Grushenka, Cap. VII
Cambio de amo y de costumbres
CAPÍTULO SIETE
Leo Kyrilovich Sokolov, el sobrino, abandonó el palacio ebrio de felicidad. Él, el mísero teniente sin importancia, endeudado, sometido a la disciplina de su regimiento, escaso de todo lo que hace la vida maravillosa para un hombre joven, se había vuelto rico de repente. Sí, era independiente, el dueño de cien mil, tal vez un millón, de almas. ¿Cómo sabría cuántas? Desde luego su poder era solo temporal, solo durante el tiempo que su Tío Alexey estuviera en Europa Occidental. Pero, ¿quién podría decirlo?
¡El puñetero viejo podía morir pronto! En todo caso, ¡el presente es el presente!
Las cosas ocurrieron tan aprisa para este joven en este día, que es difícil detallar incluso solo una parte de ellas. Paul, el ordenanza, fue besado por su joven amo en ambos carrillos. La putilla fue arrastrada por una pierna fuera de la cama, mientras Leo se reía como un loco, y, después de que hubiera cubierto su exiguo cuerpo con sus harapos y estaba saliendo de la habitación apenas amueblada, sintió que algo le golpeaba la espalda y caía al suelo. Con una palabrota en los labios lo recogió automáticamente. Era una bolsa llena de rublos, la riqueza total que Leo poseía antes de que su tío le sacara de la cama. La furcia voló fuera de la habitación agarrando contra su estómago el inesperado salario del pecado y seguida por la risa hilarante del joven.
Sucesivamente el ayudante del regimiento, el capitán y el coronel recibieron la notificación de la renuncia de Leo.
Los camaradas fueron invitados a un torneo de bebida en el palacio aquella misma noche. Sus escasas pertenencias fueron enviadas al magnífico hogar de los Sokolov.
El nuevo amo empezó inmediatamente a aprender sobre su nuevo hogar, preguntando a los distintos criados jefes. Buscó consejo para la administración de sus fincas, consultando abogados y hombres que llevaban oficinas públicas. Incluso envió mensajeros a los administradores jefes de provincias, la mayoría siervos de confianza, invitándolos a una conferencia en una fecha futura. En resumen, se sumergió de cabeza en la tarea de sus nuevas responsabilidades.
Durante el banquete de aquella noche se puso tan ebrio que cuatro hombres tuvieron que llevarle a la cama donde se derrumbó inconsciente.
El propio palacio habría estado en grave peligro de demolición por parte de sus amigos no menos ebrios (N. del T.: en el original dice “sobrios” pero entiendo que se trata de un error o una ironía) si no hubiera sido que uno de ellos sugirió una visita a una famosa casa de putas.
Cuando Leo se despertó, bien avanzado el siguiente día, su fiel ordenanza estaba a mano para tratar su tremendo dolor de cabeza con hielo y arenques. Toda la riqueza del mundo no tenía sentido para Leo, cuyo rebelde estómago le encadenaba a su cámara. Pero la mañana siguiente, a primera hora, le encontró sobre la silla, a lomos de uno de los magníficos caballos del establo de su tío, y cabalgó por los alrededores inspeccionando sus tierras.
Mientras cabalgaba empezó a recuperar su equilibrio mental. Toda la historia respecto a su joven tía y su sustituta era realmente el mejor golpe de suerte que hubiera podido ocurrir jamás, pero todavía no estaba lo bastante claro como había pasado todo. De aquí su orden, cuando estuvo de vuelta en palacio, de que quería cenar aquella noche con Grushenka a solas, y que fuera vestida exactamente como su tía lo habría estado para una gran fiesta nocturna.
Grushenka, después de que la hubieran levantado de la silla de clavos, había sido cuidada por las otras siervas. Le habían aplicado crema agria en las resentidas nalgas, le habían dado agua fría para beber y había caído en un sueño febril que después de un rato se convirtió en sueño profundo. De hecho precisamente cuando se dio la orden antes mencionada, se estaba levantando de la cama, y ya no le dolían las nalgas, aunque todavía estaban cubiertas de arañazos y puntos rojos. Se sentía bien, salvo por la angustia de preguntarse qué mayor castigo le esperaba. Se enteró con gran preocupación de la suerte de Nelidova y Gustavus y de la partida del viejo Príncipe. El único tema de conversación entre ella y las otras criadas era el mensaje del nuevo amo y la descripción de éste, un tío joven y agradable, con mostacho negro acabado en puntas, nuevos enfoques y tendencia a la borrachera.
