Grushenka, Cap. XII

Grushenka es vendida pero se las arregla para ser liberada

CAPÍTULO DOCE

La estancia con Marta fue breve. El poco dinero de Grushenka se había ido rápidamente. Grushenka no quería ser una carga para su amiga. Tenía que pensar en el futuro. Había averiguado por Marta que Madame Laura había tenido una vez un plan para disponer de ella, y resolvió probar de nuevo con Madame Laura. Sin hablarle a Marta de ello, se preparó un día a media mañana y pronto estuvo sentada en la oficina privada de Madame Laura.

Madame Laura perdió poco tiempo en regañarla por haberse escapado. Le preguntó a Grushenka si esta vez aceptaría lo que le proporcionara. Grushenka accedió dócilmente. Pensando en ello Madame Laura despachó una nota de amor, esta vez a otro caballero.

Grushenka se sentó en un rincón y esperó. Al cabo de una hora aproximadamente Madame Laura regresó con un hombre de unos treinta años. Vestido como un dandi, rostro tipo italiano, el mostacho retorcido con audacia, parecía grosero y vanidoso y de falsa hilaridad. Llevaba las manos cubiertas de deslumbrantes diamantes.

“Aquí tengo una hermosa modelo,” dijo Madame Laura. “Es una de mis siervas. Quiero deshacerme de ella porque le prometí a una pobre parienta mía su puesto. Ahora, si fuera solo una de las corrientes no habría mandado a buscaros, pero es una de las criaturas más finas y hermosas que haya visto nunca. Puesto que vos sois un experto en mujeres y siempre andáis en busca de bellezas especiales, pensé que sería mejor que enviara a buscaros.” Miró inquisitivamente al hombre.

Se retorció el mostacho con afectación. Apenas miró en dirección a Grushenka. “Una más o menos no es algo que nos importe mucho.” Parecía aburrido.

“Ven aquí, paloma mía,” dijo Madame Laura, haciendo que Grushenka se levantara y caminara hacia delante. “Muéstrate al caballero.”

Grushenka se colocó delante de él, Madame Laura le acarició tiernamente el cabello y la fue girando lentamente. El rostro de él estaba inexpresivo. Cuando Grushenka estaba de espaldas a él sintió que Madame Laura le levantaba lentamente el vestido, las enaguas, luego le bajó los calzones para dejar expuestas sus nalgas.

El caballero pareció satisfecho. “Oh,” dijo, “conocéis mis gustos, no hay duda. Siempre dais a vuestros clientes lo que piden, ¿eh? Sabéis condenadamente bien que me encantan los traseros bien formados, pequeños, no esos grandes y gordos con sus gordas morcillas, que se ven por todas partes.” Y se rió en falsete.

Cuando escuchó que el precio era solo de cien rublos sacó de su bolsillo un puñado de oro suelto, tiró diez piezas sobre la mesa con un movimiento de la mano, como si dijera, “cien rublos, ¡bah!, ¿qué es eso?” y Grushenka fue vendida.

No hace falta decir que Madame Laura hizo desaparecer el dinero, no con inadecuada precipitación, ¡oh no! Pero lo bastante aprisa como para asegurarse de que lo tenía todo.

A la puerta esperaba un espléndido carruaje. El hombre entró en él e hizo que Grushenka se sentara con él en el asiento delantero.

Grushenka se maravilló de que un amo cruzara Moscú con una sierva sentada junto a él, en el asiento del cochero del carruaje.

La respuesta a esto llegó muy pronto. Grushenka aprendió todo sobre el asunto mientras tomaba su primera comida. Serge (ese era su nombre) había sido él mismo siervo. Ahora era mayordomo del viejo Príncipe Asantcheiev, no solo mayordomo sino su carcelero y torturador.

