emitiendo un profundo lamento de placer. Comenzó a meterme y sacarme el falo artificial. Al introducírmelo me guardaba todo el tronco, al extraerlo dejaba en mi vagina solo el glande para volver a empujar con más brío. Yo sacudía la cabeza y mis manos estrujaban las mantas del camastro. Gemía, sudaba y pedía que no se detuviera.

Miré entre mis piernas y descubrí que solo estaba usando una mano para atender a mi cuerpo, con la otra había retirado la tapa del compartimiento. Cubría la maniobra con su cabeza pegada a mi trasero. Tomó la ganzúa y la ocultó debajo de las mantas del camastro. Suspiré con alivio; la entrega se había concretado y, a partir de ahí, mi padre se encargaría de buscar el modo de ocultar la pequeña pieza de metal y aprovecharla en el momento más adecuado.

Mi padre se agachó, metió la cabeza entre mis piernas abiertas y me besó el vientre.

—Dina, tesoro —susurró angustiado—, esto no debería estar sucediendo. No es correcto; ya hemos llegado demasiado lejos. ¿Quieres que inventemos algo para que podamos pararlo todo?

—No, papá —murmuré decidida—. Estos cabrones están demasiado calientes. Si te detienes ahora, no me dejarán salir de aquí sin haberme follado. Démosles el espectáculo que quieren, quizá se conformen con eso.

Mi padre regresó a su sitio detrás de mis nalgas. Yo era una guerrera, mi cuerpo era un arma de combate y sabía que se avecinaba una batalla sexual. Mi coño manaba flujos que empapaban el consolador, la excitación se mantenía en todo mi organismo.

Después de algunos minutos de jugar con mi vagina, mi padre se puso en pie. Me dio un sonoro azote, alzó mis caderas para acomodarme a la altura de su miembro. Subió el pie izquierdo al camastro y me sacó el consolador. Sentí que golpeaba mis nalgas con su hombría. Me sentí amada y deseada por el hombre al que más amaba en la vida.

—Te amo —susurró en tono casi inaudible.

El glande de mi padre rozó mi entrada vaginal. Mi humedad íntima era suficiente para permitirle el acceso y libre tránsito. Él adelantó la pelvis para introducir su capullo en mi coño. Temblé como si aquella hubiera sido mi primera vez. Aborrecía a los hombres que nos miraban y se masturbaban desde la ventana. Detestaba Feudo Sangre y todo lo que representaba. Odiaba la situación que me forzaba a prestarle las nalgas a mi padre, pero mi cuerpo respondía con los más altos grados de excitación y el amor por Gedeón me desbordaba como nunca antes.

Me tomó por la cintura y adelantó el cuerpo en un movimiento firme. Sentí que su hombría avanzaba por mi canal vaginal. Mi coño se abría para franquear el paso de la verga que me había engendrado.

El glande de mi padre cruzó desde la zona vestibular hasta el punto erógeno que él acababa de mostrarme. Mi padre se detuvo ahí y, aprovechando la curvatura de su herramienta, alzó el cuerpo para pulsar y hacerme gemir de gusto. Me sacó el miembro y repitió la operación varias veces.

Masajeó mis nalgas unos segundos. Con sus manos en mis caderas atrajo mi cuerpo hacia sí. Su hombría avanzó más, aventurándose vagina adentro. El glande pasó del límite que se había autoimpuesto antes y recorrió mi interior. Pronto llegó hasta donde otras vergas me habían penetrado y pasó hasta el sitio donde me llegaba el consolador cuando lo usaba para masturbarme. Rebasó este hito y siguió a regiones inexploradas de mi feminidad.

Gritamos juntos cuando el glande, después de tan cuidadosa penetración, topó con lo que solo podía ser mi útero. Nunca me había sentido tan llena de carne masculina.

Se movió hacia atrás para retirar la mitad de su verga, después tiró de mis caderas al tiempo que volvía a avanzar, penetrándome completamente de nuevo. Lo sorprendí en el retroceso cerrando mis músculos vaginales en torno a su hombría, como no queriendo dejarla escapar.

Cuando él avanzaba hacía que su glande tocara la región erógena recién descubierta, pasaba por todo mi canal vaginal y topaba con mi matriz. Cuando se retiraba, mi vagina presionaba todo su tronco como queriendo retenerlo y, al mismo tiempo, dejándolo salir para permitirle volver a entrar. Yo gemía y murmuraba frases ardientes mientras mi padre se esmeraba para darme un nivel de sexo que nuca creí posible.

El placer que me proporcionaba la follada de mi padre hacía que las energías sexuales se acumularan en mi organismo. Sentía que mi orgasmo estaba próximo. Juntos aceleramos nuestro ritmo. Yo contribuía con el acoplamiento lanzando el cuerpo hacia atrás en los momentos de penetración y hacia adelante en los momentos de retirada. Escuché gemidos. Alguno de nuestros espectadores se corría en ese instante. Me alegraba que se estuvieran masturbando, quizá Tano le estuviera prestando alguna ayuda a los demás varones y eso sería bueno para mí.

Las energías sexuales me desbordaron. Llegué al orgasmo con la verga de mi padre entrando y saliendo de mi coño a velocidades vertiginosas. Sentí un placer inenarrable cuando el clímax me sacudió como nunca antes. El deleite se prolongaba, descendía un poco para arremeter de nuevo con más energía. Nuestros cuerpos chocaban, nuestros genitales chapoteaban entre las humedades producidas por mi excitación.

Había tenido experiencias sexuales con otros amantes, pero en ninguno de aquellos encuentros tuve jamás un orgasmo tan poderoso como el que me regaló mi padre en nuestro primer acoplamiento.

