Grushenka, Cap. VI

El Príncipe descubre el engaño y todo se va al garete.

CAPÍTULO SEIS

Cuando el Príncipe Sokolov estaba en una de sus posesiones la Princesa normalmente conseguía tener a Gustavus con ellos como huésped de la casa. El Príncipe normalmente estaba edificando y construyendo y Gustavus se había convertido en su arquitecto. Por ello no había razón para malinterpretar su presencia. La Princesa iba a la habitación de su amante tan pronto Grushenka estaba con su marido. Se tomaban grandes precauciones para prevenir que se descubriera por miedo a que se destruyera su idilio. Pero en Moscú era muy peligroso pasar a escondidas a Gustavus cada noche en el palacio, por lo que había tomado una suite no lejos de los Sokolov, y Nelidova salía sigilosamente de la casa por la noche por una pequeña puerta trasera y le visitaba. Eso era lo que había hecho una noche, cuyos dramáticos acontecimientos se van a contar ahora.

El Príncipe y la Princesa habían ido a un baile. Volvían a casa juntos, ella hablando alegremente, él, como era habitual, hablando poco. Él le dijo que fuera a verle en cuanto estuviera lista. Entrando a su habitación la Princesa llamó a Grushenka, y, mientras se cambiaba el traje de baile por un sencillo vestido de calle, sin olvidar ponerse algo de perfume bajo los brazos y entre las piernas, Grushenka salió hacia el dormitorio del Príncipe. Poco después, Nelidova salía del palacio.

El primer encuentro entre Grushenka y el Príncipe tuvo lugar según lo habitual. Grushenka estaba un poco perezosa y cansada aquel día. De hecho había estado durmiendo antes de que la pareja volviera del baile. Pero besó a Alexey entre las piernas, como le gustaba, y luego le cabalgó vigorosamente, una cabalgada un poco larga esta vez porque los dos parecían, de alguna manera, sin deseo. Habiendo cumplido su propósito, se estiró al lado de él y empezó de forma mecánica a jugar con su miembro preparándole para el segundo encuentro.

El Príncipe entonces empezó una conversación, en tono de murmullo, “¿Qué te pareció el collar de diamantes que llevaba la Condesa de Kolpack esta noche?” preguntó.

“¡Ah! ¡Espléndido!” replicó Grushenka en tono indiferente.

“¿Pretendes ir a tomar el té con la Condesa Kolpack?” siguió el hombre.

“Tal vez vaya, tal vez no,” dijo Grushenka intentando imitar las formas indiferentes de su ama e interesándose intensamente en el dardo de su amo.

Pero para gran susto y sorpresa de ella, el Príncipe se sentó en la cama de repente, le puso una mano en la garganta y con la otra la agarró del pelo. “¿Quién es la Condesa Kolpack?” gritó. “¿Quién es? ¿Quién es?” (De hecho no existía tal condesa.)

“Bueno, bueno...” fue todo lo que Grushenka pudo murmurar bajo su agarre. Sentía que se había terminado el juego. Sentía que la pregunta había sido una trampa. Supo que todo estaba perdido.

Lo estaba. Uno de los criados de Alexey lo había contado todo. El Príncipe, que había investigado cuidadosamente todo y se había enterado de todo, sabía incluso que en aquel preciso instante su esposa infiel estaba en brazos de su amante. Pero quería asegurarse. Quería noticias de primera mano.

“¿Quién eres? ¡No mientas!” le gritó a Grushenka a la cara, aflojando su agarrón para darle la posibilidad de hablar.

“¿Qué quién soy yo...?” tartamudeó la aterrorizada sierva. “Pero bueno, ¿es que no conoces a tu esposa? ¿Has perdido el juicio? ¡Qué Dios me perdone!” Y se hizo la cruz sobre el corazón con gran angustia.

Sonó el gong. El criado, preparado de antemano, entró. Grushenka se vio sentada en una silla. Sacaron los “zapatos españoles” y se los pusieron en los pies. Los bordes de madera de este instrumento, inventado durante la Inquisición, apretaban dolorosamente la carne y huesos de los pies desnudos, antes incluso de que el criado empezara a apretar los tornillos.

El Príncipe le detuvo. Se dirigió a Grushenka, casi formalmente, pidiéndole de nuevo que confesara quien era.

