Grushenka, Cap. V

Se nos presenta parte de la historia del ama Nelidova y su decisión de ser suplantada por Grushenka en la cama de su esposo.

CAPÍTULO CINCO

Cuando Nelidova se fue a la cama por primera vez con Alexey Sokolov comprendió de golpe el coste que le iba a suponer su matrimonio. Había sabido que Su Alteza, el Exgobernador, su engrandecido Príncipe-marido, era rico, y que ella tendría posición social y poder. Pero allí, tumbado junto a ella como un orangután, estaba el feo cuerpo del hombre que era ahora, por derecho y por ley, su amo, mental y físicamente.

Era calvo, pero tenía montones de pelo lanudo alrededor de la parte inferior de la cabeza, formando una barba larga y espesa que le llegaba hasta el pecho, que estaba cubierto de grueso pelo negro. Su pecho era tremendamente ancho, sus brazos cortos y musculosos con manos cortas y anchas y tenía un vientre enorme con todo un tejido de músculos todo alrededor de la cintura. Su piel era oscura y sus muslos casi marrones. Tenía ojos pequeños, desconfiados, penetrantes y sensuales. Su arma del amor era corta y gruesa, y sus “almacenes” revelaban a simple vista que estaban llenos de munición y que les encantaba jugar a disparar.

Durante la boda, larga y espléndida, con miles de caras nuevas felicitándola, todo el mundo inclinándose profundamente ante el Príncipe (que estaba de un humor jovial), Nelidova se había sentido emocionada. Su novio le había parecido guapo, vestido con un uniforme azul brillante tachonado de brillantes medallas y botones de oro auténtico, y con una peluca blanca como la nieve con una larga trenza que bailaba frívolamente sobre el collar de oro de su atuendo. Llevaba botas altas de cuero de alta calidad notoria y anillos con piedras deslumbrantes. Fue así que Nelidova, la novia, había visto por primera vez a su nuevo esposo. Se había asustado mucho cuando los cañones rugieron ante su llegada al palacio, y se le saltaron las lágrimas cuando el Arzobispo (pensad en ello, un Arzobispo auténtico oficiando la ceremonia, y en su casa de la ciudad ni siquiera el monje de más bajo rango escucharía su confesión) les bendijo. Se lo había bebido, cegada por el esplendor, y se había hecho todo tipo de buenas promesas. Había entrado en trance, había besado a sus nuevas sirvientas y les había asegurado el cielo en la tierra cuando la desnudaron por la noche, tarde, y había ido a su nuevo marido (de acuerdo con sus órdenes totalmente desnuda) pretendiendo agradecer y agradecerle, decirle que iba a ser su esposa fiel y esclava.

Pero cuando se acostó junto a él, cuando observó como este Príncipe del costoso uniforme se había convertido en un bruto aborrecible, Nelidova no había sido capaz de pronunciar palabra.

El Príncipe Alexey Sokolov no esperaba ninguna palabra de ella. Nunca había pensado en la mujer como un ser humano, sino como una propiedad suya. Era propietario y mantenía a docenas de siervas siempre cerca de su dormitorio. Hacía que le siguieran en sus viajes. Las había tenido desde la primera vez que su padre le ordenó metérsela a una muchacha cuando tenía dieciséis años de edad. Nunca había tenido un lío con una muchacha de la sociedad, porque era alguien propiedad de otro. Mientras que había hecho muchos negocios atrevidos y aventurados y adquirido las haciendas de muchos hombres declarados culpables por razones políticas o de otro tipo durante sus dos años de gobernador, las mujeres no eran algo que se pudiera tomar de forma ilegal. Si te gustaba una zorra podías comprarla; siempre había un precio que se pudiera acordar.

Durante sus viajes a Europa Occidental Alexey había aprendido que había furcias que uno podía comprar para una hora o un día. Incluso llevó consigo a Rusia algunas jóvenes que hacían buenos trabajos en la cama. Sin embargo parecía dinero malgastado porque sus propias esclavas podían hacerlo igual o incluso mejor. Eran muy duras, no había problemas con el humor y se las ponía fácilmente en su sitio cuando no se comportaban adecuadamente.