Por la tarde, temprano, empezaron a preparar a Grushenka, poniéndole la camisa de seda más fina de la Princesa, un par de pantalones de encaje, medias de seda, zapatos altos dorados y un traje de noche de brocados azul claro que le dejaba los pechos desnudos de los pezones para arriba. Boris le preparó, con mucha seriedad y cuidado, una peluca blanca de gala con muchos tirabuzones.
Se le aplicó una manicura perfecta a los dedos y uñas de los pies. La pulverizaron con un perfume suave. Todas las criadas se esmeraron para hacer que Grushenka estuviera lo más bella posible, como si fuera una novia preparada para su noche de bodas.
Había mucha especulación pero muy pocas dudas de que el joven amo le haría el amor. Todas las doncellas de la casa estaban ansiosas por saber del asunto y deseaban que ellas mismas pudieran algún buen día ser la compañera de cama del joven Príncipe.
Grushenka entró al comedor sonrojada de vergüenza. Decenas de velas arrojaban una luz brillante desde los candelabros venecianos con espejos. Cuatro sirvientes estaban de pie, como soldados listos para servir. El mayordomo, con un uniforme impecable, esperaba junto a la puerta.
El nuevo amo llegó con paso rápido por la buena razón de que estaba hambriento. Llevaba una camisa suave, un par de pantalones de andar por casa y unas zapatillas. Pero se había puesto encima el abrigo de su uniforme nocturno de gala, en el que había colgado muchas medallas de la caja de su tío. Con altibajos, como su uniforme, estaba el estado de su mente y su comportamiento. Se inclinó formalmente ante la muchacha que respondió con una profunda reverencia. Le ofreció el brazo y la condujo con gracia hasta su asiento.
Pero remarcó, mientras movía cuidadosamente la silla bajo ella: “Tenéis un hermoso par de pechos.”
Durante el primer plato Leo la estudió cuidadosamente, comparándola con su tía, a la que solo había visto unas pocas veces. Realmente no estaba seguro de si era su tía o no, especialmente cuando vio lo bien que Grushenka manejaba el tenedor y el cuchillo.
(Ella temía moverse y apenas se atrevía a hablar, pero era graciosa por naturaleza.)
Leo abrió la conversación. “¿Puedo preguntaros, mi Princesa,” dijo en tono de burla, “como descansasteis la noche pasada y como os sentís hoy?”
Grushenka le miró y sus grandes ojos azules adquirieron una expresión de súplica: “Perdonadme, Alteza,” dijo, “que me atreva a comer en vuestra presencia, que me siente a vuestra mesa, pero vos ordenasteis...” y se detuvo.
Pero Leo no le prestaba ninguna atención a sus palabras y siguió en el mismo tono formal: “¿Habéis tenido, mi querida Princesa, un buen paseo hoy, y estáis satisfecha con el servicio que se os ha dado? Si hay alguna cosa que deseéis, por favor, sed lo suficientemente buena como para decírmelo.”
“Mi único deseo es complacer a mi amo,” fue la respuesta de Grushenka.
“Bien, ahora puedes hacerlo,” dijo. “Cuéntame exactamente la historia de cómo tú y la Tía Nelidova engañasteis al puñetero viejo. Todavía no he entendido como ocurrió de verdad. Desde luego ya sabes que toda la ciudad se lo está pasando de miedo con la historia. Ya ves, es el viejo cabrón más tacaño y más astuto que ha habido nunca. Debería hacer una estatua en honor de vosotras dos. ¡Hurra!” terminó su pequeño discurso. “Bebamos a la salud del Tío Alexey.”
Leo levantó un vaso de champán hacia Grushenka, bebió él mismo hasta la última gota e hizo que ella hiciera lo mismo.
