Grushenka, Cap. IX

Grushenka pasa apuros y sigue huyendo

CAPÍTULO NUEVE

La historia de Marta se podía contar muy brevemente. Es una historia similar a otras muchas. Había nacido fuera del matrimonio, de una madre que era hija de un granjero rico e independiente, su madre había sido sacada de la casa cuando estaba embarazada de la niña. A su tiempo, Marta había sido dada en servidumbre a una modista. Esta modista, Mademoiselle Laura Cameron, llevaba una tienda de modas de sombreros y vestidos, en una de las pocas vías elegantes de Moscú. Marta todavía no tenía los catorce años de edad cuando se convirtió en criada de esta mujer dulce, ceceante pero intensamente egoísta que ejerció derechos familiares sobre la muchachita y abusó de ella mediante trabajo duro y trato severo. A cambio le pagaba pequeños sueldos que Marta tenía que entregar a su madre, que recibía el dinero estampando su firma en un papelito. Esta firma consistía en tres cruces porque madre e hija no sabían leer ni escribir.

La madre de Marta rehusó otras ofertas para vender a la muchacha como sierva. Había tomado una habitación en uno de los barrios más pobres y había hecho todo tipo de trabajos raros que podía encontrar una mujer, apenas suficientes para mantenerlas vivas. Preocupada y exhausta por las privaciones se había dejado morir finalmente, dejando que su muchachita siguiera sola.

Marta no se atrevió a contarle esto a su jefa, porque temía que Madame Laura la haría sierva sin importarle si tenía derecho, llevándosela a la casa, donde ya tenía unas cuantas chicas. En vez de eso recibía las pequeñas pagas y firmaba con las cruces como si su madre siguiera viva.

Esto y muchas más cosas le contó a Grushenka, que a cambio le contó su historia. Por supuesto todo esto llevó varios días  (o mejor noches) porque Marta iba temprano a su trabajo y volvía a casa al ponerse el sol. Mientras, Grushenka se quedaba en la pobre habitación, durmiendo en la gran cama y sin salir por miedo a ser cogida por la policía o por los buscadores de Sofía. Sin embargo con las piezas de oro que Mihail había dejado en la pequeña mano de Grushenka, se lo pasaron maravillosamente juntas, comiendo y bebiendo lo que podía comprar el dinero.

Pero estaba claro que esto no podía durar siempre, así que decidieron que Marta le dijera a su ama que había llegado a la ciudad una prima suya y que deseaba entrar a su servicio. Movida por la descripción entusiasta de Marta, Madame Laura consintió en echarle un vistazo a Grushenka y así fueron una bonita mañana a la tienda de su señora jefa. Marta había comprado a Grushenka alguna ropa como la que llevaría una chica de granja cuando llegase a la ciudad: una blusa de muchos colores, una falda plisada, un pañuelo para ponerse alrededor de la cabeza, todo muy favorecedor para Grushenka, que, en su favor, exhibía el bronceado de las mejillas que la vida de campo en la propiedad de Sokolov le había dejado.

Marta, achaparrada y fuerte, con cara redonda, bonachona, ciertamente no muy guapa, pero joven y sin estropear, dudó varias veces durante el camino. Desde luego había dado a su amiga una descripción de Madame Laura y su establecimiento, y, por supuesto, Grushenka había visto tratar con dureza en sus casi veinte años de servidumbre y no esperaba ser tratada con guantes de cabritilla. Pero ¿no había Marta dado demasiada buena cuenta de lo que esperaba a Grushenka?

Para tranquilizar su conciencia le dijo con franqueza a Grushenka que había suprimido muchos aspectos desagradables  que llevaba consigo el trabajo con Madame Laura.

Sin embargo Grushenka había decidido seguir adelante. ¿Qué podía hacer? No había mercado laboral donde encontrar trabajo. El trabajo lo controlaban los miembros de una familia en las empresas pequeñas; las más grandes compraban siervos.

Algunas industrias que necesitaban artesanía, como la fabricación de alfombras o la cerámica, alquilaban trabajadores, pero solo a través de sus propios gremios.

Aún más, si Grushenka tuviera de verdad la suerte de ser contratada por Madame Laura, ¿no podrían seguir viviendo juntas ella y Marta y seguir con aquellas noches divinas durante las cuales Grushenka podía entusiasmarse con su divino Mihail? ¿Trabajo y malos tratos? ¿Acaso Grushenka no estaba acostumbrada a eso desde su más tierna infancia?

Marta hizo la señal de la cruz y entraron en el local de Madame Laura. Entraron a una tienda enorme de techo bajo y mobiliario elegante a través de una puerta dorada cubierta con guirnaldas de flores frescas. El ojo de Grushenka, bien entrenado por su trabajo como percha para la Princesa, detectó con placer el abigarrado conjunto de estilos de mujer, materiales caros, buena artesanía, ¡tenía que ser una tienda para gente muy rica!

