Grushenka, Cap. XIII

Grushenka pasa momentos felices, pero comprueba que "nada es para siempre".

CAPÍTULO TRECE

La Condesa Natalia Alexiejew y su marido, el Conde Vasilis, eran aristócratas rusos del antiguo régimen conservador, un tipo de personas con el que Grushenka todavía no se había encontrado. Eran religiosos, estrictos y honrados, pero justos. Se sentían dueños absolutos de sus siervos, pero se sentían hacia ellos más como un padre o una madre que como amos.

Empezaban el día temprano, con una reunión para rezar que era atendida por todo el servicio. A esto le seguía el desayuno en una mesa larga, presidida por los amos. Si no había ninguna fiesta especial con huéspedes, los amos y los criados comían a la misma mesa y de los mismos platos. Después de eso, se hacía el trabajo.

La pereza o la estupidez se trataban en primer lugar con palabras de advertencia. Solo en casos raros y graves se recurría al látigo.

Sin embargo no lo blandían los amos, sino que enviaban al culpable al establo donde un anciano cochero de confianza, llamado Joseph, tumbaba al culpable sobre un haz de heno y le administraba la paliza.

(Joseph era un Judas y les pegaba durante más tiempo y con más fuerza de lo que se le decía. Los otros siervos le odiaban. Tenían buen cuidado de no ser negligentes en sus labores para estar a salvo de sus colmillos.)

Además en la casa no había ningún abuso de tipo erótico. La pareja aristocrática compartía la misma cama durante todo el año. El Conde, que había pasado de los cincuenta, había perdido sus apetencias sexuales, y la Condesa, que era diez años más joven, estaba satisfecha, aparentemente, con lo que él fuera capaz de ofrecerle. Era guapa y regordeta, con carne firme y muchos bonitos hoyuelos. Tenía modales maternales, aunque siempre era un poco dada a sermonear, y era querida por todos los criados.

Pocas semanas después de la muerte del viejo Príncipe se acercó a Grushenka y le preguntó sobre sus intenciones. ¿Quería dejarla? ¿Debería buscarle un marido? ¿Le gustaría establecerse en una pequeña granja? ¿Cuáles eran sus planes?

Grushenka no tenía una respuesta preparada. Después de hablarlo decidieron que Grushenka se quedaría de momento en la casa, y la Condesa la pondría al frente de la ropa de la casa y la plata.

Grushenka llevaba ahora en el cinturón una cadena con muchas llaves grandes que abrían cajones y baúles. Estaba orgullosa de estar a cargo de tantos conjuntos de ropa, desde la basta ropa de cama para uso diario de los siervos, hasta los más finos damascos de mesa y los cientos de piezas de china y muchos valiosos adornos de plata que se colocaban sobre la mesa solo en las ocasiones especiales.

Tenía diez chicas trabajando bajo su mando, limpiando, arreglando y cosiendo la nueva ropa que había sido tejida por otro grupo de chicas o por las campesinas de alguna de las posesiones.

Su orgullo le hacía ambicionar tener siempre los utensilios confiados a ella de la mejor forma. Esta ambición no encajaba completamente con el celo de las chicas que trabajaban para ella, especialmente al principio, cuando empezaron a limpiar después de los años de desorden que precedieron a la muerte del anciano Príncipe. Empezó a amonestar a sus chicas con palabras amistosas, pero era tímida y se reían de ella a sus espaldas. Le exigía todo su coraje pellizcar a una u otra en el brazo, y sentía que tan pronto como se diera la vuelta le harían muecas y se reirían.

Al final se quejó a la Condesa, que se lo pensó seriamente. La aconsejó como sigue: “El problema con los campesinos,” dijo la Condesa, “es que no quieren oír con sus oídos hasta que lo hayan sentido en las espaldas. No te servirá que me informes a mí y que yo las mande al establo. Solo te marcará con el estigma de traidora y pensarán que les tienes miedo y te harán un montón de trampas. No, tendrás que poner en agua salada en la despensa donde trabajas, algunas buenas varas recién cortadas. Si pegas a una o dos en la espalda, hasta que les duela, besarán el borde de tus mangas.”

