Grushenka, Cap. XV

El regreso de Grushenka resulta bastante accidentado, aunque finalmente consigue salir adelante utilizando su sabiduría amatoria

CAPÍTULO QUINCE

El rollizo posadero se deshizo en reverencias mientras mostraba a Grushenka su “mejor habitación”. Elogió la belleza de Madame con muchas frases deliciosas, admiró su nuevo traje de viaje occidental, se humilló por tener el honor de ser el anfitrión de una señora de tanta clase.

Pero su cháchara estaba entremezclada de preguntas capciosas relacionadas con el negocio particular de su nueva huésped. ¿Quiénes eran sus familiares y parientes en la ciudad? ¿Cuál era su status y ocupación?

Las respuestas superficiales que recibió no fueron de su agrado. Su curiosidad no tenía su origen en una antipatía personal, ni provenía de su ansiedad respecto a si podría cobrar sus cuentas. La originaba un ucasé muy severo de la policía para que se vigilase a las mujeres solitarias y para que se informase de ellas a las autoridades. Este ucasé se había creado bajo presión de la Iglesia, en una de las acciones de limpieza que periódicamente ocurrían en todas las instituciones morales.

Grushenka no sabía nada de esto, por supuesto. Cuando se dio el primer paseo por las calles elegantes de Moscú y se ganó muchas miradas evaluadoras de los caballeros que se paseaban, tuvo toda la esperanza de tener una buena cosecha. Al mismo tiempo el amistoso posadero fisgoneaba en su habitación e inspeccionaba sus pertenencias con ojos expertos. Un cerrajero pronto le notificó cual era el contenido de los baúles y se santiguó con un suspiro. Cierto que parecía una señora agradable, pero no pensaba ir a Siberia por protegerla. ¿Esconder a una aventurera? No señor, mejor sería avisar a la policía. Y eso hizo a la mañana siguiente temprano.

Los policías, grandes y sucios, irrumpieron en la habitación de Grushenka mientras todavía estaba sonoramente dormida. No atendieron a sus protestas; le hicieron que se vistiera apresuradamente y, sin permitirle siquiera arreglarse con cuidado, la llevaron a la prisión.

Una matrona de seis pies de alto (1,80 m) y severa como el demonio, sugirió que la Madame se quitara su bonito vestido limpio antes de que entrara en la sucia celda. Agarró sus prendas con excesiva prisa y cerró la puerta de un portazo. Allí se sentó Grushenka, en el cubículo en semioscuridad, escuchando el arrastrar de pies por el concurrido corredor y los gritos y lloros ocasionales de las mujeres que protestaban.

¿Qué significaba esto? ¿Por qué la habían encerrado? ¿Qué había hecho? Temblaba, vestida solamente con su corpiño y enaguas y el pelo descuidado le caía sobre los hombros desnudos.

Después de horas de espera dos ordenanzas la llamaron y la llevaron ante el capitán de distrito. Era un hombre bajo, de cara redonda y ojos pequeños y penetrantes, impaciente por terminar con sus obligaciones. Apenas miró su pasaporte y preguntó cual era la acusación.

“Es una fulana,” dijo uno de los guardias, “eso es todo.”

Grushenka no se había esperado eso. No tenía historia preparada para responder a ese cargo, y sin saber que decir en respuesta, soltó un chorro de palabras para rechazar la acusación. La mordaz pregunta del capitán de cómo vivía recibió como respuesta, “de mi dinero”. Pero no pudo probar que lo tenía. Cuando dijo que acababa de volver del extranjero sus sospechas aumentaron aún más.

“Tal vez sea algo más que una fulana,” dijo. “Puede que sea espía o miembro de una de esas sociedades secretas que quieren derribar a nuestro bien amado Zar. En cualquier caso, hacedla hablar. Ponedla en el caballo. Nos lo dirá todo en una hora.”

Los policías la arrastraron fuera de allí, pese a sus chillidos y protestas. La llevaron de vuelta a la prisión y allí la metieron en la cámara de tortura. Le pegaron y la patearon con crueldad. Encontró que era mejor no luchar y quedarse quieta.

“Eso está mejor,” comentó uno de ellos, “Compórtate como un cordero y no te morderemos como si fuéramos lobos,” chiste con el que ambos disfrutaron enormemente.

Pero no le dieron oportunidad. Le quitaron el corpiño, los tirantes, rasgaron la cinta de su enagua (que cayó al suelo por sí misma) y le quitaron bruscamente sus largos pantalones. Luego le ataron los brazos tras la espalda con un cordón fuerte. Después de eso se tomaron las cosas con calma y le echaron un vistazo.

