Grushenka, Cap. VIII

Grushenka se fuga, y se enamora.

CAPÍTULO OCHO

Los cálidos días del verano se habían ido. Las hojas de los grandes robles y arces cambiaban del verde oscuro al amarillo, sobre el césped de la casa de campo de Sokolov. Se aproximaba el otoño y con él toda la familia volvería  a Moscú.

En ese momento hacía su aparición, cada año, Madame Sofía Shukov. Llegaba en su propio pequeño coche con dos caballos, seguida por un gran carruaje de alquiler, tirado por cuatro caballos sin nadie en su interior. Este carruaje se iba a llenar. Madame Sofía compraba muchachas a lo largo de todo el país para su famoso establecimiento de Moscú. Este año necesitaba al menos seis muchachas y su primera parada fue en casa de Sokolov donde esperaba recoger la mayoría de ellas.

El negocio de alquilar siervas para los burdeles se había hecho tan extendido que existían unas cuantas leyes especiales para él.

Por ejemplo: ¿qué había que hacer si una de las muchachas se volvía sifilítica? En aquellos tiempos ya no era válida y no tenía utilidad para el propietario ni para el burdel. Por ello la ley estipulaba que fuera enviada a Siberia, y el coste se dividía ente el propietario y la Madame. O ¿qué precio había que pagar si una muchacha se fugaba? Las chicas no se vendían sino que se alquilaban, había que enviar plazos trimestrales al propietario, que iban desde cinco a treinta rublos, y después de un año o dos la chica tenía que ser devuelta.

Madame Sofía era una persona ágil y delgada con una verborrea sin fin. Hablaba tanto, que los clientes de su casa elegían rápidamente una chica para librarse de ella. Era muy elegante; trataba a las chicas con palabras acarameladas y con las palizas más brutales, y tenía mucho éxito en su negocio.

La visita de Sofía al palacio de verano era de interés especial para Katerina, para quien traía muchos pequeños regalos, desde caramelos franceses a corsés vieneses, y a la que no dejaba ni un minuto durante su visita. Katerina anhelaba estos encuentros, porque Sofía cotilleaba sobre los hombres elegantes de Moscú, hombres a los que Sofía observaba durante el coito con sus chicas y de los que sabía más que sus propias esposas.

Durante las horas de la comida Sofía examinaba la cosecha de siervas de palacio. No hacía su elección rápidamente. Escogía su presa con ojos severos y observaba durante algunos días antes de empezar el regateo. Katerina no era fácilmente persuadida para que dejara irse a una chica, pero al final siempre sucumbía a la lengua astuta de Sofía.

Había tres chicas que quería Sofía. Luego, de forma accidental, conoció a Grushenka. No la había visto antes porque las compañeras de cama del Príncipe tenían sus propios cuartos y sus propias comidas. A Sofía se le metió en la cabeza que costara lo que costara, iba a conseguir a Grushenka, incluso aunque tuviera que ir a ponerse de rodillas delante del joven Príncipe, que estaba ocupado en partidas de caza, cabalgando y maldiciendo a sus siervos granjeros. Planteó el asunto a Katerina y se quedó atónita al no encontrar resistencia.

Katerina sabía muy bien que el Príncipe no hacía uso de Grushenka. Y Grushenka era un punto delicado en la mente de Katerina.

Era culpa suya que el viejo y legítimo propietario de la finca estuviera ahora alejado del bendito suelo de Rusia y que este joven inepto, su sobrino, estuviera al mando. Por ello le prometió ayudarla y llevó el asunto con el Príncipe Leo, quien, tras pensarlo un momento, consintió. Cuando su tío volviera podría ser un recordatorio desagradable encontrar a esta sustituta de su anterior esposa todavía allí. Aunque no sabía si sería prudente vender a Grushenka abiertamente, alquilarla a un burdel por un par de años era una salida muy buena.

De aquí que Grushenka fuera examinada por Sofía, que se dio el gusto de un chorro de alabanzas sobre su belleza y se congratuló secretamente de su hallazgo. ¡Vaya una golosina para sus clientes, cuando les dijera que podían hacer el amor con la chica que había hecho el papel de la Princesa Sokolov! Antes de que Grushenka supiera de que iba la cosa estaba sentada en el gran carruaje con otras tres muchachas, mientras la llevaban adormecida, aparentemente hacia ningún sitio, por las desiguales carreteras del país.

