Grushenka, Cap. XVI
El final de la historia. Grushenka consigue el sueño de su vida
CAPÍTULO DIECISÉIS
La razón por la que Grushenka no quería emparejarse de por vida con el capitán de la policía estaba, sin duda, inspirada por su aversión física hacia él. Era redondo y gordo; sus brazos, nalgas, piernas (todo lo suyo, en realidad), estaban estúpidamente redondeados y desagradablemente satisfechos de sí mismos. No era un buen amante, y, cuando, una o dos veces a la semana, ponía su dardo, corto y con pinta de colilla, en su funda y se daba un buen restregón en ella (sin considerar para nada sus deseos), se sentía contento consigo mismo. Roncaba en la cama, no creía que hubiera que mantenerse limpio y escupía en la habitación como podía haberlo hecho en una pocilga. Ejercía sus deberes brutalmente, y su medio de administrar justicia era el látigo. Incluso sus chistes eran infames, entonces ¿por qué seguir con él?
Sin embargo para escapar, Grushenka necesitaba dinero, y no tenía nada. El capitán, en cambio, tenía mucho. Por las noches sus bolsillos estaban siempre abultados con oro y plata. Y por la mañana se iba sin un céntimo. Los sobornos que recibía eran enormes. Pero ¿qué hacía con este dinero?
Grushenka lo averiguó con suficiente rapidez. Tenía una gran caja de hierro, de pie sobre el suelo, de unos tres pies de alto (casi un metro) y cinco pies de largo (metro y medio aproximadamente). No tenía cerradura, pero no se abría para Grushenka. Le observó y le vio mover una pequeña palanca en la parte de atrás. A la mañana siguiente levantó la tapa y se quedó asombrada. La caja estaba llena casi hasta arriba con miles de monedas, oro, plata y cobre. Las había tirado sin ningún cuidado, según iban saliendo.
Grushenka pensó un poco. Luego empezó a saquear sistemáticamente su fortuna. Cada día, mientras él estaba fuera, se servía unos cuantos cientos de rublos de oro. Cambiaba una o dos de esas piezas en plata y cobre y las devolvía de nuevo a la caja para no dejar huecos. Se quedaba con el resto.
Pronto hubo acumulado muchos miles de rublos, sin que la pila de monedas se hubiera hecho más pequeña. Un buen día transfirió su tesoro a un banquero, había suficiente para un buen comienzo.
Ahora todo lo que quedaba era escapar del hombre. Esto lo llevaría a cabo tras semanas de cuidadosa manipulación. En primer lugar se volvió aparentemente malhumorada y enfermiza y se lamentaba de su mala salud. Luego se negaba a tenerle cuando se sentía de esa manera. Por supuesto él no soportaba eso y la montaba en contra de sus protestas. Mientras él se la trabajaba, empezaba una conversación con él, molestándole todo el tiempo con su charla. Le pedía que llegara rápidamente al clímax o, cuando menos se lo esperaba (cuando estaba a punto de llegar al clímax) le preguntaba que querría para cenar al día siguiente.
Por supuesto que él, a cambio, no la trataba demasiado amablemente. A menudo le daba una sonora palmada, facilitándole una buena excusa para enfurruñarse. Una o dos veces le hizo darse la vuelta y le azotó las nalgas desnudas con sus manos.
Lo aguantaba porque sabía que pronto querría que se fuera.
Él empezó a hacer el amor otra vez con sus prisioneras, como había tenido el hábito de hacer cuando no había ninguna furcia que le sedujera. A Grushenka le llegó, por supuesto, que le era infiel, e hizo escenas al respecto.
Simultáneamente hablaba con él respecto a las casas escandalosas de Moscú, lo excelente negocio que eran y que pequeños eran los sobornos que se recogían de ellas. Pronto le planteó directamente si no sería una buena idea que estableciera él mismo un burdel, le diera toda su protección, cerrara todos los otros y la pusiera a ella a cargo del mismo.
No escuchaba su plan porque no estaba demasiado interesado en incrementar su riqueza. Pero cuando le pintó, con los colores más vivos, como él sería el amo de la casa, de que manera ella siempre le suministraría muchachas muy jóvenes que le montarían para él grandes fiestas, sucumbió a sus tretas y le dijo que siguiera adelante e hiciera lo que le pareciera. Pero tenía que entender que él no tenía dinero en absoluto y que tendría que poner la casa en pie por ella misma.
