Grushenka, Cap. X

Grushenka busca trabajo

CAPÍTULO DIEZ

Grushenka se estiró en la cama de cuatro postes de Marta. Marta le había dado un beso de despedida y había salido para ir a trabajar, avisándole que estuviera al mediodía en el establecimiento de Madame Laura. Grushenka durmió y soñó despierta. Se levantó perezosamente y se puso el vestido de campesina, dejando su elegante vestido de viaje en el armario de Marta. Puso todo su dinero excepto un rublo en la repisa de la chimenea, dijo unas palabras de despedida a su amiga ausente y dejó la casa con pasos lentos.

No quería pensar en el futuro. Caminó tranquilamente hasta el borde de la ciudad, cruzó la puerta donde algunos cosacos holgazaneaban y encontró el caminó que descendía hacia el Volga. Se sentó en la orilla del río, dejó que sus ojos examinaran la amplia llanura y observó sin demasiada atención a los campesinos cosechando los campos. Las aguas del ancho río fluían con ritmo pausado. A lo lejos algunos muchachos y muchachas se estaban bañando.

Grushenka soñó como solo una campesina rusa puede soñar, un sueño sin pensamientos ni palabras, uniéndose con el suelo, convirtiéndose en parte de él, perdiendo la noción del tiempo y del espacio. Cuando el sol caía por debajo del horizonte se levantó y volvió lentamente a la ciudad. Se detuvo en una fonda donde comió un cuenco de sopa y algo de pan y queso. Los pocos clientes y el posadero apenas se percataron de aquella campesina con su encantadora cara escondida bajo un pañuelo.

De vuelta de nuevo a la calle se enderezó con enérgico asentimiento y caminó con paso rápido hacia la casa de baños de Ladislaus Brenna. Nunca había estado dentro de aquel lugar, pero lo sabía todo de ella.

Ladislaus Brenna regentaba una famosa casa de baños para la clase media, y Grushenka se  había propuesto convertirse en moza de baños. Le habría gustado conseguir un trabajo así en una de las nuevas y elegantes casas de baños a las que asistía el mundo de moda pero no se atrevía a hacerlo, porque podía ser encontrada. Nadie la buscaría en la de Brenna.

En cuanto abrió la puerta se encontró inmediatamente en un gran vestíbulo del baño de hombres. El vestíbulo ocupaba toda la planta baja del edificio. Sobre un suelo de madera blanco había de cuarenta a cincuenta bañeras colocadas de forma irregular. En estas bañeras se sentaban los clientes en un pequeño banco, cayéndoles el agua por el cuello. Había unos pocos clientes bañándose, otros estaban leyendo, escribiendo sobre pequeñas plataformas colocadas encima de las bañeras, jugando a juegos de mesa con otros o solo charlando.

El señor Brenna se sentaba en el lado opuesto de la sala, detrás de una barra elevada que estaba cubierta con toda clase de refrescos y bebidas. Grushenka no perdió el tiempo y fue directamente hacia él mientras los ojos de todos los clientes y asistentes la seguían. Afirmó sin timidez que quería convertirse en una de sus chicas de baño.

Brenna la miró severamente y le dijo que esperara. Era una auténtica ballena, de unos cuarenta y cinco años de edad. Su pecho peludo abierto a la vista, y su descuidada barba negra, exageraban su apariencia alborotada.

Grushenka se sentó en un banco de madera y miró alrededor con curiosidad. Había oído discutir a menudo respecto al local de Brenna.

Se suponía que era muy divertido para los visitantes, hombres y  también mujeres, pero la mayoría de las amas de casa lo desaprobaban violentamente cuando escuchaban que sus maridos o hijos mayores lo frecuentaban.

La atención de Grushenka se dirigió en primer lugar hacia las asistentes de baño, unas diez chicas, algunas sentadas en un banco cercano a la gran chimenea, otras se movían por la gran sala cumpliendo sus funciones. Todas estaban desnudas a excepción de las zapatillas de madera y por aquí o por allí un corto delantal o toalla rodeándoles las caderas. Cualquier tipo de ropa hubiera resultado molesto en este aire pesado con vapor y humedad.

Las chicas eran todas fornidas y bien parecidas y parecían de buen humor y satisfechas. Llevaban cubos de agua caliente a las bañeras ocupadas, vertiendo el agua para mantener la temperatura constante. Llevaban cerveza o té u otros refrescos a los hombres; se reían y bromeaban con ellos y no parecía importarles que los hombres les tocaran los pechos o la entrepierna. Cuando uno de los clientes quería salir de su bañera abrían la cubierta de lino, colocaban un escabel y ayudaban al hombre a salir. Luego le seguían a una de las muchas cabinas que se alineaban en las paredes. Las cabinas tenían puertas que se cerraban tras las parejas, y, aunque Grushenka no podía verlo, podía imaginar bien lo que ocurría dentro de ellas.