Ella mantuvo la boca cerrada. Se mordía los labios.

Un gesto del Príncipe y el criado hizo el primer giro. Los pies de Grushenka se quedaron entumecidos. A la segunda vuelta el dolor se disparó dentro de su cuerpo. Se retorció en la silla gritando, intentando liberarse. Estaba como loca de terror y dolor, incluso aunque la madera todavía no le había cortado la piel.

Finalmente se dio por vencida. Prometió confesarlo todo. Se aflojaron los tornillos y lo mismo ocurrió con su lengua.

Confesó envuelta en lágrimas. Cuando llegó al final se tiró a los pies del Príncipe y le suplicó piedad, no para ella, sino para su pobre ama. Alexey se limitó a fruncir el ceño ante sus sonidos incoherentes. Le dijo a los criados que se la llevaran según lo acordado de antemano.

Grushenka  fue llevada aullando y gritando, a la cámara de tortura del sótano. Encendieron grandes antorchas. La pusieron en una silla con brazos pero sin respaldo. Le engancharon los brazos, desde los codos a las muñecas, a los brazos de la silla. Una correa de cuero la aseguró con firmeza a las esquinas del asiento. Después de que los dos siervos hubieran hecho esta labor no estaban seguros de lo siguiente. La toquetearon por todas partes, hicieron comentarios sobre ella y discutieron si deberían ponerle sus dardos en la boca.

Mientras Grushenka había estado al servicio de su ama y ocupado su lugar con el amo, ninguno de los siervos se había atrevido a tocarla. Pero ahora parecía condenada. ¿Por qué no iban estos criados a usarla antes de que le rompieran los huesos en el potro? Porque eso, en su opinión, era lo menos que le haría el amo. Sin embargo con lo incierto que era el asunto decidieron echarse una siesta hasta que les llegaron órdenes posteriores, y se tumbaron sobre el suelo medio dormidos.

Grushenka miró a su alrededor. Tenía mucho tiempo para observar la espantosa habitación. Cerca de ella había una silla similar a aquella a la que estaba atada. Bajo el asiento había todo tipo de palancas y maquinaria, pero no podía imaginarse para que eran. En medio de la sala estaba el bloque de flagelación sobre el que había sido tumbada por Katerina, el instrumento más utilizado de la sala, una especie de sillín con cuatro patas con anillas y cuerdas para atar al delincuente en la posición más receptiva.

Una pared estaba cubierta con toda clase de instrumentos para golpear: látigos, tiras de cuero, trallas y cosas así. En la pared siguiente estaban los potros, armazones en forma de escalera contra los que se sujetaba al culpable, mientras a su alrededor había bates ligeros y pesados con los que se podían quebrar brazos y piernas. El equipamiento de la sala, una réplica del que existía en las casas de todos los amos en aquellos tiempos, lo completaban cadenas y bastidores colgantes, en los que se colgaba al hombre o a la mujer al que se iba a castigar de manera que los brazos girasen hacia atrás.

Mientras Grushenka observaba todos estos horrores, el Príncipe Sokolov actuaba según su plan. Se vistió con una blusa rusa y botas altas. Hizo que sus criados prepararan sus baúles. Bajó hasta la entrada trasera por la que Nelidova había salido de casa. Tomó un taburete bajo y se sentó, mirando a la puerta. Estuvo sentado así durante muchas horas, sin moverse, mirando a la puerta, sin cerrar los ojos y ni siquiera parpadear. Llegó el amanecer, y con él Nelidova. Entró sin hacer ruido, contenta y satisfecha después de una buena sesión de hacer el amor con Gustavus. Tan pronto como cerró la puerta, el Príncipe, bajo de talla y tremendamente fuerte, saltó sobre ella, la levantó en el aire y se la echó al hombro, con la cabeza y la parte superior de su cuerpo balanceándose en su espalda. Ella dejó escapar un grito penetrante. Luchó por liberarse, sin saber quien la había agarrado. Él la llevó rápidamente a la cámara donde estaba sentada Grushenka.

“¡Arrancadle la ropa del cuerpo y atadla a esa silla!” ordenó a sus siervos, tirándola en dirección a ellos.