Casi le adoró por eso, y se puso en marcha enseguida.
Grushenka adquirió una casa en el mejor barrio, donde, sin la protección del capitán nadie se hubiera atrevido a abrir un establecimiento de aquella clase. La casa, rodeada de un pequeño jardín por la parte delantera y uno grande en la trasera, constaba de tres pisos. Los pisos superiores tenían unas doce habitaciones cada uno, mientras que la planta baja tenía un magnífico comedor y cuatro o cinco salones muy espaciosos, que daban todos a un gran vestíbulo delantero.
Grushenka diseñó toda la mansión según el esquema del mejor burdel de Roma, que había visitado bastante a menudo cuando quería una chica joven con la que hacer el amor.
Decidió que sería mejor para ella emplear solo siervas, a las que podría entrenar según sus propósitos sin tener que considerar sus deseos. Preparó todo esto sin el conocimiento del capitán. Y tuvo que hacer más incursiones a su caja de caudales, porque amueblaba su establecimiento con lo mejor. Tenía un carruaje lleno de colorido con cuatro caballos, unos cuantos mozos de cuadra, una vieja ama de llaves y seis robustas criadas campesinas, muebles adorables y, por supuesto, una buena selección de camas de cuatro columnas con dosel y sábanas de seda. Con todo esto montado dejó al capitán que se acomodara en la gran casa y empezó tranquilamente a comprar sus muchachas.
Ahora podemos verla ir, en su propio carruaje, a todas partes de Moscú, examinando formas y características de la manera que Katerina había hecho unos diez años antes para comprarla a ella para Nelidova. Pero ella lo tenía más fácil que Katerina, porque no tenía que buscar un tipo especial de muchacha; necesitaba chicas de todos los tipos y formas para satisfacer los gustos de sus futuros clientes.
El hambre en las partes pobres de Moscú fue responsable de sus mejores hallazgos. No solo padres adoptivos sino también padres legítimos acudían a ella en manada con sus hijas. Las chicas, por su parte, estaban encantadas de entrar al servicio de una señora tan fina y elegante, donde estarían a salvo de morir de hambre.
Grushenka hacía saber, a través de su ama de llaves, en una de las calles más pobres, que estaba dispuesta a comprar unas cuantas chicas jóvenes, veinte años de edad, para su servicio privado. Habría dicho donde revisaría la mercancía (por ejemplo en la sala de atrás de una cierta posada). Cuando su elegante carruaje entraba en la calle se producía una gran excitación, las madres se arremolinaban a su alrededor, besando el borde de sus ropas e implorándole que tomase a sus hijas.
Después de que el casi motín de su llegada se hubiera aplacado, Grushenka entraba a la gran sala, llena con veinte o treinta muchachas, todas harapientas, sucias y apestosas. La cháchara y los gritos de los padres, ansiosos por vender, hacía imposible para ella elegir con comodidad. Las primeras veces estaba tan indefensa contra todo esto que se iba sin hacer un intento de inspeccionar a las muchachas. Tirar al suelo limosnas para que la turba se peleara le daba la oportunidad de irse rápidamente.
Pero luego encontró una forma mejor; echaba a todos los padres del salón, cerraba con resolución la puerta desde dentro y se ponía a la tarea como una cuestión de negocios. Las chicas tenían que quitarse sus harapos. Las que no le gustaban las echaba de la sala, quedándose con las tres o cuatro que parecían gustarle. A estas las sometía al examen más riguroso. Pelo largo, formas bonitas, dientes perfectos, pechos bien formados y nidos del amor pequeños y jugosos no eran los únicos requisitos. Quería chicas que mostraran vitalidad y fuerte resistencia.
Se las ponía en el regazo, hacía que se abrieran, jugaba con su cosquillero y observaba la reacción. Les pellizcaba con las uñas afiladas en el interior de los muslos, y, cuando mostraban cualquier debilidad les daba un par de monedas y las mandaba fuera. Con las que seleccionaba, llegaba a un acuerdo, las vestía con ropas que había llevado con ese propósito y se las llevaba consigo.
Después de una comida y un baño en su mansión, les administraba ella misma los primeros latigazos. Se tomaba esto muy en serio. Era una prueba más de si la chica iba a ser buena. No las bajaba a la cámara negra, que había encontrado en la casa cuando se la había comprado a un aristócrata. Ni tampoco las ataba. Las ponía sobre la cama elegante que sería suya más tarde para el negocio del amor, y, bajo amenaza de devolverlas, les hacía que expusieran aquellas partes de su cuerpo que quería alcanzar con el látigo.
