Grushenka, Cap. XI

Grushenka atiende a las mujeres hasta que nuevamente tiene que huir

CAPÍTULO ONCE

Grushenka se quedó un poco abatida con este veredicto. Habría sido mejor si hubiera recibido una buena paliza y se quedara en la sección de hombres. En primer lugar a ella le gustaban los hombres, no las mujeres, en segundo lugar, Madame Brenna era bastante severa con sus chicas. Tenía a la mayoría de sus siervas trabajando para ella y sus espaldas, nalgas y muslos a menudo mostraban signos de malos tratos.

¿Qué haría Grushenka? ¿Marcharse?

¿Y luego qué?

Se dio por vencida y se presentó en la sección de mujeres al mediodía siguiente. El equipamiento de esta sala de baño era casi el mismo que el de la parte de abajo, excepto que sobre el suelo y en todas las cabinas había algunas alfombrillas y alfombras. Madame Brenna se sentaba tras un escritorio elevado donde vendía té y pasteles en lugar de cerveza y vodka. Pero no se quedaba detrás de la barra, como hacía siempre su marido. No, estaba todo el tiempo dando vueltas, cuidando que todas las cabinas estuvieran limpias cuando se iba una clienta, charlando y cotilleando con las mujeres de las bañeras y amonestando incesantemente a las chicas para que estuvieran ocupadas. Acompañaba normalmente sus órdenes de un pellizco en el brazo o las nalgas.

Las chicas se alineaban ante la puerta cuando entraba una clienta. Cada una intentaba conseguir tantas como pudiera debido a las propinas. Las clientas eran de la misma clase que los hombres, mujeres de clase media de todas las edades. Muchas venían solo a darse un baño caliente porque no había comodidades de baño en las casas de clase media de esa época. Algunas querían un masaje y un descanso, y muchas de ellas, no teniendo siervas en casa, querían algo más. Pero todas ellas usaban a las asistentas de baño como si fueran su propiedad privada, como siervas, alquiladas durante un tiempo, sobre las que podrían dejar ir su fantasía como les gustara.

Grushenka se dio cuenta de esto con su primera clienta. Era una joven cuyo padre había hecho recientemente algo de dinero con un negocio de cerámica. Aunque su padre se negaba a permitir a su familia un hogar elegante con criados y el lujo de la clase superior, había suficiente dinero en efectivo disponible para que su hija se comportase como una completa esnob cuando estaba fuera de sus cuatro paredes. Se engalanaba con una capa tejida con hilos de oro, los zapatos tenían grandes hebillas de plata y tenía el aspecto de una verdadera dama.

Cuando entró observó a las diez chicas que estaban allí de pie, desnudas y sonrientes. Tomó sus impertinentes y lenta y cuidadosamente las revisó. Grushenka sintió un escalofrío cuando los ojos de esta joven se pasearon desde sus pechos, bajando por el vientre, hasta las piernas. No se puso tan contenta cuando fue la seleccionada. No sabía por qué, porque esta joven tenía un rostro amistoso e inofensivo, aunque rodeándole la boca tenía líneas de arrogancia y asco.

Grushenka condujo a su clienta a un gabinete, cerró la puerta y empezó a desvestirla con dedicación. La muchacha se quedaba perfectamente quieta y no hacía el menor movimiento, ni siquiera se soltaba una cinta ni se quitaba ni una prenda. Grushenka se esforzó en admirar en voz alta toda la lencería que llevaba, aunque la única respuesta con la que se encontró fue que era muy costosa y que Grushenka debería colocar cada pieza o colgarla con gran cuidado. La muchacha ordenó que le soltara el pelo y se lo trenzara, de modo que no se mojara. Mientras tanto se sentó ante el espejo estudiando su rostro y su figura, decididamente buena.

Una vez arreglado el pelo Grushenka preguntó si deseaba un masaje y cómo lo quería. En vez de contestar la muchacha se dio la vuelta y empezó a estudiar las formas y características de Grushenka. Estaba celosa de los plenos y parejos pechos de Grushenka, su delicada cintura, su vientre plano y sus buenas piernas. De repente puso un dedo en el nido del amor de Grushenka, lo metió entero dentro y, tirando de ella para acercarla, preguntó: “Todos los hombres están locos por ti, ¿verdad?”