Después de este consejo, Grushenka consiguió las varas y avisó a las chicas, pero no consiguió gran cosa. Las chicas hicieron chistes sobre las varas y rompieron los tallos por la mitad cuando ella no estaba mirando. Había una en particular, una chica grande y gorda, de unos treinta años. Había estado casada dos veces con granjeros, los dos habían muerto; y siempre había vuelto al círculo interno de la casa, porque había sido una de las últimas favoritas de fallecido Príncipe. Acostumbraba a llamar “nena” a Grushenka, y contaba historias de su vida de casada que hacían que las otras chicas dejaran de trabajar. No hacía casi nada en todo el día y, cuando Grushenka la pellizcaba en el brazo, sonreía y decía. “¿Por qué querida? Hazlo otra vez. Sienta bien.”

Realmente no lo sentía gran cosa. Tenía una piel morena resistente y la carne dura de su linaje campesino. Sus pechos llenos, sobredimensionados, fueron lo primero que atrajo al anciano Príncipe cuando la vio una vez bañándose en el río de su hacienda. Solía arrodillarse delante de él, ponerse el arma entre los pechos, apretarlos juntos con suavidad y restregar hasta que sentía los jugos del amor fluyendo por su garganta. Imaginaba que tenía más derechos que Grushenka, de ahí sus protestas y su resistencia. Por ello cuando puso a prueba el temperamento de Grushenka una y otra vez, Grushenka perdió finalmente la paciencia y la condenó a veinticinco golpes con la vara en las nalgas desnudas.

La chica se levantó impasible, se quitó del pelo algunas horquillas y con ellas se sujetó la falda a la espalda. Con movimientos lentos y mucha ceremonia se quitó los calzones, se tumbó en el suelo, levantó el trasero y dijo sarcásticamente: “Por favor golpéame, corazón. Quiero que me calienten.”

Grushenka se arrodilló con una rodilla en la espalda de la culpable y colocó el cubo con las varas en el suelo, cerca de ella. Ante ella estaban dos enormes nalgas, dos grandes globos morenos, musculosos y duros como el acero. La chica mantenía los muslos bien juntos y tensó los músculos para prevenir los golpes. No tenía el menor miedo, porque Grushenka no era muy fuerte.

Grushenka sintió que, si no pegaba a la culpable hasta que se sometiera, perdería el respeto de todas sus chicas, y apretó los labios con rabia. “Abre las piernas todo lo que puedas,” ordenó secamente.

“Por supuesto, paloma mía,” replicó la chica mofándose, “cualquier cosa para tener contenta a mi pequeña mascota.”

Abrió las piernas todo lo que pudo. Al fondo de la raja apareció una gran caverna, una gruta infestada de pelo, que parecía capaz de sujetar un gran palo. La gruesa carne del fondo de la raja no era musculosa y el interior de los muslos cercano al orificio atrajo la mirada de Grushenka. Dirigió la vara a estas partes.

Al principio, estando ella misma grandemente excitada, dejó caer los golpes débil y rápidamente. Pero cuando a la chica no pareció importarle en absoluto, haciendo incluso comentarios al vuelo entre dientes, Grushenka empezó a azotarla con una fuerza que nunca hubiera sospechado que tenía.

La carne que rodeaba la gruta se puso de color carmesí. Aparecieron las primeras gotas de sangre. La chica empezó a moverse insegura. Los extremos de la vara estaban cortando las partes inferiores de los labios del orificio.

Pronto la vara estuvo hecha pedazos. Grushenka tomó una nueva. Empezaba a dolerle la mano, pero no le importó. Estaba sin aliento pero golpeaba y golpeaba, los ojos clavados en el final de la raja y olvidando por completo los muslos, musculosos y grandes.