La figura de Grushenka había cambiado mucho durante su estancia en Europa Occidental. Su figura fina y graciosa se había rellenado, era rolliza y firme. Sus pechos (ahora sacados bruscamente hacia delante al tener los brazos forzados por detrás) eran todavía de una maravillosa firmeza. Sobresalían sin caerse, la cintura estaba llena y rolliza, el Monte de Venus parecía más grande y estaba cubierto con un espeso vello negro, las piernas eran un poco gordas y suaves.

Sin embargo el cambio más notable en Grushenka era su trasero. Solía ser juvenil, pero ahora era rollizo, lleno y femenino, y se balanceaba desde las caderas en dos nalgas florecientes. Una mujer en su plenitud entre los dos guardias, con el largo pelo negro flotando sobre sus hombros, los ojos azules mirando ansiosamente a uno y a otro, la jugosa boca implorándoles que la perdonaran.

Uno de ellos, como cosa hecha, tomó sus plenos pechos y los acarició; no podía protegerse de sus sucias manos con los brazos atados dolorosamente tras la espalda. “Creo que me la voy a follar antes de que la montemos ahí arriba,” dijo. “En todo caso es la mejor de todas las nuevas de hoy.”

“Adelante,” le recomendó el otro. “Yo más tarde tomaré a la rubita de la celda nueve. Me gusta la forma en que grita cuando está entre el catre y yo.”

“No vamos a discutir por eso,” fue la respuesta. “A ti te gustan las jóvenes que todavía no tienen pelo entre las piernas. Yo prefiero las macizas, como esta...” y palmeó a Grushenka entre las piernas.

“¡Haré lo que queráis!” gimió Grushenka. “¡Cualquier cosa! Pero por favor, no me hagáis daño, no puedo soportarlo.

“Eso ya lo veremos más tarde,” replicó el guardia. “Ahora date la vuelta y dóblate hacia delante.”

Hizo lo que le decían. El otro hombre, para ayudar a su camarada, se colocó ante ella, le sujetó la cabeza, se la colocó entre las piernas y cerró los muslos, sujetándola al mismo tiempo por las caderas.

El primer guardia se había sacado de los pantalones un enorme dardo. Agarró las grandes nalgas por la carne suave y espesa y las separó. No tuvo ninguna dificultad para clavar su monstruosa máquina en su nido del amor. La entrada, antes tan pequeña, estaba ahora muy abierta. Su gruta era jugosa, pero ya no tenía aquel aire de misterio que la rodeaba. Demasiados visitantes habían encontrado placer en ella, y la propia naturaleza apasionada de Grushenka había ayudado a hacerla más grande.

El guardia se tomó su tiempo. No había nada especialmente excitante en follarse a una prisionera, especialmente a una que aparentemente era una fulana, y los hombres charlaban mientras él se la trabajaba.

“Una buena ratonera,” dijo el que le estaba sujetando la cabeza entre las piernas. “Espero que no te ahogues en ella.”

“En todo caso mejor que una raja en la puerta,” murmuró el que empujaba.

“Quítale el polvo hasta del último rincón y recoveco, quieres, de modo que te recuerde durante mucho tiempo.”

“En todo caso lo hará. No hay dardos en el sitio en el que la van a encerrar,” refiriéndose a la casa de detención a donde enviaban a las fulanas.

“Al menos si le haces un mocoso no la colgarán,” refiriéndose a la antigua ley por la que no se podía ejecutar a una mujer embarazada.

Mientras en la habitación se escuchaba este y otros comentarios, Grushenka tenía la cabeza enterrada entre las botas altas del guardia. El olor a grasa y cuero penetraba en sus narices. La mugre se restregaba contra sus mejillas y, en su posición doblada, la sangre le bajaba a la cabeza.

Era el primer polvo que recibía en suelo ruso. ¡Qué distinto de lo que había esperado que fuera! Tal vez como ama de un aristócrata en una cama con sábanas de seda. ¡O tal vez llevándose a un ruso fuerte y joven a su propia cama! Pero ahora...

Un guardia le amasaba toda la línea de la cintura mientras el otro le clavaba las manos en la parte superior de los muslos y se la follaba con toda la fuerza. De repente recordó que necesitaba la buena disposición por parte de estos hombres, y empezó a responder a sus embistes, a menear las nalgas con el apropiado balanceo y a ceñir con fuerza su dardo del amor. Justo en cuanto empezó, él llegó al clímax. Intentó pegarle el  nido del amor al dardo. Pero él saco el instrumento como cosa hecha.

Los dos hombres se mostraron de acuerdo en que tenía unas nalgas bonitas, suavemente tapizadas, mejores para el látigo de cuero que para el knut. Le dieron unas sonoras palmadas y la soltaron.

Se enderezó lentamente, la cara de color carmesí y manchada del negro de las botas.