Todas las chicas habían sido pegadas antes, pero la mayoría habían recibido golpes rudos y patadas y solo unas pocas habían sido sometidas a latigazos de experto con un látigo de cuero. Tras aplicarle golpes que escocían en las nalgas y entre los muslos, Grushenka las hacía levantarse, ponerse erguidas y les ordenaba sujetarse los pechos desde abajo, listas para recibir el castigo.
A aquellas que obedecían no las tocaba en absoluto, pero las que no estaban dispuestas a seguir su orden sentirían el látigo una y otra vez en sus espaldas hasta que asumieran la sumisión completa. Grushenka había perdido su suavidad; había olvidado el miedo y terror de su propia juventud. Y esto hacía que triunfara.
Cuando hubo conseguido de esta forma unas quince muchachas empezó a instruirlas cuidadosamente sobre como mantener el cuerpo limpio y las uñas con formas perfectas, como sonreír y caminar, como comer y hablar. Obtuvo rápidamente resultados, especialmente porque tenía las ropas más magníficas hechas para sus chicas, y las ropas finas inspiran a toda mujer un comportamiento refinado.
Satisfecha con esto también les dio instrucciones especiales y delicadas sobre como manejar y satisfacer a los hombres, instrucciones que, si se repitieran aquí, harían por sí mismas un capítulo entero.
Hablaba para unas muchachas atentas pero desconcertadas. Escuchaban las palabras pero no captaban todo el significado, porque resultaba que un tercio de las quince muchachas eran todavía vírgenes. Si habían follado algo previamente, habían mentido cuando los rudos hombres de sus secciones se las trabajaban. No entendían que podía haber una gran diferencia entre una experta cortesana y una campesina que se limitara a abrir las piernas. Tendrían que aprenderlo pronto.
Cuando Grushenka sintió que estaba preparada, celebró una bulliciosa gran inauguración de su establecimiento. Según la costumbre de la época, había preparado una invitación impresa que era casi un documento, bellamente litografiada y adornada con viñetas que representaban escenas amorosas. En ella se podía leer que la famosa Madame Grushenka Pawlovsk, recién retornada de un viaje extenso por Europa en busca de formas nuevas y jamás imaginadas de excitación sexual, invitaba a los honorables duques, condes y barones a la gran apertura de su establecimiento. Allí el cliente, desde el momento en que cruzara el umbral, se vería inmerso en un océano de placer, etc., etc., seguido por el anuncio más sorprendente, concretamente que para el banquete de gala de la apertura ¡no había que pagar! Esa noche cada una de las famosas bellezas satisfaría cualquier capricho libre de gastos y se jugaría a una lotería gratuita, cuyos premios serían ¡cinco vírgenes a violar por los ganadores!
Aquí, de acuerdo con el estilo de la época, también se hacía un aclaración especial: que los ganadores podían desflorar a sus premios bien en habitaciones privadas o bien “en capilla”. Hay que saber que la mayoría de los matrimonios de aquel tiempo empezaban con el desfloramiento “en capilla”, que significaba que el novio ponía su pájaro en el pequeño nido en presencia de los parientes cercanos, a menudo de todos los invitados a la boda, para tener una prueba con testigos de que el matrimonio había sido consumado. Este hábito floreció entre las familias de las casas reinantes en Rusia durante la mayor parte del siglo 19.
La fiesta de inauguración resultó ser una bacanal desenfrenada. Duró no solamente un día con su noche, sino más de tres días y noches, hasta que fue finalmente disuelta por la tranquila y discreta actuación de la policía.
Grushenka recibió a los invitados con un traje de noche espléndido, muy audaz, como correspondía a la ocasión. De cintura para abajo llevaba una falda púrpura de brocado con una larga cola que formaba graciosos remolinos cuando caminaba. De cintura para arriba solo llevaba un velo fino plateado, que dejaba sus magníficos pechos y su redondeada espalda desnuda a la vista de los admiradores.
Llevaba una enorme peluca blanca con muchos rizos, que estaba adornada con rosas rojo oscuro, porque no tenía diamantes en aquella época. Sus chicas llevaban elegantes vestidos de noche, que dejaban los pezones libres y eran muy ceñidos por la cintura pero anchos por las caderas y nalgas. No llevaban ropa interior en absoluto y, mientras los hombres estaban comiendo, Grushenka las presentaba sobre una plataforma, una tras otra, levantándoles los vestidos por delante y por detrás, exhibiendo y cubriendo sus interioridades desde todos los ángulos.