Sin detenerse, mi padre me penetró hasta el útero y gritó mientras aferraba mis nalgas. Lo sentí eyacular en lo más profundo de mi feminidad. Las ráfagas de su simiente chocaban contra el fondo de mi coño mientras nuestros cuerpos seguían encontrándose y separándose para sentir más placer. Aquella mañana, durante el desayuno, había bebido mi infusión antifecundativa; aunque mi misión era hacerme pasar por prostituta, no pensé que tendría que aprovecharla para recibir con confianza el semen de mi propio padre.

Nos desacoplamos entre jadeos. A diferencia de mis amantes anteriores, mi padre lucía una erección plena después de haberme llenado el coño con su esencia varonil.

Mi padre se retiró de detrás de mí para acostarse a mi lado. Acunó mi cabeza entre sus manos. Me besó en la frente como solía hacerlo cuando yo era niña y me deseaba "buenas noches". Nuestro amor había evolucionado por un camino poco habitual.

—¿Estás bien? —preguntó en un susurro—. ¿Comprendes que esto es parte de la farsa?

—Lo estoy disfrutando, papá —dije en voz casi inaudible—. Para mí no solo es una farsa. Es el principio de un futuro que quiero que gocemos juntos.

—¡Vamos, puta, ahora fóllatelo tú! —gritó el director—. ¡Me estoy pajeando y quiero correrme cuando Gedeón te llene el coño de lefa otra vez!

La función debía continuar. Si en esta vuelta lograba excitar a nuestros enemigos lo suficiente para que descargaran todo su semen, no me tocarían creyendo que podrían follarme en un futuro.

—¡Acomódate, guerrero! —exigí en voz alta para que me escucharan desde la ventana—. ¡Ahora seré yo quien te folle!

Me incorporé. Subí al camastro para pararme con el cuerpo de mi padre entre mis piernas, descendí y quedé acuclillada, de frente a él, con su hombría apuntando a mi orificio vaginal.

—¡Esto es mejor que los espectáculos de mi prostíbulo! —gritó Tano para jalearme.

Descendí. El glande de mi padre volvió a trasponer el umbral de mi sexo. Sentí su avance y moví el cuerpo para disfrutarlo. Cuando tuve toda su hombría dentro, grité de gusto al notar que la curvatura de su verga coincidía matemáticamente con la zona erógena que acababa de mostrarme; mi coño parecía hecho para ser follado por su verga.

—¡Muy bien, puta! —ovacionó el director—. ¡Cógetelo, mátalo de gusto! ¡Reviéntate con su verga!

Al encontrarme en cuclillas tenía la posibilidad de usar mis pies como punto de apoyo para menearme a placer. Lo único que necesitaba era friccionar la zona erógena recién descubierta con la curvatura del pene de mi padre, nuestros cuerpos hacían todo lo demás. Daba giros de cintura en busca de ese nuevo placer, mis tetas se movían al ritmo de la cabalgata y nuestras carnes chocaban con sonoros golpeteos. Mi sexo y el de él se encontraban en una danza de humedades, delirio e incesto.

Amaba la sensación de ser quien dominaba las acciones. Me fascinaba sentir que mi placer era compatible con el de mi padre. Mi espíritu combativo se fortalecía con el júbilo de mi renovación interior y esta combinación me llenaba de fuerzas para afrontar este coito, la posible batalla del día siguiente y un futuro que, al lado de Gedeón, dejaba de ser incierto.

Mi padre flexionó las piernas para ofrecerme un punto de apoyo extra. Al poder recargar la espalda en sus muslos, conseguí subir y bajar mi cuerpo más fácilmente. Las energías sexuales se acumularon en mi interior, hasta que alcancé el orgasmo en medio de gritos y jadeos.

Él no tenía mucho margen de movimiento y todas las acciones las había dejado a mi cargo. Mientras me corría, presionaba y distendía los músculos vaginales para dar placer a su miembro.

Al terminar ese orgasmo me asaltó un nuevo clímax. Lo sentí incluso más fuerte que el primero que compartiera con mi padre. Mi cuerpo se tensó y mi coño oprimió como nunca lo hubiera hecho mientras se me escapaba un prolongado grito de éxtasis. Él volvió a eyacular, con su verga en lo más profundo de mi vagina. Sentí que su corrida desbordaba y caía hacia sus cojones mientras yo me estremecía en los espasmos del placer.

Escuché jadeos desde la ventana. Alguien más había llegado al orgasmo. Hubiera sido físicamente posible seguir disfrutando de mi padre. Me habría encantado mamarlo, entregarle la virginidad de mi ano e incluso practicar una doble penetración con su verga y el consolador, pero tuvimos que concluir el encuentro sexual; ya era tarde y la ejecución estaba programada para el amanecer. Me resigné a dejarlo deseando que se hiciera verdad el viejo lema de nuestra familia, “tiempo, vida y oportunidad.

Me sentí relajada con la calma que viene después de una sesión sexual muy intensa. Siempre me pareció similar a lo que se siente después de ganar una batalla. El calor del cuerpo de mi padre me tentaba a dormir entre sus brazos, pero me obligué a clarificar mis ideas. Tenía que salir de la cárcel y debía evitar que nuestros enemigos me follaran; en caso de proponérmelo y ofrecer dinero, yo no habría podido negarme sin levantar sospechas.

Me senté y abrí las piernas al máximo. Mediante contracciones íntimas expulsé del coño parte de la simiente filial que me colmaba. Me encantaba "parir la leche", pero en este caso la operación era más táctica que placentera.

—Se dice que el semen de los guerreros mantiene la piel joven y firme —mentí en voz alta—. Esta noche tendré el honor de untarme la esencia del más poderoso enemigo de Feudo Sangre, no imagino un mejor tratamiento reafirmante.