Cruzando la habitación entraron a la segunda sala de ventas, que consistía en pequeños vestíbulos que separaban media docena de habitaciones privadas equipadas con espejos enormes, sillas cómodas y sofás. A esta temprana hora de la mañana no había, por supuesto, clientes pero unas cuantas muchachas atractivas estaban ocupadas limpiando y quitando el polvo.

La tercera sala de la planta baja era la oficina privada de Madame, amueblada suntuosamente. Lady Laura no estaba todavía; de hecho no llegaría hasta el mediodía, y Grushenka acompañó a Marta a la sala de costura del piso superior.

Quince o más muchachas estaban ya sentadas en sus puestos de trabajo, cosiendo, cortando y probando los sombreros, vestidos, ropas y prendas interiores, creados bajo la supervisión de dos modistas expertas más mayores. Marta se unió a las trabajadoras, mientras Grushenka se sentaba modestamente en una silla y observaba, ansiosa por hacer este tipo de trabajo tan complaciente con su instinto femenino de embellecimiento. Al fin una de las muchachas subió desde abajo, notificando a Marta y Grushenka que el ama las requería.

Madame Laura recibió a las chicas con su sonrisa más dulce, alabándolas por ser dos primas tan encantadoras. Escudriñó a Grushenka con ojos severos, preguntándole si había aprendido a coser con “su querida madre” y haciendo preguntas respecto al pueblo del que ella y Marta eran naturales, pero sin esperar sus respuestas.

Todo parecía ir bien cuando las muchachas tartamudearon avergonzadas unas cuantas palabras pero no se atrevieron a mirarse.

Pero el agudo sentido de Madame Laura para la gente, que le había traído clientela y fortuna, sospechó que algo iba mal. Por ejemplo, ¿dónde había conseguido esta muchacha, que se suponía que venía del campo, esas medias de seda y esos zapatos? Luego detectó las manos con la manicura hecha y suaves, que no eran seguramente las de una golfa de pueblo.

Madame Laura se movió dando vueltas a la silla de su despacho, de madera de rosal con cabezas de bronce en los brazos. Colocó a Marta cerca de la puerta y puso a Grushenka a plena luz en el lado opuesto. Concentró su atención todo lo que pudo en la recién llegada, porque la chica parecía estar inusualmente bien hecha, adecuada para hacer un favor y ciertamente una propuesta de negocio si se desarrollaba correctamente.

Quería ver más de ella, y le ordenó a Grushenka que se quitara el pañuelo y la blusa, bajo el pretexto de averiguar si podía tener porvenir como modelo.

Grushenka hizo lo que se le pedía sin vacilación, añadiendo así una nueva prueba de que no era una campesina tonta. De hecho Grushenka se quitó también la falda y los calzones, y Madame Laura tuvo dificultades para reprimir su sana admiración: una figura perfecta, piernas rectas, carne suave pero firme, un bocadito para el apetito del más refinado gusto de cualquier hombre.

Madame Laura era una experta. Conseguir cosas era su atracción más importante para asegurarse la clientela y hacía amplio uso de ella. ¿Quién era esa muchacha? De repente cambió de táctica, se esfumó la sonrisa, ¡y Marta estaba en apuros!

Primero Madame Laura le pidió en tono severo que dijera la verdad. Pero la gordita Marta mantuvo la historia, la mantuvo incluso cuando la mano de Madame Laura, manipulando las nalgas de Marta, la hizo emitir varios “Oh’s” y “Ah’s”. En la mano de Madame Laura había una larga aguja que Grushenka detectó mientras estaba en pie, indefensa en su desnudez.

Después de eso, Madame Laura empezó a utilizar métodos más rigurosos: abrió la blusa de Marta, sacó el pecho izquierdo de la muchacha de debajo de la camisa y, apretando firmemente el pecho, apuntó la aguja ansiosamente y, cuando Marta se mantuvo en su historia, el puntiagudo metal fue clavado lentamente en su carne.

Marta intentó reprimir un aullido cuando una gran gota de sangre corrió lentamente por el globo lechoso hacia abajo. Pero se aferró obstinadamente a su primera afirmación. Tenía la cara contraída, las lágrimas le corrían por las mejillas, pero no se atrevía a soltarse por la fuerza y escapar.

Laura se levantó impaciente, tomó de su escritorio un corto látigo de cuero y ordenó a la muchacha inclinarse hacia delante. Le bajó los calzones y, cuando aparecieron las gordas nalgas de Marta, le exigió que le dijera la verdad o la azotaría hasta rajarle la carne hasta el hueso.

Antes de que Madame Laura pudiera descargar el primer aguijonazo sobre su amplia diana, Grushenka se colocó entre ella y Marta, proclamando que diría la verdad porque no podía ver a su amiga sufrir en su nombre. Luego contó toda la historia a Madame Laura, que escuchaba en silencio y sabía que ahora sabría la verdad de los hechos. ¡Aquí había negocio para ella! Pero no dijo ni una palabra de lo que tenía en mente cuando Grushenka finalmente se tiró a sus pies a su merced, implorándola que la tomara a su servicio. En vez de eso Madame Laura se comportó como una furia y contestó que era indignante que esta esclava huida quisiera hacerla cómplice de su delito, recordándole que cualquier persona que escondiera o alimentara a un siervo huido podía ser enviada a Siberia.