Cuando se fue el último cliente las muchachas empezaron a limpiar mientras Brenna les advertía que se tomaran su tiempo e hicieran un trabajo meticuloso. Tenía una voz áspera pero por debajo se podía sentir que era un buen tipo. Al final se volvió a Grushenka y le ordenó que le siguiera. Subieron por las escaleras, pasando el vestíbulo del baño de mujeres del segundo piso y pasando al tercer piso donde Brenna vivía con su familia. Cuando alcanzaron el ático Brenna empujó una puerta que daba a una habitación desocupada amueblada con una gran cama de madera, un lavabo y dos sillas.

“Bien,” dijo, “quiero examinarte para ver si eres lo suficientemente fuerte para llevar el agua y dar masajes. Podría usar a una perra como tú, pero pareces demasiado débil. Enséñame lo que tienes.”

Diciendo eso se dirigió a la ventana y miró al crepúsculo. Su enorme corpachón delante de la ventana tapaba casi toda la luz de la habitación. Grushenka se quitó rápidamente la ropa y se quedó desnuda en mitad de la sala, esperando que la revisara. Ahora estaba un poco nerviosa. ¿Qué le pasaría si no le daba empleo?

Brenna miró un rato la puesta de sol. Finalmente se dio la vuelta hacia ella, se alejó de la ventana y la colocó en una posición donde la luz que se desvanecía lentamente cayera directamente sobre ella. Estaba asombrado de su hermosa figura. Sus pechos llenos le atrajeron especialmente. Palpó los músculos de sus brazos y le pellizcó las nalgas y la carne por encima de las rodillas, a la manera en que se palpa la pata de un caballo, mientras ella contraía los músculos todo lo que podía para parecer fuerte. La volvió a girar, inseguro de si una muchacha con una cintura tan estrecha podría valer para este tipo de trabajo y fijó sus ojos en la Colina de Venus. Grushenka era una muchacha muy bien hecha, de estatura por encima de la media, pero delante de este gigante de hombre se sentía un poco pequeña, justamente cuando deseaba ser grande y robusta.

Sin aviso previo la tiró sobre la cama donde cayó no a lo largo sino atravesada. Se abrió los pantalones de lino y se sacó un asta poderosa y dura. Grushenka apenas tuvo tiempo de ser consciente de lo que iba a pasar cuando él se dobló hacia delante, descansó su peso sobre las manos cerca de los hombros de ella y movió su arma hacia la gruta.

Ella bajó las manos para insertarse el dardo y se sorprendió de sus enormes dimensiones; apenas podía abarcarlo con la mano. Quería insertarlo cuidadosamente, pero antes de que tuviera oportunidad la empujó dentro con una poderosa embestida. Grushenka respondió con un fuerte gruñido. Realmente no le había dolido, pero la llenaba por completo y estiraba el pasadizo hasta el límite.

Habían pasado unos cuantos días desde que había practicado el coito, y las escenas que había visto en casa de Madame Laura habían servido para estimular su deseo. Por ello este ataque inesperado le produjo un celo febril. Levantó las piernas que todavía colgaban sobre el suelo,  por encima de su enorme espalda. Embistió contra su instrumento con toda su fuerza rodeándolo con toda la capacidad de succión de su nido del amor. Apretó los dedos en sus brazos musculosos y empezó a hacerle el amor con todo su ser.

Cerró los ojos. Por su mente cruzaron todo tipo de imágenes lascivas. Recordó la primera vez que había sido azotada en el culo desnudo cuando tenía catorce años; pensó en el campesino que la había violado, y en los varios hombres que le habían dado satisfacción; finalmente los angélicos rasgos de Mihail destacaron claramente, diciéndole con dulces palabras cuanto la adoraba.

Durante todo este tiempo ella se aplicaba con fuertes empujones contra su pareja, mientras movía el trasero en círculos a la manera de las bailarinas del vientre. Gradualmente su cuerpo se retorcía cada vez más, hasta que solo los hombros tocaban la cama mientras se esforzaba por encontrar la mejor posición en la que obtener la mayor satisfacción para ella y su pareja. Su cuerpo estaba cubierto de sudor. Se le había soltado el pelo y le cubría parcialmente la cara. Tenía la boca torcida y le golpeaba la espalda y las nalgas con los talones. Al fin, llegó el gran clímax, con un alarido. Luego se quedó inmóvil, respirando con dificultad, con todos los músculos relajados. Dejó caer las nalgas y el gran pájaro se salió de su cálido nido.