“¡Oh, no!” contestó Grushenka instintivamente. “Oh, no. Normalmente no gusto a los hombres.”

“Con que no, mentirosa,” se mofó su clienta, y, dejando que su dedo se deslizara fuera del sitio en que se alojaba, le dio una sonora palmada en el muslo.

Grushenka se retiró, se agarró con la mano el resentido muslo y gimió: “¡Oh, oh, por favor, no hagáis eso!”

“¿Por qué no? ¿Por qué no debería darte una sonora azotaina si me apetece?” contestó la chica despectivamente. “¿No te he alquilado para mi placer? ¿Desde cuándo no puedo hacer con las chicas de Madame Brenna lo que me plazca? ¿Tendré que llamarla y preguntárselo?”

“Por favor, no llaméis a Madame Brenna,” contestó tímidamente Grushenka. “Haré todo lo que queráis que haga, pero, por favor, no me hagáis daño. No hace falta que me paguéis sin no lo deseáis,” añadió.

“Eso ya se verá, miserable sierva,” replicó la clienta. “Ahora ven aquí, date la vuelta y dóblate, sí, así, eso es. ¡Y no te atrevas a moverte o te enseñaré!”

Con ese comentario empezó a pellizcar el trasero de Grushenka. Primero tomó la carne del carrillo derecho entre el pulgar y el índice, apretó firmemente la suave carne e hizo girar la mano. Grushenka se llevó la mano a la boca para no gritar en alto, porque le dolió terriblemente. Se inclinó hacia delante, temblándole las piernas. La chica observaba con placer. La zona pellizcada se volvió primero blanca como la nieve y luego de un rojo vivo.

“Ahora se te ve asimétrica,” comentó. “Tendremos que ocuparnos de eso...” y le pellizcó el carrillo izquierdo de la misma manera.

No contenta con eso, atacó distintos puntos por encima y debajo de la zona magullada y admiró su trabajo con una carcajada.

Grushenka sufría con cada pellizco como si el fuego le quemara las nalgas. Entre pellizco y pellizco la chica estiró la mano hacia las piernas de Grushenka y tiró del vello de su Monte de Venus, no muy fuerte, pero lo bastante como para hacer que gimiera en voz alta.

Mientras tanto Grushenka tenía la sensación de que tenía que hacer aguas. Pero temía hacerlas sobre la mano de la clienta, el látigo de Madame Brenna habría sido la consecuencia.

Ahora la chica estaba algo aburrida de lo que hacía. “Es una pena,” dijo, “que no tengamos aquí un látigo o una vara. Si no fuera así borraría el bonito dibujo que he hecho en tu trasero.”

Grushenka se enderezó y se dio la vuelta. Los ojos de la muchacha se quedaron prendidos en sus pechos llenos.

“Cómo me gustaría azotarte los pechos,” siguió, “con una pequeña correa de cuero, la que tengo en casa para mi perrito faldero. Sería un placer verte los pechos, de los que estás tan orgullosa, bellamente marcados con la tralla. ¿Sabes? no me gusta pegarte con las manos porque me hago daño y en cualquier caso no atravesaría tu gruesa piel, cerda.”

No obstante, hizo que Grushenka se cogiera los pechos con las dos manos mientras le golpeaba un par de veces con las manos desnudas. Grushenka pudo cazar las palmadas con sus manos pero aún así le escocieron no poco.

Terminado esto la muchacha pidió su cartera, de la que sacó un gran órgano masculino artificial. Se tumbó sobre la mesa de masaje, abrió las piernas, hizo que Grushenka se colocara junto a ella y le pasó el pseudofalo. Grushenka le abrió los labios del nido del amor con la mano izquierda y con la derecha hundió, cuidadosamente, el consolador en el ansioso orificio.