Grushenka había contado con unos setenta visitantes. Vinieron más de doscientos. Se sacrificaron y asaron dos bueyes en el jardín al aire libre, pero pronto tuvo que enviar a buscar más comida: el batallón de botellas de vino y vodka que se bebieron durante estos días nunca se supo a ciencia cierta. Un pequeño ejército de lacayos estuvo ocupado abriendo botellas y apilando las vacías en los rincones.
La primera actividad después de la cena fue la lotería de las vírgenes. Después de largos discursos, más ruidosos que ingeniosos, los hombres decidieron por su cuenta que cualquiera que no estuviera dispuesto a “follar en capilla” sería excluido de participar. Los hombres eran todos de la clase aristocrática, mayoritariamente terratenientes o sus vástagos, oficiales de regimiento, oficiales del gobierno y cosas por el estilo. Pero estaban bebidos y encontraron que esta era una ocasión par derribar barreras. Limpiaron un espacio en el centro del gran comedor y colocaron a las cinco jovencitas en medio, donde se quedaron obedientemente. Les colocaron números alrededor del cuello y cada hombre recibió una tarjeta numerada, siendo los ganadores aquellos que tuvieran los números correspondientes a los de alguna de las muchachas.
Luego se les dijo a las muchachas que se quitaran los vestidos, mientras los ganadores se colocaban orgullosamente cerca de ellas. El resto de la multitud se tumbó, sentó o se quedó en pie por todo el salón formando un círculo alrededor. Algunos habían trepado a los alféizares de las ventanas para ver mejor.
Las muchachas estaban asustadas y empezaron a llorar. El público contestó con aplausos y abucheos. Grushenka entró en el círculo e hizo que sus pupilas se juntaran. Les habló con tranquila determinación, pero amenazándolas si no obedecían alegremente. Se quitaron los vestidos y se tumbaron obedientemente sobre la alfombra, cerraron los ojos y mantuvieron una mano sobre sus nidos del amor.
Pero ahora sus violadores se encontraban también en apuros. Dos, es cierto, tenían los dardos hermosos y duros cuando se abrieron los pantalones. Pero los otros tres no podían encontrar tan rápidamente el truco que les permitiera izar el mástil dentro de esta ruidosa multitud. Se quitaron los abrigos y abrieron los pantalones y se tumbaron también encima de sus chicas, pero las buenas intenciones no significan que se lleve a cabo un trabajo.
Madame Grushenka entró entonces en la brecha. Dedicó sus servicios al primero de aquellos que tenían los cañones listos para hacer fuego. Bastante pronto surgió un grito penetrante procedente de una de las chicas y la lucha de sus nalgas anunció que Madame Grushenka había puesto, con sus dedos hábiles, el dardo del primer cliente dentro de un nido del amor. Pronto le siguió el segundo alarido. Con el tercero (el hombre en cuestión era un joven teniente de caballería) tuvo más dificultades. Mientras le hacía cosquillas con la mano izquierda en la raja, le masajeaba la espada con la derecha, tan inteligentemente que pronto la insertó en su vaina.
El número cuatro se mostró un intento infructuoso. El caballero en cuestión estaba más que ansioso, su arma llena pero nerviosa. Tan pronto como Grushenka le tocó soltó su chorro en el aire y sobre el vello del Monte de Venus de la pequeña virgen que tenía debajo.
Cuando se levantó, la cara colorada y avergonzado de su mala suerte, la multitud que observaba no entendió al principio lo que había ocurrido. Cuando finalmente lo hicieron se armó un tremendo follón. Se encontró rápidamente, por supuesto, un sustituto y los hímenes de las número cuatro y cinco fueron debidamente perforados.
Durante un momento los hombres medio vestidos se quedaron tumbados y jadeantes encima de las formas blancas y desnudas de las muchachas a las que habían cubierto. El pesado aire de la sala se volvió rancio. Cada uno de ellos, tras el clímax, se levantó y exhibió con orgullo su palpitante herramienta cubierta de sangre.
Grushenka pasó un rato endiablado para conseguir sacar a salvo de la sala a las muchachas recién desfloradas. Tuvo que luchar a través de la multitud de hombres que agarraban y manoseaban a las asustadas muchachas cuyos muslos estaban manchados de la sangre de su violación. Grushenka las devolvió a la vieja ama de casa que las condujo a una sala del tercer piso.