Grushenka, que nunca antes había bebido ni una gota de vino ni de licor, empezó muy pronto a sentirse feliz y contenta.
Entre risas le contó toda la historia del fraude de cama, hasta que llegó a su terrible final con su castigo. Mencionó éste de pasada. Entre tanto se tomaron una auténtica cena rusa, desde caviar a ganso, desde ganso hasta pasteles y frutas pasando por carne asada. Comieron y bebieron sin parar, mientras el príncipe hacía las preguntas más íntimas sobre el ilustre dardo de su pariente, y los usos a los que lo dedicaba. Grushenka le contó con total franqueza hasta el último detalle. No conocía la vergüenza ni la reserva, y sus palabras iban al grano.
Terminada la comida, Leo la condujo con toda ceremonia al salón. La conversación continuó mientras estaban sentados a solas en la gran habitación y a Leo se le ocurrió por primera vez que ahora él era el nuevo amo, que podía tomar a cualquiera de estas muchachas y manejarlas de la forma que le apeteciera. Aprendió la manera que Nelidova usaba para golpear y pellizcar a sus chicas; oyó hablar de la cámara de tortura, de las reglas de la casa, de los cotilleos, de los deseos de sus siervos varones y hembras, y empezó a comprender su absoluta sumisión. No es que el Príncipe Leo no supiera todas estas cosas, sino que las había conocido solo desde lejos. Ahora le llegaban claramente a la mente a partir del parloteo de ésta, su esclava, que estaba un poco achispada, pero no borracha.
Empezaba a tener sueño; era hora de irse a la cama. Leo volvió a llevarla del brazo, esta vez a la cámara de la Princesa, donde todavía estaban las doncellas, curiosas de escuchar de Grushenka como había ido la noche. Leo vio con placer a todas estas jóvenes criaturas de las que podía hacer buen uso de ahora en adelante. Sabiendo que eran de su propiedad no se molestó en inspeccionarlas más a fondo. Había oído tanto sobre su tía y sobre la perfecta igualdad corporal entre ella y Grushenka que tenía curiosidad por ver con sus propios ojos el aspecto que había tenido su tía.
Por tanto se sentó en una silla baja en un rincón y dio orden a las chicas de que Grushenka hiciera el papel de Nelidova y se comportara exactamente como si fuera la Princesa yéndose a la cama. Las muchachas tenían que actuar como de costumbre.
Las chicas soltaron unas risitas y empezaron con el pequeño espectáculo. Ayudaron a Grushenka a quitarse el vestido de noche. Grushenka se quedó delante del espejo.
Hizo unos graciosos movimientos con los brazos, se acarició adorablemente los pechos, se restregó de forma juguetona con la palma de la mano entre las piernas y dijo en tono de arrullo: “¡Oh Gustavus! ¡Si al menos te tuviera aquí ahora!”, un comentario que Nelidova había hecho bastante a menudo a su propio nido de amor y que normalmente era la señal para sus servidoras de que deseaba tenerlas como sustitutas, con besos y caricias orales, del dardo de su amante ausente.
Grushenka se sentó. Una muchacha se arrodilló ante ella y lentamente le quitó los zapatos. Otra le quitó la peluca, le soltó el largo pelo negro y empezó a trenzárselo. Grushenka, mientras tanto, hacía un resumen de la noche, un baile imaginario: se encontraba a sí misma las más hermosa de las mujeres presentes, contaba de los hombres que depositaban en ella sus ojos ansiosos o de otros que parecían tener excelente equipamiento en los pantalones, todo ello a la manera de Nelidova. Incluso tomó el látigo y golpeó ligeramente a una de las sirvientas en las piernas, quejándose de que la muchacha había tirado del pelo con demasiada fuerza. Finalmente se levantó de la silla, fue hasta la mitad de la habitación y con gestos femeninos se quitó la pequeña camisa que llevaba. Restregándose todavía voluptuosamente el cuerpo, se dirigió hacia la cama.