Finalmente la chica sintió el dolor de forma penetrante. Al principio lo había soportado para mostrarse superior a Grushenka y demostrar que no podía hacerle daño. Pero ahora el dolor se había hecho demasiado violento. Cerró las piernas.

Grushenka, sintiendo la victoria y la sumisión, no se lo permitió. Le gritó que las volviera a abrir y, cuando la chica no obedeció, se dobló rabiosa y le mordió con saña en una de las grandes nalgas.

La chica gruñó y gritó, pero abrió de nuevo a regañadientes sus enormes muslos. Esto no le pareció suficiente a Grushenka que tiró de ellos para abrirlos todo lo posible y reanudó sus azotes hasta que la chica suplicó piedad y perdón.

Grushenka dejó de pegarle, pero todavía no había terminado con ella. Le dijo que no se moviera hasta que ella la hubiera lavado. En el hueco de la mano tomó agua salada del cubo y la restregó en la carne cruda y golpeada.

El aguijón del agua fría recorrió la espalda de la chica y, mientras se hacía un ovillo instintivamente, Grushenka le maltrataba su nido del amor, pellizcándola todo alrededor del Monte de Venus y tirando con rigor de su vello. Finalmente insertó sus uñas afiladas dentro de los labios de la gruta y, con un último pellizco, que hizo que la culpable chillara, la dejó en paz.

Después de que la chica se levantara le echó a Grushenka una extraña mirada que mezclaba el asombro con la devoción. Hizo una reverencia y le besó la manga, luego se dirigió humildemente a su trabajo sin retirarse las lágrimas que se le escurrían por los carrillos. Desde aquel día las chicas miraron a Grushenka con respeto, y algunas de ellas incluso le dijeron lo contentas que estaban de que Grushenka hubiera castigado a aquella bruja que había sido tan fresca.

Grushenka misma había experimentado un cambio debido a esta experiencia. Ahora miraba a sus diez chicas como propiedad suya, y disfrutaba de la sensación de que podía hacer con ellas lo que quisiera. Sentía cierta emoción cuando les pellizcaba los brazos desnudos.

No se daba prisa cuando les hacía exponer el interior de un muslo o incluso un pecho, de forma que pudiera estrujar lentamente la carne entre los nudillos de dos dedos, pellizcar con fuerza y hacer girar la mano. Cuando la víctima chillaba o no podía quedarse quieta, lo hacía una y otra vez, y era consciente de que le producía un cierto entusiasmo. Sacaba aún más provecho de sus chicas y no se atrevían a quejarse a la Condesa. Grushenka no tenía amante, y a menudo se sentía salida. ¿Qué hubiera hecho Nelidova? ¿Para qué tenían aquellas mocosas perezosas las lenguas? Recordando a la que un tiempo fue su ama, Grushenka hizo que aquellas chicas le hicieran el amor. La gorda, que había sido su antagonista, se convirtió en su favorita para aquel deporte. Tenía una lengua larga y astuta y solía alternar el recorrido de los bordes con las cosquillas sin que hubiera que decírselo. Pero si una de las más jóvenes no la satisfacía, Grushenka la zurraba con la conciencia tranquila. Solía decirse a sí misma: “¿Quién habría tenido piedad de mí cuando estaba en la misma situación?”

Todo esto fue borrado por un acontecimiento. El Conde y la Condesa dieron una gran fiesta. Grushenka supervisaba a las siervas en el manejo de los platos en el gran aparador desbordante de comida. De repente allí estaba, junto a ella (que no le había visto aproximarse), su Mihail.

Iba vestido con uniforme de gala, elegante de la cabeza a los pies, joven, despierto y del mejor humor. Grushenka solo veía los ojos azules y descarados que la habían cautivado hacía tantos meses. Le miró como si fuera un fantasma y, finalmente, comprendiendo que era él realmente el que estaba delante de ella, un invitado de la fiesta, lanzó un débil grito y se volvió bruscamente para escapar.