Ahora la muchacha se volvió muy apasionada. Puso su mano derecha entre los muslos de Grushenka, cerca de la raja, y clavó la mano en la carne, hundiendo las uñas en la suave carne de Grushenka. Al mismo tiempo sujetó con la izquierda, con fuerza, su propio seno bien formado y meneó las nalgas contra el falso dardo con ritmo rápido. Grushenka duplicó el ritmo, moviendo con cuidado el artificio arriba y abajo, dentro del nido del amor.

La muchacha subió y bajó con fuerza, susurró el nombre de su amante imaginario y subió las nalgas más y más hasta que, cuando llegó al clímax, solo descansaba sobre los hombros y las plantas de los pies. Luego se dejó caer sobre la mesa de nuevo y se quedó inmóvil, mientras Grushenka le retiraba el dardo invasor y limpiaba a la chica con una toalla húmeda.

Grushenka estaba contenta de que se hubiera terminado, pero pudo comprobar que era un error. Tan pronto se recuperó la chica tenía otro plan.

“¡Dame el consolador!” le ordenó. “Y ven aquí abajo y hazle una buena lamida a mi dulce nidito, y no te pares hasta que no te lo diga. ¿Entendido? No, ese no es el punto correcto. Saca la lengua, ¡loca estúpida! Más a fondo. Sí, eso es.”

Grushenka tenía la cabeza enterrada entre los muslos de esta chica, nueva rica, que se vengaba de su pobre infancia llena de azotes y humillaciones haciéndoselos a otra muchacha. Grushenka había practicado usando la punta de la lengua durante un tiempo, y, aunque sabía cómo lo había hecho en otros tiempos, trabajaba demasiado aprisa y apretaba la boca con demasiadas fuerza contra la abertura, de modo que pronto se quedó sin aliento y con la lengua dolorida.

La chica había cruzado las piernas detrás del cuello de Grushenka y la apretaba con fuerza contra ella. Todavía no estaba excitada, porque acababa de estar bajo la presión del Amo Falo. Sujetaba en las manos el consolador y jugueteaba con él, colocándoselo entre los pechos, haciéndose cosquillas en los pezones, besándolo finalmente a todo lo largo del dardo y luego metiéndoselo en la boca y chupándolo con deleite. No se concentraba en las sensaciones de su nido del amor, más allá del agradable cosquilleo que le producía el juego de la lengua de Grushenka.

Grushenka se detuvo un momento, recuperando el aliento y dejando descansar la lengua, y, mirando hacia arriba vio el dardo desaparecer y reaparecer en la boca. La buena clienta no estaba dispuesta a dejar que tuviera un respiro, y le golpeó en la espalda con las plantas de los pies. Grushenka volvió a su ocupación. Esta vez mantuvo el orificio abierto con la mano izquierda y, desde abajo, le insertó el dedo índice de la mano derecha en la caverna del amor y le dio masaje a todo lo largo del pasadizo hasta el útero, secundando los esfuerzos de su lengua para provocar un orgasmo al pequeño sitio del amor. Este método contó, aparentemente, con la aprobación de las nalgas, porque empezaron a moverse arriba y abajo, al principio lentamente, incrementando su ritmo hasta un punto en que a Grushenka le resultaba difícil mantener la punta de la lengua en el lugar correcto.

Sin embargo era deseo de la clienta prolongar el juego. Se giró, incluso se sacó el apreciado dardo de la boca y le ordenó a Grushenka que se detuviera. Pero Grushenka aguantó. Mantuvo la boca cerca de su objetivo y le hizo el amor a la muchacha con todo su ser.

Finalmente la chica dejó de luchar y llegó al clímax. Se tumbó jadeando, mientras Grushenka tomaba una toalla suave y le restregaba las piernas, el vientre, los pechos y los brazos, quitándole el sudor y dándole al mismo tiempo un masaje fortalecedor.

La clienta tenía los ojos cerrados y parecía dormir. Grushenka estaba a punto de irse, cuando la chica se levantó perezosamente, le echó una mirada maliciosa y se dirigió a la puerta. Grushenka pensaba que iba a la bañera. En vez de eso, la chica abrió la puerta y le hizo una seña a Madame Brenna, que, siempre vigilante, entró rápidamente.