A todo esto el joven Leo había estado sentado inmóvil, salvo su gran herramienta, que había levantado lentamente la cabeza. La semidesnuda “Princesa” en la mesa del tocador era un buen cebo para el amo Príapo, que sentía que un pequeño rollo no estaría de más.
Leo saltó de su silla y detuvo a Grushenka. La miró de cerca, valorándola. Le hizo darse la vuelta y, cuando sus ojos se deslizaban por su hermosa espalda, descubrió las marcas rojas de sus nalgas. Esto trajo de nuevo a su mente el hecho de que ella era de su propiedad y sujeta a sus órdenes. Le puso las manos encima, la palpó entera y empezó a deliberar que hacer con ella.
Su deseo se incrementaba a cada segundo. Le pellizcó los carrillos; luego abriéndole los labios con dos dedos dijo: “Bien, esto ha sido utilizado alternativamente por mi apestoso tío y mi tramposa tía. Ahora, con todo lo que me gusta meterla, no pondría mi dardo donde otra gente ha tenido el suyo. Cuando sé que alguien ha tenido a una chica antes que yo, simplemente no se la meto.
Puedes preguntar a mis camaradas si es así. Por supuesto,” añadió, “se la he metido a muchas furcias, y hasta donde yo recuerdo, nunca a una virgen. Pero, si no conozco a quien ha tenido a esas zorras antes que yo, entonces eso no importa. Divertido, ¿verdad?”
Ninguna de las muchachas de la sala le entendía, pero muchos hombres son de la misma opinión. Aún Leo se resintió de su propia peculiaridad, especialmente cuando tuvo el busto pleno de Grushenka en sus manos y jugó con él. Por supuesto que no se detuvo aquí. Pronto su dedo estaba en la gruta de ella y se excitó cuando ella se mostró receptiva a su toqueteo y movió las nalgas en círculos. De hecho le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él, moviendo los muslos entre los suyos, y se sintió gratificada al sentir que su máquina estaba en la condición apropiada. Pero, precisamente porque ella aparentemente le deseaba, Leo se enfrió e hizo que se fuera con una orden tajante, “¡Vete a la cama!” No quería hacer el amor con la compañera de cama de su tío, al que detestaba. En su lugar escogería alguna de las criadas y se montarían una buena fiesta.
Grushenka se dio la vuelta y se apartó de Leo en dirección a la cama y, con una rodilla sobre ella, estaba a punto de meterse bajo las sábanas. La mirada de él la había seguido y se había centrado en sus nalgas desnudas. De repente tuvo una idea.
“¡Alto!” ordenó. “Arrodíllate con las dos rodillas encima de la cama y dóblate hacia delante.”
Grushenka hizo lo que se le mandaba, preguntándose asustada por qué iría a pegarle ahora, que eso era lo que ella se esperaba. Pero pronto comprendió que era otra cosa de lo que se trataba. Leo se acercó a ella, abrió con dos dedos el pasadizo trasero y le preguntó. “¿Usaba mi tío también este camino?” Una pregunta que la muchacha negó con un asombrado “¡Oh no, no!” Nunca había oído hablar de cosa semejante.
Leo, sin embargo, había deseado esta cosa desde hacía mucho tiempo. Las furcias baratas y las fulanas de poca monta que se podía permitir siempre se habían negado a esa cosa, pero alguno de sus hermanos oficiales se había jactado de ello. Aquí estaba su oportunidad. Esta muchacha era suya. Podía usarla como le placiera.
“¡Perfecto!” exclamó. “Aquí tenemos otra virginidad tuya. ¡Hurra por las metidas por la puerta trasera!”
Diciendo eso se abrió los pantalones y sacó fuera el dardo, con gran satisfacción de éste, que con el paso de los minutos se sentía ansioso de escapar de la angosta prisión de los pantalones ceñidos, y con gran satisfacción de las criadas que miraban, porque Leo tenía un buen instrumento, grande y largo. Sin duda sería el amo adecuado para sus grutas vacías, aunque estaban aterradas de que las penetrara por la entrada trasera con semejante máquina gigantesca. Algunas de ellas se llevaron de hecho las manos a las nalgas como para protegérselas.