Brenna se apoyaba en las manos; apenas se movía. Estaba satisfecho con la vitalidad que había exhibido esta muchacha, tan satisfecho, de hecho, que no estaba dispuesto a dejarla irse ahora, especialmente mientras su instrumento todavía estuviera hinchado y rojo como estaba.

“Eh, picarona,” interrumpió sus ensoñaciones posamatorias, “no te pares ahora. Aquí mi pequeño compañero está todavía tieso y hambriento.”

Grushenka abrió los ojos para encontrarse mirando un rostro grosero, rodeado de largo pelo negro. Para ella era un rostro totalmente extraño, con ojos negros, nariz corta y gruesa y labios gruesos y lascivos. Sin embargo, con todo, había cierto sentido del humor en la manera en que dejaba manifestarse su grosería.

Le miró a la cara y vinieron a su mente cuantas cosas dependían para ella de satisfacer a este hombre. Su pasión incontrolada le había hecho ofrecerle un buen rato. Ahora le haría pasar un rato aún mejor mediante su conocimiento del arte de hacer el amor.

Volvió a colocarle obedientemente las piernas en la espalda, subiéndolas aún más esta vez, de modo que casi le tocaba los hombros con los talones, con lo que el Amo Príapo regresó por propio acuerdo a su reino anterior. Le agarró la cabeza con las manos y la llevó hacia abajo. Los pies de él se deslizaron lentamente hacia atrás y pronto descansó todo su peso sobre ella. Ahora ella se apoyaba totalmente en la espalda y así tenía más posibilidades para mover las nalgas debajo de él. Luego se arqueó y, bajando su mano derecha, consiguió agarrarle aquellos dos almacenes del néctar del amor. Empezó a acariciárselos y toquetearlos con caricias suaves, cosquilleando a la vez el interior de su oreja con el dedo meñique de la mano izquierda.

Brenna colocó su mano derecha bajo las menudas nalgas de ella, su mano era tan grande que podía agarrar sus dos cachetes de una vez, y empezó a hacer su trabajo con golpes lentos. Empujó su cetro tan a fondo dentro de ella que tocó su útero, se movió lentamente hacia la salida exterior y repitió este juego con ritmo regular. Ella movió las nalgas en círculos con los ojos muy abiertos. Era consciente de cada movimiento y esto le permitía ofrecerle toda su colaboración.

Cuando él llegó a estar realmente excitado se olvidó por completo de sí mismo. Volvió a ponerse sobre sus pies, manteniéndose cerca de la cama y le levantó las nalgas de manera que la cabeza y los hombros apenas tocaban la ropa. Sujetándola por las caderas solo estaba conectado con ella mediante el contacto entre Príapo y Venus y le hizo el amor con toda su fuerza.

Le sintió llegar al clímax. Sintió un fluido caliente dispararse en su interior, y, no hace falta decirlo, alcanzó otro clímax.

Tan inesperadamente como había comenzado su ataque, Brenna la dejó ir. Sus nalgas cayeron en el borde de la cama. Como cosa hecha volvió a colocarse su arma todavía tiesa en los pantalones. Le echó otro vistazo y le gustó. Sus pies tocaban el suelo, las piernas todavía medio abiertas. Una de sus manos descansaba sobre su Monte de Venus de pelo negro, del que sobresalían los labios de coral; la otra mano descansaba sobre su pecho lleno. Tenía la boca un poco abierta, las pestañas de color negro oscuro sombreaban sus ojos de un azul acerado, el pelo le colgaba rodeándole el rostro. La muchacha era tan hermosa que sintió ganas de echarle otro polvo. Se inclinó hacia abajo y de nuevo sintió la suave carne de sus muslos. Un poco débil, sí; pero a sus huéspedes le gustaría esta puta.

“Lávate y prepárate para cenar,” le dijo resuelto. “Te pondré a prueba. Podrías servir.”

Abrió la puerta y llamó a Gargarina. El ático eran las habitaciones de las chicas empleadas en la casa y mientras tanto habían subido a vestirse. Al poco tiempo entró Gargarina y Brenna le ordenó adiestrar a la nueva muchacha en su trabajo. Salió sin más explicaciones.

Gargarina era una chica más mayor, como de treinta y cinco años de edad, alta, rubia y robusta. Tenía puesta una camisa y estaba a punto de abotonarse sus largos calzones de encaje. Miró a Grushenka con cierta curiosidad. Grushenka se sentó en el borde de la cama, débil pero no exhausta, y se rascó pensativa la suave carne de su vientre y muslos.

