Grushenka, Cap. IV

El aprendizaje de Grushenka

CAPÍTULO CUATRO

Las semanas que siguieron a su violación fueron quizás las más felices de la juventud de Grushenka. Al menos, se la veía mejor que nunca y se convirtió en una belleza arrebatadora. Había despertado. Los días de sueños habían pasado y dejaron su lugar a una vivacidad animada y a un buen humor permanente. Muchas veces, llena de ganas de hacer diabluras, gastaba bromas a las otras chicas y a los sastres, y a veces la castigaban a tener que estar en un rincón oscuro o a recibir unos cuantos golpes de látigo. No eran castigos severos. La muchacha tenía tal aire de buen corazón y felicidad a su alrededor que nadie podía realmente enfadarse con ella.

Las razones de su cambio fueron las siguientes: a los pocos días de perder la doncellez había ido a enseñar a su ama un nuevo vestido,  uno azul claro, esponjoso, con muchos lazos y encajes. A la Princesa le había gustado y, un poco de pasada, le había ordenado a la muchacha exhibir el encantador nido del amor que tenía allí abajo; quería ver que cambios se habían presentado en la preciosa y sonrosada ciudadela como resultado del asalto lanzado contra ella no hacía mucho.

Obedeciendo a su orden, Grushenka se levantó el vestido con cuidado por la parte delantera; luego otra muchacha abrió la raja de los bonitos pantalones del modelo y la Princesa echó un vistazo a fondo. No había ningún cambio. Nelidova pensaba que un pullazo podía no significar un gran cambio, pero que si la dulce florecilla paladeaba los aguijones de la abeja un poco más a menudo, los labios rosados y finos se convertirían ciertamente en gruesos y vulgares. Por tanto ordenó a Katerina que Grushenka a partir de ahora tenía que ser penetrada a diario, y que Katerina debería suministrarle varios hombres para que el asunto estuviera adecuadamente atendido.

A Katerina le disgustaba esta nueva orden, porque no podía imaginar la razón. Pero, ¿qué podía hacer ella? Trasladó la cama de Grushenka a una habitación aislada en el sótano y, después de la cena, le dio instrucciones a la muchacha. La obsequió con un ungüento y le ordenó extendérselo cada día, después de cenar, en el valle en el que se iba a librar la batalla. Este ungüento era para matar a los agentes de la paternidad que pudieran haber recorrido el camino hasta su útero. Las irrigaciones, que debían hacerse después, asegurarían doblemente que no acabaría con el vientre hinchado.

Al poco tiempo le envió un mozo de cuadras a la habitación de la muchacha, un pelirrojo, pecoso, de pequeño tamaño, que sonreía encantado. El hacer el amor por parte de los sirvientes estaba controlado, pero de vez en cuanto se les permitía meterla un poco. No era ni la mitad de lo necesario y siempre ansiaban la oportunidad. Muy a menudo había encuentros amorosos entre dos siervos y a veces se les permitía casarse, recibiendo del amo una choza y un poco de tierra que tenían que cultivar, además de la tierra del propietario de la finca. Más a menudo, cuando alguna chica se quedaba preñada, el amo mandaba a uno de sus hombres casarse con ellas.

Siempre era una fiesta que le permitiesen a uno meterla y normalmente se hacía sobre el heno de los establos o en algún sitio del campo. ¡Una buena fiesta en una cama y una orden de ir hasta el límite era un placer! Cuando las noticias llegaron al establo, los hombres se lo jugaron a los dados y el pelirrojo fue muy envidiado cuando ganó.

Grushenka estaba sentada en la cama, intranquila. Se colocó una mano sobre los pechos, mientras la otra agarraba por delante su tenue vestido. Con voz lastimosa le suplicó que no la tomara, que la perdonara. Todavía le duraba en los huesos la impresión del encuentro con Iván.

Pero el pelirrojo tenía otras ideas. Tiró al aire las zapatillas, se salió de la camisa y de los pantalones, y aseguró a la asustada muchacha que sería como si fuera su noche de bodas y que él no necesitaría ninguna ayuda, como Iván.

Nanay, haría solo el trabajo y minuciosamente.

Cuando se puso delante de ella, desnudo, con su máquina del amor lista para el placer esperado, Grushenka no sabía que hacer. Se arrodilló delante de él y le imploró que la dejara ir, pero él la sujetó del pelo y le apretó la cara contra su tembloroso dardo y se rió con ganas cuando intentó forcejear. Luego la levantó en peso y la tiró en la cama.