El Príncipe se sentó en un banco bajo y esperó que se cumplieran sus órdenes. No resultó muy fácil, porque Nelidova presentó una batalla terrible. Insultó a los criados, les golpeó con los puños, mordió, pateó, todo inútilmente. Le arrancaron la ropa del cuerpo, un hombre sujetando sus manos contra la espalda mientras el otro le quitaba las prendas una tras otra. Primero la falda, luego los pantalones y las medias. Tan pronto estuvo desnuda la parte baja de su cuerpo un esclavo metió la cabeza entre las piernas. La levantó sujetándole los pies y se enderezó, de modo que colgaba sobre su espalda, con la gruta justo sobre su cuello. El otro hombre tomó un cuchillo corto, cortó las mangas desde la cintura hasta los hombros, luego hizo lo mismo con su blusa y su camiseta.

Al fin estaba desnuda. La sujetaron a la silla de la misma forma que habían sujetado a Grushenka, y uno de los hombres anunció al Príncipe que habían terminado. El Príncipe les ordenó salir de la habitación.

Para entonces Nelidova comprendía perfectamente la situación. Pero con aire arrogante exigió que se la liberara inmediatamente, gritando que Alexey no tenía derecho a castigarla como a aquella chivata mocosa, aquella sierva que estaba a su lado; que era culpa suya y de nadie más que ella le hubiera engañado, porque era un bruto, un monstruo con el que no se acostaría ninguna mujer decente. Le dijo que le resultaba repulsivo, que le despreciaba, que si no hubiera encontrado un sustituto le habría abandonado abiertamente, y cosas por el estilo. En su rabia hizo una completa confesión sobre su amor por Gustavus y dijo que iba a casarse con él tan pronto se librase de su torturador.

El Príncipe no replicó. Inspeccionó a las mujeres desnudas, impresionado por su parecido. No sentía piedad en su corazón, ni por ellas ni por sí mismo. Conocía la confesión de Nelidova sin tener que escucharla. ¡Era cierto! Le había engañado. Todo el mundo menos él lo sabía desde hacía mucho. Le había engañado doblemente, había puesto una sierva en su cama mientras hacía el amor con su amante. Una broma pesada para él. Tenía que ser castigada adecuadamente.

En primer lugar se colocó tras la silla de Grushenka. Giró una palanca. El asiento sobre el que se sentaba la muchacha se bajó. A través de agujeros en el asiento pasaron clavos de madera, con las puntas hacia arriba. Grushenka sintió que le perforaban la piel de las nalgas. Al mismo tiempo los brazos de la silla cedían mientras intentaba frenéticamente agarrarse a ellos. Las abrazaderas de los brazos encajaban dentro de tubos y no podía soportar sobre ellos su peso. Los pies no le llegaban al suelo, así que se sentó sobre los clavos y su propio peso los llevó lentamente y con dolor creciente dentro de su carne tierna.

Luego el Príncipe se colocó tras la silla de su esposa y aflojó los pernos que sujetaban el asiento y los brazos. A continuación se dirigió con pasos lentos a la pared y descolgó una tira de cuero corta y se volvió hacia su esposa.

“Debería quemar el orificio que me ha traicionado y tu boca, que me acaba de mancillar, con hierros candentes para marcarte para siempre,” dijo en voz baja. “No lo haré. No porque te ame o tenga piedad de ti, sino porque comprendo que estás marcada de por vida con un estigma más terrible. Eres una criatura de baja calidad, no nacida para Princesa. Fue error mío haberte tomado y te pido que me perdones.” Hizo una reverencia mientras ella le sonreía despectivamente. “Pero tienes que ser castigada para saber quién es el amo.” Estas fueron las únicas palabras que dirigió a su esposa y fueron las últimas que le dijo. Empezó a azotarla con trallazos firmes y fuertes de sus musculosos brazos. Empezó por la espalda, soltando golpe tras golpe, desde los hombros, bajando hasta la parte más baja del cuerpo. Los trallazos siseaban en el aire. Nelidova gritaba y lloraba. Era incapaz de quedarse quieta. Las puntas de los clavos rasgaban su trasero y cortaban cada vez más la carne cuando se retorcía bajo cada golpe. La espalda, de la que ella estaba tan orgullosa, estaba cubierta de verdugones.