Gargarina inició la conversación: “Bien, te ha probado, ¿verdad? Ciertamente tiene el mejor dardo de todo el vecindario, y deberíamos saberlo. Puedo imaginar cómo te sientes. Hace casi cuatro años que llegué aquí y casi me mata. Después de eso me dijo que no podría utilizarme. Eso es lo habitual con la mayoría de las chicas que pretenden trabajar aquí; las prueba a todas. Pensamos que también te mandaría fuera. Sabes, me quedé y vine a trabajar a la mañana siguiente. Me gritó que me fuera, pero sé lo que pasa con un perro callejero. No pudo librarse de mí, y de eso hace cuatro años.”

“No sé qué habría hecho, porque no tengo otro sitio donde ir.”

“No te preocupes de eso ahora. Eso es lo que pasa con la mayoría de nosotras, excepto a las que trajeron sus padres. A una de las chicas la trajo su marido. Le habían alistado en el ejército y ¿dónde podía ir la pobre criatura hasta que pasaran los siete años? No sabe ni siquiera si él volverá. La última vez que se supo de él estaba en Siberia. Él no sabe escribir, ya ves, y ella no sabe leer.”

“Oh,” contestó Grushenka con un ramalazo de orgullo. “Yo sé leer y escribir.”

“¡Qué bien!” respondió amablemente Gargarina. “Entonces nos podrás leer algunos relatos de los libros y escribir nuestras cartas de amor. Con eso vas a ser una persona muy ocupada. Pero ahora vamos a lavarte,” y miró el jugo que se escapaba del nido del amor y mojaba las piernas de Grushenka, “porque no puedes servir abajo en los baños con el vientre hinchado.”

Gargarina trajo un cuenco con agua y una toalla. Grushenka se sentó en el suelo con el cuenco, se insertó un dedo en el orificio, después de haberse enrollado en él el extremo de un toalla, y se restregó, aliviando al mismo tiempo la vejiga.

El chorro cálido de líquido y el roce en el pasadizo hicieron que se sintiera bien, y disfrutó de ello.

Gargarina, que la estaba observando, comentó: “Mañana te mostraré una forma mejor de limpiarte, abajo en el vestíbulo del baño. Pero ahora vístete rápidamente, la cena estará lista en un minuto.”

Cuando Grushenka bajó al comedor se arrepintió de haberse dejado su bonito vestido de viaje en casa de Marta. Todas las otras muchachas estaban vestidas muy elegantemente, y su ropa de campesina estaba un poco fuera de lugar.

Había dos veces las chicas que había visto abajo, las otras eran las que atendían el baño de mujeres. Se sentaron alrededor de una mesa larga. En un extremo presidía el señor Brenna, y en el otro extremo se sentaba su mujer.

Era una mujer delgada y muy pequeña, de unos cuarenta años, con una nariz severa, afilada, y parecía una solterona codiciosa e insensible.

Pero si bien ese era su aspecto, ciertamente no lo sacaba con las muchachas en lo que se refería a la comida. Dos robustas criadas sirvieron una abundante comida, no menos buena y saludable que la que Katerina facilitaba a sus pupilas. La chicas se dieron prisa con la comida, ansiosas por irse. De hecho solo dos o tres se quedaban en la casa aquella noche, el resto tenían citas o visitas a sus compañeros. Para identificación policial cada chica llevaba un permiso emitido por Brenna.

Grushenka charló con las chicas que se quedaron en el ático. Se enteró de que el alojamiento y la comida eran todo lo que Brenna pagaba por sus servicios, pero tenían muchas propinas, y a veces muy buenas. Todas estaban satisfechas y, aunque eran groseras y usaban palabras gruesas, parecían disfrutar de una buena camaradería. Grushenka se fue pronto a la cama y oyó a las chicas volver a casa durante la noche.

A la mañana siguiente se levantó muchas horas antes de que la llamaran a desayunar. El local de Brenna abría después del mediodía, los primeros clientes no llegaban hasta las dos o las tres, y todo el trabajo se había terminado a las siete de la tarde.

La llegada de cualquier cliente era anunciada por el jovencito de la puerta, que, además, se ocupaba de la estufa del sótano, que proporcionaba el agua caliente, el calor en invierno y el vapor para la sala de vapor. Golpeaba con un bastón contra la puerta, cuando golpeaba unas cuantas veces quería indicar un hombre de dinero y de buenas propinas. Todos los hombres eran más o menos conocidos por todos.