Él la agarró y la atrajo hacia sí. “¡Hola, Mary!” (ese fue el nombre que ella le había dado cuando él y su amigo la recogieron en la carretera). “Hola, dama misteriosa... No os vayáis. He estado buscándoos por todas partes. Si supierais con que frecuencia hemos hablado de vos, mi amigo Vladislav y yo. Él todavía está en Petersburgo. Hemos hecho apuestas sobre quién seríais vos. Ahora de nuevo no puedo decirlo. No parecéis una invitada, no lleváis un vestido de noche. Pero ciertamente no sois una criada.” (Grushenka llevaba puesto un vestido gris de seda, a la moda pero sencillo, y sin peluca.)

“¡Dejadme, dejadme!” Las lágrimas oscurecieron los ojos de Grushenka, y estaba muy nerviosa. En ese momento pasó la Condesa y Mihail solicitó su asistencia.

“Puedo contaros todo sobre mi brava amiguita,” dijo la Condesa. “Es una chica encantadora y muy dulce, además, ¿verdad?”

“Somos viejos amigos,” continuó Mihail con un guiño de ojos, “pero ya no le gusto. Veis, quiere marcharse.”

“Por favor, no le digáis nada,” suplicó Grushenka a su ama. “Si... bueno, luego, ¡os lo contaré todo yo misma!”

Y suspiró tan patéticamente que los dos se rieron.

“De acuerdo,” consintió Mihail, “eso será mucho más de mi agrado.”

Grushenka le tomó de la mano y le sacó de la sala, lejos del resplandor de los miles de velas y las risas y alegría de la aristocrática fiesta. Le hizo sentar en un rincón oscuro de uno de las muchas despensas y, mientras los criados pasaban a la habitación, ocupados en su trabajo, le soltó un aluvión de palabras.

Se mostró tan humilde y miserable como le fue posible, le dijo que solo era una sierva, que cuando él y Vladislav la habían recogido estaba huyendo con la ropa que le había robado a su ama, que era una criatura de baja ralea, sucia, que no merecía ni siquiera hablar con él. Cuando acabó, explotó en un torrente de lágrimas, se abrazó a él y le besó y se colgó de su cuello de forma histérica, diciéndole que había sido liberada y ahora era libre para ir a donde quisiera y que nunca volvería a separarse de él.

Mihail solo entendió una cosa de todo esto: ella le amaba y había soñado con él incesantemente. Era muy hermosa, y con sus lágrimas le pareció a él como una Venus.

Ella sintió que le gustaba y de repente se puso de nuevo normal, de hecho bastante razonablemente normal. Se reprendió a sí misma por ser estúpida, se arregló y le sonrió con gran encanto.

Él la besó sin pasión, de una forma un poco fraternal, y le preguntó de forma provocadora si volvería a dormir con él. Le prometió que sería más amable en adelante, y que no roncaría. Se volvió a la fiesta diciendo que volverían a verse muy pronto.

La información que recibió de la bondadosa Condesa era bastante contraria a lo que Grushenka le había dicho.

Desde luego la Condesa no sabía nada del pasado de Grushenka; en su bondad e ingenuidad ni siquiera tenía la menor sospecha de las aventuras previas de Grushenka. Suponía que la muchacha sería todavía virgen, probablemente nacida libre de unos buenos padres, pero forzada a venderse a sí misma para librarse de la pobreza. Al liberar al anciano Príncipe había mostrado, ciertamente, gran inteligencia y coraje, porque si Serge hubiera detectado el complot la habría torturado hasta la muerte. A modo de broma le pidió a Mihail que no se enamorase de Grushenka porque ella no era apropiada para él. Ni siquiera se le podía pasar por la mente que pudieran empezar una aventura.

Pero, por supuesto, eso fue exactamente lo que ocurrió, ¡y que feliz estaba Grushenka! Mihail, bajo el pretexto de presentar sus respetos a la Condesa, hizo buena su promesa y la volvió a ver, y acordaron una cita. Grushenka se escabulló secretamente del palacio aquella noche y dieron un largo paseo en su carruaje.