Alexey no tenía hábitos especiales en el amor. No sabía nada de refinamientos en la cópula; solo quería un buen polvo. Quería meterla a su gusto, sin importarle el placer de su compañera, y estaba satisfecho cuando las nalgas de la chica se movían arriba y abajo mientras él se tumbaba tranquilamente, moviendo solamente los músculos de sus enormes nalgas de forma alterna. También conseguía dar a su dardo un movimiento de arriba-abajo sin levantar las nalgas de las sábanas, porque los músculos estaban bien desarrollados alrededor de sus órganos sexuales.

No le explicó mucho de esto a su novia. Realmente ella parecía impresionada y él se sentía bastante satisfecho con esta nueva adquisición para su surtido de cama. No se había casado con ella por amor, y si no le hubiera gustado se la habría metido una o dos veces (le gustaba tomar virginidades) y luego probablemente la olvidaría. Pero este era un buen bocado e iba a usarla.

La rompió sin más. La palpó con sus gruesas manos; forzó con rudeza su dedo dentro del agujero virgen; la colocó encima de él; le azotó un poco las nalgas, en resumen que tomó posesión de ella primero con sus manos.

Nelidova intentó ponérselo fácil besándole en las mejillas (con los ojos cerrados), acurrucándose contra él (venciendo su propia repugnancia) y no luchando cuando sintió que su gran dedo la penetraba. Luego, de un tirón, sujetándola con las manos por la cintura, la sentó encima de él.

Nelidova sabía bien lo que iba a ocurrir; una amiga casada se lo había contado, de modo que sabía que el Amo Dardo, arrinconado ahora entre su monte de Venus y la empinada pared del vientre de él, tenía que meterse en la jaula. Y sabía que le dolería. Pero no solo se le exigía soportarlo, también tenía que poner de su parte, tenía que romper con su propio peso aquel pequeño trozo de piel que solo es precioso para las vírgenes.

No tuvo valor. Miró fijamente al bruto que estaba tumbado debajo de ella, un completo desconocido solo unas horas antes, y ahora con derecho a profanarla. Y tembló.

“Póntela dentro y siéntate encima de ella y muévete arriba y abajo,” gritó Alexey. Pobre Nelidova. Tomó aquel duro instrumento, tan ancho pero todavía no tan largo, con sus dedos ágiles. La llevó hacia la entrada y, nerviosamente, agachó el trasero.

Pero las cosas necesitaban unos modales más vigorosos, y Alexey estaba preparado para esta contingencia. No le gustaba inducir a una mujer a hacer esto o aquello; no le gustaba andar a tientas. Había tomado a más de una virgen desde que su vientre había crecido. Había esperado aún más resistencia de su novia y había hecho los preparativos habituales. Golpeó un pequeño gong de su mesita de noche. Entraron tres sirvientas a toda prisa. Antes de que Nelidova se diera cuenta dos la habían sujetado de forma experta: una lo había hecho por debajo de las rodillas, sujetándoselas y separando las piernas todo lo posible de la posición central; las otras manos la agarraban de los hombros. La levantaron y bajaron cuidadosamente. Mientras tanto la tercera chica tomó la cola del amo con una mano, abrió con dedos hábiles el pasadizo sin usar y se aseguró de que ambos se encontraran en la forma adecuada. Luego ordenó: “¡Empujad!” Y las dos mujeres, sujetando a la Princesa, aplicaron una presión satisfactoria a sus hombros. Satisfactoria porque Amo Dardo estaba dentro y había perforado la pequeña membrana. Nelidova aulló, el Príncipe movió las nalgas, las chicas soltaron las rodillas y la sujetaron de la cintura y los hombros y la movieron hacia arriba y hacia abajo. Llevó unos cinco minutos que el Príncipe alcanzara su objetivo. Luego el acto estaba terminado.