Grushenka, a remolque de Gargarina, se alineó con las otras chicas cerca de la entrada y se ofreció al hombre que entraba. Aquello significaba propinas; y cuantos más clientes pudiera conseguir una chica mucho mejor para ella. A veces las chicas luchaban por los clientes, y esa era la única cosa que Brenna no podía soportar. Las pegaba sin piedad con los puños y las chicas tenían mucho miedo de que ocurriera, porque montaba en cólera y no se preocupaba de dónde pegaba.

El primer hombre que entró parecía un poeta. Lleva una corbata larga y suelta y era joven y rubio. Gargarina le dijo a Grushenka que no intentara atraer su atención porque tenía una chica fija, una criatura regordeta, de pelo oscuro, con pechos grandes y suaves. La chica le tomó de la mano y le llevó a una de las cabinas donde permanecieron un buen rato.

Gargarina le explicó a Grushenka que era escritor en un periódico y venía cada tarde a salvar el alma de la muchacha de pelo oscuro. Sin embargo sus sermones siempre terminaban en un polvo.

Después de él vino un cochero rico, propietario de varios carruajes y que daba buenas propinas. Todas las muchachas le asediaron pero Gargarina y Grushenka no tuvieron suerte.

Le siguió un maestro panadero, que era cliente fijo de Gargarina. Las dos chicas fueron con él a una cabina.

Gargarina explicó que tenía que adiestrar a la “chica nueva”.

El panadero era un hombre bajo, robusto, con pelo blanco como la nieve, tieso y despeinado. Tan pronto como se cerró la puerta Gargarina empezó a hacerle el amor, pero él no quería saber nada. Las muchachas le desvistieron lentamente, quitándole el abrigo, el chaleco, los pantalones y los zapatos. No llevaba medias sino una especie de ropa interior de algodón barato que se quitó él mismo.

Mientras tanto les dijo que estaba “tremendamente cansado”. Después de terminar con su trabajo en la panadería, que empezaba a las nueve de la noche y terminaba a las tres de la madrugada, su “vieja señora” le había despertado y obligado a montarla tres veces.

Su dardo avalaba su afirmación; colgaba tristemente. A pesar de sus protestas Gargarina insistió en darle un masaje y se tumbó a regañadientes en la mesa de masajes. Gargarina tomó un puñado de jabón líquido y empezó a amasarle la carne. Le dijo a Grushenka que hiciera lo mismo y, mientras ella se ocupaba de un lado de su espalda y sus piernas, Grushenka empezó tímidamente con la otra mitad. Viendo la fuerza con la que trabajaba su profesora volcó todo su peso en las manos y pronto se encontró sudando. Cuando se terminó con la espalda y se dio la vuelta evitó tocarle entre las piernas.

Esto divirtió a Gargarina, que, tomando en la mano la flácida arma, le preguntó a Grushenka si no la iba a besar un poco e hizo miles de chistes sobre ello.

El panadero no prestaba atención a su charlas. Se levantó de la mesa antes de que hubieran terminado realmente con él y se dirigió a una bañera, que llenaron de agua caliente. La cubrieron con la sábana, se inclinó hacia atrás y pronto estuvo roncando sonoramente. Durante las horas siguientes, sin despertarle, siguieron vertiendo agua caliente en la bañera, sacando de ella previa y cuidadosamente un caldero lleno de agua.

Entraron unos cuantos hombres más, pero otras chicas se agarraron a ellos. Luego vino un hombre alto, delgado, que ninguna de las otras chicas quería. Grushenka se echó atrás instintivamente. Fue solo su suerte lo que hizo que la seleccionara. Gargarina dio un paso adelante, explicando que la chica nueva estaba bajo su supervisión. Cuando los tres entraban juntos a la cabina, Gargarina susurró a su pupila que este era un pesado.

Se comportó de una forma muy normal mientras ellas le desvestían, diciendo a Grushenka que era el escribano del nuevo juez y que venía de Petersburgo, donde estaba la moda más avanzada, con las señoras pintándose los pezones de rojo fuerte. Cuando estuvo desnudo abrazó a Grushenka, la apretó estrechamente hacia su cuerpo flaco y, pasándole los largos dedos por la columna de arriba abajo, le dijo lo hermosa que era y lo suave que era su carne. Mientras tanto apretaba  uno de los muslos entre los de ella y restregaba su dardo contra la suave carne de su pierna. Muy pronto se puso tieso su instrumento del amor y Grushenka notó que era muy delgado y muy largo. Luego metió un dedo en el nido del amor de Grushenka y empezó a pincharla.