Volvió a implorarles que no le hicieran daño.

Los hombres no escucharon. Órdenes eran órdenes. Tenían que ponerla en el caballo.

El caballo era uno de los instrumentos de tortura más antiguos. Inventado en países de Oriente, había sido adoptado por la Inquisición y así se había extendido por toda Europa, siendo una de las máquinas menos costosa y más efectiva para utilizar con las cautivas. Consistía simplemente en una tabla clavada entre cuatro patas altas de tal manera que el borde estrecho de la tabla estuviera en la parte más alta.

Los guardias la hicieron moverse hacia allí, luego la forzaron a subirse a un pequeño escabel y a pasar una pierna por encima de la tabla en posición de sentarse. Mientras un hombre la sujetaba por la cintura desde atrás, el otro le encadenaba los pies juntos y ponía un peso en la cadena.

Ahora estaba sentada con la raja sobre la afilada madera, con el peso de hierro tirando hacia abajo del peso de su propio cuerpo. Colocada como estaba, se sentaba sobre su nido del amor y la raja entre las nalgas, que eran los puntos más bajos de su cuerpo, y el afilado borde de la madera se clavaba en sus partes más sensibles.

Además los carceleros le engancharon una cuerda, que colgaba del techo, a los cordones que le sujetaban los brazos tras la espalda. Esto le hacía imposible echarse hacia delante o hacia atrás y así aliviar el dolor de la presión.

Una vez preparadas las cosas adecuadamente los hombres dejaron la habitación, cerrando de un portazo sin escuchar sus súplicas diciendo que se lo contaría todo.

Los primeros momentos le resultaron terriblemente dolorosos, pero sintió que podría aguantar el dolor. Luego, de repente, un dolor rugiente le atravesó las entrañas y empezó a chillar de agonía. Cerró y abrió los ojos, que empezaron a girar salvajemente. Apretó las manos, clavándose las uñas en las palmas. Intentó buscar otra postura que retirara el peso de su torturada raja. En vano, el peso colgado en sus pies y la cuerda de su espalda no le permitían cambiar de posición y, cuanto más se movía, más profundamente se incrustaba el borde de la tabla en su desprotegida raja. No supo cuanto tiempo había estado sentada en esta posición desgarradora y terrible. Sus gritos se convirtieron en aullidos, disminuyendo de intensidad hasta convertirse en débiles sollozos. Estaba a punto de perder la conciencia, pero el dolor insoportable no se lo permitía.

Entró el capitán de policía e, ignorando sus súplicas sollozantes, levantó un látigo de cuero. Los golpes cayeron sobre los muslos, sobre el vientre, sobre los pechos. Propiciaron un clímax de sufrimiento, mientras el látigo se le clavaba en la carne, el cuerpo se le movía, añadiéndose así al horrible dolor de la entrepierna. Sí, estaba dispuesta a contarlo todo, la verdad y nada más que la verdad.

El capitán le quitó el peso de entre las piernas sin quitarle los grilletes y le lanzó el escabel bajo los pies. Se puso sobre él y se enderezó, con la hendidura arruinada por el dolor, a solo unas pulgadas de la terrible tabla. Un empujón al escabel le devolvería a la posición anterior. Lo contó todo; toda la historia de su vida. El capitán de policía gordito se sentó en uno de los bloques de flagelación y escuchó. Se rascaba la cabeza.

Este era un caso complicado. Entendió por su historia que había sido liberada y era una persona libre, pero, por otra parte era una esclava huida de la hacienda de Sokolov. ¿A quién pertenecía ahora? ¿A los Sokolov? ¿A Madame Sophia? ¿La última liberación era la que valía y debía ser considerada una persona libre?

No tomaría una decisión apresurada en una cuestión tan complicada. En cualquier caso, en el presente pertenecía al Estado, o mejor, a él mismo. La mantendría así hasta que se sintiera iluminado.

La dejó sobre la tabla y salió. Al cabo de un rato entró la enorme matrona de la prisión. Le quitó las cadenas a Grushenka y la volvió a arrastrar hasta su celda semioscura. La mujer se negó a devolverle su elegante ropa interior y la dejó completamente desnuda. Las protestas de Grushenka fueron débiles; aunque el dolor había remitido en parte se sentía tan débil y dolorida que apenas podía caminar.

Pasaban los días en la sucia celda. La incertidumbre de su destino pesaba fuertemente en ella. El ruido y los gritos procedentes de todas partes en la abarrotada prisión le alteraban los nervios. La porquería se amontonaba en su piel.

Un día la matrona la sacó a rastras, la lavó rápidamente por todas partes, la vistió con unas prendas viejas de la prisión y se la entregó a un guardia que estaba esperando. La llevó por pasillos y escaleras, empujándola finalmente dentro de la habitación privada del capitán de policía. Se paró, sorprendida, en el umbral.