Mi padre asintió, entendiendo mis intenciones. Recolectó cuanto semen pudo de entre sus muslos, de sobre sus cojones y de su verga. Mientras yo embarraba su lefa sobre mis tetas y nalgas, él friccionó las manos para hacer que el semen se volviera espumoso. Ambos escupimos en la mezcla de fluidos y él untó el resultado en mi rostro para cubrirlo completamente. Rematé la faena mamando su verga para dejar embarrados mis labios con su esperma.

Mi padre me protegería, su semen actuaría como un repelente contra nuestros enemigos, quienes se lo pensarían antes de querer besarme, magrearme o follarme. Me despedí de mi padre manteniendo el papel de prostituta; lo más importante desde un punto de vista militar era que la ganzúa había sido entregada. Emocionalmente, me sentía plena, renovada y capaz de dar y sentir amor al mismo nivel que el más exquisito placer.

Tal como sospeché, el director y los suyos no osaron tocarme. Todos los hombres presentaban las ropas mal acomodadas, incluso Tano tenía los pantalones desabrochados.

El director pagó al proxeneta todo un día de mis servicios sexuales, desde el momento de la ejecución hasta el siguiente amanecer. No me gustó la idea, pero no podía negarme sin despertar sospechas.

Volvimos al prostíbulo. Hice el camino desnuda, con la ropa y la mochila bajo el brazo. Nos acompañó un grupo de guardias de la prisión, en parte para protegernos de los bandidos y en parte para tenerme vigilada; el director se había encaprichado conmigo y deseaba que le diera tanto placer como el que compartí con su prisionero.

Al llegar a la chabola, Tano llamó a la servidumbre y mandó que se me trajera una bañera y todo lo necesario para mi aseo íntimo. Podía ser avaro, pero yo me había ganado su respeto como prostituta profesional.

Tras un prolongado baño, me tumbé sobre el camastro y dormí para reponer fuerzas durante las escasas horas que faltaban para el alba. Fue la primera vez en muchos años en que pude conciliar el sueño sintiéndome plena y dichosa.

Desperté antes del amanecer. Me sentía más plena que nunca. Mi alma vibraba con el sentimiento de júbilo que descubrí la noche anterior entre los brazos de mi padre. Físicamente estaba muy excitada; Gedeón me había dado el mejor sexo de mi vida y mi cuerpo clamaba por repetirlo. Sonreí contenta, a pesar de la dura jornada que me esperaba.

Me estaba aseando con el agua que sobró del baño de la noche anterior cuando Tano entró en la chabola sin llamar a la puerta.

—El director te espera —informó tras saludarme—. Estarás con él en su palco para presenciar la ejecución. Ha ordenado que vayas desnuda, solamente puedes cubrirte con la capa. ¡Cuando te vea el canciller, seguramente querrá probarte también!

El estómago se me revolvió con solo imaginarme entre los brazos del canciller, autor intelectual de todo lo que yo odiaba.

—De seguir así, en una semana nos haremos ricos —ironicé.

No sentía ningún reparo en mostrarme desnuda ante el proxeneta; él me había visto masturbarme con el consolador y follar con mi propio padre. Además, Tano prefería la compañía sexual de otros varones.

Evité maquillarme. Mi papel como prostituta destinada a dar placer a un condenado a muerte estaba cumplido. Si esa mañana tenía que morir, no quería irme de este mundo con el aspecto de una mujer vulnerable al servicio de mis adversarios.

Calcé las botas y me puse la capa como único atuendo. La prenda me llegaba a la mitad de los muslos y podía cerrarse por el frente con u par de botones de hueso.

Un guardia, armado con un flamante Kaláshnikov, me esperaba en la entrada para darme escolta o vigilarme. Todo marchaba con la naturalidad que hubieran esperado nuestros enemigos; más valdría que mi padre hiciera algo pronto, o los señorones de Feudo Sangre querrían montarse una orgía conmigo y yo tendría que aniquilarlos con mis propias manos.

En las calles reinaba el ambiente festivo de las grandes ocasiones. Los lugares para ver la ejecución se habían sorteado entre las familias de la ciudad. Había más de ciento cincuenta personas reunidas alrededor del cadalso ensamblado a los pies de la efigie de la diosa Niké.

El guardia me condujo hasta una estructura rectangular, de unos diez metros de alto, que hacía las veces de puesto de observación para los prohombres de la comunidad. Un custodio del director de la prisión me guió hasta unas escaleras verticales y me hizo subir, siguiéndome enseguida. Estaba segura de que había contemplado mi coño, mirando hacia arriba durante el ascenso. No me importó, mi cuerpo era un arma de combate y todavía estaba en territorio enemigo.

Inhalé aire para serenarme y descubrí que el sentimiento de júbilo instalado en mi alma crecía con la perspectiva de volver a ver a mi padre. A pesar de la tensión, mi ánimo se sentía fortalecido. Seguía odiando a nuestros enemigos, conservaba las ganas de torturar y matar a toda la milicia feudalista, pero también me inundaba una paz como nunca antes; me pregunté si aquello era lo que comúnmente llamaban “felicidad”, pero no contaba con tiempo para meditar sobre el tema.

El sicario me condujo hasta un reservado dividido por cortinas. El director esperaba sentado en el único sillón disponible. Tenía ante él una mesilla sobre la cual había una jarra con café y un pesado plato de cerámica lleno de canapés.

—¡Buenos días, Dafne! —saludó con una sonrisa—. La ejecución está por comenzar. Quítate la capa y siéntate sobre mis piernas.

El sicario había tomado su puesto, dos metros a la derecha del director, un poco por detrás. Lo miré directamente a la entrepierna y me lamí los labios en gesto lascivo; podía parecer una puta, pero mi atención se centraba en el Kaláshnikov que colgaba de su hombro.