Gargarina mientras tanto se había colocado detrás de él y le abrazaba desde atrás, restregándole los pechos contra la espalda y la pelvis contra las nalgas. Inclinó la cabeza por encima de uno de sus hombros justo cuando Grushenka lo hacía y ambas muchachas se encontraron casi boca con boca. Gargarina hacía gestos indicando que había que darse prisa, pero a Grushenka al principio no le importaba que el hombre jugara con ella. Tenía dedos hábiles y siempre conseguía cosquillear en el punto correcto. Cuando estuvo más excitada lo dejó ver en su rostro y su nido del amor se humedeció. Las nalgas empezaron a oscilar lentamente.

El escribano tenía la otra mano en sus nalgas, y ahora se le ocurrió otra idea. Le dijo que le sujetara con fuerza a él y, dejando una mano alojada en su interior, extendió la otra mano hasta que encontró el nido del amor de Gargarina y empezó a pincharla a ella también. Gargarina, que ya le conocía, recibió aquel dedo sin mayores problemas, como si estuviera terriblemente excitada.

Al final se cansó de este juego. Tuvo otra idea. “Ahora vosotras dos,” dijo, “tumbaos sobre la mesa de masaje, una junto a la otra, los traseros para arriba, y os daré un masaje.”

Las chicas así lo hicieron y él empezó a tocar y acariciar sus nalgas, haciendo comparaciones entre las abundantes y maternales de Gargarina y las juveniles de Grushenka. Luego se colocó a los pies de la mesa y empezó a recorrer el borde de ambas a la vez con su dedo índice.

“Déjale hacerlo,” le susurró Gargarina pasándole el brazo alrededor de los hombros de Grushenka y tomando su pecho en la mano.

“No te dolerá.” Porque Gargarina ya sabía que estaban allí para que les pincharan con el dedo en sus entradas traseras. Apenas había terminado el calentamiento cuando Grushenka sintió que le insertaba el largo dedo en su puerta trasera y restregaba arriba y abajo, arriba y abajo. Grushenka se mantuvo tranquila. En lugar de doler le producía la misma sensación de deseo que había sentido cuando el Príncipe Leo le había hecho el amor por allí.

Gargarina empezó a agitarse y a levantar el trasero con los movimientos del amor y Grushenka, sintiéndose más excitada, hizo lo mismo. El flaco escribano estaba en pie desnudo con su largo dardo al aire. Observaba con creciente placer el agradable movimiento de las nalgas, sus dedos apareciendo y desapareciendo, las entradas traseras ligeramente abiertas, y los labios bien abiertos de las cavernas que había debajo.

Gargarina subía y bajaba y gruñía, se levantó en vertical y se dejó caer inmóvil como si hubiese alcanzado el clímax. Grushenka repitió el engaño, aunque sentía que realmente lo habría alcanzado si hubiera esperado un poco más. El cliente dejó que los dedos se deslizaran fuera y las muchachas se sentaron en el borde de la mesa, contentas de levantarse de la dura superficie. Se colocó delante de ellas y sonrió abiertamente, con los dedos sucios estirados delante de él.

“Ahora,” dijo, “después de haberos dado masaje en vuestros niditos a través de las dos entradas, chupadme los dedos hasta dejarlos limpios con vuestros dulces labios y os daré a cada una un rublo.”

“¡De eso nada!” contestó Gargarina. “Cinco rublos a cada una y pago por anticipado. Luego se le olvida.”

Entre los dos se entabló una larga disputa, él asegurando que un rublo era dinero suficiente para vivir una semana (lo que era cierto) y Gargarina declarando que limpiar dedos no era su negocio. Finalmente quedó en tres rublos cada una, pero se le dejaba jugar con sus entradas traseras una vez más.

Mientras se sacaba el dinero de los pantalones, Gargarina consiguió unas toallas y le susurró a su amiga que se diera prisa con ellas luego. Efectuado el pago se sentaron las dos en el borde de la mesa, levantaron bien en alto las rodillas, colocaron los pies en la mesa y separaron las piernas. De nuevo les clavó los dedos índices, desde abajo, en sus puertas traseras y empezó de nuevo el movimiento amatorio, con gran satisfacción de su dardo delgado y largo, que había mostrado una tendencia a marchitarse durante la discusión monetaria, pero que ahora levantaba orgullosamente la cabeza.

Grushenka sintió de nuevo que se le humedecía su nido del amor y, mirando el juego de la carne de los fuertes muslos de Gargarina, vio que su profesora aparentemente estaba entrando en calor. Mientras tanto la boca del escribano babeaba y farfullaba respecto al efecto de que aquellos bonitos labios pronto limpiarían los dedos que ahora estaban jugueteando en el sucio callejón trasero.