La Princesa fue lavada a continuación y el amo limpiado de alguna manera de la sangre. Ella tuvo que tumbarse de nuevo junto a su amo. “Aprenderás,” dijo. “Y ahora te mostraré la siguiente parte que hay que hacer”. Le enterró la cabeza en su pecho peludo, le puso la mano sobre su máquina y le dijo que se la masajeara con ternura.

Mientras lo hacía él gruñía y resoplaba, su gorda mano sobre las pequeñas nalgas de ella. Le gustaba que sus nalgas fueran pequeñas y sus muslos rectos y esbeltos; cuando las muchachas eran carnosas era difícil para él enterrar a fondo su pajarito en sus nidos.

Al cabo de un rato estaba otra vez empalmado. El gong emitió una orden seca y entró en la habitación una sierva, lista para trabajar. Sabía lo que tenía que hacer. Montó al amo de modo que la cara estuviera hacia sus pies y la espalda hacia su vientre. Él se colocó algunos almohadones más bajo la cabeza y consiguió doblarse hacia delante lo suficiente para poder alcanzar las nalgas de la chica que estaba cabalgándole con movimientos firmes y lentos hacia arriba y abajo. Él estaba tumbado perfectamente quieto, jugando con la mano con los rollizos carrillos, y encontró la entrada posterior y apretó el dedo hacia dentro justo cuando llegaba al clímax. Después de eso se quedó tumbado inmóvil y se limpió con una toalla húmeda.

Explicó a su nueva esposa que la posición número uno era para que le dieran con visión frontal plena; la posición dos era la invertida. Le dijo que ella tenía que visitarle tres veces a la semana, que tenía que aprender la técnica rápidamente y que ahora podía volverse a su propia cámara, porque él quería dormir. Ni buenas noches, ni caricias, ni una palabra buena para ella. Pero tampoco palabras malas. Estaba instituyendo una rutina que tenía que mantenerse en lo sucesivo.

La rutina iba a mantenerse estrictamente porque a Alexey le gustaba Nelidova más que sus esclavas, y ella aprendió pronto a darle la apropiada satisfacción. También hay que recordar que pagaba más por su mantenimiento que por el de su otro séquito femenino. Nelidova no se preocupaba mucho de su dardo; simplemente cerraba los ojos y se las apañaba para llegar al clímax y mantener la ilusión.

Lo que no podía soportar era el juego de sus fuertes manos sobre su cuerpo antes de cada embestida, especialmente entre la primera y segunda metida, cuando intentaba volverse a calentar. En ese momento le hacía daño con bastante frecuencia. Se afanaba con sus pechos, le pellizcaba los pezones y se reía cuando ella intentaba evitarle. Cuando jugaba con su nido del amor no empezaba con ningún juego tierno en los alrededores de la entrada, calentando el chisme de las cosquillas y luego metiéndolo en el tubo. No, se limitaba a empujar con rudeza el dedo todo lo hondo que podía, lo curvaba y le restregaba con él. Siempre le producía dolor y sobresalto. Pero no se quejaba, e incluso le dedicaba palabras agradables y le decía lo feliz que era. Era el precio que se le exigía y lo aceptaba.

El resto de sus relaciones personales estaban también reguladas mediante reglas. Comían separados excepto cuando tenían huéspedes. Asistían juntos a todos los eventos sociales, le gustaba exhibirla y para tales ocasiones le mandaba joyas del almacén aparentemente sin fin de su cofre de hierro. Le hablaba con amabilidad, con pocas palabras, y nunca le contaba nada de sus propios asuntos. Por ejemplo no supo que poseía grandes fincas en el Sur hasta que viajaron a ellas. Solo confiaba sus asuntos a un viejo sirviente de confianza y a muy pocos de sus amigos. Era hombre de pocas palabras, acostumbrado a mandar, y ejercía su voluntad con gran determinación.