El viejo Príncipe estaba enteramente a su merced. Le mantenía prisionero en su propia cama, no se le permitía ver a ninguno de sus amigos o parientes, de hecho le mantenía incomunicado. Serge se había convertido en amo con artimañas y pura fuerza física, y se había alzado como tirano sobre la desaprovechada hacienda del viejo Príncipe. Había forzado a su amo a liberarle y a legarle en su testamento una granja de tamaño considerable y algo de dinero. No se había atrevido a estipular una cantidad demasiado grande por temor a que después de la muerte del Príncipe los herederos y parientes pasaran por encima del documento y se tomaran venganza con él. Por ello mantenía al viejo con vida para robarle todo el dinero en efectivo que pudiera obtener de su hacienda antes de su muerte.

Serge era un excelente administrador. Mediante peajes y tasas sabía como exprimir hasta la última moneda de los granjeros siervos de la hacienda.

Pero el gobierno de la casa se estaba llevando de una forma muy desordenada, con cada criado haciendo solo lo que quería hacer. La casa, un castillo tremendo, estaba sucia, los criados vestidos con harapos, los caballos sin cuidar ni alimentar adecuadamente, toda la pequeña comunidad de más de cincuenta personas vagando sin plan ni disciplina.

A Serge no le importaba lo más mínimo. Se paseaba maldiciendo y jurando, colgado del cinturón un corto látigo de cuero, siempre listo para golpear, pero solo si le preocupaba su propia comodidad.

“¿Qué hace con tantas muchachas de buen aspecto?” preguntó Grushenka.

“Bien,” le contestaron, y sonrieron, “Lo averiguarás a su tiempo.”

Después de cenar y bañarse, Grushenka pudo antes de nada salvar su propia ropa. No la quemaron como era habitual y estaba contenta porque se la había comprado con su propio dinero. Luego la anciana ama de llaves le dijo que tenía que darle la paliza habitual, pero Grushenka también se había escapado de aquello adulando a la mujer, besando la vara y haciendo que se olvidara de usarla sobre ella. Pero ahora volvía a ser sierva de nuevo. El precio de su libertad estaba en el bolso de Madame Laura.

Serge se olvidó de Grushenka después de su llegada, y ella se comportó como todas las otras siervas  de la casa. Cuando oían que se acercaba a una sala (y normalmente él iba gritando y chillando) se esfumaban rápidamente antes de que pudiera verlas.

Nunca vio al viejo Príncipe Asantcheiev. Solo a dos mujeres mayores se les permitía entrar en su habitación, mujeres de confianza de Serge porque también tenían parte en el testamento del Príncipe.

Un día Serge perdió uno de sus anillos. Estaba furioso. El anillo parecía haber sido robado por una de las mujeres (no tenía siervos varones en la casa y nunca tenía visitantes). Ordenó que todas las mujeres entraran en la sala más grande del sótano y gritó que si el anillo no le era devuelto mataría a todas ellas para asegurarse de que la ladrona no se librara.

Una de las chicas sugirió que había visto el anillo en un aparador en el piso de arriba, y unas cuantas chicas, incluida Grushenka fueron a aquella sala con él. Allí estaba el anillo.

Pero mientras tanto Serge había puesto sus ojos en Grushenka. Grushenka estaba vestida con una blusa y unas enaguas, sin falda ni calzones. Sus piernas estaban desnudas y llevaba unas chanclas de madera. Era su traje de trabajo. Cuando la vio los ojos de Serge brillaron. “Tú eres la muchacha de Madame Laura, ¿verdad?” dijo, y le metió una mano bajo la enagua sobre las nalgas desnudas, mientras con la otra mano le acariciaba los muslos y la carne del vientre pero sin tocarle entre las piernas. “Bien, bien, me había olvidado completamente de ti. Pero no hay mejor tiempo que el presente. Ponte de rodillas, a horcajadas sobre ese sillón y dóblate hacia delante, mi pollita.”

Grushenka hizo lo que se le decía. Puso las rodillas sobre los brazos del sillón y se dobló un poco. Esperaba que se la follara.