Abrí y cerré la capa con gesto juguetón, para regocijo de los hombres. Sus erecciones se hicieron evidentes bajo los pantalones. Me acerqué al sicario y me puse en cuclillas con la capa abierta para mostrarle los senos y la vagina. Me sentía realmente excitada. Mi cuerpo necesitaba volver a gozar de una sesión sexual del mismo nivel que la que disfruté con mi padre. No obstante, los milicianos feudalistas serían las últimas personas con quienes querría enredarme. Anímicamente me sentía en paz; quizá me había enamorado de Gedeón, pero no consideraba una traición exhibirme ante nuestros enemigos para sustentar los últimos momentos de mi actuación como prostituta. Mis pezones estaban muy erectos y mi coño no dejaba de segregar flujo.

Lancé un beso al aire, como prometiendo una felación al sicario. Volví a incorporarme y me despojé de la capa, mostrándome ante ellos totalmente desnuda.

Me senté de lado sobre las piernas del director y estreché su cuello con el brazo derecho para acariciar su mejilla. Él coló una mano entre mis muslos y palpó mi vagina.

—¡Serás puta! ¡No hemos empezado y ya estás mojada! ¡Te voy a pegar una follada que te dejará clavada en mi colchón!

—Primero, la ejecución —le interrumpí retirando su mano de entre mis piernas—. Cuando veamos el espectáculo que tiene para nosotros mi amante de anoche, prometo hacerte sentir lo que ninguna otra mujer ha podido darte jamás.

Tomé el plato de canapés y lo puse sobre mis muslos para evitar que el director volviera a tocar mi intimidad. Sin soltar su cuello, le di uno de los bocadillos para que no pudiera lamer mis pezones. Mi sangre hervía con la cólera que me caracterizaba y supe que el momento del combate me encontraría con mis capacidades destructivas a pleno rendimiento. La verga del director, encerrada en el pantalón, empujaba contra mis muslos como queriendo ser atendida. Me juré darle la paz que tanto merecía.

Guiñé un ojo al sicario, en una actitud que le prometía sensaciones nunca antes experimentadas. Sí, estaba prometiendo mucho a los dos hombres, y me prometía a mí misma que cumpliría, pero no del modo que ellos pensaban.

Un automóvil descapotado tirado por caballos se aproximó por la avenida, en medio del pasillo previamente preparado por los guardias feudalistas. Venía escoltado por cuatro jinetes. Abordo estaba mi padre, vigilado por dos custodios armados.

Todos guardamos silencio mientras el vehículo llegaba junto al cadalso. Mi padre y los hombres que lo custodiaban se apearon y miraron a la multitud. El gesto de Gedeón me previno; tenía la misma expresión de cuando calculaba las estrategias en una campaña militar. No era, ni lejanamente, un hombre derrotado.

A diferencia de las ejecuciones organizadas por otros pueblos, Feudo Sangre se distinguía por enaltecer a sus reos de exterminio. En vez de presentar a un prisionero torturado, vencido y casi muerto, los feudalistas habían arreglado a mi padre para darle un aspecto regio. Respetaban su rango.

Gedeón lucía una casaca militar de color azul, llena de medallas. Vestía pantalones amplios, botas de montar y parecía, más que un condenado a muerte, el jerarca de alguna potencia aliada, en Visita De Estado. Consideraba hipócrita que los feudalistas respetaran las formas ante la opinión pública y permitieran que sus efectivos en campaña cometieran atrocidades como lo que hicieron con mi madre, amén de los genocidios que coordinaban. Un punto más de cólera se encendió en mi alma, pero me mantuve inexpresiva.

—Jacinto Durán está en el palco vecino —comentó el director lamiendo mi cuello—. Nuestro amado canciller se ha enterado de tus habilidades amatorias y del gesto que tuviste al follar con nuestro prisionero anoche. Está muy interesado en que le des alguno de tus "tratamientos especiales" después de atenderme a mí. Espero que no te moleste.

No era raro que el director quisiera compartirme con el canciller, después de todo, me consideraban poco más que un objeto; mi status como prostituta en aquella sociedad podía ser el equivalente al de una yegua bien entrenada cuyos amos presumen ante amigos y familiares. Bien mirado, para el director sería ventajoso que yo demostrara mi valía en el sexo. Mis alertas bélicas se encendieron completamente, el más odiado de todos mis enemigos estaba cerca y una idea rondó por mi cabeza. Si jugaba bien mis cartas, podía redondear el golpe.

—Le daré el mismo tratamiento que a ti —susurré en su oído mientras le daba otro canapé—. Estoy ansiosa por que empecemos, pero primero tenemos que ver lo que sucederá con el prisionero.

Mi padre ya estaba sobre la plataforma de madera. Tenía las manos esposadas al frente, miraba erguido y desafiante a la multitud mientras el verdugo, dándole la espalda dos metros por delante, leía los cargos por los que se le sentenciaba a colgar del cuello hasta morir.

—Siempre que ahorcamos a un hombre, este tiene una erección y se corre en los pantalones —dijo por hacer plática—. Hay apuestas entre los guardias de la prisión respecto a la cantidad de leche que podrá eyacular Gedeón. Después de la follada que te pegó, no sabemos si será mucha o poca.

—Hombres como él se reponen rápido —atajé orgullosa—, si ahora mismo le hiciera una felación, estoy segura de que le sacaría semen para preñar a muchas mujeres. Anoche no me dio ni la mitad de lo que hubiera podido de haber contado con tiempo.

Detestaba que los esbirros del director hicieran bromas macabras a costa de mi padre. Los maldije interiormente y me consolé pensando que pronto cambiarían las circunstancias.