“Siempre pago bien y sabéis que nunca me quejo,” dijo la chica, “pero mirad a esta sierva aquí presente. Es tan perezosa que cuando le he dicho que me bese un poco, solo me dirige palabras. No me importa lo que hagáis al respecto, pero sé que hay baños aristocráticos a los que habría ido en primer lugar...”

“¿Es cierto eso?” preguntó Madame Brenna con una sonrisa y expresión severa, mirando en dirección a Grushenka. “Espabilaré a la zorra, si me lo permitís. Ven aquí, Grushenka, y túmbate sobre esta silla. Sí, el trasero hacia arriba.”

Grushenka hizo lo que le decía. Dejó la cabeza colgando. Las manos se agarraron a las patas de la silla con ansia. Sus pobres nalgas quedaron expuestas.

Madame Brenna tomó una toalla, la mantuvo en agua hasta que estuvo empapada y colocó la mano con firmeza en la espalda de Grushenka.

Vio las marcas de los pellizcos y se imaginó el resto de la historia. Pero Grushenka, temblando y llorando y declarando su inocencia, perdió ahora totalmente el control de sí misma. Ya no sentía ganas de hacer aguas, no, ¡se las estaba haciendo!

El líquido amarillo salió del orificio formando una gran corriente y le bajó por los muslos hasta la alfombra. La chica se rió a carcajadas. Después de la tristeza y mal humor que habían seguido a sus dos orgasmos se sentía ahora deliciosamente feliz. Madame Brenna, en cambio, se había puesto realmente furiosa.

La toalla húmeda demostró ser un instrumento más doloroso que la vara o la correa de cuero. Mientras esta última producía el aguijonazo que sugería el sonido que producía al cruzar el aire, la toalla húmeda hacía solo un ruido sordo cuando golpeaba, pero estrujaba la carne, provocando el dolor de una contusión. Madame Brenna sabía manejar perfectamente una toalla húmeda sobre las nalgas de una muchacha traviesa. Se había perfeccionado con el paso de un montón de años, y las nalgas de Grushenka eran para ella solo un trasero más.

“Que desastre de muchacha, arruinar esa alfombra tan buena,” pensó, y Grushenka pronto estuvo de un rojo púrpura desde las rodillas hasta el final de la espalda. Aulló y chilló como un cerdo al que están matando. Se dejó caer en su incómoda postura. Los ojos empañados por las lágrimas se fijaron en sus propias rodillas, que veía por debajo del asiento de la silla. Los golpes llovían con terrible fuerza sobre su cuerpo, arqueado de manera que las nalgas estaban en el punto más alto, ¡zas... zas... zas!

Madame Brenna no contaba los golpes. Grushenka había despertado su ira, y sabría cuando era el momento de parar.

La clienta miraba, muy divertida. Mientras se reía todavía por la cuestión de mojar la alfombra, en sus ojos brilló un reflejo de pasión perversa y una sensación de satisfacción se deslizó por sus entrañas, “Oh, si padre me comprara algunas siervas,” pensó, “les pegaría yo misma, pero con un buen látigo de cuero, no con una toalla mojada.”  Ella misma había sentido la vara y la correa no hacía demasiados años, cuando su padre era pobre todavía y ella era la doncella a sueldo de una rica comerciante. ¡Y cuán a menudo el látigo de cuero le había cortado los pechos jóvenes! Al recordarlo se acarició sus pechos llenos con ambas manos, reafirmándose en que aquellos tiempos se habían ido para siempre.

Mientras tanto Madame Brenna había terminado su trabajo y le había hecho una seña a su clienta para que saliera de la cabina y pasara a la bañera.

Grushenka se dejó caer de la silla, y, tumbada sobre el estómago se palpó las doloridas nalgas con dedos cuidadosos. Este alivio, sin embargo, iba a durar poco. Madame Brenna pronto estuvo de vuelta y le hizo limpiar la habitación. Tomándola con rudeza por el brazo le secó la cara con un pañuelo y le ató el pelo revuelto.