Las otras chicas observaban con sonrisas maliciosas. Pero Serge no estaba lo bastante satisfecho. La agarró por el cuello y la dobló hacia delante, hasta que su cabeza tocó el asiento del sillón, doblándola totalmente.

Una de las muchachas levantó las enaguas de Grushenka por encima de su espalda y Grushenka pudo ver, a través de sus piernas abiertas, como Serge se sacaba de sus sucios pantalones de lino su considerable dardo.

Ella dirigió su mano derecha al nido del amor, apartó los labios con un rápido movimiento de los dedos y lo mantuvo abierto esperando el ataque.

“Un trasero hermoso y limpio,” comentó Serge. “Lamento haberlo olvidado durante tanto tiempo.”

Se movió hacia delante, la sujetó por el lomo, y mirando hacia abajo se acercó a ella con la punta del dardo. Grushenka alargó la mano hacia su instrumento del amor, pero él le gritó que la apartara. Luego empezó a apretarse contra su entrada trasera.

Serge era un amante de las puertas traseras, por convicción e inclinación. En primer lugar, no deseaba que sus chicas se quedasen embarazadas. Además encontraba la entrada trasera más pequeña y prieta. Finalmente no quería proporcionar emociones a sus chicas; le gustaba tener todo el placer para él y elaborar su diversión todo lo posible sin la ayuda de su pareja.

Así la cabeza del dardo de Serge estaba ahora empeñada en una lucha por entrar en la pequeña entrada trasera de Grushenka. Apretaba, giraba y empujaba. Le hacía daño. No es que todavía fuera virgen por allí. El Príncipe Leo había estrenado aquel orificio, y más de un dedo se lo había restregado y penetrado desde entonces. Serge sin embargo no usaba ningún ungüento, ni la dirigía, ni se ayudaba con la mano, y ella gruñía y suspiraba bajo el prolongado ataque.

Él era un experto en penetrar por las puertas traseras. Sabía que el músculo que la mantenía prieta estaba en la parte de arriba, y aplicaba masaje a ese músculo con su presión.

Después de que la tuvo toda dentro se detuvo un momento, se puso en una posición cómoda y empezó un lento movimiento de entrada y salida. Grushenka, mirando a través de sus piernas los muslos grandes, marrones y peludos y el final del dardo que aparecía y desaparecía, quiso ayudar y meneó las nalgas. Pero Serge la abofeteó en el muslo y le ordenó que se estuviera quieta.

Sentía que su máquina se hacía cada vez más grande. Sentía como si tuviera ganas de defecar. Sentía aquel anhelo vacío en sus entrañas, mientras los minutos pasaban arrastrándose. Las otras chicas la rodeaban y susurraban.

Finalmente Serge alcanzó el clímax, sin acelerar en absoluto sus movimientos y sin retirar su dardo después. Se quedó allí y esperó hasta que se puso pequeño y flácido y se salió por sí mismo. Luego abandonó la habitación sin decir ni una palabra. Apenas había salido cuando las muchachas estallaron en un parloteo de comentarios e hilaridad.

Los comentarios volaban cruzando la sala:

“Bien, otra virginidad y sin sangre derramada...”

“Quiero ser madrina dentro de nueve meses.”

“Siempre juego con el dedo cuando él la clava en mi parte trasera.”

“A mí no me tomaría, mi veranda sobresale demasiado” exhibiendo unas nalgas gordas y muy musculosas, con una raja tan prieta que no se podía ver la entrada trasera.

“Normalmente pone en fila tres o cuatro chicas, las hace doblarse hacia delante, como acabas de hacer ahora, y va de una a otra.”

“Ten cuidado de no menearte; cuando llega a su objetivo demasiado deprisa te pega hasta que te mancha de sangre.”

“Y no te pongas ungüentos en la raja. Le gusta forzar la entrada y odia un pasadizo fácil.”

“Estarás en su lista de ahora en adelante. Pude ver que le gustaban tus nalgas.”

“Oh, si al menos tuviera un buen dardo, precisamente ahora, para mi nidito.”