Aprovechando que la atención de los espectadores se centraba en el verdugo, mi padre escupió la ganzúa sobre su palma derecha. Simulando rascarse la muñeca izquierda, jugó con la cerradura de las esposas. No pude contar los segundos que tardó en abrir el brete, solo sé que al liberarse corrió hacia el verdugo. Lanzó una patada contra la espalda del hombre desprevenido y, cuando este caía, lo sostuvo por la parte trasera de la casaca para usar su cuerpo como escudo mientras le quitaba la granada y el Colt.

—¡Se ha soltado el prisionero! —gritó una voz en el palco vecino, supuse que se trataba de Jacinto Durán.

Confié en las habilidades bélicas de mi padre. Centré mi atención en lo que me rodeaba y en mis propias prioridades. Seguía sentada sobre las piernas del hombre, con el brazo derecho rodeando su cuello y el plato de canapés sobre mis muslos.

El director trató de incorporarse. Acaricié su mejilla con la diestra, tanteé hasta tocar su barbilla y la sostuve, como jugando a levantar sus labios para darle un beso. Con mi zurda lo tomé por la nuca, entrecerré los ojos ofreciéndole mi boca y, antes de concretar la caricia, ejecuté un giro brusco de su cabeza con ambas manos para romperle el cuello. No lo solté hasta escuchar el chasquido que revelaba el final de sus días.

Me estremecí con el placer destructivo que provocaba en mí hacer daño a nuestros enemigos. Sonreí dichosa al sentirme en mi elemento.

El sicario no se había movido de su puesto. Permanecía más atento a lo que sucedía en el patíbulo que a lo que yo hacía con su patrono. Tomé el plato de canapés y lo lancé, a modo de platillo, contra el rostro del hombre armado. El impacto le rompió la nariz.

Antes de que él pudiera reaccionar en mi contra, me incorporé y corrí a su encuentro. El Kaláshnikov colgaba de su hombro derecho. Aferré el cañón del rifle y tiré de este. El hombre retrocedió para impedírmelo, entonces usé la inercia de su movimiento para imprimir fuerza hacia adelante y hundir la culata del arma en su bajo vientre.

Cayó al suelo dejándome la posesión del arma mientras gemía, sobándose los genitales y con el rostro ensangrentado. Una granada estalló cerca del patíbulo. Mi padre emitió el aullido de lobo que representaba nuestro grito de combate, eso me dio tranquilidad.

Me cerní sobre el hombre caído y hundí su cráneo con dos golpes de culata. Me habría encantado atarlo a un árbol, torturarlo durante horas y obligarlo a comer sus propios órganos genitales, pero necesitaba moverme rápidamente y sin dejar enemigos a mis espaldas. Temblé de gusto y excitación por la descarga de energía que recorrió mi cuerpo. Mi espíritu combativo estaba listo para la batalla.

Cada segundo contaba. Abrí la cortina que me separaba del reservado donde estaba el canciller. Cuatro hombres me miraron estupefactos; no debía ser fácil de procesar la imagen de una mujer de veintiún años, desnuda, sosteniendo decididamente un Kaláshnikov mientras en el patíbulo se desataba una granizada de balas. Sus posiciones eran, de izquierda a derecha, un sicario, Jacinto Durán y, a dos metros del canciller, un par de soldados.

Miré en los ojos de Durán. Lo reconocía por su perfil grabado en las monedas acuñadas en Feudo Sangre. Sonrió, como desestimando lo que yo pretendía hacer.

Dos granadas más estallaron afuera. Mi padre debía estar haciendo estragos entre las fuerzas de nuestros enemigos. La granizada de balas redujo su intensidad para dejar que se escucharan los gemidos lastimeros de los heridos.

No hubo últimas palabras ni discursos de venganza contra el canciller. No hubo reclamos por la dolorosa muerte de mi madre, por la inocencia robada de toda mi generación que pasó de jugar en los areneros a batirse en el lodazal de una guerra. No reclamé por las vidas de aquellos a quienes llamé amigos, a quienes sentí amantes, a quienes cerré los ojos en el fondo de una trinchera mientras también peligraba mi existencia.

Solo tuve para el canciller una bala, que surgió del fusil en un estampido que se confundió con el zafarrancho que mi padre había montado a nivel de la calle. El proyectil hundió la frente de mi víctima, se alojó en un cerebro que había planificado genocidios y trazado los sueños codiciosos de un demente sin escrúpulos. Mi bala, guiada por mi voluntad y cargada con todo el rencor que hervía dentro de mi alma, derrumbó el motor bélico de todo un imperio. Yo sola había ganado la guerra, aunque era necesario convencer a nuestros enemigos de que estaban vencidos. Me estremecí de rabia y una lágrima rebelde escurrió por mi mejilla izquierda.

El sicario apostado a la derecha del canciller alzó su Kaláshnikov, pero yo estaba preparada. Disparé antes que él y, sabiendo que no necesitaba verificar el blanco, caí de rodillas cuando los dos hombres restantes ya disparaban contra mí. Las balas volaron sobre mi cabeza y tiré desde el suelo para reventar los cráneos de los soldados.

Al nivel de la calle, la reyerta había reducido su intensidad, pero aún se escuchaban detonaciones aisladas. Esto me indicaba que mi padre seguía luchando.

Hice acopio de las armas; disponía de tres Kaláshnikov, cuatro granadas y la Magnum con cachas de oro e incrustaciones de diamante, símbolo del poder de la cancillería. Me quité el collar, los pendientes y las pulseras de aluminio, dejando atrás los últimos restos de mi personalidad como la prostituta Dafne y recuperando la identidad de Dina Lobo, oficial del ejército de la Demarcación Renacimiento.