“Ni un llanto más,” dijo, “o volveré a empezar. Cálmate y vuelve al trabajo. Ves,” añadió maliciosamente, “a lo que conduce conseguir que el hombre con el miembro más grande del vecindario te estruje por dentro; ni siquiera puedes retener tus aguas.”

Grushenka dominó sus sollozos. Bajo las órdenes de Madame Brenna llevó agua caliente para rellenar las bañeras, limpió una bañera y así sucesivamente. Aunque la espalda de Grushenka se le hacía muy pesada del dolor, no se le dio tiempo para abatirse o enfurruñarse.

Y lo que es más, pronto tuvo que hacerse cargo de una clienta de otro tipo. Una mujer de mediana edad de aspecto maternal la eligió; una mujer de ojos amables y complexión rubicunda, más corpulenta que gorda, más grande que alta. Mientras la desnudaba Grushenka admiró su carne firme, sus pechos grandes y duros, sus piernas musculosas. La mujer le acarició la cabeza a Grushenka, la llamó con todo tipo de nombres dulces, le alabó sus adorables proporciones y su cuerpo y no parecía ni lo más mínimo celosa de su belleza.

Una vez desnuda le pidió a Grushenka que le lavara el nido del amor. Cuando estuvo debidamente hecho dijo, “Ahora, dulce querida, sé buena, por favor, y lávame otra vez allí, solo que esta vez usa tu propia y dulce lengua. Ya ves, mi viejo hombre no me ha tocado en cinco años. No sé si podrá volver a encontrar nunca más el camino, en caso de que quisiera, y no puedo evitar ansiar algo de excitación. Ya ves, a menudo siento cosquillas allí abajo y por eso vengo aquí una vez a la semana para regalarme mi caliente casita con el adecuado juego de una lengua como la tuya. Y recuerda, disfruto mucho más cuando la chica está dispuesta y es hermosa como lo eres tú.” Diciendo esto dirigió la cabeza de Grushenka, con cuidado y caricias, para ponerla entre sus grandes muslos.

Grushenka empezó el trabajo. Tenía ante sí un amplio campo de operaciones. La mujer abrió bien sus grandes piernas; la parte final del vientre, los laterales de la raja, el supe desarrollado Monte de Venus, recibieron suaves besos y lentos cosquilleos con la lengua, mientras las bien formadas manos de Grushenka sujetaban suavemente las nalgas.

Grushenka tomó los enormes y largos labios de la gruta en la boca de forma alternativa y los acarició con los labios y la lengua, incluso los mordió tiernamente. Luego volvió sus esfuerzos hacia el objeto principal, precisamente el enorme pero jugoso fruto del amor, que yacía esperando a ser devorado.

La mujer estaba tumbada tranquilamente excepto porque sus dedos intentaban cosquillear las orejas de Grushenka, pero Grushenka se los quitó de encima. Sin embargo cuando la lengua pellizcó el tallo lacio de la gran fruta, lamiéndolo alrededor y lo presionó y masajeó con caricias más fuertes, la pequeña ramita empezó a levantarse y a prestar atención.

Ahora la mujer cambió de comportamiento. Empezó a subir y bajar y a retorcerse con pasión, y las palabras dulces se convirtieron en palabrotas soeces. Grushenka no podía entender lo que susurraba en un tono tan ronco, pero palabras como ‘deja en paz esa maldita cosa’ o ‘desastrosa vieja hija de puta’ sobresalían frecuentemente en este monólogo calenturiento.

Cuando por fin llegó al clímax, la mujer cerró sus fuertes piernas tras la cabeza de Grushenka, tirando tan estrechamente hacia ella que casi asfixia a la pobre muchacha. Se sentó sobre la mesa, liberándola, se rascó pensativa el gordo vientre y murmuró, más para sí misma que para Grushenka:  “Es una vergüenza para una mujer mayor y madre de una hija crecida, pero ¿qué puedo hacer?”

Pronto se sentó en su bañera, una mujer mayor respetable de aspecto amable y comportamiento refinado. Grushenka recibió de ella una buena propina.