Esa vez no hubo coito, sino que se amaron mutuamente como dos jóvenes buenos y saludables.

La siguiente vez, sin embargo, ella fue a sus habitaciones, y antes de que pudieran darse cuenta ya estaban apasionadamente entrelazados en la cama. Grushenka, que sentía emociones celestiales atravesando su cuerpo cuando él solamente le tocaba las manos, le entregó su joven cuerpo con toda la pasión y fuerza que fue capaz de reunir. Se amaron y acariciaron y besaron mutuamente hasta quedarse completamente exhaustos. Mihail llegó a estar casi más enamorado de ella de lo que ella lo estaba de él. De hecho pronto se le hizo indispensable para él. Mantenían sus encuentros muy en secreto y así disfrutaban al máximo de su felicidad.

El verano se acercaba. Mihail, cuyo nombre completo era Mihail Stieven, tenía que ir a una de las haciendas de la familia que administraba para su padre. No quería separarse de Grushenka. Naturalmente concibió un audaz plan para llevársela con él como su ama. Así, una mañana, la Condesa recibió una carta muy bien redactada de Grushenka, que le daba las gracias por su amabilidad y la avisaba de que tenía que salir con destino desconocido. La noche antes Grushenka había sacado a hurtadillas del palacio sus pertenencias y había partido en un carruaje con el joven Barón Stieven. Disfrutaron de toda la felicidad de una fuga.

La luna de miel en el campo era demasiado maravillosa para expresarla con palabras, al menos así lo pensaba Grushenka mientras rezaba en silencio una plegaria.

Para mantener su nivel, Mihail la había presentado como su joven esposa y Grushenka era la “amada Baronesa” y la “madrecita” de su séquito. Él no debería haber hecho eso, como quedó claro más tarde, pero en aquel momento su “joven esposa” pasaba por una época prometedora.

Grushenka, en su profunda felicidad, trataba a todos los criados con gran modestia y cuidado. Era buena con todo el mundo, visitaba a las campesinas enfermas, llevaba comida para sus hijos, y la única discusión que había tenido con su adorado hombre era que el se quejaba de que era demasiado indulgente y que estaba echando a perder a todo el mundo.

Ciertamente le estaba echando a perder a él con su amor. Cada noche rodeaba su cuerpo firme y musculoso con su esbelta forma. Se entregaba a él sin reservarse nada, llegándole al corazón con la pasión de su amor. Aunque siempre besara su dardo del amor, permanentemente excitado, en gran parte porque lo deseaba, no se atrevía a dejar que supiera que ella lo sabía todo respecto a aquella forma de hacer el amor. No era porque hubiera acariciado o hubiera tenido en su suave mano su instrumento; no, tan pronto como se tumbaban juntos en la cama, ella debajo de él, su herramienta encontraba la entrada por sí misma. Pero luego ella practicaba su arte, moviendo las nalgas en círculos sutiles, prolongando los momentos, haciendo que se tranquilizara cuando sentía que estaba demasiado cerca de su objetivo, acariciándole la espalda con las manos y besándole la cara, el cuello y la cabeza una y otra vez.

A veces, cuando él ya estaba en cama esperándola con impaciencia, le provocaba escondiendo con las manos su nido del amor y sus pechos, seduciéndole mediante la agitación de sus caderas. Cuando estaba demasiado cerca de la cama tiraba de ella y no pasaba ni un segundo hasta que sentía su adorado dardo en la ardiente gruta.

Ella aprendió a montar a caballo; daban paseos en su carruaje; daban largas caminatas, y hablaban juntos del cielo y la tierra. La admiración de él por su inteligencia, su rápido ingenio y buen juicio aumentó velozmente. Se prometió a sí mismo no separarse nunca de esta muchacha, y ella era inmensamente feliz al sentir la gran influencia que tenía sobre él.