Tomé un Kaláshnikov y me colgué al hombro una canana con munición. Me importaba poco seguir desnuda, de hecho me sentía más cómoda, fuerte y vital que si hubiera portado un uniforme. Acababa de destruir la cabeza de la serpiente que había atormentado a mi nación y eso me enardecía.

Miré por el borde del palco. Si hubo algún piquete de guardias apostado en el exterior para defender al canciller, este se había marchado o formaba parte de los cadáveres que alfombraban el suelo. Casi todos los civiles habían huido del lugar y los más rezagados se mantenían quietos, tirados en la calle conservando una posición fetal que no los protegería de la metralla. Mi padre había sido sistemático en la matanza.

Me sentí orgullosa de mi padre al reconstruir sus pasos desde el momento en que se apoderara de las armas del verdugo. Las posiciones de los cadáveres contaban la historia. Primero debió lanzar la granada sobre un grupo de guardias, después se cubrió con el cuerpo del verdugo para vaciar el Colt encima de quienes lo habían custodiado de camino al cadalso. Debió correr desprotegido hasta hacerse con un Kaláshnikov y algunas granadas y parapetarse tras una columnata. A partir de ahí, envió muerte sobre los feudalistas sin un asomo de misericordia. Vibré con el placer destructivo. Mi sexo estaba muy empapado y mis pezones presentaban una dureza que no achaqué al frío de la mañana.

Ante mí se presentaba la columna levantada por los antiguos. Las estatuas de la base habían sido destruidas durante los días posteriores al Fin Del Mundo. En la cúspide estaba la efigie de Niké, la Diosa Victoria, en su actitud de volar con un brazo extendido para coronar el valor, la justicia o la nobleza del alma humana. Su superficie, otrora dorada, estaba ennegrecida por el humo de las hogueras en las que años atrás ardieron quienes se oponían a los planes expansionistas de Jacinto Durán.

Mi padre se refugiaba detrás de una columnata, casi a los pies de la Diosa Victoria. Lo acosaban tres francotiradores, provistos de Kaláshnikov dotados de miras telescópicas, desde un apartamento del edificio de enfrente.

Mi padre debía romper el cerco y abandonar la plaza. Teníamos que reunirnos para huir de la ciudad y dar por ganada la apuesta que crucé con el general Ordóñez.

Me acomodé el Kaláshnikov al hombro. Medí la distancia que me separaba de quienes acosaban a mi amado progenitor. Sonreí con regocijo. En nuestro ejército, con la carestía de municiones y armas de fuego, teníamos prohibido desperdiciar balas. Había sanciones administrativas muy severas para quien errara un tiro, por lo tanto, todos estábamos capacitados para acertar a casi cualquier blanco. La legendaria precisión del fusil de asalto garantizaba los resultados.

Los francotiradores esperaban, parapetados al costado de un muro de granito, en el tercer piso del edificio. Yo podía verlos casi de perfil, pero eran blancos inaccesibles para mi padre.

Nadie esperaba que tres balas, disparadas en rápida sucesión, salieran desde el palco del canciller para eliminar a los francotiradores que obstaculizaban el escape del reo de exterminio. Mi puntería fue, como siempre, exacta. Los tres cadáveres cayeron desde el edificio hasta el suelo de la calzada.

Aullé como una loba en celo para comunicar a mi padre que estaba bien, armada y en pie de guerra. Él respondió con un prolongado clamor lobuno; no era su clásico llamado para reunir a la manada, más bien se trataba del reclamo del Macho Alfa que solicita la presencia de su hembra. Más que cualquier frase o actitud, este aullido me corroboró que los sentimientos de amante incestuosa que yo guardaba por él estaban plenamente correspondidos.

Gedeón liberó a los caballos que tiraban del automóvil mientras yo permanecía en estado de alerta, lista para ofrecerle fuego de cobertura en caso de necesidad. Mi corazón palpitaba aceleradamente, con la esperanza de un futuro a su lado; “tiempo, vida y oportunidad”.

La calma era engañosa. Las fuerzas militares y policiales de Feudo Sangre debían estar organizándose para el contraataque; nos encontrábamos en el "ojo del huracán" de la batalla y los dos sabíamos que la situación podía cambiar en cualquier momento.

Mi padre se acercó al palco mientras yo descendía por la escalera vertical con las granadas en un bulto hecho con la camisa de uno de los soldados. Mi padre montaba uno de los caballos mientras traía otro por la rienda. Había formado un hatillo con la casaca, donde guardaba varias granadas.

Monté a pelo sobre el lomo del animal que mi padre me ofreció. Sentí en mi intimidad el calor y la firmeza de la musculatura del potro y gemí de placer.

—¡Dina, tesoro, gracias por ayudarme! —dijo mi padre con ojos humedecidos.

Así era Gedeón Lobo; podía arrancar la vida de veinte o treinta hombres sin demostrar emoción alguna y derramar lágrimas de amor u orgullo ante mí. Así había sido en la anterior faceta de padre amoroso y así sería en un futuro, como mi amante más preciado.

Guié mi montura para que quedara a un lado de la suya. Mi padre y yo nos abrazamos de costado y nos besamos apasionadamente. Nuestro encuentro sexual de la noche anterior había sido forzado por las circunstancias, pero sentido en nuestros corazones.

—¡Papá, maté al canciller! —sonreí poniendo la Magnum en manos de Gedeón.

Él me miró con orgullo. Me conmoví por su sonrisa de satisfacción y el júbilo que había nacido en mi alma gracias a él se fortaleció un poco más.

—¡Has ganado la guerra, cielo! —reconoció mientras guardaba el arma bajo su cinturón—. ¡Salgamos de Feudo Sangre, después ajustaremos cuentas con esta gente!