Grushenka se agachó sobre manos y rodillas como un perro, apretando los muslos con un estremecimiento. Leo se acercó más a ella y le exigió que se apoyara en los codos. Cuando ella empezaba a apoyarse en el vientre, le levantó el trasero y le separó las rodillas de modo que nada pudiera evitar un fácil acceso.
“Una de vosotras, chicas,” ordenó el joven, que estaba bastante excitado ante la perspectiva de la aventura erótica que era nueva para él. “Una de vosotras, que me la dirija, pero por la parte trasera, si no quiere sentir el látigo.”
Grushenka sintió que una mano le abría el borde y la punta de la inmensa máquina tocaba el blanco. Se quedó inmóvil pero contrajo involuntariamente los músculos de la entrada trasera. Cuando el Príncipe empezó a empujar no pudo entrar. Intentó en vano conseguir avanzar y le contestaron los grititos de dolor de Grushenka. Aunque realmente no dolía, a ella le parecía que tenía que doler. Toda la sala se sintió excitada ante esta violación poco ortodoxa, y las muchachas que la observaban estaban en un estado de estimulación sexual. El joven Leo estaba impaciente.
“Esperad un minuto, Alteza,” dijo la muchacha que había intentado ayudarle a envainar el arma. “Sé cómo hacerlo.”
Se levantó rápidamente y tomó una jarra de ungüento de la mesa del tocador. El Príncipe miró hacia abajo para ver como le extendía amorosamente la blanca pomada sobre la máquina. Luego vio como la muchacha untaba la pequeña y contraída abertura de Grushenka por todo el contorno exterior. Después de eso su dedo empezó a entrar cuidadosamente por el pasadizo, entrando y saliendo, tomando más ungüento para preparar el camino para la excursión. El joven estaba tremendamente excitado viendo el tan deseado túnel, penetrado por un dedo ante sus ojos. Apenas podía esperar hasta que le llegara el momento de entrar.
Grushenka tenía una curiosa sensación. Mientras sentir el dedo de la muchacha no era particularmente agradable, sentía al mismo tiempo una sensación cálida en su nido del amor, y, como nadie le acariciaba este hambriento puntito se llevó su propio dedo allí y apretó al ritmo de una melodía, mientras la carne de sus bajos y sus muslos temblaba emocionada. Esta curiosa sensación fue sustituida muy rápidamente por un dolor desagradable. Algo muy grande se había metido dentro de ella y ahora le llenaba completamente las entrañas. Debido al ungüento el dardo duro y largo había entrado sin resistencia digna de mención.
Leo, habiendo envainado su sable, empujaba ahora con golpes poderosos, sin tener en cuenta las reacciones de Grushenka, solo empujar y empujar. La agarraba fuertemente con sus manos por las caderas y tiraba del trasero hacia sus muslos, dejándole a ella libertad solo para balancearse hacia fuera antes del nuevo empujón. Con el furor que le hervía en los bajos se olvidó cada vez más de sí mismo.
La posición erguida se hizo incómoda, era demasiada tensión sobre sus piernas. Lanzó todo el peso de su cuerpo sobre ella, aplanándola contra el estómago y tumbándose encima de la espalda, aplastándole los llenos pechos. Tenía los pies y la cabeza en el aire, por encima de los costados de la cama. Él se la estaba trabajando con furia y la presión en su pasadizo se hacía tremenda.
Los botones y las medallas de su uniforme le arañaban la piel de la espalda, la cabeza le flotaba. Empezó a empujar con las nalgas contra él, respondiéndole todo lo bien que podía, no porque se sintiera lasciva sino para hacer que llegara al clímax cuanto antes.
Finalmente lo consiguió. Descargó con fuerza, inundando sus entrañas y gruñendo. Después se quedó tumbado, tranquilo, preguntándose si había hecho el ridículo. Pero cuando deslizó la herramienta fuera de su cálido abrigo y se dio la vuelta, encontró a una de las muchachas preparada con un cuenco de agua con la que le limpió con dedicación. Entonces recordó que era el amo y podía usar a estas muchachas como le viniera en gana. Cansado y perezoso, pero sonriendo de satisfacción, recogió todo lo suyo y se levantó de la cama. Dio a Grushenka una buena palmada en las nalgas desnudas y se retiró a su habitación con el comentario: “Después de todo no eres tan mala.”