Sobre la gran mesa situada en el centro de la sala se sentaba una furcia joven. No tendría más allá de dieciocho años, pero cualquiera podía ver que había pasado mucho y estaba curtida como el cuero. Estaba en ropa interior y enzarzada en una disputa con la disminuida cabeza del todopoderoso departamento de policía. Él no tenía la camisa puesta pero todavía tenía los pantalones y producía una impresión absurda. Aparentemente estaba tan complacido como molesto con la insolencia de la pequeña criatura que le trataba como a una porquería.

“Eh, tú,” se dirigía a Grushenka, “puedes creer que este gran bruto de aquí declara que es demasiado bueno para besarme el nido del amor, mi dulce nidito del amor, sabes...” y se abrió la raja de los pantalones y mantuvo el orificio descaradamente abierto con las dos manos. “Le dije que no le daría ninguna cosa a menos que lo tuviera lamido por todas partes. Ha mandado a buscarte y asegura que tú entendías de ese trabajo, al menos si no le mentiste...”

“De acuerdo,” se quejó el gordo capitán, ligeramente molesto, “adelante y haz lo que ella quiere. Tal vez eso haga que se quede tranquila, a esa pícara descarada que es. Pero no dejes que llegue al clímax u os pegaré a las dos. No quiero follarme a un cadáver.”

Grushenka avanzó y se ocupó de la zorra. Aquí había una oportunidad para dejar que decidiera su propio destino; mejor hacérselo agradable.

Había aprendido bien a amar, a hacer “el amor de la mujer”. Abajo, en Italia, a menudo había seducido a chicas jóvenes para que fueran a su apartamento, y había sentido la emoción de hacerlas retorcerse y gritar bajo el tratamiento de su lengua. A menudo sus criadas habían tenido que sujetarlas por la fuerza cuando no se dejaban.

Pero no le gustaba esta pequeña furcia y no podía encontrar placer en hacerle el amor a su nido que, a pesar de su juventud, parecía estar bien agotado. Se agachó y abrió las piernas de la muchacha para proporcionarse una postura cómoda de trabajo. La insolente trotacalles dejó descansar el cuerpo sobre la mesa y lanzó una mirada de triunfo a su robusto amante, que husmeaba por la habitación.

La lengua de Grushenka empezó la operación. Aquella lengua había llegado a ser tolerante y hábil y conocía todos los trucos de la A a la Z. El nido del amor, al sentir el trabajo de un maestro, enseguida se sintió vivamente interesado. La criatura rubia había empezado con toda la comedia solo para fastidiar a su amante, pero descubrió que, para su propia sorpresa, había algo bueno para ella y decidió permitirse llegar al clímax. Grushenka sintió como el minúsculo nudillo del amor, habiéndose hinchado hasta ponerse duro, volvió a desinflarse de repente. Pero siguió con su juego de lengua, de modo que el capitán de la policía no pudiera saber que su compañera de amores estaba haciendo lo que había prohibido: dejarse ir antes de que se la metiera.

“Ya basta de esta tontería,” interrumpió a Grushenka y la apartó. “Ahora se la voy a dar yo, tanto si le gusta como si no.”

Y diciendo esto clavó su corta colilla en el húmedo canal del amor.

Grushenka se dio la vuelta, encontró una palangana y se lavó la cara. Luego, mirando a la pareja decidió que no saldría de la habitación antes de que hubiera aclarado el propio estado de sus asuntos con el capitán. Le vio doblado sobre la muchacha, los pantalones en el suelo rodeándole los tobillos, sus musculosas nalgas ocupadas en hábiles empujones.

Se le ocurrió una idea. Rápidamente se arrodilló detrás de él, le abrió la raja y le pegó la lengua a la entrada.

A él nunca le habían hecho esto. Sorprendido, detuvo sus movimientos y, de pie delante de su novia, se dejó llevar a ese placer.

La chica, sin saber lo que pasaba, le llamó. “Eh, tú, ¿qué es lo que pasa? ¿Te has vuelto perezoso? ¡Fóllame, cabrón! ¡Fóllate tu dulce nido del amor!” Y subió y bajó las nalgas para hacerle trabajar de nuevo.

La agarró del vello del Monte de Venus con rudeza, y su tono fue tan imperativo que le escuchó asombrada. “Estate quieta, cerda, y no te muevas, o te daré una paliza de mil demonios.”

Grushenka le acarició entre las piernas con los dedos, le hizo cosquillas con la lengua en su puerta trasera y luego se la insertó.