—Ordóñez está afuera —añadí—. Aposté con él; si salimos los dos juntos por la puerta de la ciudad, quinientos de los nuestros tomarán Feudo Sangre. Asegura que puede hacer que muchos de los habitantes de aquí se levanten en armas y se pongan de nuestro lado.

—Ha sido mi idea, Dina. Tenemos una red clandestina dispuesta a todo; los rebeldes se levantarán en cuanto demos la señal.

Sin más parlamentos cabalgamos en dirección a la puerta de la ciudad. Habían pasado diez minutos desde el momento en que mi padre se liberó al instante en que él y yo galopábamos en busca de la libertad.

Nuestras monturas corrían por el centro de la que en tiempos antiguos fuera una avenida muy importante. Los establecimientos habían abierto minutos antes de la ejecución, pero sus empleados o propietarios los habían vuelto a cerrar al escuchar el tiroteo. Había pocas personas en la calle, casi todas se ponían de rodillas y se llevaban las manos a la nuca en señal de sumisión y paz.

Las hostilidades reiniciaron cuando una unidad de quince jinetes dobló la esquina una calle por delante de nosotros para presentarnos sus Kaláshnikov listos para disparar. La primera ráfaga no dio resultado, los hombres parecían poco acostumbrados a disparar mientras cabalgaban. Mi padre y yo nos separamos. Gedeón quedó en vanguardia y abatió a los tres jinetes que ocupaban la delantera de la formación. Yo arrojé una granada contra los sobrevivientes, provocando la muerte de hombres y monturas.

La adrenalina, el combate, mi desnudez carente de pudor y la musculatura en movimiento del lomo del potro debajo de mi sexo me tenían excitada.

Conservamos el orden que habíamos adoptado, mi padre en la delantera y yo por detrás.

Una nueva cuadrilla se presentó doblando la esquina de una de las calles que acabábamos de pasar. Disparé contra los oficiales y, acertando una bala sobre la granada de uno de ellos, provoqué un estallido de muerte y dolor que me regocijó en lo más profundo.

mi padre abría fuego a la vanguardia sobre otro grupo de militares. Escuché cascos de caballos detrás de nosotros y volteé. Los lamentos que oí en vanguardia me confirmaron que él seguía causando estragos entre nuestros enemigos. Debíamos apresurarnos, era cuestión de minutos que llegaran nuevos efectivos con ganas de arrebatarnos la vida.

A cien metros de la salida volví la vista al frente. Mi caballo había respondido bien durante el tiroteo y me había trasladado a las afueras de la ciudad, cerca de la puerta por donde entré la mañana anterior. Busqué a mi padre y lo encontré unos metros adelante. Frené mi montura y lo que vi estrujó mi corazón.

El cuerpo de Gedeón aparecía recargado sobre el cuello de su caballo. El animal seguía andando en dirección a la puerta, pero lo hacía más por inercia que por una guía. El rifle con el que mi padre había estado disparando colgaba de su brazo, sostenido por la correa, pero lejos de la mano que lo empuñara minutos antes.

—¡No, por favor! —articulé para mí misma en un hilo de voz.

Gedeón no se movía. La calle estaba cubierta de cadáveres, pero el caudillo de la Demarcación Renacimiento parecía haber luchado su última batalla. Mi alma gritó desde el fondo de mi ser sin que mi garganta pudiera replicar su agonía. Si mi padre estaba muerto, mi vida acababa de perder todo el sentido. Apreté el puño de mi mano libre hasta hacerme daño. Temblé en la soledad, el abandono y la indefensión de la misma niña que años antes fuera atada a un árbol y obligada a mirar las atrocidades que sufriera su madre.

Mis ojos dieron paso a cuantas lágrimas había tenido que reprimir en mi vida como guerrera. No me importó que, a lo lejos, los ecos de caballos anunciaran la llegada de mis enemigos. Vendería cara mi vida llevándome por delante a la mayor cantidad de militares feudalistas; al gastar el último cartucho, nada más me importaría.

La montura de Gedeón Lobo se detuvo a pocos pasos de la puerta que su jinete había querido alcanzar. Contuve la respiración. Los seis centinelas que custodiaban el rastrillo abandonaron sus puestos al ver la figura inmóvil de mi padre. No escuché lo que dijeron, pero uno de ellos se quitó la gorra en señal de respeto y otro se rió con carcajadas nerviosas. Mentalmente sentencié a una muerte rápida a uno y a una lesión espinal permanente al otro.

La montura de mi padre sacudió la cabeza, incómoda. El cuerpo de Gedeón se deslizó por un costado y cayó sobre el polvo del camino, adoptando la posición fetal. Todo el júbilo que me había traído su actitud de amante se revolvió en mi interior, negándose a morir o deseando estallar para matarme.

Los hombres se acercaron a mi padre. Uno de ellos pateó lejos el Kaláshnikov caído mientras otro movía a Gedeón por el hombro con la puntera de su bota. Tras de mí se escuchaban los cascos de incontables caballos cuyos jinetes venían a por mi vida.

El aullido del Macho Alfa de la manada se dejó escuchar desde el polvo del suelo. Mi padre se sentó repentinamente, con la Magnum escupiendo proyectiles y eliminando a quemarropa a los seis centinelas.

Mi aullido de loba en celo se unió al llamado del líder de la manada mientras el amor, el júbilo de estar viva y el instinto combativo se reactivaban en mi alma. Mi padre sangraba por una herida de bala en el brazo izquierdo, pero estaba vivo y en pie de guerra. Busqué una posición adecuada para defender la retaguardia mientras Gedeón ascendía por la escalerilla de aluminio para alcanzar el mecanismo que levantaría el rastrillo. Mi padre había requisado los Kaláshnikov de sus nuevas víctimas.