Finalmente terminó el juego, sacó los dedos y apuntó con ellos a las bocas de las muchachas. Rápida como un rayo Gargarina le agarró la mano y le limpió los dos dedos en la toalla, pese a sus protestas. Por supuesto, Grushenka siguió rápidamente su ejemplo. Aunque juraba perversamente, luego se metieron los dedos en las bocas y se los chuparon. Grushenka al principio tenía una sensación de asco y nunca lo hubiera hecho si Gargarina no hubiera predicado con el ejemplo. Pero de forma extraña cuando el dedo se movía atrás y adelante en su boca sintió el mismo deseo y ansia que había sentido antes en su entrada trasera.

El  rostro del escribano se volvió carmesí y los ojos de Grushenka, deslizándose hacia su dardo, pudieron ver como Gargarina había atrapado hábilmente su largo dardo entre los pies. Se la estaba acariciando suavemente de esta forma. Tras un poco de juego él llegó al clímax de repente, disparando un diluvio blanco en grandes chorros. Inmediatamente sacó los dedos de sus bocas, tomó la máquina con las dos manos y terminó de exprimirse, vaciando los almacenes hasta la última gota.

Apenas había acabado cuando empezó a hablar otra vez del dinero, que exigía que le devolvieran, amenazando con denunciarlas a Brenna por robo. Pero el dinero había desaparecido y Gargarina se rió de él. (Se lo había escondido en el pelo y se lo había sacado de allí, ante el asombro de Grushenka, cuando más tarde le dio su parte.)

Después de eso le tumbaron en la mesa y le dieron un masaje severo. Luchaba y gritaba bajo sus manos (había algo de venganza por parte de ellas). Cuando finalmente le sentaron en la bañera, leyó un gran manuscrito de cuestiones legales y se comportó dándose mucha importancia. Luego las dos muchachas volvieron a sentarse en el banco cerca de la estufa para esperar un nuevo cliente.

Gargarina avisó a su nueva amiga de que el escribano era el cliente más malo que les podía tocar. Era difícil de manejar, pero ¿no le habían sacado tres veces más dinero de lo que cualquier otro hombre pagaría y no era eso lo más importante? Viendo que Grushenka se acariciaba entre las piernas con la palma se rió y comentó que probablemente conseguirían un montón de buenos polvos antes de que terminara el día, porque eso era lo que la mayoría de los hombres que venían allí hacían.

Tenía razón. El siguiente hombre que tuvieron fue un joven picapedrero y Grushenka pronto sintió las duras tablas de la mesa de masaje bajo la espalda mientras un joven dardo bombeaba en su interior. Gargarina se quedó mirando alegremente, jugueteando con sus pechos y nalgas con sus dedos expertos.

Después del albañil tuvieron un posadero maduro que quería una cabalgada, la mitad de la cual se la facilitó Gargarina, mientras él le chupaba los pezones a Grushenka, la otra mitad el nido del amor de Grushenka que hizo el trabajo de forma excelente, recordando sus ejercicios con el dardo del amor del gordo Sokolov. Demostró dar buenas propinas, pero tenía un hábito desagradable, les azotaba las nalgas con lujuria con sus gruesas manos y, cuando Grushenka intentó evitarlo, le dio lo que llamó “una pequeña azotaina de amor”.

Tuvieron otros hombres, todos curiosos respecto a Grushenka porque era la “chica nueva”. Pero tras algunas semanas Grushenka se convirtió solo en una más de las empleadas de Brenna y, aunque era guapa y una buena pareja amorosa, había días en que atendía a los hombres sin hacer el amor, otros días, por supuesto, tenía que estar de servicio varias veces. A ella no le importaba.

Sin embargo diariamente recibía una metida, y había algo curioso al respecto. Cada día desde que había empezado a trabajar para el señor Brenna, tan pronto se habían ido los clientes, él subía a su habitación y le hacía el amor exactamente de la misma forma que la primera vez. De hecho él se había enamorado de ella. La observaba constantemente cuando trabajaba en el vestíbulo del baño, incluso algunas veces ella se sentía incómoda de que sus ojos lúbricos estuvieran siempre centrados en ella.

Brenna nunca antes había tenido una favorita entre sus chicas, y se convirtió en el cotilleo de todo el establecimiento que se había enamorado de ella. No interfería de ninguna manera en su trabajo: rara vez hablaba con ella, le dejaba ocuparse de los clientes, la dejaba salir por las noches, pero siempre antes de la cena, la seguía arriba y se la follaba con su tremenda máquina.