Marta, que había intentado detener a Grushenka y que le había implorado que la dejara recibir el castigo, tenía que ser tratada en primer lugar. Laura, que no quería perjudicar el valor laboral de la muchacha, le dio seis golpes ansiosamente en el trasero desnudo y le dijo que se fuera. Marta le besó el borde del vestido de su ama y se volvió llorando a su trabajo, enviando una última mirada llena de lástima a Grushenka que estaba en el suelo amohinada.

Madame Laura la hizo levantarse rápidamente, aunque no sin dejar que recibiera algunos trallazos del mordiente látigo. Luego la llevó a uno de los vestidores vacíos, cerrándolo decididamente desde el exterior. Mientras Grushenka, llorando indefensa, desnuda, esperaba un destino incierto entre los cuatro tabiques del pequeño vestidor, Madame Laura escribió de su propia mano una falsa carta de amor, que envió con una de sus repartidoras. (Oiremos más sobre este documento más adelante.)

Mientras las horas pasaban, Grushenka dejó de llorar, resignada a su destino. Probablemente ahora sería marcada a fuego. La marcarían en la frente si la mandaban a Siberia, pero, si Sofía decidía llevarla al burdel, sería marcada entre las piernas o en el omóplato para no estropearle la cara. La flagelarían, la pondrían en el potro, tal vez le quebraran los huesos... tenía que esperar. Había cometido un error. No debería haberse escapado.

Se tumbó inmóvil en el sofá. Escuchó, a través del delgado tabique, que el establecimiento de Madame Laura había vuelto a la vida. Privada de sus ropas, se levantó lentamente del sofá y empezó a moverse dando vueltas por la pequeña habitación a oscuras. Por las grietas de las paredes se filtraba algo de luz, que pronto descubrió que venía de las cabinas contiguas. Espió por las hendiduras y descubrió que podía ver los vestidores de ambos lados. Con el miedo sobre su propio destino en el corazón empezó a esperar acontecimientos.

En la cabina de su derecha estaba sentado un caballero mayor, vestido muy correctamente con un abrigo negro largo, jugando con su sombrero de tres picos. Aparentemente estaba esperando algo. Los anillos de sus dedos brillaban con piedras preciosas.

Grushenka se volvió hacia la otra pared. Una anciana de aspecto glacial estaba sentada en una silla cómoda. Estaba vestida con colores chillones; encajes, cintas y plumas le colgaban por todas partes como si fuera un pollito. Se apoyaba en un bastón de roble, pero, a pesar de su avanzada edad y su vestido alocado, su aspecto era impresionante y exigente. Cerca de ella se sentaba una compañera anodina, mientras Madame Laura y una de sus modelos intentaban venderle un sombrero.

La modelo y Madame Laura sacaban unos nuevos de cajas de colores blanco y crema y describían su belleza con sonrisas dulces y palabras sentimentales, pero la clienta no estaba satisfecha. De hecho el viejo halcón rechazó la idea de comprar con las palabras francas que uno habría esperado de la boca de un sargento del ejército.

Madame, a su vez, pinchó a la modelo en las costillas y en la espalda y, aunque la chica mantuvo su sonrisa congelada, no había duda de que el dedo de Madame portaba una aguja que forzaba a su vendedora a hacer cualquier esfuerzo posible para que la anciana comprara.

¡No hubo suerte! Se levantó, remarcando que no había nada con el suficiente encanto para adornar su vieja cara arrugada y salió de la habitación arrastrando los pies. Después de que la Madame hubiese hecho la inclinación de despedida se volvió y golpeó sonoramente a la modelo en la cara, dejando que volviera a empaquetar los costosos sombreros. La muchacha estaba acostumbrada a estas cosas. Se limpió la cara con la parte de atrás de la mano y se puso a hacer su trabajo lenta pero obedientemente.

Grushenka se volvió hacia la mirilla de la otra pared y, como esperaba, encontró a Madame y al caballero en animada conversación. Parecía que el caballero acababa de pagar una cuenta a Madame, probablemente por ropa que había encargado su esposa. Pero todavía tenía algo en mente.

Madame sabía muy bien lo que era, pero hizo un pequeño juego como de no reconocer rápidamente cuales eran sus deseos. El caballero, apoyándose primero en un pie y luego en el otro y acariciándose el mostacho, dijo que le gustaría ver algunos estilos, si Madame tenía algunas modelos que pudieran mostrarle sus creaciones más recientes.

Madame le preguntó sonriente si quería ver las mismos modelos de la última vez y si no era buena idea mostrarle su nueva línea de ropa interior.

El caballero se apresuró a responder que las modelos del otro día habían sido realmente muy adorables, pero que no le importaría ver algunas otras, todas muy adorables y muy dispuestas, estaba seguro, si trabajaban para la famosa Madame Laura, y que eso de la ropa interior era bastante de su agrado.