“Haz que te envías a ti misma al establo para que te den una paliza. Los chicos no te harán daño, sino que te follarán bien.”

“Puedo prestarte mi dedo si eso te ayuda.”

“¿Por qué no pruebas con una vela?”

Se hizo lo que se decía. Las chicas estaban excitadas después de ver a Grushenka ser follada. Serge nunca les permitía salir de la casa y apenas podían apañarse para conseguir un dardo en el sitio correcto.

La muchacha que llevaba la voz cantante se tumbó en el sofá. Otra muchacha tomó una gran vela de una de las repisas laterales y le llenó el ansioso nido del amor con intensos empujones. Lo habían hecho antes a menudo. Habían averiguado quién tenía el canal más largo, haciendo una marca en la vela para cada chica, y eran hábiles en satisfacerse unas a otras de esta manera.

Grushenka, que observaba con interés mientras cada muchacha tomaba su turno para tumbarse en el sofá, se sentía un poco caliente.

En el grupo había una chica muy joven. No se dejó que se la metieran, pero acariciaba los rostros y los pechos de las chicas que se agitaban bajo la vela.

Grushenka le pasó el brazo alrededor y le susurró al oído: “¿Me harías a mí todo lo que te haga a ti? ¿Todo?”

La muchacha dio tímidamente su consentimiento. Grushenka la tumbó sobre la alfombra, le subió las enaguas y empezó a cubrirle el suave vientre de besos. La muchacha sentía cosquillas y se reía.

Grushenka le abrió las piernas a la joven y enterró la cabeza entre los muslos de la chica. El precioso y pequeño Monte de Venus estaba aún casi sin vello. La muchacha luchaba contra la intrusa, no muy seriamente, aunque peleando un poco, y esto hizo que Grushenka estuviera aún más ansiosa por usar la habilidad que había adquirido durante su estancia en el establecimiento de baños de Madame Brenna.

La muchacha suspiraba y empujaba y se agitaba, entrelazándose con la boca de Grushenka, cuando le llego el clímax. La chica era, de hecho, virgen y esta era la primera vez que había alcanzado un clímax. Ahora yacía sin moverse, los labios ligeramente separados, sonriente y exhausta.

Grushenka la estudió con curiosa simpatía. Sabía que la muchacha no le devolvería el favor, y lo dejó estar así. Su propio nido del amor solo podría ser satisfecho más tarde por la noche, cuando de acariciase con dedos amorosos pensando en su adorado Mihail.

Serge no la puso en su lista especial. Estaba demasiado ocupado intentando hacer dinero y amontonarlo en su arcón de hierro. Le encantaba beber y apostar con los chicos del establo y no se sentía con frecuencia inclinado a deshacerse de su esperma.

Siempre que se sentía de humor agarraba unas pocas de las chicas que hubiera alrededor, descartaba las que tuvieran nalgas gordas y se follaba a las otras a su manera.

Pero Grushenka pronto entró en contacto con él de otra manera. Una tarde mientras limpiaba el comedor estaba trasladando una de las sillas con la espléndida corona grabada a fuego en el respaldo de cuero. Serge entro corriendo apresurado a la habitación, tropezó con una pata de la silla en la rodilla. Se hizo daño y el culpable tenía que ser castigado al momento.

El látigo de cuero fue desenganchado del cinturón. Grushenka tuvo que doblarse hacia delante, poner las dos manos entre las rodillas y le dijo que apretara con fuerza las rodillas y no se moviera. Le arrancó la blusa por encima de la cabeza. Con la mano izquierda la agarró del pelo, rodeándoselo en la muñeca y empezaron los latigazos.

Levantó el látigo y lo agitó por encima de ella. El golpe cayó sobre sus hombros desnudos y el dolor fue peor de lo que había esperado. Se quedó sin aliento y le hizo jadear. Emitió un chillido sonoro, se agitó y retorció el lomo de dolor.