Cuando Grushenka regresó se metió en otro tumulto con los excitados hombres. Querían rifar también a las otras muchachas. Desde una esquina se escuchó una sugerencia pidiendo otra virginidad, concretamente la de la entrada trasera.
Grushenka no quiso escuchar nada de eso e intentó apartarlo con bromas de la mente de sus invitados. Empezaron a maltratarla y, cuando estaba a punto de salir de la sala, le arrancaron el fino velo, así como la ancha falda, de modo que se quedó solo con sus pantalones de encaje. Se abalanzaron sobre ella, a medias entre la broma y el buen humor y la amenaza. Se asustó y lo prometió todo.
Se dirigió a las diez muchachas restantes, que estaban esperando en una habitación del piso de arriba a que se les dijera lo que se pedía de ellas. Resolvió meterlas a todas juntas en un carruaje y sacarlas de la casa, dejando que los hombres borrachos recuperaran la sobriedad y se dispersaran. Pero un segundo pensamiento le recordó lo dependiente que era del éxito de este acontecimiento. Se había gastado hasta lo último de su dinero, incluso la casa había sido embargada para poder suministrar la comida y el vino. Además podía ser bueno dejar que las chicas recibieran algo de trato duro desde el principio. Más adelante ya no sería peor.
Les hizo quitarse los vestidos antes de entrar a la habitación donde los hombres esperaban impacientes. No le importó que la peluca se le hubiera descolocado y que solo llevara puestos los pantalones para cubrirse el cuerpo. Ahora ella era toda energía, resuelta a jugar y a hacerlo con gran estilo.
Los hombres se comportaron bien cuando les llevo a las chicas desnudas. Habían puesto diez sillas en medio de la sala y habían acordado jugar una lotería completa, lo que llevaría cierto tiempo. Mientras tanto no le quitaban el ojo a las diez bellezas desnudas colocadas en medio. El aire se llenó de muchos comentarios cachondos y bromas. Las chicas a su vez, estimuladas por Madame y sin saber lo que les esperaba, contestaban a los hombres con comentarios no menos alegres. Les tiraban besos, tocándose los labios y los pechos o los nidos del amor a modo de saludo para los tíos que, decían, les gustaría que ganaran y se las follasen.
Cuando se decidieron los ganadores, Grushenka recogió para cada grupo dos ayudantes que estarían al lado y proporcionarían la asistencia. Se les dijo a las chicas que se arrodillaran sobre las sillas y mantuvieran las nalgas al aire, listas para la agresión. Así lo hicieron riendo y separaron las rodillas, porque, desde luego, pensaban que se las iban a follar por el nido del amor.
Fue un movimiento inteligente de Madame que hubiera seleccionado aquellos ayudantes. Ahora estaban situados junto a cada pareja, sujetaban abajo las cabezas de las chicas, jugaban con sus pezones y hacían excursiones hacia sus cosquilleros. Fue una suerte porque todas estas muchachas sencillas, tan pronto sintieron que un dardo intentaba forzar su puerta trasera, aullaron y empezaron a luchar. Saltaron de las sillas, rodaron por la alfombra, patalearon con las piernas y se inclinaron por presentar buena batalla.
¡Y ahora la multitud que observaba se divertía! Se hacían apuestas sobre quién sería el primer hombre en tener éxito y quién sería la última muchacha en ser desflorada. Ninguno de aquellos hombres había visto nunca semejante espectáculo, y la fiesta se convirtió en un éxito enorme. Los gladiadores tomaban sus armas con las manos y se las acariciaban bastante claramente. El autocontrol y la vergüenza se habían perdido por completo. La propia Grushenka, de pie en medio del círculo, estaba prendida en aquella atmósfera y, si los hombres hubieran pedido que se flagelara previamente a las muchachas, hubiera accedido alegremente, por su propio placer además del de sus invitados.
Las muchachas fueron forzadas en diferentes posiciones: algunas tumbadas en el suelo sobre sus vientres, otras con las cabezas entre las piernas de un ayudante doblado sobre ellas, una de una forma tal que el hombre se sentaba en la silla mientras los dos ayudantes le ponían a la muchacha sobre el regazo, manteniéndola en el aire sujeta por las rodillas, de manera que no pudiera evitar el ataque.