Grushenka pronto fue acogida con muchos comentarios sarcásticos de las otras clientas y las chicas cuando pasaba. Su primera clienta había contado la historia de su forma de hacer aguas sobre el suelo y todas las mujeres lo consideraban muy gracioso. Esta misma clienta la molestó y le creó problemas cuando terminó con su baño. Después de que la secara (operación en la que encontró muchos defectos a Grushenka y durante la cual la pellizcó con sus afiladas uñas debajo de los brazos y en la sensible carne de los pechos, de los que ella estaba celosa) tuvo una de sus grandes ideas.

“Tú, mocosa,” le dijo a Grushenka con malos modos. “¡Sabes para lo que eres buena tú! ¡Como orinal! Ven, siéntate en el suelo y me haré aguas en tu boca.”

Grushenka no obedeció. Trajo un orinal de una esquina y lo puso en el suelo. La chica enganchó el vello de Grushenka que le rodeaba el Monte de Venus y, levantando la mano derecha, amenazó con pegarle.

Pero Grushenka siguió firme. “Llamaré a Madame Brenna,” dijo ella y se puso en pie.

La chica dudó. “¿Qué otra cosa haces a lo largo del día,” le recriminó, “que no sea limpiar a las mujeres con esa lengua tuya, gorda e insolente? ¿Por qué ibas a negarte tú, precisamente tú, a beber un poco de agua?”

Grushenka se liberó y se colocó al otro lado de la mesa de masaje. “Creo Mademoiselle,” dijo, “que otra chica puede serviros mejor de lo que lo hago yo. ¿Puedo llamar a otra?”

La chica se encogió de hombros. “¡No! ¡No!” Farfulló, y medio se vistió sin decir palabra. Lista para irse, tomó de su bolso monedas por valor de un rublo. Grushenka estiró la mano para recogerlas, pero la chica había decidido dárselas de otra forma.

“Espera,” dijo. “Túmbate en la mesa y ábrete bien. Te las meteré dentro como corcho para parar las goteras.”

Grushenka hizo lo que le decía, esperando así librarse más rápidamente de su torturadora. Mantuvo su orificio todo lo más abierto posible para que no le hiciera daño cuando le deslizara la plata.

La chica, que ya se había puesto los guantes, abrió su raja con dos dedos y durante un momento examinó su bien hecho nido del amor. Los labios eran rosados y ovales, la abertura estaba más profunda que la suya y muy cerca de la entrada trasera claramente visible. La vaina parecía estrecha, y el cosquilleador, que estaba cerca de la entrada, acababa de levantar la cabeza .

“Menudo tesoro oculto,” pensó, “realmente nunca le he hecho el amor a una mujer, pero esta...”

Grushenka se movió nerviosa. Sus partes tiernas estaban abiertas a la agresión de esta clienta en la que no se podía confiar.

La chica deslizó las monedas dentro, primero las pequeñas de plata, de mayor valor, luego las monedas grandes de cobre que valían uno o dos kopeks. Le divirtió bastante que estas piezas no entraran tan fácilmente, mientras Grushenka temblaba ansiosamente, no es que le doliera pero tenía miedo de lo que todavía podía venir.

Una vez terminado la chica le dio una palmada a Grushenka con la mano enguantada sobre el orificio abierto.

Grushenka cerró las piernas bruscamente y saltó de la mesa, mientras la chica remarcaba desde la puerta: “Déjalas ahí y nunca te quedarás sin dinero.”

Durante las muchas semanas que Grushenka trabajó en la sección de mujeres encontró que las mujeres eran más crueles y mezquinas que los hombres. Las mujeres no tenían en sus mentes humor ni diversión; solo querían ser satisfechas, totalmente, de modo egoísta.

Se quejaban sin motivo, y, al tener poder sobre las que les atendían, las torturaban y les creaban problemas sin razón y a menudo de forma totalmente inesperada. Podían ser muy agradables y consideradas con Grushenka y de repente pellizcarla o llamar a Madame Brenna para que la castigara. Las propinas que daban no eran ni la mitad de las de los hombres y eran muy pesadas reclamando la atención hacia ellas cuando se despedían con unos pocos kopeks. Ninguna de ellas la había besado nunca ni le había hecho el amor, aunque muchas exigían que ella llevara al clímax a sus ancianos cosquilleadores.