Él continuó azotándola lentamente, de manera que sintiera todo el aguijón de cada golpe. Era como si le estuvieran pasando un hierro al rojo a través de la espalda y los hombros. Ella hacía muecas de dolor y se retorcía cada vez que la tira de cuero le mordía la carne palpitante. Dio vueltas a la pata coja por la sala con las piernas muy apretadas, pero eso no le hacía ningún bien. Solo sirvió para que Serge dejara caer los golpes de una forma en que el extremo de la correa se curvaba alrededor de su cuerpo y le mordía los pechos, redoblando su agonía.

Estaba a punto de desmayarse o dejarse caer al suelo sin importarle las consecuencias, cuando él se detuvo. Le pateó la espalda y le advirtió que tuviera más cuidado la próxima vez.

Cuando Grushenka, llorando y gimiendo, volvió a su ser, las otras chicas se habían ido. De hecho se habían largado rápidamente de la habitación cuando él se había hecho con ella, porque a Serge no le importaba azotar a media docena de espaldas una vez que era preso de la furia. Volvieron y le pusieron crema agria sobre los largos verdugones rojos que le cubrían la espalda, los hombros y uno de los pechos. Pasaron días antes de que Grushenka se volviera a sentir normal y hubiera olvidado el dolor; pasaron semanas antes de que los verdugones hubieran desaparecido.

Pasó mucho tiempo antes de que Grushenka volviera a estar cara a cara con Serge. Esto ocurrió cuando mandó decir a la vieja y perezosa ama de llaves que le mandara las seis chicas con los mejores pechos. Las chicas no entendían lo que tendría en mente y estaban tremendamente asustadas. Pero tenían que ir con él.

Por supuesto Grushenka era una de las chicas, que, vestidas solo con enaguas y desnudas de la cintura para arriba, fueron a su habitación. Se quedaron de pie en el vestíbulo y esperaron. Serge estaba sentado encima de una gran hoja de cuentas escribiendo números y maldiciendo.

Finalmente tiró la pluma, tomó un pellizco de rapé y miró por encima a las muchachas.

Todas ellas tenían pechos llenos y duros, de piel blanca o morena y pezones rosados u oscuros. Tenía que elegir. Se levantó, los palpó, les hizo cosquillas, sopesó toda la carne en sus manos y los pellizcó. Se agitaron y rieron nerviosamente, pero estaban preocupadas.

Naturalmente se decidió por Grushenka. Tenía los más bonitos de todos, blancos como la leche, llenos pero puntiagudos y con fresones un poco grandes, rosados. Le dijo que se fuera y se pusiera su mejor ropa, una falda y una blusa, pero sin ropa interior. Grushenka se apresuró a hacerlo.

Cuando volvió,  le vio ocupado con las otras chicas. Estaban arrodilladas en fila en el sofá, los traseros al aire, una de ellas penetrada por el dardo de Serge, pero probablemente todas ellas ya le habían hecho los honores con unos cuantos polvos porque consolaban sus rajas traseras con los dedos o se estaban haciendo cosquillas entre las piernas.

Pronto sacó su máquina del orificio en el que la ocupaba y  pasó a la siguiente hendidura. Grushenka tuvo cuidado de no hacer ningún ruido y de que no se notara su presencia en el vestíbulo. No tenía el menor deseo de recibir este tratamiento.

Después de que Serge hubiera alcanzado su objetivo con la compañía titular, dio a cada muchacha una palmada en las nalgas y las echó a todas ellas de la habitación. Se metió tranquilamente el dardo en los pantalones, sin preocuparse de lavarlo después de su excursión por los callejones traseros, y se volvió a Grushenka. Le abrió la blusa por delante, le sacó los pechos e intentó arreglar la blusa de forma que los pechos sobresalieran bien fuera de ella.

Pero no había forma. La blusa era demasiado grande y tenía demasiados pliegues, de modo que no importaba como la colocara, el material cubría la mayor parte del seno. Ordenó que se presentara el ama de llaves y le exigió que se hiciera un elegante traje de noche para Grushenka, pero tan corto por delante que fuera por debajo de los pechos. Sonrió con complicidad mientras daba esta orden.