Le temblaron las piernas; se aplastó contra los muslos de la joven furcia, gruñó y se dejó ir con abundancia.

Al levantarse para vestirse, la furcia todavía se preguntaba que había ocurrido, pero se imaginó la conexión cuando vio a Grushenka limpiarse los labios con una toalla húmeda mientras el capitán se echaba él mismo unos chorros entre las piernas, en el lavabo.

Ahora Grushenka encontró tiempo para defender su caso ante él. Él lo seguía considerando un caso delicado. Le dijo que le mandara a la matrona y, con esta decisión que no significaba nada para ella, el guardia que estaba esperando la llevó de vuelta a la celda.

Esa noche la matrona le trajo su sabia decisión: puesto que no pertenecía en el momento presente a ninguna persona privada, y por otra parte no era aparentemente una mujer libre, pertenecía desde ahora en adelante al Estado y a partir de aquí sería la asistenta de la matrona. La idea oculta de esto era, desde luego, que la quería para su futuro placer y no quería que se muriera en aquella celda asquerosa.

La matrona estaba muy descontenta con este giro de los acontecimientos. Era, como Grushenka pronto comprobaría, codiciosa en un grado espantoso, y temía que Grushenka fuera un impedimento para sus planes. Pero tenía que obedecer; tuvo que dar a Grushenka alguna ropa, una sala de estar cerca de la suya propia, y tuvo que prepararla para todo tipo de tareas.

Grushenka se encontró ocupada preparando la comida (la mayor parte de las veces una sopa aguada de contenido indescriptible), supervisando a las prisioneras mientras limpiaban sus celdas y ayudando en general en cualquier cosa.

Grushenka pronto aprendió que existían cuatro clases de prisioneras en la mente de la matrona. En primer lugar aquellas que tenían influencia en el exterior y pronto serían liberadas y no debían ser importunadas. En segundo lugar las que tenían dinero y podían conseguir más del exterior. Estas eran maltratadas pero solo lo bastante para sacar cada vez más de ellas. En tercer lugar las que tenían dinero y no querían separarse de él. Estas eran torturadas sin piedad. Finalmente aquellas que no tenían dinero ni influencias y a las que se dejaba que se pudrieran.

No hacía distinciones de edad o estado de salud entre las mujeres bajo su mando. No le importaba si eran criminales, ladronas, fulanas o envenenadoras, o si eran inocentes o las habían pillado por error o con acusaciones falsas y maliciosas. Solo eran objetos de los que extraer dinero, y les apretaba las tuercas sin piedad. Tan pronto las entregaban a su custodia se quedaba con toda la ropa, dinero, joyas y cosas de valor. Si era una fulana vieja o una mujer que ya había estado antes en la cárcel no dudaba en buscar el tesoro escondido incluso en su nido del amor. Luego les haría enviar mensajes a través de uno de los guardias a sus amigos del exterior exigiendo dinero. Si llegaba el dinero, la prisionera recibía un respiro de unos pocos días, en la forma de comida y ropa y aire fresco, el guardia recibía una buena propina y la matrona añadía más botín a su almacén. ¡Pero ay si el mensaje no tenía éxito! Le aplicaba tortura a la infortunada y Grushenka más de una vez tuvo que asistir.

La cámara de tortura estaba allí para extraer confesiones, como era costumbre a mediados del siglo XIX en todos los países del mundo, aunque la tortura se hubiera abolido oficialmente en la mayoría de los países a finales del XVIII. Sin embargo la matrona usaba la tortura para conseguir que sus presas entraran en razón. Es más, hacía el trabajo por sí misma y parecía disfrutar con él.

Hubo, por ejemplo, una mujer grande, rubia, de unos treinta años de edad y aparentemente con posibles, a juzgar por su vestuario. La llevaron bajo la acusación de hurto, pero era patente que era un cargo falsificado porque no la habían llevado ante el capitán para que dictara sentencia.

Había algo misterioso en esta mujer. Se negaba rotundamente a comunicarse con el mundo exterior, y este era el primer y único pensamiento de las otras cautivas. Se sentaba en su celda con sus sucios andrajos y abatida, sin decir ni una palabra.

La matrona la arrastró a la cámara negra, le arrancó los andrajos del cuerpo y la estiró en el bloque de flagelación.

La mujer tenía unas nalgas bonitas y llenas, piel muy ligera y piernas bien formadas, que se convirtieron inmediatamente en el campo de operación de su enorme torturadora. Grushenka, que se suponía que iba a ayudar a la matrona, se limitó a quedarse por allí. La vieja y endurecida carcelera no había necesitado ninguna ayuda para atar a su víctima; su brazos fuertes y musculosos y su experiencia en enganchar la correa por la mitad de la espalda de la víctima no precisaban asistencia.