Después de muchas paradas nocturnas las cuatro chicas fueron alojadas en una taberna, una estación donde se cambiaban los caballos, mientras Sofía iba durante unos días a una finca cercana a hacer más compras de las suyas. Las chicas quedaron a cargo del gran cochero, un tipo borracho y descarado al que se le dijo que ejercitara el látigo con ellas en caso de que no se comportaran. Que pudieran intentar escapar no se le ocurrió a Sofía, que les había contado miles de encantadoras historias sobre los maravillosos trajes de noche que iban a llevar, de los muchos amantes ricos que iban a tener, de la comida servida en bandejas de plata y cosas por el estilo.

Las otras chicas la creyeron y alabaron su suerte, que pudieran librarse del duro trabajo doméstico y ser “señoras” por sí mismas. No así Grushenka. Sabía lo que iba a pasar. Había escuchado suficientes historias de chicas que habían sido maltratadas en burdeles, de enfermedades y abusos. El aspecto moral del asunto no le entraba en la cabeza. Para ella era perfectamente correcto que su propietario pudiera usar su cuerpo para ganar dinero. Pero viviendo tan bien en la casa de Sokolov, alimentaba la idea de escaparse. Desde luego sabía que si la cogían la marca con hierro candente sería el menor de sus castigos,  pero no podía evitar pensar y planear.

Las muchachas se quedaron dos o tres días en la taberna, durmiendo por las mañanas todo lo que querían, dando paseos por los campos, sentándose en una de las grandes habitaciones para huéspedes que el lugar ofrecía a los viajeros. Por la casa pasaba todo tipo de gente: granjeros que llevaban su ganado, oficiales en coches de caballo, comerciantes y monjes.

Las muchachas les miraban con ojos perezosos; no estaban interesadas en conocerlos o en tener asuntos con ellos; bastante pronto tendrían un montón de máquinas del amor para satisfacer, para acariciar.

Una noche, sin que todavía hubiera vuelto Sofía, un carruaje elegante entró en el patio. Dos hombres de aspecto joven y aristocrático se sentaban en sus cojines. No eran ellos los que llevaban el coche, pero amonestaron al cochero para que cambiara los caballos rápidamente, porque querían llegar a otra fonda de carretera esa noche. Grushenka se entretenía en el patio, evitando la pesada atmósfera de la sala de huéspedes abarrotada. Caminaba lentamente en dirección al carruaje. Su rostro y su figura, que no resultaban claramente visibles entre el crepúsculo y la luz de las linternas del coche, intrigaron a uno de los hombres, el más bajo de los dos.

“¿Quiere la joven señora,” le dijo, “encantar a dos viajeros apresurados con una amistosa y buena noche?” Y se tocó el sombrero de forma respetuosa.

No estaba seguro de quien podía ser Grushenka. Llevaba un vestido elegante, uno de los vestidos de viaje de Nelidova que Katerina le había dado porque ya no sabía que hacer con las cosas de Nelidova, y ella tenía un porte y una presencia elegantes. Pero, ¿por qué estaría una muchacha aristocrática en semejante fonda de segunda categoría pasando la noche? Eso era algo que no se hacía normalmente.

Grushenka se dirigió tranquilamente hacia el coche, se apoyó en la baja portezuela y miró a los hombres. El más bajo habló de nuevo, esta vez con más entusiasmo debido a la belleza de la muchacha. “Si podemos hacer algo por vos, señora, vuestras palabras serán órdenes. Estad segura de que mi amigo y yo haremos cualquier cosa que esté en nuestra mano por una señora tan adorable como vos.” Dio a su amigo un ligero golpe en el costado, indicando que debería ayudarle en el mismo sentido.

Pero este joven estaba absorto en sus propios pensamientos. No había prestado mucha atención a la muchacha y parecía un poco enfadado de que su compañero estuviera intentando embarcarse en una aventura. Iba vestido, como su amigo, con una amplia capa de viaje. El paño de fina seda de su blanco cuello brillaba a la luz parpadeante del patio. Tenía un rostro más distinguido, ojos azules osados, nariz aristocrática y una boca bien dibujada, plena, sensual pero exhibiendo la fuerza del dominio de sí mismo. Apenas miró a Grushenka; sus ojos seguían ansiosos las evoluciones de su cochero y de los mozos de establo.