En uno de los muchos baúles apareció un brocado azul claro, adornado con flores de plata. Fue cortado adecuadamente  y cosido para formar un magnífico traje de noche. Grushenka ayudó y supervisó el trabajo con muchas ganas.

Sabía, de los sastres de Nelidova, lo que le iba bien y como había que hacer un vestido, y estaba muy impresionante cuando se presentó unos días más tarde ante Serge.

Toda la creación transmitía una línea evidente de estilo y elegancia, terminando en la espalda en una cola, reunida en una cintura de avispa flanqueada por largas mangas que bajaban hasta las rodillas y coronado por los pechos completamente desnudos que sobresalían casi impúdicamente. Hay que añadir que Grushenka se había coloreado los pezones con henna (como le había visto hacer a Nelidova), que había hecho prepararse el pelo con el artificioso estilo de la época y que exhibía su sonrisa más encantadora.

Serge, el burdo campesino y cochero esclavo, no pudo hacer otra cosa que admirarla y halagarla. Desde luego había una gran diferencia entre Grushenka con la sucia blusa de trabajo, descuidada y medio desnuda, y Grushenka arreglada como una gran señora.

Más que satisfecho, Serge la tomó de la mano y la llevó a la habitación del viejo Príncipe.

El viejo se acobardó y tembló lleno de miedo cuando entraron en la habitación. Estuvo a punto de esconderse bajo la colcha de su enorme cama. Su pelo largo era blanco como la nieve y llevaba la blanca barba sin cortar. Sus pequeños ojos estaban medio cerrados, los párpados rojos de inflamación. La nariz parecía pequeña y encogida y la impresión global era la de un Santa Claus que hubiera tenido un accidente y yaciera congelado en la nieve.

“Bien, aquí te traigo algo bueno,” empezó Serge, “algo que te gustará, algo con lo que jugar. Y si intentas esconderte bajo la colcha o mirar para otro lado, te golpearé, canalla. ¿No te gustaban siempre las que tenían pechos grandes, eh, cuando eras más joven y tenía que limpiarte las botas? Es una pena que estés demasiado débil porque te haría limpiarme las mías ahora. ¿No habré visto yo mil veces en los viejos tiempos, cuando ponías tu dardo lleno de granos entre sus pechos, en aquellos días cuando siempre tenía que elegir para ti las más pechugonas? Bien, ves, ahora me siento inclinado a la amabilidad y te traigo algo con lo que jugar. Ven y tócala y juega con ella un poco. Te hará bien, ¿verdad?”

La verdadera razón para el comportamiento de Serge era que ya estaba harto del viejo. Quería que muriera, pero todavía le asustaba la hazaña de matarle abiertamente. Su plan era restarle aún más vigor. Esperaba que el viejo, después de no haber visto a una mujer durante tanto tiempo, se excitaría y la palmaría. Por eso empujaba ahora a Grushenka hacia la cama, y el anciano Príncipe, intentaba mantenerse lejos, incapaz de evitar tocarle los pechos desnudos. Por si no era suficiente, Serge la empujó encima, de modo que su pecho descansara sobre la cara del Príncipe.

Pero Serge vio que mientras él estuviera presente el miedo ocuparía la mente del viejo más de lo que los jóvenes pechos de Grushenka pudieran excitarle. Valorando a Grushenka y encontrando que no era peligrosa, Serge decidió dejarles solos a los dos. Indicó a Grushenka que acariciara el rostro del viejo cada media hora con sus pezones, le dejara jugar con ella y le dejara hacerle el amor si así lo deseaba.

“Después de la abstinencia de tantos años tiene derecho a un poco de placer,” recalcó. Y diciendo eso les dejó.