Luego las chicas empezaron a limpiar el trasero de Grushenka, mientras hablaban del evento. ¡Así que esa era la forma en que las iban a tomar! Se restregaban inquietas sus traseros sintiéndose asustadas y excitadas, porque la pasión de los bajos del nuevo Príncipe había hecho impresión en sus mentes. Grushenka se estiró en la cama de la Princesa y se dio la vuelta e intentó dormir. Se sentía dolorida y vacía e insatisfecha. No dijo una palabra. No quería oír una palabra.
Durante los días siguientes a ponerse al tanto de sus deberes, el Príncipe Leo decidió la cuestión de las mujeres en su casa. Las últimas compañeras de cama del viejo Príncipe serían enviadas a las diferentes fincas de las que habían venido.
Habían sido las máquinas privadas de masaje del dardo de su tío y Leo detestaba al viejo tanto que no tenía ningún deseo de ser su sucesor en este aspecto. A las doncellas personales de la Princesa se les ordenó constituir su harén personal.
Había visto aquella noche que todas ellas habían sido cuidadosamente seleccionadas. Resolvió probarlas una tras otra para quedarse con las que le gustaran y reemplazar a las otras.
A la noche siguiente envió a su ordenanza que le trajera una de ellas a la cama. El robusto cosaco entró en la habitación donde dormían las muchachas y le dio un golpecito en el hombro a la primera de ellas. Le siguió, desnuda como estaba, y, pensando intranquila en su entrada trasera, se llevó con ella el ungüento blanco, que recogió al cruzar el dormitorio de su anterior ama. Era una rubia grande cuya carne había provocado de Nelidova buenos pellizcos. Los brazos, piernas, incluso el vientre, tenían todavía algunos puntos azules y verdes. Se arrastró dócilmente dentro de la cama y empezó a acariciar y besar a Leo. Él le metió el dedo en su nido del amor y lo encontró bueno y grande. Pero, a pesar de ello, era saludable, fresca, reidora y ansiosa. Le gustaba.
Se colocó encima de ella y se la metió sorprendentemente bien en el hambriento nido del amor, que durante muchos meses había ansiado un pajarillo. El asalto de Leo la encantó inmensamente y se entregó a él de todo corazón. Repitieron muchas veces el procedimiento y tiene que decirse que el joven Príncipe nunca más hizo el amor a una muchacha por la entrada trasera.
Las muchachas estaban más contentas con Leo y hablaban mucho de él. Como no tenía especial afición por ninguna de ellas, tenía un grupo de las más ambiciosas compañeras de cama compitiendo por su favor. Les gustaba y hablaban bien de él, porque era un buen tío y las dejaba bien satisfechas. La única otra cosa digna de mención es que no podía dejar pasar una mujer joven y de buen aspecto sin detenerla para pasarle las manos por todo el cuerpo, prestando especial atención a su nido del amor. Pero este pequeño hábito es comprensible, puesto que había tenido que refrenar su impulso natural durante tantos años que ahora apenas podía echársele la culpa por su autoindulgencia.
Grushenka había sido una de las doncellas de Nelidova, y por tanto ahora estaba asignada a la plantilla personal del Príncipe. Allí estuvo más de seis meses. Nunca más la volvió a tocar ni a hablar con ella. Ella intentó varias veces inducirle a que notara su presencia, incluso una vez entró en su dormitorio alegando que había mandado a buscarla. Pero no quería nada de ella.
Fue de la mayor importancia que Grushenka, durante este periodo de inactividad, empezara a aprender a leer y escribir. A los siervos no se les permitía este privilegio y por esa misma razón se las apañaban, siempre que podían, para aprender el A-B-C.
Grushenka pronto pudo leer historias sencillas. De hecho, ella, y con ella las otras muchachas, tuvieron su primer contacto con el mundo exterior robándole al Príncipe Leo las gacetillas y revistas actuales que le entregaban a él.