“Primero te daré una paliza de mil demonios,” le gritó a la rubia, “luego tendremos una pequeña charla.”

Cumplió su palabra. Empezó por encima de las rodillas y golpeó las piernas muy estiradas, con una vara de azotar, con toda su fuerza. Subió por una pierna hasta que alcanzó la raja, golpeó la otra pierna de la misma manera y luego desató toda su rabia sobre las nalgas.

La mujer no era musculosa, era de tipo más bien fino, bien hecha y con carne suave. Gritó de dolor y agitó los brazos salvajemente, pero fue incapaz de proteger con las manos sus nalgas sufridoras. En su cuerpo aparecieron moratones de sangre azulada.

Gimió y prometió hacer lo que fuera. La enorme matrona se detuvo, pero clavó sus dedos musculosos en la carne resentida.

“¿Le escribirás una carta a un amigo o a un familiar tuyo pidiéndole cien rublos a entregar al portador?”

La mujer consintió. Luego la llevó de nuevo a la celda y le dio tiempo para sollozar y tranquilizar su corazón, hasta que Grushenka le llevó una pluma y tinta y papel.

La carta salió debidamente con un guardia, pero volvió diciendo que en aquella dirección no había nadie que respondiera al nombre escrito en la carta. La matrona entró en compás de espera. No dijo ni hizo nada ese día. A la mañana siguiente cuando terminó con su rutina de trabajo volvió a tomar el asunto en sus brutales manos. Esta vez Grushenka tuvo que ayudar a llevar a la mujer a la cámara negra. Luchaba como una tigresa y juraba que la matrona se arrepentiría, que haría que la pegaran hasta morir cuando ella, la prisionera, estuviera libre.

Ni las amenazas ni la lucha la ayudaron. La matrona le ató las manos a la espalda y se las levantó hasta una cuerda que enganchó a sus muñecas. Esto le dislocó los hombros, y el peso del cuerpo, colgando de los músculos retorcidos de los brazos, le produjo un dolor insoportable.

La mujer gritó que la estaban matando. Grushenka, que ya no se enternecía con facilidad, sintió piedad. Pero la matrona no parecía escucharla ni tener la más mínima compasión. Ató los tobillos de la mujer, en una posición muy estirada, a unos anillos del suelo, llevando así aún más dolor a los hombros.

Grushenka miró la figura colgante. La cara contraída no era guapa, pero todavía tenía buenas facciones. Los pechos, demasiado grandes y demasiado llenos, colgaban, pero el vientre era plano y sin grasa. La mejor parte, sin dudar, eran los muslos, firmes y bien formados. Grushenka no pudo evitar acercarse a la mujer y estudiarla, palpando incluso la raja, que estaba muy abierta debido a la posición estirada de las piernas. La mujer colgaba tan alto que la entrada del orificio estaba exactamente a la altura de la boca de Grushenka, y no pudo evitar hacer un comentario sarcástico. Mientras hurgaba con los dedos dijo a la matrona: “Supongo que ha abierto tanto las piernas porque quiere que la besen, ¿no lo crees así?”

Pero la matrona, que mientras tanto ya había buscado cuidadosamente un knut, la apartó rudamente. “Ya verás lo que le voy a dar y, ya que llamas mi atención hacia su gruta, es una buena sugerencia. Dejaré que lo reciba allí.”

El knut, un mango corto de madera al que se le habían enganchado ocho o diez tiras cortas de cuero, empezó su trabajo. De pie a su lado y formando ángulo con la víctima, la matrona empezó lentamente y con precisión a pegarle. Dirigió el extremo de las tiras de cuero hacia el orificio abierto y la carne que lo rodeaba de la parte interna de los muslos. No contaba los golpes. No tenía prisa. Apuntaba bien, balanceaba el brazo y, ¡zas! el golpe se estrellaba en las partes más tiernas de la histérica y gritona mujer. No demasiados golpes, solo diez o doce, porque de repente la mujer se puso pálida y se le cayó la cabeza. Se había desmayado.

La matrona la soltó tranquilamente, se la echó al hombro como si fuera un hato de ropa y la tiró sin cuidado sobre el catre de su celda. Cuando se oyó llorar desde aquella celda la matrona se volvió a ocupar de nuevo de la prisionera.

La mujer consintió escribir otra carta, pero el resultado estuvo muy alejado de lo que la matrona había esperado. El guardia tardó más de lo habitual y cuando volvió había con él un hombre de aspecto distinguido que traía una puesta en libertad para la prisionera. Juró por el cielo y el infierno que se ocuparía de la matrona, cuando vio el estado en el que estaba la mujer, y se fue con ella a toda prisa.