Grushenka se sentó modestamente en la silla y miró al Príncipe. Estaba tumbado en silencio y mirando a ningún sitio con expresión estúpida. Al cabo de un rato apartó sus ojos de él, compadeciéndole en su corazón. Sintió que era él el que ahora la estaba examinando a su vez y, antes de que él pudiera evitarlo, captó una mirada muy aguda e inteligente. ¡De modo que se estaba haciendo el viejo estúpido, pero estaba muy lejos de haber perdido el juicio!

Finalmente dijo en voz baja: “Tú no me matarás, ¿verdad?”

“Me apiadaré de vos. Os ayudaré. Odio a Serge,” fue su respuesta.

Pero los dos tuvieron mucho cuidado de no decir nada más; tal vez el siervo que estaba haciendo de amo, estuviera escuchando.

Al rato Grushenka se levantó y se inclinó sobre él, como si fuera a provocarle con sus pechos.

Susurró: “Tengo que hacer esto; el podría estar espiando por el ojo de la cerradura.”

El Príncipe representó su parte y le acarició un poco el seno.

Ella observó que había varios libros sobre la mesa y tomó uno de ellos y empezó a leer en alto. Él se sorprendió de que supiera leer y escuchó con interés la historia. Pero su interés se convirtió en admiración cuando ella insertó frases en su monótona lectura que, ciertamente, no estaban impresas en el libro. Por ejemplo: “Tened mucho cuidado.” O “Tengo que volver a veros.” O “Haced algún plan de lo que haya que hacer.” O “cuando él vuelva, comportaos como si no desearais volver a verme nunca.” Y cosas por el estilo.

Cuando Serge volvió a recoger a Grushenka, el viejo se quejó de una forma llorosa y estúpida de que le había puesto caliente y febril, que no quería volver a verla, que le había molestado con su lectura. Serge estaba satisfecho con esto y se sintió especialmente gratificado cuando Grushenka le dijo, después de que hubieran salido de la habitación, que el Príncipe era un viejo decrépito, que no estaba en sus cabales y que ciertamente se le estaba ablandando el cerebro.

Serge le ordenó que le hiciera una visita diaria al Príncipe y le molestara cada vez más.

“Toma su arma,” dijo “o lo que queda de ella, y acaríciasela o bésasela. Deja que se excite un poco antes de que se vaya al infierno, en todo caso eres su sierva.”

Sin embargo de momento Serge quería sofocar su propia excitación, y Grushenka resultaba demasiado hermosa con su vestido completo para no resultar una pareja excelente. Justo allí y en aquel momento le enterró la cabeza en los cojines de un sofá mientras el agudo dolor de sus intestinos anunciaba que Serge era todavía capaz de poner al Amo Falo en acción.

Cuando le retiró la larga cola del vestido sobre las nalgas en alto y se encontró con un par de calzones en su camino le ordenó que nunca más se pusiera calzones.

También decidió que de allí en adelante se la follaría cada día cuando saliera de la habitación del Príncipe. El vestido de dama elegante había estimulado sus bajos sentimientos y ordenó que sus otras favoritas también se vistieran con trajes elegantes, que debían llevar cuando se las requiriese para su placer.

Mientras tanto Grushenka tenía que soportar lo peor de su deseo, y así lo hizo con la seguridad de que su venganza no estaría lejos. Usaba una y otra vez su pasadizo trasero y, sorprendentemente, pronto encontró que después de todo no era tan terrible. Al contrario, aprendió a relajar los músculos, a entregarse fácilmente, a disfrutar de esta forma inversa de excitación erótica. La única objeción a sus encuentros con Serge era que le exigía que estuviese absolutamente inmóvil sin que importara lo excitada que pudiera estar. ¡Cuánto le habría gustado responder a sus embestidas con empujones y meneos!