Nelidova tuvo que buscarse la vida con sus amigas. Charlaba con sus criadas personales y se divertía cuanto podía con todo lo que era adecuado y conveniente para la esposa de un gran Príncipe. Nunca le pegaba, cosa que hacían muchos maridos a sus esposas, y casi nunca perdía los estribos. Solamente había recurrido al látigo unas cuantas veces en su vida, enviando al culpable al responsable de los establos, para que lo castigara. Sin embargo, cuando estaba seriamente descontento, hacía que la persona culpable se presentase ante él mientras le abofeteaba la cara de él o ella, varias veces. Alexey le hacía esto a su esposa en ocasiones cuando su borrachera había provocado la burla de otros miembros de la sociedad y había llegado a sus oídos. Cuando oyó que ella pegaba a sus doncellas o que las había pegado, lo discutió brevemente con ella. Le dijo que tenía derecho a actuar así, pero que si uno de los criados resultara seriamente dañado o muriera a consecuencia de un castigo, entonces le aplicaría a ella la misma tortura. “Ellos son de mi propiedad,” añadió, “además de que tú también lo seas.” Aquello puso fin al incidente porque él recordó que su madre también había azotado a sus doncellas.

Alexey había esperado tener un hijo de la Princesa; quería un heredero para burlar a sus parientes. Pero ella seguía estéril. Había llevado a unas cuantas vírgenes de una de sus posesiones, se las había follado y las había mantenido bajo estricta vigilancia para que no pudieran acostarse con otros hombres. De cuatro dos se quedaron preñadas. Por tanto era Nelidova y no él la que fallaba. Pero decidió no tomar otra esposa. No porque no hubiera podido deshacerse de ella, o porque la amara, sino porque después de todo no era tan importante. Ella estaba allí, y podía quedarse allí.

Después del primer año de matrimonio, sintiéndose ya segura como Princesa y esposa de un hombre poderoso, Nelidova ya estaba madura para hacerse con un amante. Tenía que ser claramente distinto de su marido, un tanto exótico, tal vez un francés. Cuando resultó, era un polaco. Su nombre era, según hizo saber, Gustavus Swanderson. Procedía de Varsovia, donde su padre tenía una cadena de almacenes.

Gustavus, nacido Boris, se las apañó, durante una incursión en los establecimientos de su padre, para conseguir algo de oro que el viejo tenía escondido. Con esto viajó a Suecia, cambió de nombre, compró la patente de un funcionario y jugó a ser un tío agradable para las señoras. Era decididamente romántico, con abundante pelo marrón, movimientos elegantes, con iniciativa, y después de todo no era mal chico. Su afición era el dibujo y sus viñetas satíricas de los miembros de la sociedad tenían bastante éxito. Empezó a aprender Arquitectura, al principio solo como juego, pero más tarde llegó a interesarle y tomó parte en la edificación de algunos edificios militares y algunas fortalezas. Cuando Pedro el Grande era bastante mayor, vino a Rusia y ofreció sus servicios como constructor. Pedro, aunque no le impresionó mucho, le mandó a Moscú, donde estaba en construcción un gran puente, y aquí empezó a tener un leve éxito en su línea.

Cuando le presentaron a Nelidova, Gustavus tenía unos treinta años, diez años mayor que ella. Era distinto de los otros hombres; su piel era blanca, no era peludo y sus manos eran finas, casi femeninas, y tiernas. Se mantenía limpio y a la moda y su risa tenía una tristeza romántica. Nelidova le seleccionó para sí a primera vista. El hombre tenía poca elección tanto si quería como si no. Tenía que conquistarla porque ella lo quería así. Oh, ella lo arregló de una forma muy romántica.  Los poemas agitaron el aire; se pasaron palabras secretas, que solo comprendían los conspiradores. Nelidova representó su parte maravillosamente, con lágrimas y resistencia y con fingidos y hechizadores desvanecimientos.

Se lo ganó y estaba muy satisfecha. Era tan tierno, tan dado a las caricias, tan amoroso, tan romántico. Y cuando después de mucho besarse y juguetear y tontear finalmente sintió su palpitante vástago entrar en su hendidura hambrienta casi se desvanece de gusto. Desde luego cuando construía en el aire adorables castillos sobre huir juntos y como vivirían en París tan felices como las palomas, ella escuchaba como un niño feliz aunque ya crecido lo haría con un cuento de hadas bien contado. Aunque evitaba decir “No,” en su corazón nunca le consideró más que un amante. Algo necesario en la vida de una mujer, pero que no debía mezclarse con la realidad de una Princesa.