Parecía un conspirador que quiere llegar a tiempo al lugar de la acción. A Grushenka le gustó a primera vista. De hecho se sintió tan atraída por él que se ofendió por su pasividad hacia ella. Pero la impaciencia de su compañero hizo avanzar un paso más la conversación:

“No puedo imaginarme, Mademoiselle, que vos estéis aquí pasando la noche por vuestra voluntad, cuando a veinte verstas de aquí se encuentra la famosa Posada...X, donde se ofrecen a los viajeros todas las comodidades. ¿Se ha roto vuestro carruaje, o hay alguna otra razón por la que vos no podáis seguir?”

Grushenka descansó la mirada en el que hablaba. Si la llevaran en su coche estaría en Moscú antes de que el loco del cochero se lo hubiera dicho a Madame Sofía. Antes de ese momento, estaba completamente segura, no se haría ningún intento de seguirla.

El tipo bajo, consciente de sus deliberaciones, siguió con sus esfuerzos: “Ciertamente estaríamos encantados de llevaros a Moscú, o incluso a Petersburgo, adonde nos dirigimos, si vos...” Y se detuvo.

Grushenka decidió su suerte. Lo haría. ¡Se escaparía! Se inclinó sobre el carruaje y susurró:

“¿Veis aquel roble grande bajando la carretera? Os esperaré allí. Si vuestro coche se detiene, estaré encantada de aceptar vuestra invitación y no os pesará...” añadió con una sonrisa desmayada. Después de eso de dirigió al lugar señalado con pasos rápidos, sin mirar atrás. Estaba muy excitada. ¿La recogerían o no?

El hombre guapo se volvió hacia su compañero más bajo y le recordó que tenían prisa y que en aquel momento no les interesaban las muchachas. El otro le replicó que nunca era momento para que uno no debiera prestar atención al sexo débil.

Cuando llegaron al roble el cochero detuvo el carruaje. Grushenka se deslizó en su interior. Estaba sentada entre los hombres en el amplio asiento trasero del coche. El bajito empezó con las presentaciones muy formalmente. “Me llamo Vladislav Shcherementov,” dijo. “Este es Mihail Stieven. Viajamos en comisión del gobierno, de la que no hablaremos. Estamos destinados a Petersburgo, como dije antes.”

Grushenka asintió y le satisfizo que esta vez Mihail se diera por enterado de su presencia, haciendo una pequeña reverencia e intentando distinguir sus rasgos bajo la suave luz de la luna. Ella contestó. “También yo estoy de viaje cuyo objeto no comentaré. Voy camino a Moscú y os estoy muy agradecida de que vos, caballeros, me hayáis recogido. Me permitiréis que no os dé mi verdadero nombre. Llamadme María, que es uno de mis nombres. No puedo esperar que me llevéis a Moscú a cambio de nada, y haré lo correcto para ambos si vos lo deseáis así. De hecho tengo que pediros que paguéis mi alojamiento en la Posada y será más barato para vos si comparto vuestra habitación. Os preguntaréis por qué soy tan franca en todo esto,” añadió y se volvió a Mihail: “Pero veo que vuestros pensamientos están muy alejados y quiero ahorraros la molestia de averiguar cosas sobre mí y de cortejarme. Soy fácil y estoy dispuesta.” Tomó una mano de cada uno de sus compañeros  de viaje y se echó totalmente para atrás en el asiento, aplicando a cada uno de ellos una cálida presión con los costados de su cuerpo.

“Tenéis unas manos muy finas, en cualquier caso,” dijo Mihail, tomado por sorpresa por este pequeño discurso inusual. “Ciertamente no sois una muchacha acostumbrada a trabajar. No fisgonearemos en vuestros secretos y procuraremos vuestra comodidad, aunque esté molesto con ese hombrecillo que tenéis a vuestro lado, que nunca puede dejar en paz a las mujeres. ¡Cuidaos de él!” añadió con una sonrisa.