La liberación del viejo Príncipe Asantcheiev y la caída de Serge vinieron mucho más rápidamente incluso de lo que Grushenka había esperado. Pasó a escondidas al viejo Príncipe papel y lápiz y, mientras le leía, sentado de manera que un observador no pudiera verle por el ojo de la cerradura, escribía una carta. Le llevó al debilitado viejo muchos días antes de que la carta estuviera lista y con las señas escritas. Tuvo que esconder el papel a medio terminar durante días bajo las sábanas, temblando de miedo a ser descubierto, y eso habría significado una muerte violenta a manos de Serge. La dirigió a un pariente lejano que tenía su castillo en la ciudad.

Mientras Serge estuvo en la casa, Grushenka, que no lo había confiado a nadie, no se atrevió a llevar el mensaje por sí misma a su destino. Pero un día, cuando Serge se fue a ver las carreras, se vistió a toda prisa, salió corriendo de la casa, tomó un droshki y  cruzó la ciudad a toda velocidad.

El pariente no estaba en casa, pero su esposa sí. Grushenka, forzando el paso por toda una cadena de criados, llegó hasta el ama, se tiró a sus pies y vertió su historia presa de gran excitación. Al mismo tiempo entregó la carta.

Al principio la señora no quería escuchar. ¿Acaso no les había enviado el viejo Príncipe cartas insultantes hacía algunos años, pidiéndoles que no le volvieran a ver nunca ni se volvieran a comunicar con él? ¿No había, aquel sucio mayordomo, impedido la entrada de su marido a la casa, actuando por orden del viejo Príncipe? ¿No los había expulsado de su vida completamente? ¿Cómo pretendía ahora esperar ayuda?

Pero cuando Grushenka le rogó insistentemente, al final leyó la carta. Empezó a pensar en ello e hizo que Grushenka le repitiera la historia.

Luego, de repente, comprendió; estaba claro para ella que el Príncipe Asantcheiev estaba actualmente en poder de su esclavo, que les había mantenido alejados bajo la amenaza de muerte, y que tenían que actuar.

Pero, ¿cómo?

Se deshizo en una avalancha de lamentaciones, porque con su marido fuera ella no sabía que hacer.

Ahora Grushenka tenía una prisa terrible. Había que actuar antes de que Serge volviera, porque estrangularía al viejo a la primera sospecha. Sugirió que consiguiera la ayuda de algunos conocidos de la Señora, algunos hombres del cuartel de la policía y...

Pero ahora la Señora ya había recuperado la calma y tomó el mando. Seleccionó media docena de los mozos de establo más fuertes y se dirigieron a gran velocidad al castillo del viejo Príncipe.

Serge todavía no había regresado. El viejo Príncipe, al ver a su pariente, se puso histérico, interrumpiendo su alegría con gritos de miedo. Serge, al que consideraba un diablo todopoderoso, los mataría a todos, proclamó.

Su miedo no aflojó ni siquiera cuando llevaron a Serge ante él, encadenado y con grilletes.

Había sido tarea fácil. Cuando había vuelto a la casa, los seis hombres de la Señora había caído sobre él y le habían reducido enseguida. Se mandó a buscar un piquete de policía. En presencia del teniente, el viejo Príncipe hizo la acusación contra su siervo y exigió que fuera colgado. Y así se llevaron a Serge.

El capitán de la policía decidió no colgarle, sino mandarle a Siberia. Pero nunca llegó allí. Serge, que al principio se había sorprendido, tuvo una reacción violenta durante la noche e intentó escapar. La respuesta fue el knut, y el policía que le azotó lo hizo tan torpemente que le rompió la espalda.

Serge murió durante la noche (todo esto puede leerse en los antiguos papeles familiares de la familia Asantcheiev). También se puede encontrar que el viejo Príncipe dio a Grushenka la libertad y una hermosa dote. Vivió muchos meses en paz y felicidad. Durante ese tiempo Grushenka le cuidó. Después de su muerte, el pariente que le ayudó a liberarse heredó y vivió en su castillo (según la información se trataba de la Condesa Natalia Alexeijew). Grushenka estuvo con la Condesa Natalia hasta que..., bueno, el siguiente capítulo os lo dirá.