Por otra parte esta realidad la molestaba tres veces a la semana cuando caminaba desnuda, a excepción de unas zapatillas azules, cruzando distintas habitaciones hasta la cama del gran bruto que ofendía su cuerpo y para el que ella no era nada más que combustible para su hambrienta máquina sexual. No podía fingir que le dolía la cabeza o que no se sentía bien porque, si lo hacía, su marido mandaría a un criado con un breve mensaje diciendo que no se la iba a meter en la cabeza sino en un orificio bien alejado de la fuente de su malestar. Mientras no tuviera el mes tenía que aparecer. Sin piedad de aquella parte y sin que se aceptaran excusas.

Hubo otro incidente que demostró ser molesto. Gustavus se enamoró de ella, y cuanto más duraba la relación más enamorado se sentía.  Con esto se le desarrollaron los celos y, mientras el brutal y anciano Príncipe no dedicaba ni el más leve pensamiento a que esta esposa suya pudiera serle infiel, Gustavus, con su constitución tierna y débil, estaba loco de celos.

Nelidova le había descrito una vez a él la forma en que hacía el amor a su marido, y, aunque esto había ocurrido al comienzo de su relación, Gustavus estuvo a punto de asesinar a su rival. Más tarde le había estado dando la lata para que se negara a representar el papel de esposa obediente y, con palabras apasionadas, había amenazado con quitarle la vida al Príncipe e incluso a ella. Ella le dijo que haría lo que deseaba y, tumbándose, dijo que no iba a ir nunca más con su marido porque en aquel momento estaba apasionado por una de sus siervas. Gustavus no la acababa de creer y tuvieron muchas escenas. Ella no quería dejar a su amante. No podía estar lejos de su amo. Tenía que pensar en una salida.

De repente le sobrevino una idea: ¿no le decía todo el mundo que Grushenka era igual que ella, no solo de silueta sino también de cara? Se murmuraba que eran como dos gemelas, que nadie podría realmente decir quien era quién. Si eso era cierto entonces ¡Grushenka podía ocupar su lugar en el dormitorio de su esposo!

Esta idea era tan atrevida, tan excitante, que Nelidova tuvo que ponerse a trabajar inmediatamente. Ordenó que se presentara Grushenka en su presencia e hizo que a ella y a la muchacha las vistieran de forma exactamente igual y con el pelo de la misma manera. Luego hizo que una de sus doncellas preguntara a otros sirvientes del sótano cual de las dos era la Princesa. Los sirvientes miraban inseguros, temerosos de cometer un error. Intentaban evitar una respuesta directa y finalmente señalaban de forma aleatoria, fallando al elegir a la Princesa tan a menudo como acertaban con ella. ¡Era maravilloso! Ahora todo lo que hacía falta era que la Princesa enseñase a Grushenka como comportarse exactamente con el amo.

Despidiendo a todos los criados, incluidas sus doncellas, Nelidova se encerró en su dormitorio con Grushenka y la hizo arrodillarse y jurar solemnemente que nunca la traicionaría. Le confió su plan a la muchacha y ensayaron hasta en el más pequeño detalle la forma en que tenían lugar los encuentros de follar.

Cuando Grushenka se desnudó quedó al descubierto un obstáculo: todavía estaba totalmente afeitada alrededor de la cueva. No había nada que hacer, salvo esperar hasta que el vello hubiera crecido. Así quedó decidido. Durante este tiempo, muchas tardes, se le dijo a Grushenka como tendría que comportarse durante los encuentros por venir, y Nelidova durante este tiempo se observó a sí misma en todos los detalles cuando estaba con su compañero.

Estaba segura de su éxito. El dormitorio del Príncipe estaba iluminado por una sola vela grande que se erguía en un rincón lejos de la cama y había una vela pequeña delante del icono. Esta pequeña iluminación no le habría permitido encontrar la diferencia entre Nelidova y Grushenka incluso aunque no hubieran sido tan parecidas.