Evitaban visitar a los vecinos, no fuera a ser que los aristócratas terratenientes se sintieran insultados con la presencia de ella. Parecían tan perfectamente hechos el uno para el otro que el futuro parecía tan brillante como el presente.

Nunca trataban la vida pasada de Grushenka, Mihail no quería saber de donde venía ni lo que había hecho.

Ella, por el contrario, quería saber todo sobre él y él tenía que contarle su vida a partir de la infancia.

Un día, después de muchos besos y despedidas, Mihail la dejó para ir a ver a un vecino con el que tenía que tratar los precios del grano y otras cosas relacionadas con la contabilidad que tendría que presentar a su padre sobre los asuntos de su propiedad. Hacía unas pocas horas que se había ido cuando el carruaje regresó con el cochero, llevando un mensaje para Grushenka de que tenía que subir al carruaje y encontrarse con él en un cierto lugar al que él iría a caballo.

Grushenka había estado sentada bajo un gran castaño en el jardín, ocupada con algún bordado. Se montó en el carruaje vestida con su sencillo vestido de estar por casa sin preocuparse de cambiarse o de ponerse un sombrero. El destino mencionado por el cochero estaba en la propiedad y no muy lejos. El coche se movió a gran velocidad por los desiguales caminos campestres. Unas cuantas veces el cochero volvió su rostro redondo y amable hacia ella, con una expresión en los ojos que ella solo entendería más tarde.

Después de recorrer unas cuantas millas se encontraron un enorme coche de viaje. El cochero se detuvo, lo mismo que el otro coche. Dos hombres salieron rápidamente, saltaron sobre Grushenka, la ataron y la amordazaron, tirándola dentro del coche ambulante y se alejaron con ella.

Grushenka estaba aturdida. Su propio cochero, que naturalmente tendría que haber defendido a su ama, ni siquiera había mirado a su alrededor. No había duda al respecto, esto era un complot.

Sus secuestradores le habían puesto un pañuelo sobre la cabeza y la resistencia era imposible. El coche recorrió millas y millas.

Cuando el carruaje se detuvo la obligaron a salir, le hicieron subir algunas escaleras, la ataron a una silla, y luego le quitaron el pañuelo de la cara.

Estaba sentada en un salón bien amueblado, aparentemente una habitación de un hostal caro. Sus secuestradores la dejaron sola inmediatamente y les oyó informar, en la habitación de al lado, que había sido entregada sana y salva. Entraron dos caballeros mayores, aristócratas bien vestidos, uno con el pelo blanco como la nieve. La miraron con severidad, especialmente el más anciano, que la inspeccionó con miradas duras, poco amables.

“Así que esta es la zorra que le ha hechizado,” el primero rompió el silencio. “Bien, nos ocuparemos de ella,” y había tanta ira en su tono que el otro intervino.

“No haremos progresos de esa forma,” dijo. “Dejádmela a mí y todo saldrá completamente bien.” Luego se dirigió a Grushenka, que estaba sentada inquieta y temerosa. “¿Sois la esposa del Barón Mihail Stieven? ¿Cuándo y donde os casasteis con él?”

“¿Quiénes sois?” respondió Grushenka, “¿Qué derecho tenéis a interrogarme? Y, en todo caso, no soy su esposa.” Añadió esto porque sintió miedo.

“¿No sois su esposa?” empezó de nuevo el hombre. “Bien, ¿no estáis viviendo con él?”

“Le amo y él me ama y podemos hacer lo que queramos, ¿verdad?”

