Grushenka, Cap. XIV

Sobre el tiempo pasado por Grushenka lejos de Rusia

CAPÍTULO CATORCE

El viaje de Grushenka por Europa es en sí mismo una historia y no podemos volver a contarla aquí. Era joven y bella, pero estaba triste.

Tenía una abundante cantidad de dinero, o al menos se lo parecía a ella misma. Daba la impresión de ser una de aquellas viajeras rusas tan bien conocidas en aquel tiempo por sus orgías sin límite. En vez de establecerse en algún sitio, se trasladaba sin parar, hasta que llegó a Roma. Esta ciudad la impresionó grandemente con su esplendor y su alegría. Con la habilidad de los rusos para los idiomas aprendió fácilmente a hablar italiano. Se mezclaba con toda clase de compañías, artistas y estudiantes, con mantenidas y, de vez en cuando, incluso con la alta sociedad.

Después de que hubiera superado el golpe que la había alcanzado se sumergió en incontables intrigas amorosas. Pero siempre estaba insatisfecha con los hombres o mujeres con los que se iba a la cama, porque su fortaleza rusa y su vigor superaban la habilidad y el apetito de sus compañeros de cama. Se daba el gusto tanto en plan totalmente sentimental como en orgías brutales. Más de una vez tuvo problemas con la policía cuando había excitado al vecindario en un frenesí de borrachera, o pegado a sus criadas al auténtico estilo ruso.

El látigo estaba en uso en aquel tiempo en todo el mundo civilizado, pero las italianas que la servían tenían una constitución más refinada que las granjeras rusas y a menudo se desmayaban bajo sus torturas temerarias.

Sin embargo sus buenos rublos la sacaban de cualquier apuro y la “chica rusa salvaje” pronto fue una figura familiar en los alrededores de la vieja Roma.

Bebiendo y apostando y golfeando pronto agotó su cartera. Tomó el antiguo camino tomado por todas las Evas; se convirtió en una mantenida, arruinando a sus amantes en poco tiempo con su imprudencia. Cuando trabajaba para un proxeneta que suministraba a extranjeros de clase alta, volvió a tener problemas con las autoridades. Como resultado escapó a Nuremberg, que en aquella época tenía una floreciente colonia italiana. Pero allí no pudo encontrar ni los clientes ni el dinero al que se había acostumbrado en Roma. Por tanto se casó con un humilde maestro pastelero alemán, pero huyó de él sin divorciarse, cuando su dardo del amor se quedó agotado tras la luna de miel.

Mientras tanto su ansia por volver a Rusia no había cesado nunca, y ahora (tenía veintisiete años de edad) había decidido volver. Su asunto con Mihail, al que todavía llevaba en su corazón, ya se habría olvidado ciertamente, tanto por parte de él como de su padre.

Se decidió a abrir una tienda de modas en Moscú, una como la que tenía Madame Laura. Ahora era lo suficientemente aventurera como para no preocuparle de donde saldría el dinero para semejante empresa. Así que le robó lo que pudo a su marido alemán, se colocó un elegante traje de viaje y, arreglada como una mujer de mundo, pronto cruzó la frontera rusa.

Para proporcionarse una buena fachada llevaba consigo muchos grandes baúles, aunque solo estuvieran llenos de piedras.

Cuando llegó a las puertas de Moscú en una diligencia, se bajó y besó los muros de la gran puerta. Así de contenta estaba de estar de vuelta en casa.