“Entonces, ¡por nuestra buena amistad!” contestó la muchacha. Se volvió ligeramente hacia Vladislav y le dio un leve beso. Hecho esto se volvió hacia Mihail, le puso la mano detrás de la cabeza y le besó en los labios, todo lo bien que el traqueteo del coche permitía.

Durante este beso ocurrió algo que tiene lugar de vez en cuando: Grushenka se enamoró violentamente de Mihail.

Le atravesó el cuerpo como una descarga eléctrica. Le miró con ojos vidriosos, no pudo evitar sentir su cuerpo, le acarició el rostro, le apretó hacia ella, se sintió tan atraída por él que viajó por aquella carretera en trance. Se sentía ligera y feliz, como si de repente se hubiera curado de una gran enfermedad. Se comportaba como una joven que hubiera sido, contra su voluntad, muy virtuosa durante muchos meses y estuviera, de repente, junto a un hombre que la electrificaba. Obligó a Mihail a rodearla con los brazos. Inclinó la cabeza sobre su pecho. Miró con anhelo a la luna. Tenía las manos en los muslos de él, pero no se atrevía a acercarse a su instrumento del amor, que sentía que no le haría ascos a que la joven le hiciera el amor. Al mismo tiempo no olvidaba al otro compañero, cuyas buenas artes la habían puesto en esta situación y que tenía que ser incluido en el trato. Por eso tenía la mano libre en su regazo, jugando con su dardo que se puso en alerta con lentitud pero con seguridad.

Grushenka recordaría este poético viaje bajo la luz de la luna para el resto de sus días. Su primer amor, su primera aventura, algo que había hecho por su propia y libre voluntad. ¡La suavidad del somnoliento movimiento del coche, la risa de su mente enamorada, la tranquilidad del amplio paisaje! Mihail estaba a gusto, pero todavía un poco receloso de adonde conduciría esta aventura con una misteriosa muchacha. Vladislav también estaba satisfecho, porque aunque no parecía haber reservado para él un buen polvo, al menos lo había conseguido para su amigo y superior, y eso sería apuntarse un tanto.

Las luces de la posada estaban a la vista. Habían llegado para su descanso nocturno. Mihail tomó una gran habitación privada y ordenó al reverencioso posadero servir una comida abundante: Vladislav, viendo que Grushenka estaba tan prendada de su jefe, preguntó al posadero si podría enviarles otra chica como cuarto invitado para la comida. El posadero, con brillo en los ojos, le juró que tenía a mano, para  comodidad de sus huéspedes, a la chica más bella, y que se la mandaría.

La luz de las parpadeantes velas brillaba sobre la variada compañía; los jóvenes aristócratas con mangas cortas, hambrientos, polvorientos y comportándose de manera informal, como harían dos jóvenes amigos cuando no estuvieran en compañía de señoras; la furcia de carretera, rústica, saludable y regordeta, ansiosa por sacarle a su presa todo el dinero posible, y Grushenka, con el vestido estiloso de una señora, actuando refinadamente y aprovechando cualquier oportunidad para agradar a Mihail, hacia el que lanzaba miradas ardientes.

Los dos hombres eran muy atentos con ella, tratando apenas a la pobre furcia. Esta no podía entender los que estaba pasando. Estaba verdaderamente celosa de Grushenka, que parecía apartar a los dos hombres de ella y a la que no podía clasificar. Intentaba todo lo que se le ocurría para atraer a los hombres hacia ella.

Bajo circunstancias ordinarias Grushenka, probablemente, se habría quedado al margen y habría dejado que las cosas siguieran su curso, pero en su felicidad de estar libre de ser sierva, al menos de momento, y estar cerca del hombre que parecía el amante soñado en los años pasados, demostraba una alegría que llevó a una batalla silenciosa entre las dos mujeres.

Mientras los dos hombres comían con buen apetito, y Vladislav animaba a Grushenka cada vez que veía una oportunidad.

No hacía lo mismo Mihail, especialmente después de la cena, cuando Grushenka se sentó en su regazo y empezó a cubrirle de besos. Ella tomo posesión de él y, aunque él estaba seducido por sus encantos, sentía que era demasiado “pegajosa”, que estaba demasiado encima de él. Antes de que empezaran a hacer el amor de verdad, ya se estaba preguntando como conseguiría librarse de ella con elegancia.