Madame respondió que le mostraría unas cuantas modelos, que él debería actuar como Paris hizo con las diosas griegas pero... Madame miró hacia abajo, hacia sus manos que jugaban con unas cuantas monedas de oro.

El caballero sonrió, le aseguró que la delicadeza con la que manejaba el asunto no sería superada ni por las francesas más refinadas, un halago que Madame se tragó ansiosamente, y le deslizó algunos rublos de oro más.

Luego Madame le dejó para ir a buscar a sus chicas. El caballero se quitó el largo abrigo formal, dejando al descubierto un chaleco con hebillas de plata a juego exactamente con las de sus zapatos. No había duda de que era un dandi. Su peluca blanca con coleta era inmaculada, sus calzones y medias de la seda más fina. Se sentó en el sofá y se aflojó el botón superior de los pantalones, con la expresión radiante de un hombre que sabe que se van a ocupar de él.

Al poco rato volvió Madame llevando una tropa de modelos, chicas bien parecidas con todo tipo de figuras, desde la rubia minúscula a la morena escultural. Las muchachas llevaban todo tipo de ropa interior pero estaban uniformadas en un sentido: no llevaban sostén sino pequeños corsés que apenas cubrían la mitad inferior de sus pechos y que dejaban los pezones libres. Llevaban camisas bordadas y largos pantalones de encaje que les llegaban a los tobillos. Mientras caminaban en círculo, a través de las rajas de sus pantalones se podía atisbar el vello rubio, castaño o negro, un efecto buscado por Madame, que tenía sentido del espectáculo.

Las chicas apenas miraban en dirección al hombre, no querían atraer su atención porque sabían que escogería a alguna de ellas para sus propósitos. Él hizo que dieran la vuelta unas cuantas veces, relamiéndose los labios y observándolas muy cuidadosamente. Finalmente señaló a dos de ellas, las dos pequeñas, de no muy buen tipo, al menos a juicio de la observadora Grushenka. Madame despidió a las otras chicas, que dejaron la sala con expresión de alivio, y, llevando a las dos que quedaban a un rincón les susurró una orden severa. Las chicas la miraron ansiosas pero por otra parte parecían impasibles ante los que les había dicho.

Volviéndose al caballero, Madame Laura comentó a continuación que había elegido dos muchachas muy dispuestas, pero si tuviera alguna queja, ella tenía un látigo de cuero que trabajaba muy bien, que haría cambiar de opinión a cualquier mocosilla testaruda. Luego, con un majestuoso movimiento de cabeza, le dejó.

Las chicas se sentaron en el sofá, a cada lado del hombre, pasándole los brazos alrededor y abrazándose a él con un tenue, “Hola, tío.” Él, a su vez, les rodeó las espaldas con los brazos, les agarró los pechos y se mostró satisfecho con su comportamiento.

“Ahora chicas,” empezó, “lo primero de todo cerraos las rajas de vuestros pantalones y no dejéis que ese vello travieso salga de ahí. Lo sé, creo que tenéis ahí abajo niditos, pero ¿quién quiere ocuparse de esos sitios sucios y pequeños?”

Las chicas se doblaron hacia los laterales de sus calzones, cerrando las aberturas, y siguieron con su juego amoroso.

La mano de una de las chicas pasó, abrazándole, a la parte delantera de sus pantalones y él la retuvo e indicó que era para abrirle los calzones.

Hurgando a tientas para encontrar los botones las chicas le abrieron los calzones y le sacaron el instrumento. A Grushenka no le pareció demasiado atractivo. Era rojo, tieso a medias, y un tanto fofo.

“Bésame,” le dijo el caballero a la otra chica, “y méteme muy bien la lengua en la boca.” Luego la besó en la boca, chupándola y pegándose tanto con su boca a la de ella que la dejó sin aliento y se puso roja.

“¡Oh!” interrumpió su beso, “será mejor que juegues con la lengua, pequeño diablillo.” Y Grushenka pudo ver como la chica rubia hacía todos los esfuerzos para satisfacerle. Pero no lo consiguió del todo.

La dejó ir y empezó el mismo procedimiento con la morena, que obedientemente le sujetaba la máquina con los dedos.

“Veamos si tú eres mejor que ella.”

Lo era. Tenía una lengua más grande y se la restregó lenta y más firmemente contra sus dientes y su lengua.

Gruñó de placer. Su sensación sexual se estaba inflando, pero no su instrumento del amor, que seguía en su estado fofo. Ahora habría que ocuparse de él, decidió.

Se levantó y cruzó hasta el espejo enorme de cuerpo entero, que cubría un lado de la cabina para las pruebas de las clientas. Tiró un cojín delante y otro detrás de él. De pie ante el cristal le dijo a las chicas que se arrodillaran en los cojines. Por supuesto, Madame les había dicho que hacer, y, después de ponerse de rodillas, le bajaron los pantalones hasta los tobillos, le enrollaron la sedosa camisa gris por debajo de su chaleco y se pusieron a ello.