Hay que hacer otro comentario que concierne a estos ensayos confidenciales entre las dos jóvenes: empezaron a gustarse mutuamente. La Princesa nunca antes había pensado en Grushenka, salvo como una sierva de baja categoría y tonta. Ahora quería algo de ella. Le ordenaba, por supuesto, que ocupara su lugar. Grushenka podía decírselo al amo ¡y la catástrofe resultante de semejante percance habría sido increíblemente horrible! Por ello la Princesa empezó a ser amable con la muchacha, charlaba con ella e intentaba descubrir su carácter. Se quedó cautivada de la sencillez del encanto y la fe de Grushenka.

Por el otro lado, Grushenka había aprendido ahora que la Princesa era infeliz, insegura de sí, que había tenido una juventud dura, que ansiaba la amabilidad y que su comportamiento nervioso y brutal no provenía de la frialdad sino de la inconsciencia.

Grushenka se convirtió en doncella de su señora, siempre estaba a su alrededor, era su confidente en asuntos amorosos y su compañera durante las largas horas de los lentos días. Nunca se le aplicaba el látigo, nunca se la regañaba, y dormía cerca de la habitación de su ama y se convirtió en algo así como una hermanita.

Cuando el vello de Grushenka había crecido (lo examinaban a diario), llegó el día en que un sirviente anunció que su Alteza esperaba la visita de su Alteza. Grushenka se puso las zapatillas azules y las dos mujeres cruzaron las varias habitaciones hasta la cámara del amo. Grushenka entró mientras Nelidova, con el corazón palpitante, espiaba por la rendija de la puerta. El Príncipe había vuelto de una partida de cartas en la que había estado bebiendo y se sentía cansado y un poco lascivo. Grushenka sujetó su colilla con la mano, se la trabajó con firmeza, montó a caballo y se trabajó su máquina con su tubo. Durante un buen rato él no pudo llegar al clímax debido al licor que había consumido pero ella misma lo alcanzó una o dos veces (había estado mucho tiempo sin que se la metieran) hasta que él gruñó y movió las nalgas y se acabó. Él estaba listo para toda la noche y la mandó de vuelta con una palmada en las nalgas.

Nelidova se llevó a Grushenka a la cama con ella. Estaba excitada, gozosamente excitada, mientras que Grushenka estaba muy tranquila. Había hecho todo el trabajo sin vacilar. Quería ayudar a su ama. Era su deber, el resto no le preocupaba. Nelidova abrazó y besó a la muchacha, excitada por el combate amoroso que había visto, hizo que entraran dos doncellas para que la besaran a ella y a su amiga (como ella dijo por primera vez) entre las piernas.

Así fue como Grushenka se convirtió en la esposa del amo, en lo que se refería a su cama. Las primeras veces Nelidova iba con ella hasta la puerta y espiaba. Más adelante se quedaba en la cama hasta que Grushenka volvía y a las pocas semanas ya el asunto no le preocupaba en absoluto. Cuando el criado venía a anunciar que el instrumento de su amo estaba listo (ese era el sentido del mensaje), Nelidova decía que iría enseguida, y Grushenka, que estaba tumbada en la cama en la habitación de al lado, se levantaba, iba junto al Príncipe, realizaba su tarea, se lavaba y volvía a dormir.

Hasta aquel momento Nelidova había satisfecho los caprichos de su compañero a pesar de su repulsión. Ahora encontraba gran satisfacción bajo el empuje del dardo considerado de Gustavus, mientras que Grushenka tenía que cuidar la colilla corta pero gruesa de su amo.