Vladislav merodeaba por la habitación, mantenía a distancia a la tía buena del país y tomó otra habitación cerca de la que estaban, donde pretendía tener una fiestecilla rápida con la insignificante furcia para quedarse dormido con facilidad. Tenían ante ellos un viaje largo para la mañana siguiente y se estaba haciendo tarde. Pero sus ojos ansiaban a Grushenka y a la furcia no se le escapó. Sintiendo que no podía vencer mentalmente sobre su rival lo intentó físicamente. Sin decir una palabra se quitó la blusa y se pasó los tirantes de la camisa por encima de los hombros. Volviéndose hacia los dos hombres exhibió dos pechos grandes y bien formados con pezones de un rojo fuerte.

“Aquí,” dijo, “está la razón por la que los hombres me llaman y ningún viajero que pasa por esta posada olvida enviar a buscarme. ¡Dejemos que esa joven sin sangre (señalando a Grushenka) muestre lo que tiene que decir a eso! Apuesto a que sus pobres pellejos le caen hasta el estómago, o no los escondería con tanto cuidado.” Y meneó orgullosamente las caderas.

Vladislav se enfadó y estaba a punto de regañar a la chica por aquella repentina agresión contra Grushenka, cuando Mihail intervino en un sentido que Vladislav no entendió: “Bien,” le dijo tranquilamente a Grushenka, que le estaba despeinando de forma más íntima el cabello, “bien, querida, ¿qué os parece este reto?”

Grushenka le miró un momento a los ojos con expresión de interrogación. Luego se levantó de su regazo. Con movimientos sosegados se quitó la ropa, toda la ropa, como si su antigua ama le hubiera dado la orden. Se cruzó las manos detrás del cuello y se quedó delante de los hombres con devota dignidad. No hubo en ella ni un movimiento o un pensamiento lascivo, y la belleza excepcional de su cuerpo hizo que los hombres la miraran con adoración. Los cuatro se quedaron en silencio hasta que la furcia lo rompió en tono enfadado. “¡Fijaos en su gruta!” gritó, “Apostaría que cientos de hombres...”

Pero no pudo terminar la frase. Vladislav se apresuró a cerrarle la boca con un rudo empujón de su mano. “¡Lárgate de aquí!” gritó. “Lárgate y quédate fuera.” Y diciendo eso la lanzó por la puerta, medio desnuda como estaba. Le tiró la blusa y otras pertenencias tras de ella y las coronó con un rublo de plata, que ella cazó con agilidad mientras gritaba palabras de desdén por el pasillo. Vladislav sonrió encantado. Siempre le gustaban las furcias malhabladas.

Se fue a su habitación, deseando a los dos, “buenas noches y felicidad,” pero sus ojos anhelantes estaban fijos en Grushenka, que mientras tanto se había subido a la gran cama.

“Era un trato con los dos,” dijo Mihail. “La joven señora va a ir a verte muy pronto, te lo aseguro. No te duermas demasiado rápido.”

Lo que Mihail tenía en mente era que compartiendo a la joven con su amigo se estaba librando de toda obligación, y no habría miedo de que esta criatura tuviera ningún derecho sobre él. Se fue, tranquilamente, a la cama, jugueteando con su baúl , lavándose y demostrando que no tenía ninguna prisa. Mientras Grushenka estaba tumbada en la cama con los ojos cerrados, diciendo para sí las palabras de amor más ardientes que conocía, pero sin mover los labios. No es imposible que mezclara plegarias silenciosas con sus anhelos por él.

Mihail se metió finalmente en la cama. Se tumbó junto a ella, le pasó los brazos alrededor y pareció expresar con sus movimientos: “Está bien, hagámoslo ahora.”

Esperaba que le besaría y le acariciaría. No le habría sorprendido que le tratara con rudeza. Ocurrió todo lo contrario. Apenas se movió. Por supuesto que descansaba a su lado, tocándole el cuerpo con el suyo. Pero nada más que eso.