La rubita tenía al Amo Príapo ante ella. Lo tomó en su mano derecha, colocó la mano izquierda bajo el instrumento y empezó a pasarle la lengua por el vientre, arriba y abajo por el interior de sus muslos, por encima de la máquina y sus dos compañeros (en su caso, desnutridos),  que colgaban fláccidos entre sus piernas. Finalmente deslizó la punta del dardo dentro de su boca y empezó, con movimientos sencillos, a deslizar los labios de arriba abajo por el tallo, tallo que, dicho sea de paso, todavía no estaba tieso.

Mientras tanto la morena le había abierto la raja de las nalgas con los dedos y, apretando la cara con firmeza hacia los carrillos, empezó a hacerle cosquillas en el borde con su hábil lengua. Grushenka admiró su trabajo en ese sentido. Incluso se restregó su propio nido del amor un poco, imaginando que esta buena trabajadora le estaba haciendo el mismo servicio a ella.

El caballero estaba de pie con las piernas abiertas como a horcajadas, las manos en las cabezas de las muchachas, admirando el cuadro de grupo en la luna del espejo. Sin embargo pronto volvió a estar a disgusto con la rubia. “Así no, zorra miserable,” dijo.

“¡Toma solo el fin del dardo entre los labios y hazle cosquillas con la lengua!”  Cosa que hizo debidamente.

Pasaron muchos minutos, las dos chicas respiraban con dificultad debido a su trabajo, mientras el hombre no parecía muy afectado. La morena ya había hecho varias interrupciones para darle un descanso a su lengua cuando de repente él se dio la vuelta, ofreciéndole ahora su instrumento a ella para que lo besara.

La rubia miró un instante a la cavidad marrón boquiabierta que se le presentaba. Aparentemente nunca antes había hecho este tipo de cosas. Pero luego en su rostro apareció una cierta determinación, como si se estuviera diciendo a sí misma: “¿De qué sirve? Vamos allá.”

Primero rozó el borde con los dedos para limpiar la humedad que su compañera de trabajo morena había dejado allí. Luego estiró la lengua hacia fuera, como si se le hubiera soltado, lo que le hizo tanta gracia a Grushenka que casi se echa a reír. Luego la chica enterró la cara, y Grushenka pudo ver por el costado de su cuello que estaba lamiendo. Inmediatamente el caballero exigió más vigor.

Ella se inclinó hacia atrás un momento, miró al espejo y pareció tener una idea. Volvió a sujetarle, pero aparentemente con tal pasión que hizo que él girará su posición, casi apartándose del espejo.

Por supuesto él se quejó y dijo que necesitaba un montón de educación en temas de amor y que se lo comentaría a Madame.

Pero ella apretó la cara contra uno de sus carrillos, le abrió la raja con el dedo de la mano derecha y empezó a hacerle cosquillas en el pasadizo con el meñique de la mano derecha, que previamente había humedecido.

El resultado fue excelente. El caballero empezó a gruñir como elogio de su habilidad, la felicitó por su experta lengua y se preparó para la pasión.

“¡Lámelo, lámelo, pequeña zorra! ¡Oh, eso está bien! ¡Excelente! ¿Por qué no lo hacías antes, zorra?...” Y siguió en ese plan, mientras la rubia, con una mezcla de orgullo por estar engañándole y miedo de que pudiera descubrirla, jugaba con su dedito en el umbral de la entrada trasera, incluso entrando un poco en el pasadizo de vez en cuando.

Entretanto la morena había trabajado y trabajado y sentía ahora que él estaba a punto de alcanzar su objetivo. No es que hubiera conseguido empalmarse. Pero los nervios y músculos de su máquina del amor temblaban y se agitaban y, allí estaba la clave, sus jugos amorosos empezaban a fluir.

No como una rociada espesa, sino apenas gota a gota.

No era el primer dardo que la morena hubiera manipulado de esa manera. De hecho esta forma particular de hacer el amor era la especialidad del establecimiento de Madame Laura, y todas sus chicas eran expertas. Por ello a la morena no le importaba beberse su jugo, al mismo tiempo que le estrujaba el dardo y le abrazaba estrechamente entre las piernas de él para limpiárselo completamente.

“Muy bien,” murmuró apartando a las chicas. “Muy bien.”

“Quedaos un momento donde estáis,” dijo la morena. Se hizo con un cuenco con agua y una toalla e hizo un trabajo de experta limpiando por delante y por detrás, dándole una buena lección a Grushenka, que nunca había hecho ella misma esto antes.

Luego las muchachas le arreglaron adecuadamente los pantalones, incluso le cepillaron, aunque no había ni la más mínima mota de polvo en sus ropas, le ayudaron a ponerse el largo abrigo y le dieron, como buenas criadas, su sombrero de tres picos con las plumas incluidas. Habló cordialmente con ellas, riñendo a la rubia por haberle fastidiado al principio, diciendo que se lo diría a Madame. Pero era todo en tono de broma y Grushenka pudo ver que un caballero muy correcto y satisfecho dejaba la cabina dándose importancia como correspondería a un hombre de mayor nivel. Antes de salir le dio a cada muchacha alguna moneda.