Quizá habríamos podido forzar a los caballos a salir por la garita, pero la apuesta de mi padre parecía mayor; intentaba levantar el rastrillo para que nuestra fuerza de asalto entrara a Feudo Sangre. Quedé atenta a la retaguardia, escuchando el creciente estruendo de los cascos de los caballos de nuestros enemigos.

Mi padre usó el cañón de un Kaláshnikov a manera de palanca y consiguió mover la roca para dejarla caer por la canal que debía alojarla. El rastrillo subió violentamente. Gedeón descendió por la escalera, montó en su caballo y nos pusimos en marcha. Aullamos en un clamor de combate cuando traspusimos el umbral de Feudo Sangre. Había ganado la apuesta con el general Ordóñez.

El eco del galope del contingente de jinetes era atronador, hacía vibrar las paredes de los edificios que atestiguaban glorias pretéritas. Feudo Sangre había perdido a su líder, pero nadie en la ciudad lo sabía. Las fuerzas armadas se habían agrupado para darnos caza.

Cabalgamos sobre el terreno de cascotes que circundaba la ciudad. Señalé a mi padre el rascacielos donde quinientos de los nuestros se mantenían acantonados.

La vanguardia del contingente enemigo comenzó a salir por la puerta. Conforme los militares pasaban bajo el rastrillo, cabalgaban en diagonal, a derecha izquierda según correspondiera. Quedaba claro que querían conformar un par de muros envolventes antes de darnos caza. Esta maniobra imposibilitaría cualquier intento de rescate, en caso de que un ejército armado corriera a defendernos. Pensaban cercarnos y las posibilidades jugaban a su favor.

Nuestras monturas eran caballos de tiro; buenas bestias en terreno llano y con resistencia para carreras cortas. Nuestros perseguidores galopaban sobre caballos de guerra, acostumbrados a los rigores del desierto o la estepa, descansados e incluso deseosos de entrar en una refriega. Pronto cerrarían el cerco.

Fui consciente del viento que chocaba sobre mi sudorosa piel desnuda. Sentí la humedad de mi coño que se fusionaba con el sudor de mi montura, mis senos saltaban ante cada zancada del caballo. Estaba viva, deseaba vivir y lucharía con todas mis fuerzas por seguir viviendo. Había encontrado el amor y empezaba a creer que la felicidad era más que simple retórica. No me dejaría vencer.

Nos acercábamos a las ruinas. Unos mil jinetes nos seguían desde Feudo Sangre. Casi habían completado la maniobra envolvente y era imposible que nuestros caballos encontraran refugio entre los edificios antes de que se cerrara el cerco. Comenzaba a sentirme traicionada por Ordóñez cuando escuché la trompeta de guerra de nuestra unidad de arqueros. Entendí lo que sucedería e hice señas a mi padre para que exigiera un último esfuerzo a su montura.

Recorrimos medio kilómetro más. Dos murallas de enemigos se nos aproximaban, una por la derecha y la otra por la izquierda. La trompeta volvió a sonar y, en seguida, medio millar de gargantas humanas se unieron en un prolongado aullido lobuno que debió sorprender a nuestros perseguidores.

Antes de que el último clamor de guerra se apagara, el aire pareció desgarrarse por el efecto que producían quinientas flechas lanzadas al unísono. Las saetas describieron dos arcos, uno en dirección a la muralla de hombres a nuestra derecha y otro hacia los de nuestro flanco izquierdo.

Me sentí conmovida. Todos los elementos de la Demarcación Renacimiento que se ocultaban entre las ruinas estaban ayudándonos. Una segunda y una tercera oleada de flechas cayeron sobre nuestros adversarios para rematar la faena.

Un jinete salió de entre la maleza y las ruinas con una bandera blanca en alto. Se trataba de Ordóñez.

Mi padre y yo desmontamos. Me sentí aliviada y aullé jubilosa. Ese nuevo sentimiento de amor y grandeza me recorrió entera mientras unas lágrimas de agradecimiento picaron en mis ojos. Abracé a mi padre y nos fundimos en un beso de amantes, sin importar que el general observara con expresión estupefacta.

Las dos barreras de enemigos se habían convertido en un par de grupos de heridos y muertos. Hombres y monturas se retorcían sobre los cascotes, volviendo a manchar la tierra con su sangre.

—¡Has ganado la apuesta, guerrera! —exclamó Ordóñez desmontando a nuestro lado.

Hizo amago de abrazarme, pero se contuvo ante mi total desnudez. Una cuadrilla de soldados ensambló una plataforma y disparó varias descargas de fuegos artificiales sobre Feudo Sangre. Había amanecido y el efecto luminoso se perdía, pero eran claramente identificables.

—La Resistencia ha estado esperando esta señal desde hace años —dijo mi padre—. Tienen instrucciones de agrupar a sus elementos y dar caza y captura a todos los militares. Hemos vencido, Dina, y todo es gracias a ti.

Mi padre me devolvió la Magnum, todos entendimos que con el arma me estaba concediendo el cargo que esta representaba.

Los casi quinientos elementos bélicos de la Demarcación se reunieron en disciplinadas filas. Alguien me entregó un uniforme y pasé revista apresuradamente. Giré instrucciones para que un grupo de efectivos rematara a los heridos, recogiera las armas y municiones. Tras la distribución de Kaláshnikov entre los nuestros, se unieron a la brigada de ocupación que pondría la ciudad en paz. No haríamos prisioneros entre los militares enemigos, pero respetaríamos las vidas de la población civil. Con estas acciones, no fue difícil conquistar Feudo Sangre.