La matrona se limitó a encogerse de hombros. Deja que se quejen. No pasaría nada, incluso aunque el Zar fuera su primo, y tenía razón.

Los castigos no eran, habitualmente tan crueles, a menos que el objeto fuera hacer hablar a un prisionero.

Sin embargo muy a menudo el capitán, ejerciendo al mismo tiempo de carcelero y juez, ordenaba una paliza con carácter general cuando una mujer tenía que estar en prisión solo unos días por un delito menor. Estas delincuentes menores no se enviaban a la prisión estatal ni eran llevadas ante un jurado, pero cumplían su tiempo, mayoritariamente de menos de una semana, en la prisión de la policía. Tales casos se trataban de forma similar al que sigue, que fue confiado a Grushenka.

Dos furcias jóvenes, de apenas dieciséis años, habían sido pilladas ejerciendo en las calles. A las mujeres se les permitía hacerlo, pero solo durante ciertas horas de la noche y en ciertas avenidas. Tal vez estas chicas, que eran amigas, habían buscado sacar un mayor botín en las calles principales más iluminadas; en cualquier caso habían sido apresadas por la ley y cada una sentenciada a cinco días en la cárcel. Como castigo añadido tenían que sentarse cada mañana durante una hora en el cepo y recibir doce golpes de vara.

Las chicas no tenían dinero y fueron devueltas por la matrona a Grushenka. Al principio lloraban amargamente, pero, al tener una celda juntas, empezaron a hacer planes para el futuro casi antes de que hubieran empezado a cumplir su tiempo. Tenían más curiosidad que miedo cuando Grushenka las llevó a la cámara negra. Se quitaron obedientemente la ropa y se subieron por si mismas a los cepos.

Grushenka usó con ellas solo los cepos de manos y pies, no los de cabeza, y cuidó que las tablas no les dañaran la piel. Se sentaron una cerca de la otra en el suelo, con las manos y los pies unidos por las tablas. No parecía importarles que sus nalgas desnudas descansaran sobre el duro suelo de piedra. Eran unas muchachas con buena presencia, se gastaban bromas entre ellas y provocaban mutuamente que sus nalgas flacas tuvieran que soportar todo su peso.

Tenían pequeños pechos redondos y había algo joven y fresco en ellas.

Grushenka, que llevaba mucho tiempo sin tener una buena fiesta para su nido del amor, estaba ligeramente excitada. Se agachó y torturó los pezones de las muchachas y sintió curiosidad por sus nidos del amor.

Pero ellas apretaban los muslos y decían, “No, Madame, cuesta cincuenta kopecs que los abramos; ese es nuestro precio.”

Grushenka sugirió que la besaran un poco en la entrepierna. Declararon que se hacían eso entre ellas y no podían ser infieles una con la otra. Pero si prometía no darles con la vara... Grushenka dijo que tendría que pegarles un poco para dejarles algunas marcas si no querían que la matrona se metiera por medio, y se mostraron de acuerdo. Grushenka entonces las soltó de los cepos, se sentó sobre los bloques de flagelación y tuvo a una de las chicas besándole entre las piernas mientras sujetaba a la otra. La besó con pasión creciente en la boca, le lamió los dientes y la lengua y empezó a dejar que sus manos se pasearan sobre el cuerpo de la muchacha.

Grushenka de entrada toqueteó un poco el nido del amor, bajando las manos hacia las nalgas de la muchacha. Esto no le importó a la chica. Luego empezó a sobar con pasión la puerta trasera. Pero en esto ya no estaba de acuerdo la muchacha. Movió las nalgas fuera del alcance de las manos de Grushenka, que deseaban tanto sentir el pequeño punto perversamente erótico.

Sin embargo Grushenka alcanzó un clímax antes de tener éxito. Pero siguió pensando en ello.

A continuación hizo que cada una de ellas se colocara por turnos sobre la espalda de la otra. Luego descargó seis golpes sobre las nalgas de cada una de las muchachas, de manera que la piel les escociera solo un poco. Una vez terminado, las muchachas se rieron y se quejaron de que podían aguantar más que eso.

A la mañana siguiente Grushenka usó los cepos de cabeza con ellas. En estos el prisionero estaba erguido y tenía que poner la cabeza y las manos a través de unas aberturas, que se cerraban mediante unas tablas puestas encima de ellas. Una vez aseguradas de esa forma, Grushenka rodeó tranquilamente los cepos y empezó a pellizcar y acariciar sus cuerpos desnudos. Finalmente clavó un dedo de la mano izquierda en el nido del amor de una de las muchachas y tomó posesión de su pasadizo trasero con el dedo índice de la mano derecha. La muchacha pataleó y gritó y se movió intranquila, pero, desde luego, no podía evitar este tratamiento.