Apenas se había ido, las muchachas estaban arreglándose ante el espejo, cuando Madame Laura entró precipitadamente. “¡Devolved el dinero!” gritó y extendió la mano. “Devolvedlo y volved al trabajo o tendré que espabilaros.”

Para sorpresa de Grushenka ambas muchachas entregaron el dinero sin protestar. Madame Laura lo contó cuidadosamente y quedó satisfecha de que su visitante pagara bien. Pellizcó las mejillas de las chicas y añadió sonriente. “Un pajarito divertido, ¿verdad? Puede que no pueda ponerse tieso y él todavía adora su máquina. Aunque habéis conseguido deshaceros de él rápidamente. La última vez las chicas tuvieron un trabajo terrible hasta que el viejo loco fue capaz de alcanzar su objetivo.” Y arrastró a sus pollitas fuera de la habitación.

Toda esta escena había sido una revelación para Grushenka. Madame Laura tenía aparentemente una actividad complementaria de su negocio de ropa que atraía a muchos clientes y que manejaba bastante abiertamente. En la cabeza de Grushenka se abrió paso la idea de que su amiga Marta también podía ser usada para tales propósitos. Pero entonces, a pesar de su propio aprieto, tuvo que reírse ante la idea de que aquella Marta gordita con su nariz respingona pudiera hacer el amor con gente refinada. Desde luego Marta era solo una costurera. Cuando se paró en la calle antes de llevar a Grushenka con Madame Laura tenía que haber sido porque tuviera miedo de que Grushenka fuera usada como “modelo”.

Ahora Grushenka era plenamente consciente del peligro en el que estaba. ¿Mandaría Madame Laura a buscar a la policía? ¿Sería devuelta a la casa de Sofía? Pero en ese preciso momento oyó bullicio en el otro compartimento y volvió a su puesto de observación.

Descubrió a una pareja que estaba comprando un vestido, un traje de noche verde afelpado que acababan de comprar. La mujer, que llevaba el vestido en la mano y estaba dando órdenes respecto a cómo cambiarlo a su gusto, tenía alrededor de cuarenta años,  menuda, pero con tendencia a engordar. Sus brazos y piernas, que parecían ágiles, eran cortos, redondos y poco atractivos; su abultado seno, cuya  parte superior dejaba al descubierto el costoso traje de tarde, mostraba una piel castañorrojiza.

Los profundos ojos negros eran duros y crueles, mientras que los labios, siempre fruncidos en una sonrisa afectada, intentaban esconder su verdadera naturaleza.

La acompañaba su marido, un tipo fornido de su misma edad, anchos hombros, tonto y calzonazos. Repetía todo lo que ella decía con una risa de caballo tonto de su propia invención y parecía sin voluntad, que probablemente no necesitaba estando atado a semejante compañera.

Se había iniciado una acalorada discusión. Madame Laura elogiaba llena de excitación el valor del vestido, mientras la mujer pedía una rebaja teniendo en cuenta que era su primera compra en la famosa tienda de ropa de Madame.

Cuando finalmente se acordó una suma moderada, la mujer miró alrededor, hacia las modelos y declaró que le gustaría que una modelo determinada le llevara el vestido a su casa aquella noche. La muchacha que señalaba era una morena alta, bien hecha. Su piel inusualmente blanca atrajo la admiración de Grushenka.

Madame Laura miró un momento a su chica y dudó. Pero luego, con una reverencia, declaró que la chica estaría en casa de su Señoría y a su servicio aquella noche.

El marido pagó, con una risa estúpida y un comentario de su propia cosecha, “Una mujer tiene que hacerlo siempre a su manera.” Los ojos de la chica alta siguieron, con expresión avergonzada, a los clientes que se iban.

“¿Estás bien del todo o todavía estás mala?” exigió Madame Laura.

La muchacha se levantó el vestido, murmurando un “¡Oh!” indignado y, abriendo la raja de sus calzones, se metió el dedo en el nido del amor del que sacó un trozo de algodón. Parecía limpio.

Madame tomó un pequeño trozo de tela blanca, se la enrolló alrededor del dedo y lo insertó profundamente en el orificio.

Cuando volvió a sacarlo no había rastro de sangre.

“¡Eres una falsa!” gritó Madame Laura. “La mitad del tiempo me dices que tienes la menstruación y la otra mitad que estás a punto de tenerla. Todo el tiempo quitándote de en medio, ¿eh? Y eres más fuerte que cualquier otra de las chicas de aquí. ¡Miserable mentirosa!  En todo caso ¿cuánto tiempo hace desde que probaste el látigo por última vez?”

“La semana después de Pascua,” contestó dócilmente la muchacha.

“Bien,” replicó su ama, “debería darte ahora una buena dosis de latigazos por mentirme. Pero en su lugar irás a casa de esta gente esta noche y harás cualquier cosa que ellos quieran, todavía no sé cuáles, y si Madame está satisfecha contigo, lo pasaré por esta vez. Pero si oigo que no ha ido perfectamente no malgastaré mi tiempo y mi fuerza otra vez con tu espalda, que, en todo caso, es demasiado fuerte para mi látigo, sino que te mandaré a la policía y dejaré que te den veinticinco golpes con el knut (N. del T.: especie de látigo utilizado por la policía rusa). Esto te curará la pereza, golfa.”