Solo una muchacha seguía luchando sobre el suelo: una jovencita, pequeña, muy rubia, con su larga melena suelta y despeinada sobre los hombros y pechos. Grushenka avanzó y asumió la cuestión por sí misma. Hizo una seña para que se alejara al hombre del que la muchacha se había zafado hábilmente hasta aquel momento, cuando pensaba que estaba a punto de conseguirlo. Luego hizo que la muchacha se levantara y la agarró del vello de la entrepierna y de un pecho. La hipnotizó, poniendo en juego todo el peso de su personalidad con unas cuantas órdenes, dominando completamente a la chica. La hizo arrodillarse en la silla y doblarse muy despacio. Luego le abrió la raja y toqueteó hábilmente el estrecho pasadizo durante unos momentos. A continuación invitó al ganador a venir y tomar lo que era suyo. La muchacha no se movió y no se atrevió a soltar un gritó cuando sintió su entrada trasera rellenada con un gran instrumento del amor. Fue, casualmente, la única chica a la que se follaron de rodillas sobre la silla, de la forma que los hombres habían pensado para todos ellos. Pero en todo caso todas ellas fueron desvirgadas.
Cuando se acabó el espectáculo Grushenka ordenó que cada muchacha fuera a su habitación a esperar a los visitantes. Invitó a los hombres, una vez que se hubieron ido las chicas, a ir a las habitaciones y pasar un buen rato con las muchachas. Calculó que cada chica tendría que ocuparse de unos diez hombres, cosa que podía hacerse muy cómodamente.
Los hombres no esperaron a que repitiese la invitación y se lanzaron, no solos sino en grupos, juntos amigos y extraños, tal como se les ocurría. Durante las horas siguientes, en cada habitación de las muchachas había unos cuantos tíos. Mientras un hombre se tumbaba encima de una belleza, que meneaba enérgicamente las nalgas para acabar lo antes posible, otros estaban esperando su turno.
Si después de esto los hombres se hubieran ido a casa, como Grushenka había planeado, todo hubiera salido bien. Pero después de conseguir sus objetivos volvieron abajo y se tumbaron y sentaron por allí, bebiendo. Las canciones llenaron el aire, se contaron chistes, se vaciaron los vasos, se devoró la comida. Algunos durmieron un rato, solo para despertarse listos para volver a empezar. Después de haberse divertido lo suficiente abajo, volvían a explorar la casa, mirando como hacían el amor y mezclándose ellos mismos en ello.
En las habitaciones de las chicas tuvieron lugar muchas escenas de lujuria y depravación. Un grupo de tíos, por ejemplo, recordando a las vírgenes desfloradas, irrumpieron en sus habitaciones y las hicieron follar por la puerta trasera a pesar de sus lágrimas y protestas.
Grushenka estaba por todas partes, primero animada y contenta, luego cansada y harta. Durmió en una silla cómoda, se volvió a tomar una o dos bebidas, consoló a sus chicas o quitó de en medio a unos cuantos borrachos.
Finalmente envió un lacayo a su capitán, que discretamente consiguió que los invitados, ya borrachos, se largaran. La mansión quedó en un estado de desorden y suciedad. Las agotadas furcias y su ama durmieron un sueño como de muerte durante cuarenta y ocho horas. Pero la excitación, actuaciones y lascivia de la agotadora tarea no habían sido en vano. Madame Grushenka Pawlovsk había situado en el mapa su establecimiento, y lo manejó después con un espíritu mucho más orientado al beneficio de su bolsa. Se hizo rica y famosa, de hecho fue tan así que, después de su muerte y después de que su famoso salón llevara cerrado mucho tiempo, cualquiera en Moscú podría señalar la casa, igual que en París todavía se señala el famoso establecimiento de Madame Gourdan, que hace ciento cincuenta años era conocida en toda Europa como la mejor Madame del mundo, bajo el apelativo de “la Condesita”.
No se conoce como terminó Madame Grushenka su propia vida amorosa. Puede ser que encontrara su satisfacción a través de la ayuda de las amistosas lenguas de sus chicas; puede que se casara con un joven fornido a quien se agarró tranquilamente sin conocimiento del público.
La última vez que se oyó hablar de ella es en el documento oficial de la policía al que nos referimos en el prefacio de esta historia, donde se la describe como “una señora distinguida en la flor de la vida, bien formada y refinada, con penetrantes ojos azules y una boca plena y sonriente, capaz de hablar con destreza y atinadamente”. Puede que esta descripción de ella haya servido hasta su
FIN