“Tenéis que acostumbraros a esto algún día,” sonrió Grushenka. “Dentro de poco sentiréis cosas más grandes que ese movimiento de dentro y fuera. A algunos hombres solo les gusta de esa manera.”

Y le proporcionó a la muchacha una larga penetración con el dedo, mientras pensaba en los muchos hombres italianos, también guapos, que la habían enseñado a llegar al clímax con la misma facilidad tanto si el dardo estaba en la entrada delantera como en la trasera. Pero a la muchacha no le gustaba el dedo que la restregaba minuciosamente y declaraba que ella nunca, nunca estaría de acuerdo con eso.

Cuando Grushenka aplicó el mismo método juguetón a la otra muchacha tuvo una sorpresa. Esta chica estaba aparentemente satisfecha con él. “Ves,” explicó esta chica, “ese es el camino. Junto al almacén de mi padre había un zapatero, que fue el primer hombre que me hizo el amor. Al principio solo tenía que tomarle el dardo en las manos, pero luego quiso cosas mejores. Tenía miedo de dejarme embarazada.No se atrevía a poner su máquina en el sitio correcto. Así que me follaba por detrás. Esa fue la primera vez que tuve un dardo dentro de mí. Grité un poco, no demasiado porque tenía miedo de que se enteraran, y luego me acostumbré a ello. Así que acaríciame ahí un poco, no me importa...” lo que desde luego hizo que Grushenka desistiera de hacerlo.

Mientras ocurría esto y otras cosas, el capitán hacía uso de Grushenka para sus propósitos bastante a menudo. Y, cada vez que su insolente novia venía a verle, hacía que Grushenka le aplicara su habilidosa lengua a la entrada trasera. Pero no le permitía que le volviera a hacer el amor a su pequeña furcia, y ella, a su vez estaba molesta con la presencia de Grushenka.

Pasaron unas cuantas semanas, hasta que un día se rebeló abiertamente y se negó a dejarle poseerla mientras Grushenka estuviera por allí. Él le soltó un chorro de palabrotas y le pegó, pero ella contestó con palabras no menos floridas y le devolvió los golpes. A todo esto su dardo estaba en posición de “atención”.

Grushenka, viendo la bronca, tuvo una inspiración. Se arrancó la ropa, enganchó de pronto al capitán, le rodeó con sus brazos y le tiró, junto con ella, a la alfombra. Antes de que el atónito hombre supiera lo que estaba pasando le había rodeado con los muslos, su pajarito estaba en el nido y ella le estaba haciendo el amor con los movimientos circulares de sus caderas.

Realmente él estaba bien estimulado y pronto contestó a sus embestidas. Comenzó un encuentro asombroso. La chica, que al principio creía que Grushenka iba a ayudarle, se dio cuenta luego de repente de que le estaba robando el amante delante de sus ojos, se puso rabiosa e intentó separarlos a toda costa. Los hizo rodar sobre la alfombra, les pateó y empujó, les tiró de los brazos y piernas, les pellizcó las espaldas y les dio patadas en las nalgas. Pero estaban tan encelados que siguieron haciendo el amor frente a aquella agresión corporal, incluso estimulados por ella. Gruñeron en el clímax. Resultó una magnífica experiencia.

El capitán se levantó primero, mientras Grushenka yacía con los ojos cerrados, exhausta, en el suelo. Ahora estaba completamente furioso con su anterior compañera de cama. Le hizo saberlo con palabras y golpes, luego la echó para que no volviera nunca.

Grushenka se levantó lentamente, abrazó suavemente al hombre (cuya rabia estaba justamente empezando a remitir) y le besó tiernamente en ambas mejillas. El gordito capitán, al que no habían besado de esta forma en años y que acababa de detectar el raro polvo que era Grushenka, se suavizó hasta un punto que era anormal en él.

“No vale la pena,” murmuró, “tenerte en la sala todo el tiempo. Te diré lo que haremos. De ahora en adelante serás mi ama de llaves.”

Vivía en unas habitaciones confortables en un ala de la prisión, y Grushenka se trasladó allí. Era más como una esposa sumisa que un ama de llaves y amante. Limpiaba y cocinaba para él, le hacía cómoda la vida privada, satisfacía con prudencia sus deseos sexuales, sin sobrecargarle nunca y veía las cosas como él quería que las viera. Él, por su parte, la trataba bastante como a un ser humano. La llevaba con él en su coche, la presentaba a sus amigos, nunca le pegaba y estaba satisfecho de ser un calzonazos.

Pasaban los meses y Grushenka estaba indecisa respecto a si debería casarse con él. ¿Por qué no? Tenía mucho dinero y una posición de categoría, y le daría una cierta seguridad. Pero finalmente abandonó esa idea.