Se volvió hacia ella. Restregó su dardo contra la carne de ella y se le puso tiesa, cosa natural para un joven, teniendo a su lado una criatura tan hermosa. La montó y empezó a trabajársela.

Ella le estrechó entre sus brazos, cerca, tan cerca. Le rodeó con las piernas, levantó los muslos tan arriba que los talones presionaban fuertemente en las nalgas de él.

¡Pero no respondía a su movimiento! Estaba como en trance, incapaz de moverse, abrumada por un éxtasis pasivo, pero él no sabía nada de estas cosas. No le daba nada de placer y se sentía defraudado mientras llegaba al clímax. ¡Vaya muchacha tonta! Primero actuaba como una gata en celo, y luego, cuando era el momento, como una criatura sin ningún sentimiento. Bien, Vladislav vería al menos por sí mismo la pobre compañera de cama que había recogido en la carretera.

Cuando Mihail acabó le dijo, con palabras inequívocas, que se ocupara de su amigo. Grushenka se levantó como una sonámbula.

Se detuvo en un rincón de la sala sobre un orinal, se lavó el nido del amor, vació la vejiga y desapareció en la habitación de Vladislav.

Vladislav estaba ansioso por explicarle que, puesto que ella amaba a su amigo, era demasiado caballero para tocarla, a menos que ella lo deseara. Pero ella leyó entre líneas que se moría de ganas. Además Grushenka quería hablar con Vladislav sobre su amigo; quería saberlo todo sobre él. Pero había todavía demasiado de sierva en ella como para dejar que sus pensamientos se expresaran por su boca. Se le había ordenado aliviar de su pasión al joven amigo y se puso a ello.

Recordó como lo había hecho con el Príncipe Sokolov e hizo el trabajo de la misma manera.

Apartó sin más las sábanas del joven viajero, se dobló sobre él y empezó a acariciarle el dardo y luego a besárselo. Él estaba tumbado sobre la espalda, moviendo las nalgas de vez en cuando, hasta que se sintió muy excitado. Luego ella le montó, se insertó con dedos hábiles el miembro en su expectante orificio y empezó una cabalgada experta encima de él. De hecho incluso ella misma llegó a excitarse. Sus bajos se estremecían. Se inclinó para sentirle las manos en sus globos. Contrajo los músculos hábilmente, apretándole la funda alrededor del arma, con la mejor de sus artes. De esta forma le brindó uno de aquellos polvos extraordinariamente buenos que tanto había admirado el viejo Sokolov. Cuando notó que estaba a punto de alcanzar el clímax, le mordió en el hombro y, jadeando de pasión, se dejó ir ella misma para llegar al clímax, justo cuando él. Pero solo se tumbó unos pocos minutos sobre su pecho. Luego le dejó con un movimiento elegante y silencioso de su esbelto cuerpo.

“¡Vaya criatura! ¡Qué polvo tan maravilloso...!” pensó Vladislav antes de quedarse dormido. ¡Qué elogios recibiría de su amigo al día siguiente! Y Morfeo visitó a un joven muy satisfecho pocos minutos más tarde.

Mihail ya estaba dormido cuando Grushenka volvió. Apenas se atrevía a volver a la cama junto a él. Pero no se despertó, ni siquiera se movió.

El sueño se había alejado por completo de los ojos de Grushenka. Tumbada y despierta, mirando en la oscuridad de la habitación al hombre que tenía a su lado, a su amado, el primero y el único. No lloraba porque el destino se lo iba a llevar lejos de ella al día siguiente. Solo rogaba por él; estaba dispuesta a dar su vida por él; le adoraba y estuvo feliz hasta que las primeras horas de la mañana le cerraron los ojos para ofrecerle un corto descanso.

Era una mañana gris, de lluvia fina y los tres viajeros estaban cansados y taciturnos. Hablaron muy poco. Los caballos se apresuraban para llegar al siguiente establo mientras el cochero lanzaba vagas maldiciones y no se molestaba en limpiarse las gotas de lluvia de la cara mojada. Comieron  aprisa al borde del camino y  olvidaron el espíritu de aventura y sentimiento de las noche anterior.