A Grushenka no le importaba eso. Pronto aprendió a trabajar con la lengua sobre los cuerpos y los nidos del amor de una forma rutinaria, sin apenas considerar lo que estaba haciendo y fingiendo pasión y ansia cuando sentía que su clienta estaba a punto. Pero lo que la ponía nerviosa era que nunca sabía cuándo encontraría Madame Brenna que había cometido una falta y  la castigaría.

Los castigos eran de todas clases. Madame Brenna le azotaba las plantas de los pies con un correa de cuero cuando no se había movido con suficiente celeridad; le golpeaba en los pechos con una vara cuando una clienta se quejaba de que se había mirado en el espejo; ataba ortigas que producían picor, en el interior de los muslos de Grushenka o en las nalgas desnudas, cuando estaba cansada o somnolienta.

Aunque ninguna de las clientas le hacía el amor, siempre les gustaba restregar sus gruesos dedos dentro de su vaina, no de una forma amigable y excitante, sino de forma ruda, como si quisieran ensanchar su pasadizo maravillosamente pequeño. Tal vez inconscientemente estaban envidiosas, porque Grushenka tenía el pasadizo más estrecho de todas ellas.

Grushenka pensaba que Madame Brenna andaba tras ella más que tras las otras chicas porque todavía estaba enfadada por lo de su marido. Eso no era cierto. Pero su conciencia pronto estuvo especialmente intranquila y por una buena razón.

Una noche, cuando llevaba solo unos cuantos días en la sección de mujeres y, después del trabajo, acababa de llegar a su habitación, entró el señor Brenna. Como era su costumbre la tiró sobre la cama y le echó uno de sus tremendos polvos.

Ella no se atrevió a luchar con él o a gritar pidiendo ayuda. Solo se dio por vencida, jadeando. No disfrutó de su gran dardo porque estuvo todo el rato pendiente de la puerta, aterrada de que pudieran ser detectados.

Al día siguiente vino de nuevo, y, a partir de allí, todos los días. Como las cosas parecían ir bien, Grushenka finalmente olvidó sus temores y se concentró de nuevo en su poder amatorio, que la llenaba de cálidos escalofríos y la estimulaba hasta el clímax de la pasión del sacrificio.

Esto continuó durante semanas y entonces, por supuesto, un buen día Madame Brenna entró de nuevo en la habitación y se repitió lo mismo de la otra vez. Solo que esta vez, después de pegar a su marido, Madame Brenna lanzó a Grushenka una mirada asesina, sacó a su marido de la habitación, salió ella misma, cerró de un portazo tras ella y cerró y echó el pasador de la puerta desde fuera.

Durante un momento Grushenka se quedó petrificada. Se sentó en el borde de la cama, paralizada, incapaz de moverse ni de pensar. Entonces una idea relampagueó en su cerebro, un idea que la llevó a una febril actividad.

¡Escapar! ¡Largarse!

¡Lo más rápidamente posible, tan rápido como la luz!

Se vistió, enrolló su ropa en un petate y se metió el pañuelo con su dinero en el corpiño.

¡Escapar!

¿Cómo salir de la habitación?

La puerta de roble no cedía. El cierre era de hierro forjado.

¡Pero estaba la ventana! Cruzó la ventana, se puso en el alfeizar, recorrió la cornisa de la casa y entró por la ventana abierta de la siguiente habitación. Una carrera cruzando esa habitación, voló escaleras abajo, salió de la casa, recorrió la calle, rodeó la primera esquina, la segunda, la siguiente.

Exhausta y con el corazón palpitante, Grushenka se apoyó contra el muro de una casa. Nadie la había seguido. Todavía sin aliento se obligó a seguir. El crepúsculo se volvió oscuridad. Llegó a la casa de Marta y las amigas se besaron tiernamente y entre lágrimas. Durante mucho tiempo ninguna dijo palabra.