(Debe advertirse aquí, para la comprensión del lector moderno, que en Rusia los criados se enviaban con una carta y una pequeña cantidad de dinero a la estación de policía más cercana, donde se les aplicaba el castigo solicitado, normalmente con el knut , sobre la espalda o las nalgas. Luego el criado llevaba de vuelta a su amo un recibo por el dinero y un corto informe sobre el castigo aplicado. Esta costumbre se mantuvo en las principales ciudades hasta finales del siglo XIX.)

“¿Para qué quiere esta pareja una chica?” preguntó una de las chicas mientras desalojaban el lugar. La pregunta quedó sin respuesta.

Grushenka se movió en la semioscuridad de su jaula. No se atrevía a pedir ayuda. Estaba hambrienta y sedienta.

Recordó que la otra cabina tenía algo de agua en una mesa rinconera. Buscó a tientas, encontró una mesa similar y un cuenco de plata con agua. Bebió a grandes tragos y volvió al sofá.

Los minutos pasaban arrastrándose. Escuchó voces y risas en las cabinas vecinas a la suya, pero no se molestó en espiar. Luego, para mantener la mente apartada de su propia angustia, volvió a una de las mirillas.

La escena mereció su atención. La clienta de la habitación tenía un aspecto extraño. Era de unos treinta años de edad y parecía más huesuda que musculosa. Llevaba ropa de montar con líneas rectas, bien ajustada en el cuello y las muñecas. Tenía ojos muy inteligentes, boca dura y mejillas sin color, lo que le daba una apariencia muy poco atractiva. Había conseguido de Madame Laura una modelo adorable y ciertamente había pagado suficiente para divertirse con ella.

La modelo era una rubia natural de peso medio, pechos llenos y una expresión de inocencia en la cara. Era bastante femenina y, aunque de veinte años, parecía casi aniñada.

La mujer estaba ocupada quitándole el corsé a la muchacha. Tomó los pechos suaves, blancos como la leche, en sus manos huesudas y admiró los pequeños pezones. Restregándoselos contra la mejilla y besándolos en plan juguetón, farfulló; “Eres una buena chica, ¿verdad? No permitirías que esos brutos, esos hombres, te tocaran, ¿verdad?”

“Oh, no ¡Nunca!” contestó la muchacha. “¡Jamás! ¡Yo solo sirvo a señoras! Madame Laura ni siquiera permitiría que un hombre me mirara.”

“Sí, unos pechos tan suaves, unos pezones tan pequeños, sin tocar, niña adorable,” siguió la clienta. Cada vez más emocionada, se arrodilló ante la muchacha, le soltó los largos calzones y se los quitó con una suavidad acariciadora inesperada en una mujer con unos pies y manos tan grandes. Luego empezó a restregarse las mejillas contra el Monte de Venus, subiendo y bajando por los costados de la muchacha con tiernas caricias de sus manos.

La muchacha se miraba en el espejo, sin preocuparse de lo que la mujer le hacía. Le torturó un poco los pechos, le arregló un rizo que no estaba en su sitio y se humedeció los labios con la lengua para hacer que parecieran frescos y alegres.

Ella abrió mecánicamente las piernas cuando la mujer insertó el dedo índice de su mano derecha en su gruta y empezó a besarle el vientre y el vello rubio y rizado que florecía alrededor de la entrada de aquella caverna tentadora. Cedió de buena gana cuando la mujer la trasladó al sofá. Allí se estiró, se dio la vuelta y se colocó un cojín bajo la cabeza, dejó que una pierna cayera al suelo y se dobló de tal manera que su abierta raja cayera en el borde del sofá, dispuesta de buena gana a aceptar lo que iba a venir.

Ahora la mujer empezó a hacerle el amor sistemáticamente, interrumpiendo el juego de lengua sobre los labios del delicioso punto, y entre ellos, con muchos grititos poéticos, como si hubiera encontrado una pieza de joyería preciosamente tallada.

Pero la propietaria de esta pequeña obra maestra no parecía estar impresionada. De hecho, cuando su clienta apretó la boca vigorosamente en el punto y empezó a chupar con gran fuerza, agarrándola al mismo tiempo con firmeza por las nalgas y apretando hacia su lengua que trabajaba con fuerza, la rubia se restregó la nariz y se alisó el pelo como si ni siquiera fuera consciente del trato que estaban recibiendo sus partes del amor. Por supuesto que de vez en cuando, al recordar de que iba aquello, ponía la mano en la cabeza de la trabajadora lesbiana, movía las nalgas en círculo con lentas convulsiones y emitía profundos gruñidos.

Pero, aburrida de su propio comportamiento, pronto se olvidaba de participar.