Cuando Grushenka les dejó durante un momento en una posada, Vladislav quiso recoger los laureles de la noche anterior. Guiñando el ojo después de que la muchacha desapareciera, comentó sus cualidades poco frecuentes haciendo el amor. Se quedó sorprendido de la respuesta que recibió y no podía entender a su amigo más que si el otro no había captado el significado de sus palabras.

“¡Pésimo!” remarcó Mihail. “¡Nada más que pésimo! Toma un trozo de madera y haz un agujero en él y tendrás una reacción mejor. ¿No es cierto?”

Lo que les dejó a los dos perplejos, especialmente cuando Vladislav juró que, desde aquella sueca de Estocolmo, de la que había hablado frecuentemente a su amigo con anterioridad, desde aquella, no se lo había pasado tan bien, excepto con Grushenka.

A lo que Mihail se limitó a responder, “¡Caca!” y dio por zanjado el asunto.

La noche sin dormir, la separación segura de su ídolo (probablemente para siempre) y la incertidumbre de su futuro hacían que Grushenka estuviera triste y monosilábica. Llegaron a las torres de Moscú después de oscurecer, pasando las puertas sin molestias después de que Mihail hubiera presentado su pase. El estrepitoso y sonoro coche entró en las calles mal iluminadas de los barrios pobres.

Grushenka pidió entonces que le permitieran marcharse. Los hombres se preguntaron que podía querer esta belleza bien vestida en aquella parte miserable de la ciudad, pero pararon el carruaje asegurándole que si podían hacer algo por ella estaban a su servicio.

Fue Mihail el que se bajó en primer lugar del coche y la ayudó a descender, amable ahora, porque estaba satisfecho de que no pudiera ser un futuro impedimento para él. Grushenka se inclinó hasta su mano y la besó. Él retiró la mano como si se la hubieran quemado con un hierro. Besó a la muchacha en ambas mejillas y sintió un súbito cariño hacia esta belleza misteriosa.

Grushenka apretó la mano de Vladislav agitándola cordialmente y antes de partir definitivamente sintió que Mihail le ponía algo en la mano, apretándosela. “¡Una contraseña para las puertas del cielo y del infierno!” le gritó alegremente, y el coche arrancó a ritmo veloz.

Grushenka se quedó en el costado de la carretera. En su mano unas cuantas piezas de oro. Cuando las descubrió empezó a llorar suavemente. ¡Le había pagado! ¡Qué vergüenza! ¡Qué desgracia! Pero no siguió su primer impulso de tirar el dinero en la calle embarrada. No, tras un segundo pensamiento, lo agarró con seguridad. Sería un salvavidas, un salvavidas de verdad.

Recuperó los sentidos. Si la pillaban en la calle un gendarme o el vigilante que daba las horas durante las rondas, la llevarían a la comisaría más cercana y el juego se habría terminado. No se dejaría solo en la calle a un merodeador nocturno a menos que tuviera un pase de su amo o una excusa muy clara. Conocía la vecindad suficientemente bien y emprendió una apresurada carrera junto a las casas, manteniéndose en las sombras, a través de jardines y calles laterales, hasta que llegó a una vieja y ruinosa casa de dos pisos. La gran puerta delantera estaba cerrada y no se molestó en hacer sonar la campana o llamar al portero. Rodeó el edificio hasta una entrada trasera que estaba abierta, y subió por una escalera de madera chirriante, débilmente iluminada por pequeñas lámparas de aceite.

Se detuvo en el piso superior y llamó a una de las muchas puertas que había alrededor de la planta. Primero llamó suavemente, luego más audazmente, con gran temor en su corazón de que su única amiga, Marta, pudiera no vivir ya aquí. No había visto a Marta desde que se había ido a casa de los Solokov; de hecho nunca había tenido la oportunidad de contarle el cambio que había experimentado su vida. ¿Qué le ocurriría ahora si no pudiera encontrar refugio con Marta?

Por fin hubo un débil crujido en el interior y una vocecita aterrada preguntó quien estaba fuera.

“Grushenka,” contestó la muchacha, su corazón saltando de alegría.

“¡Grushenka, palomita!”

Y pronto las muchachas estuvieron una en los brazos de la otra, besándose en las mejillas y llorando cada una en el pecho de la otra para celebrar haberse encontrado de nuevo.