Pero el Príncipe no estaba todavía satisfecho. Ahora empezó por la parte delantera, golpeó los pies, las piernas, se colocó delante de ella en ángulo y golpeó a todo lo largo de sus muslos. Golpeó su vientre y, sin furia ni prisa, acabó depositando cortantes trallazos sobre sus pechos. Solo se detuvo cuando todo el cuerpo de ella era un amasijo de verdugones.

Nelidova no paraba de chillar y llorar, y Grushenka mezclaba sus propias protestas con las de su ama, no solo por los clavos que le mordían las nalgas, sino también por compasión. Ella esperaba el mismo tratamiento, pero Sokolov decidió otra cosa. Tiró el látigo, se acercó mucho a ella, la miró a los ojos afligidos y temerosos y dijo. “Actuaste mal. Soy tu amo. Tendrías que habérmelo dicho la primera vez.” Y le dio dos buenas bofetadas en la cara como habría hecho con un criado que hubiera olvidado algo. Luego dejó la sala y cerró de golpe la puerta tras él. Allí quedaron las dos mujeres sentadas sobre los clavos, sin saber que les reservaba el futuro. Nelidova maldijo a Grushenka y le prometió asarla hasta la muerte tan pronto como pudiera ponerle las manos encima. Aullaba de dolor e intentaba desmayarse. Grushenka lloraba suavemente y, para aliviar el dolor de los clavos, evitaba mover el cuerpo. Las antorchas se fueron apagando lentamente. La sala quedó a oscuras. Los sollozos y gemidos cortaban el oscuro silencio.

El Príncipe pidió un coche. Fue a la casa de Gustavus. Tenía tendencia a la acción. Despertó a un criado somnoliento, le echó a un lado, entró a zancadas en el dormitorio de Gustavus, que estaba ya lleno de la primera luz de la mañana, y despertó al Adonis, que dormía sonoramente, de un puñetazo en la cara. Gustavus saltó fuera de la cama.

El Príncipe apuntó con una pistola a la forma desnuda de su rival. Reclamó: “Entre nosotros no hacen falta palabras. Si quieres decir una oración, te daré tiempo para ello.”

Gustavus estaba totalmente despierto. Era un Adonis muy sensible, pero vio que no había escapatoria. Se irguió, dobló los brazos sobre el pecho y encaró al hombre achaparrado que estaba ante él. Su cuerpo blanco y esbelto estaba inmóvil. El Príncipe apuntó cuidadosamente y le disparó atravesándole el corazón. Al salir tiró una bolsa con oro al asustado criado acurrucado en el vestíbulo.

“Aquí tienes,” gritó el Príncipe, “toma este dinero y empléalo en que tu amo tenga un funeral decente. Los arlequines como él no dejan dinero suficiente ni siquiera para eso.”

Su siguiente parada fue la principal oficina de policía. Despertó al adormilado teniente de guardia y le informó con palabras bruscas:

“Soy el Príncipe Alexey Sokolov. Acabo de matar de un tiro a Gustavus Swanderson. Era el amante de mi mujer. Toda la ciudad confirmará eso, estoy seguro. La policía no me perseguirá o azuzaré mis perros contra sus gargantas. Ya lo sabes. Informa de mis palabras al jefe de policía, de todas formas. Salgo hoy para Francia. Espero tener como huésped, cuando vuelva, al jefe de policía. Infórmale de esto: llamaré en primer lugar al Zar a Petersburgo para conseguir de él el permiso de salida.  (Aquí la voz del Príncipe se hizo más amenazadora y el teniente le entendió perfectamente.) Si el jefe de policía quiere hacer algo respecto a este asunto le tendrá que informar al Zar.” Y diciendo eso salió a grandes zancadas de la habitación.

Luego se dirigió al apartamento de su sobrino, teniente de un regimiento de caballería. El ordenanza no quería dejar entrar al Príncipe al apartamento de su superior, pero cuando Alexey mencionó su nombre el soldado retrocedió intimidado. Sokolov abrió las cortinas del dormitorio y el sol descubrió al teniente durmiendo abrazado estrechamente a una muchacha.