Grushenka estaba desconcertada ante esta frialdad o, mejor, insensibilidad, de la rubia. Le caía bien la mujer excitada, que ahora se apretaba las rodillas con fuerza, meneaba el trasero en el aire, la cara se le volvía roja y empezaba a sudar dentro de su ropa ceñida. Finalmente gruñó y la rubia, tomando esto como una señal de que el clímax estaba cerca, hizo un último esfuerzo y se movió enérgicamente contra la boca chupadora con suspiros simulados de lujuria.

La clienta se puso en pie, toda la cara empapada, probablemente en su propia saliva, mientras la rubia traía perezosamente un poco de agua y una toalla y limpiaba el húmedo y sudoroso rostro. La clienta ya no estaba en el punto más alto del encanto.

“Bien, ¡ya está!” dijo la mujer. “Tú, guarra inútil, tumbándote de espaldas para cualquiera que pague el precio. Las mocosas como tú deberían ser azotadas cada día durante una hora hasta que abandonaran sus vidas descaradas y se negaran a abrirse de piernas para todo el mundo y para cualquiera. Eres una maldita furcia, eso es lo que eres, y no mereces el pan que te comes. Oh, bueno, en todo caso así son las cosas, lo haces por dinero y aquí está un poco.” Y puso algunas monedas bajo un cojín, aparentemente lo más lejos posible,  como para no tener ni siquiera que tocar al piel de la mano de la muchacha. “Aquí, cerda gorda.” Y salió precipitadamente de la sala.

Las palabras habían hecho blanco en la rubia y, mientras se limpiaba su propio nido del amor para secarlo después del  húmedo ataque miró su figura en el espejo con minuciosa vanidad. Sin embargo Madame Laura entró apresuradamente, fue directa al cojín y tomó el dinero.

“¡Ajá!” pensó Grushenka, “Madame también está mirando, probablemente desde el otro lado de la cabina.”

Madame no estaba muy satisfecha con la cantidad de dinero que encontró. “Realmente te estás haciendo cada día más perezosa,” se volvió hacia la muchacha. “Tienes un nuevo novio, ¿verdad? Y probablemente él  lo consigue todo de ti . Al menos podías fingir mejor de lo que lo haces. ¿Qué os ocurriría a tu padre y a ti si dejo de pagarle?  No tendríais ni un mendrugo de pan que comer.

Pero tal vez eso fuera bueno, porque te estás poniendo más gorda cada día. Ahora date prisa y ponte algo de ropa interior negra y el vestido de noche blanco de cuello bajo. Hay algunos clientes en la cabina cuatro. ¡Venga!”

No había nada más que mirar en la otra cabina. Grushenka se volvió a tumbar en el sofá. Pasó el tiempo. Se quedó dormida hasta que alguien abrió la puerta y le dijo que saliera. Era Marta, que venía a llevarla de nuevo a la habitación privada de Madame Laura. Ahora el rostro de Madame Laura había cambiado. Estaba resplandeciente y lleno de cordialidad.

“Mi querida muchacha,” sonrió, “he dedicado a tu caso una consideración minuciosa y estoy de acuerdo contigo en que hayas escapado del servicio de Madame Sofía. Te voy a ayudar, y tengo una gran sorpresa reservada para ti. Vístete y vete a casa a pasar la noche con tu querida amiga Marta. Volved aquí mañana al mediodía exacto, y dejádmelo a mí. Veré de conseguir que tengas un futuro feliz. Como no puedo permitirme alojar a una prófuga tendré mañana para ti un magnífico sitio donde vivirás como una reina. Como lo que puedes esperar, con lo hermosa que eres...” Y siguió en este plan.

Laura incluso les preguntó si tenían algo realmente bueno para comer esa noche o si podía suministrarles algo. Y, después de que las muchachas le aseguraran que tenían todo lo que necesitaban, obsequió a Grushenka con una amplia cinta bordada que pegaba muy bien con el vestido de campesina que llevaba.

Las muchachas se despidieron con una reverencia y dejaron la casa. Una vez fuera, Grushenka contó lo que había visto, pero no era nada nuevo para Marta, que había oído hablar de estas cosas pero que realmente no podía entender lo que significaban porque era completamente virgen.

Pero Grushenka se acostó desvelada y pensando durante largo rato aquella noche. No confiaba en Madame Laura y nunca volvería con ella. Tendría que dejar también a Marta, sin decirle adónde iba. Madame Laura probablemente la buscaría o se lo contaría a la policía o a Sofía. Por tanto Grushenka tendría que desaparecer de la vista.

No sabía que Madame Laura había recibido una respuesta a su carta de amor, de un anciano caballero, que le había escrito que estaría encantado de comprarle semejante belleza a Madame Laura, pero que no podía ir antes del día siguiente al mediodía. Al día siguiente al mediodía se quedó defraudado, y Marta mantuvo su explicación de que Grushenka había desaparecido, que tenía que haberla pillado la policía.

Madame Laura finalmente la apoyó en esa creencia. Al menos estaba satisfecha de que Marta no supiera el paradero de Grushenka. Estaba muy dolida al respecto, porque habría podido conseguir un buen precio por la venta de la muchacha.

Sin embargo no quiso investigar demasiado, porque era mejor no mezclarse en asuntos de una esclava huida.