Ella lo hacía lo mejor que podía. Se ocupaba de los clientes de una forma más o menos rutinaria, pero se agarraba a su maravilloso pájaro con toda la vitalidad y el sacrificio de su nido del amor.

En esta época también pasaba muchas noches divertidas. Las chicas salían a algunas fiestas, normalmente de amigos jóvenes, marineros, estudiantes y cosas así. Se sentaban en círculo en los oscuros parques públicos o en casas de mala muerte y de vez en cuando en las habitaciones de los chicos, donde bebían mucho vodka, se entregaban a discursos entusiásticos sobre el futuro color de rosa o se ocupaban solo de hacer el amor.

Un estudiante joven, hijo de padres pobres, se enamoró de Grushenka y ella se sintió muy halagada porque era muy educado. Le contó todo sobre sus estudios y que se casarían cuando tuviera dinero y pudieran sentar la cabeza.

Por su parte no era un romance, porque ella todavía soñaba solo con Mihail. Pero aún así era agradable sentirse adorada por un chico tan limpio.

Eso era todo respecto a los sentimientos que sacaba del asunto, porque tenía las manos grandes y rojas, era torpe y tímido y ni siquiera se atrevía a besarla. Cuando ella le abrazó una vez, se quedó tan aterrado que la evitó durante días y luego la sermoneó a cuenta de eso que solo marido y mujer, cuando están debidamente casados, pueden besarse. ¡Si hubiera sabido cuál era su ocupación y la vida que había tenido hasta allí!

Grushenka se sentía curiosamente feliz. Había olvidado su miedo a ser localizada por Madame Sofía. Había ahorrado un poco de dinero, que tenía atado en un pañuelo. Se compraba buen tejido y se hacía vestidos y abrigos y faldas. Estaba en buenos términos con las otras chicas, no echaba nada de menos. Pero una noche pasó lo que sigue:

Estaba tumbada cruzada en la cama, como habitualmente, y el señor Brenna tenía su buen instrumento del amor en el lugar correcto y ambos estaban haciéndolo lo mejor que podían, cuando se abrió la puerta y entró Madame Brenna. Observó un momento la escena sin dejarse ver ni oír. Luego avanzó corriendo, gritando y aullando y empezó a pegar la enorme espalda de su marido infiel con sus puños desnudos.

Por supuesto Brenna dejó que Grushenka se fuera y se dio la vuelta, con su gran vara apuntando acusadora. Pero la flaca y pequeña Madame Brenna todavía no había terminado con él. Amarilla de rabia, le soltó una lluvia de golpes, mordiéndole las manos que él mantenía contra ella para protegerse, arañándole la cara y rompiéndole la ropa.

Él podía haberla derribado con un solo golpe de sus poderosos brazos, pero estaba tan asustado e intimidado ante su esposa legítima, que lo soportaba todo sin protestar. Finalmente le empujó hacia la puerta, pateándole para que bajara las escaleras, haciéndole saber durante todo el rato que no iba a soportar que le diera a otra mujer lo que le correspondía a ella.

Cuando se fue Grushenka se quedó aturdida sobre la cama. ¿Qué le depararía ahora el destino? ¿La mataría aquella mujer? ¿Le pegaría sin piedad? ¿Volvería Grushenka a andar a la deriva? Se preguntaba, sin atreverse a vestirse para cenar.

Finalmente oyó pasos junto a su puerta y, cuando se había sentado en la cama, entró Madame Brenna. Ahora estaba muy calmada y casi amistosa.

“No fue culpa tuya,” empezó Madame Brenna. “¿Qué podías hacer tú? Tenías que follar con él. Lo entiendo. Cuando su padre me dio trabajo aquí hace veinte años y el hijo empezó a follarme, tampoco pude objetar. Luego se casó conmigo. ¡Ese enorme bruto! Pero no dejes que vuelva a ocurrir. ¿Me lo prometerás? ¡Júramelo!” Y  Grushenka lo juró.

“Entonces bien, si lo vuelve a intentar, escápate y ven abajo. Yo lo arreglaré. ¿Entendido? No volverás a trabajar abajo para él. Mañana empiezas en la sección de mujeres, y mantente alejada de él ¡o la próxima vez te romperé hasta el último hueso del cuerpo!”

Y haciendo un gesto que demostraba como la iba a romper en trozos, Madame salió de la habitación con paso resuelto. Tenía más energía, con lo delgada y pequeña que era, de la que Grushenka había esperado.