Ella se despertó primero y era todo un cuadro. El maquillaje se le había esparcido por la cara tras una noche de hacer el amor, tenía el busto caído, las piernas torcidas. Era una putilla que dormía con el teniente por unos pocos copecs. A él le encantaba un buen polvo pero no tenía dinero para comprarse una compañera de sueño de buen aspecto. Era un muchacho ligero de cascos, de veinticinco años, un poco atontado, con buena presencia y un físico agradable. Estaba profundamente endeudado. Su rico tío nunca le había dado un céntimo ni le había prestado su influencia porque a Sokolov no le gustaba él, como ocurría con el resto de su familia. Pero era su pariente más cercano y ahora tenía que ser tratado de forma diferente.

Ignorando a la zorra que estaba en la cama y todas las preguntas y objeciones del teniente despertado, el Príncipe le forzó a vestirse y a acompañarle, mientras la chica se volvía a meter bajo las sábanas con un bostezo. El Príncipe se dirigió luego, con su sobrino que estaba muy asustado por la intrusión, a la casa de su abogado, donde hizo sonar la campana y mandó al adormilado criado subir las escaleras para exigir que el abogado se vistiera y bajara enseguida.

Se sentaron en el coche, esperando, el tío perfectamente tranquilo a su manera, tamborileando con los dedos; el sobrino nerviosamente aprensivo, intentando en vano entender de que iba todo aquello. Finalmente el abogado se reunió con ellos y volvieron al palacio. El Príncipe Sokolov los llevó a su biblioteca, colocó papel y tinta delante del abogado y dictó un poder completo de representación a favor de su sobrino, instituyéndole como amo de toda su hacienda hasta que este poder concedido fuera revocado.

Pidió que se enviara cierta cantidad de dinero a su banquero de París; hizo una modificación a su testamento, dividiendo su hacienda y dejando la parte más grande a su sobrino, que no daba crédito a sus oídos. Después de eso dictó al abogado el resumen de una acción de divorcio contra su esposa, alegando infidelidad y desposeyéndola por completo. Luego pidió vodka y té, caminó con paso firme de una esquina a otra de la sala y explicó a su asombrada audiencia exactamente lo que había sucedido.

Dijo a su sobrino que esperaba que en el futuro no durmiera con semejantes furcias horribles, especialmente puesto que tendría un magnífico surtido de muchachas disponibles en sus posesiones y no necesitaría mancharse el cuerpo con furcias de lo peor. Despidió a ambos hombres, ordenando a su sobrino pedir permiso en su regimiento para ordenar sus pequeños asuntos y volver inmediatamente para hacerse cargo. Dijo que por posesión durante un año tenía que ganarse entre tanto y tanto, y que si encontraba a su regreso que las cosas no estaban en orden le desposeería nuevamente. Luego se fue, mientras el teniente se quedaba como alelado con una sensación atemorizada de alegría en el corazón.

Ahora había dos coches preparados para salir. El Príncipe bajó al sótano donde revoloteaba una multitud de mujeres. Todas sabían lo que había ocurrido. Grushenka se había desmayado, pero Nelidova todavía estaba gimiendo mientras colgaba hecha polvo en la silla. El Príncipe mandó llamar a las doncellas. Hizo que desataran a las dos mujeres y las llevaran a la habitación de Nelidova. Grushenka fue revivida y mandada a dormir. Luego el Príncipe ordenó que vistieran a Nelidova. Cuando intentaron ponerle la camisola y los pantalones, gritó de dolor porque su cuerpo lacerado no podía soportar el contacto con la ropa. Aún así le pusieron un vestido y lo hicieron rápidamente porque la mirada fija del Príncipe las invitaba a darse prisa.

Cuando Nelidova estuvo lista la llevaron a uno de los coches. El Príncipe ordenó a tres de sus hombres de más confianza que se montaran también en el coche. Les dijo que iban a llevarla a casa de su tía, sin parar en el camino y dándole de comer en el propio coche.

“Dejadle que manche los pantalones,” añadió, “pero no la dejéis bajar del coche ni un segundo. Es vuestra cautiva y si no seguís mis órdenes tendré que mataros.”

El coche partió. No se dice que fue de Nelidova, ni sabemos que fue del Príncipe, excepto que su divorcio fue concedido y que volvió a sus posesiones, como prueban los documentos de su juicio de divorcio.