“Ahora mirad aquí, jovencita, este es un asunto de gran importancia. Este hombre es el padre de Mihail. Han llegado hasta él rumores de que su hijo se ha casado en secreto. Por supuesto, estaba interesado en saber quien era su hija política. La información nos llegó con facilidad de los siervos de la hacienda. Recordad que no es la hacienda de Mihail, sino de su padre, y es por eso por lo que el cochero os secuestró hoy. También hemos comprobado vuestro pasado. Eso tampoco fue difícil. La Condesa sospechaba que erais vos quien se había fugado con Mihail. Las chicas nos dijeron que habíais sido comprada a través de Madame Laura, quien, a su vez, nos puso en contacto con Marta. Ella lo sabía todo de vos. No sois nada más que una sierva huida de las propiedades de Sokolov. Habéis engañado al crédulo de Mihail, que es solo un muchacho. No habría vivido con vos como si fuerais su esposa si hubiera sabido que solo erais una sierva huida a quien devolveremos a la policía. Ahora confesad: ¿cuándo y dónde se casó con vos y qué sacerdote ofició la ceremonia? Tenemos medios para haceros hablar,” añadió amenazadoramente.

Grushenka sintió que se le paralizaban las manos. Se enderezó todo lo que pudo y contestó con dignidad. Nunca había engañado a su adorado Mihail; nunca se había casado con él, ni siquiera había pensado en ello. Él mismo la había llevado en su coche cuando había huido de Madame Sophia. Le amaba tiernamente y sabía muy bien que era demasiado aristocrático y demasiado bueno para ella. Estaba dispuesta a convertirse en sierva del padre de Mihail por su propia voluntad, solo con que le permitieran vivir cerca de su amante.

Sus palabras calaron inesperadamente en los ancianos caballeros. Parecían ser ciertas y sus argumentos tenían peso. Los dos hombres tuvieron una larga discusión en francés, que Grushenka no entendió. El padre de Mihail parecía todavía furioso, pero el otro hombre era más amigable. Demostró esto cortando las cuerdas que la ataban sin preocuparse de que pudiera escapar. Finalmente el padre de Mihail le habló.

“Tengo otros planes para mi hijo y no os permitiré que le volváis a ver. Este es el final y él lo aceptará porque hace lo que yo le digo. Vos podéis elegir vuestro propio destino. Si estáis dispuesta a hacer un sacrificio y alejaros de él, cuidaré de vos. Si no, os devolveré a las autoridades, para ruina de Mihail y vuestra propia. Porque su ama y compañera de cama será azotada desnuda en un lugar público. Será marcada con un hierro al rojo y enviada a Siberia, como corresponde a una sierva que abandona a su amo legal. Haced vuestra elección.”

Grushenka lloró. Lloró por su amante. Los hombres la dejaron sola y cerraron la puerta.

Cuando el amigo del padre de Mihail volvió a convencerla, se encontró que ya había tomado una resolución.

Por supuesto que no podía estropear la futura carrera de Mihail. Estaba dispuesta a dejarle en paz, y, cuando se le dijo que no podría ni siquiera decirle adiós, aceptó eso también. Se le permitió escribirle una carta, y puso en su incómoda escritura todo el amor y los buenos deseos que tenía en su corazón, diciéndole al final que debería obedecer a su padre. Si alguna vez él recibió esta carta es otra cuestión.

Los hombres cenaron con ella en su habitación. Ella fue incapaz de comer, pero consiguió sentarse con ellos y hablar un poco.

Ahora la veían con otros ojos; la encontraban hermosa y atractiva y el amigo del padre de Mihail comentó que estaba castigando a su hijo severamente al alejar de él una compañía tan adorable. Pero el anciano se mantuvo firme y anunció que la suerte estaba echada. Ella tendría que salir inmediatamente de Rusia. Se le facilitaría ropa de viaje, también un pasaporte. Criados de confianza la acompañarían a la frontera. El Barón le aconsejaba abrir un salón de peluquería o una tienda de trajes con el abundante dinero que le daría. También que si ella alguna vez intentaba entrar en contacto de nuevo con su hijo, se enteraría y la haría morir bajo el knut.

Esto lo decía un hombre que tenía poder para hacer lo que decía y cuya venganza la perseguiría con seguridad si rompía la promesa. Grushenka lo entendía demasiado bien. El destino había apartado la felicidad de ella. Había nacido para ser sierva; los poderosos decidían su destino y las lágrimas no era un arma con la que luchar contra su voluntad.