Grushenka nunca había conocido a gente refinada, de modo que la rudeza del Príncipe no la impresionaba. Al contrario, su fuerza brutal y su inmensa vitalidad la cautivaron y la hicieron olvidar la repulsión que su vientre podría haberle inspirado. Le encantaba su bastón de mando. Empezó no solo por masajeárselo sino que se lo acarició, besó y pronto empezó a metérselo entero en la boca. Alexey pensó, al principio, que quería un regalo, tal vez alguna de sus fincas o un testamento en su favor. Pero cuando no llegó ninguna petición semejante, sintió con placer que tenía una esposa apasionada, refinada y adorable. Grushenka se lo pasaba mucho mejor con él de lo que solía hacerlo Nelidova. La Princesa acostumbraba a intentar detener agresivamente los agarrones de las manos en su cuerpo. Pero ahora el Príncipe estaba empalmado antes de que Grushenka estuviera en la cama y ella se sentaba sobre él antes de que pudiera molestarla con las manos. Además ella hacía el amor con tanta pasión que no le importaba cuando le pellizcaba los pezones mientras su máquina estaba dentro de ella. Durante el intermedio él la alababa con palabras provocadoras sobre su temperamento recién estrenado, pero apenas la tocaba, esperando hasta que ella pudiera poner a punto de nuevo su instrumento.

A veces ella se tumbaba entre sus piernas, levantándole las grandes nalgas con un cojín, y besaba su saco del amor marrón oscuro, con intenso ardor. Su aroma fuerte, duro y el olor de su borde era una sensación para las fosas nasales. Ella temblaba por todas partes y se excitaba inmensamente y trabajaba hacia arriba apretando sus piernas juntas. No quería seguir sus órdenes de que se levantara y le montara; quería llevarle al clímax con sus labios, beber el líquido, pero él nunca le dejaba. A veces Nelidova observaba esta escena llena de curiosidad, celosa de que la muchacha disfrutara tanto. Después la pellizcaba y la regañaba por cualquier cosa y luego otra vez besaba la boca de la muchacha, le lamía los labios y los dientes, porque sentía la contaminación de la excitación sexual que había conseguido, retenida en Grushenka. A veces decidía ir ella misma con su marido, pero en el último momento cambiaba de opinión y se iba con su amante. Si él no estaba por los alrededores tenía alguna de sus criadas para satisfacer su capricho.

Todo iba bien salvo algunos pequeños incidentes. Por ejemplo, el amo le dijo a Grushenka algo que quería que se hiciera al día siguiente y ella, que no estaba familiarizada con la gente involucrada ni con los hechos, había pasado un mal rato recordando exactamente lo que él había dicho. O la Princesa estaba dormida cuando volvía del dormitorio del amo y se tumbaba despierta toda la noche para no olvidarse.  Otras veces Grushenka tenía en la cara un sarpullido o espinillas que Nelidova no tenía, y tenía mucho miedo de que se lo notase a pesar de la tenue luz de su dormitorio.

Nelidova contó a su amante la broma descomunal que le había gastado a su compañero y le pasó a escondidas a su propio dormitorio y preparó con cuidado la comedia de observar la fiesta de folleteo de su marido con Grushenka. Cuando Gustavus llegó le presentó a Grushenka y le hizo que las comparara para adivinar quien era quién. Para gran satisfacción suya no tuvo ni un momento de duda, aunque no llevaran ropa. (La razón de su juicio rápido era que solo Nelidova hablaba, mientras que Grushenka mantenía silencio con una sonrisa en los labios. Quería agradar a Gustavus del que había oído hablar tanto: tenía un afecto romántico hacia él a través de Nelidova.)

A Grushenka le gustó Gustavus tan pronto puso los ojos en él. Había tanta gracia en sus movimientos; su porte era elegante; sus manos, blancas, finas y bien cuidadas, en tremendo contraste con aquellos hombres rusos. Estaba deseoso de señalar las diferencias entre las dos mujeres, un pequeño lunar bajo el omóplato, el perfil diferente del busto, el aroma del cabello. Por supuesto “su amor” era más hermosa. Aunque esto le agradaba, Nelidova tenía que mostrarle que ella era el ama y Grushenka la esclava. Primero le dijo lo cerda que era Grushenka por gustarle el dardo del Príncipe y por besarlo, luego hizo que Grushenka diera vueltas y más vueltas mostrándola en cualquier postura. Finalmente pellizcó a la muchacha, y sugirió que Grushenka probara su arte besándole el dardo, pero Gustavus, avergonzado de todo este juego, rehusó. Justo entonces llegó un mensaje del Príncipe, que esperaba a la Princesa. Grushenka movió la mano por encima de su busto y su vientre, como si se estuviera acariciando la piel. Se restregó ligeramente el monte de Venus con los dedos y se abrió los labios unas cuantas veces solo para tenerlo todo listo. Luego se calzó las zapatillas azules y se dirigió hacia el dormitorio del Príncipe-marido.

Nelidova y Gustavus la siguieron. Caminando de puntillas en silencio, se apostaron en la rendija de la puerta. Grushenka, totalmente consciente de los observadores y fastidiada por la humillación a la que Nelidova la había sometido, no siguió el comportamiento usual. Los amantes de la puerta podían ver al Príncipe sobre una cama con cobertores de seda azul clara, descansando sobre la espalda, sus dedos jugando con ritmo alegre sobre la sábana de la cama, los labios sensualmente fruncidos; el retrato de un hombre que sabe que en breve se ocuparán de él. La puerta a través de la que espiaban los amantes daba hacia los pies de la cama, y su cuerpo monstruoso y peludo y su gran vientre eran claramente visibles.

Grushenka se inclinó hacia delante y tomó con su mano izquierda aquellos deliciosos tesoros que le producían tanto deleite, acariciándolos mientras pasaba la mano bajo ellos y jugaba con el dedo en su borde. Mientras tanto la mano derecha sujetaba su pajarito, al que le daba masaje.

El pajarito estaba medio dormido pero con una clara inclinación a despertarse. El suave tratamiento pronto lo despertó totalmente. Grushenka no lo besó; apuntó maliciosamente con la lengua en su dirección y chasqueó los labios pero no rodeó el dardo con ellos. En su lugar lo montó.

Los amantes pudieron ver claramente como sujetaba el instrumento con dos dedos de la mano derecha, como se abría su nido del amor con la mano izquierda y como el Amo Príapo metía lentamente la nariz en el nido.

Grushenka se dobló hacia delante, y entregando sus espléndidos pechos a las garras de Alexey, hizo unos cuantos movimientos firmes y profundos de arriba abajo. Luego, de repente, se dobló hacia atrás. Abriendo las rodillas todo lo que pudo, embebiendo a fondo su máquina en el nido del amor, se inclinó tanto hacia atrás que los codos casi tocaban en sus propios talones.  Por supuesto el gordo amo era incapaz de llegar a ninguna parte del cuerpo de ella en esta posición. Gruñendo de excitación, la maldijo para que se doblara hacia delante. Utilizó todas las palabrotas que conocía y sus cortos brazos ondeaban en golpes inofensivos a través del aire.

Era una imagen divertida; la muchacha cabalgando con expresión de determinación y el monstruo emplumado que tenía que someterse a su excitación, aunque estaba loco por tocarla. Era una imagen tan divertida que Nelidova y Gustavus no pudieron refrenar sus risitas. Hasta que ocurrió esto habían estado muy juntos, Nelidova sujetándole el dardo mientras los dedos de él acariciaban su nido del amor. Cuando Grushenka se tragó el arma del Príncipe ellos habían sentido con mucho interés su propia excitación sexual. El Príncipe se asustó. ¿Quién estaba en la puerta? Se movió y estuvo a punto de tirar a su buena amazona para ir a investigar. Grushenka, sintiendo el peligro, se echó hacia delante y, presionándole contra los cojines con su peso, empezó a adorarle la cara y la cabeza con besos y caricias de sus manos. Esto hizo que pasara la crisis. Alcanzó su objetivo con tremenda fuerza y no pudo hacer otra cosa que lanzar a chorro su cálido líquido dentro de ella. Así los amantes tuvieron tiempo de escapar. Desde luego la segunda parte, cuando Grushenka cabalgaba de la otra manera, no pudo ser observada por ellos, pero, para entonces Nelidova ya se estaba retorciendo bajo la presión de su propio amado “soldado”, así que quizás no importara mucho.