“Para una metida rápida en el bosque,” dijo, “está bien hacerlo con la ropa puesta, pero tendré que desnudarte, mi pequeña novia. Así es mucho más agradable.”

Empezó a soltar los broches de su camisa y a arrancársela. Grushenka sintió que resistirse no funcionaría y que su ropa acabaría rota, y eso significaba el látigo, así que se desabotonó la blusa por sí misma y continuó con los pantalones mientras su amante-por-orden alababa su cambio de actitud.

Cuando se tumbaron vientre sobre vientre, Grushenka suplicó y rogó de nuevo. Ella era muy hermosa y el pelirrojo no tenía ninguna razón para hacerle daño. Prometió que sería cuidadoso y le explicó que, si era buena chica, no le haría ningún daño; que, de hecho, le iba a gustar y que, si seguía sus instrucciones, los dos se lo pasarían profundamente bien. La asustada muchacha prometió hacer todo lo que él dijera, y él siguió adelante con mucho cuidado. Cosquilleó su rosado blanco durante un instante con la punta de su dardo, luego insertó el arma de forma escalonada, retrocediendo siempre un poco y arrastrándola de nuevo dentro, cada vez más, hasta que su vello rozó sobre el afeitado Monte de Venus. Luego preguntó si le había dolido y Grushenka contestó con una voz suave y maravillada: “Solo un poco. ¡Oh! Ten cuidado.”

Pero no le había dolido en absoluto. Era solo una sensación divertida, no exactamente excitante, pero casi placentera. El pelirrojo le dijo que moviera las nalgas arriba y abajo, cosa que hizo, mientras yacía rígido y fuerte, hasta que él también empezó a subir y bajar y a empujar, olvidándose finalmente de sí mismo hasta el punto en el que empezó a buscar frenéticamente el clímax sin pensar un momento en la satisfacción de su pareja. Grushenka no contestaba a sus caricias. Todavía tenía miedo de que pudiera volver a hacerle daño. Pero mantenía los brazos cerca de su espalda y, cuando finalmente él alcanzó el punto más alto de su pasión le apretó firmemente contra su vientre y sintió algo parecido a la satisfacción cuando sus jugos calientes se extendieron dentro de ella.

El pelirrojo no había tenido bastante. Se quedó en la cama bromeando con Grushenka. Jugueteó con sus pechos y su nido del amor, se rió al ver que estaba afeitada y le pellizcó el trasero con buena intención. Ella descubrió que la tenía otra vez tiesa y no le rechazó cuando le volvió a poner de nuevo su arma, un arma que no era tan fuerte y terrible ahora como había sido antes. Esta vez el temor se había disipado. Se preguntó: así que esto es lo que llaman “meterla”. Pensó: “Realmente no es tan malo”.

Todavía no le entusiasmaba, aunque lo sentía como algo agradable.

Esta vez el pelirrojo tuvo que trabajar duro para escalar a las alturas del éxtasis. Grushenka le ayudó muy poco, aunque le acariciaba la espalda tímidamente con la mano e intentaba hacer el pasadizo todo lo pequeño que podía para que la máquina deslizadora de allí abajo pudiera conseguir toda la fricción posible.

Después de terminar empezó a moverse y a subir y bajar. Ahora ella quería algo más para ella. Pero él deslizó fuera de ella su cansado dardo del amor. Ella estaba cansada y se durmió tan profundamente que le costó levantarse a la mañana siguiente.

Todas las noches después de cenar venía un hombre nuevo a tirársela. A veces eran mayores y brutales y no se desnudaban, se limitaban a tumbarla sobre la cama y metérsela y le daban una palmada en las nalgas y desaparecían. A veces eran solo muchachos, tímidos, y Grushenka se lo pasaba muy bien provocándoles y trabajándoselos y, finalmente, seduciéndolos muchas veces, de modo que salían de la habitación temblándoles las rodillas.

Grushenka aprendió a amar el asunto. No podía decir cuando experimentó por primera vez las alturas del éxtasis, que le habían dicho que formaban parte del acto. Pero, después de que  hubiera ocurrido, tenía éxito en llegar a la emoción suprema con todos los hombres, y media docena de veces, si le gustaba su pareja.

Aprendió a hacer el amor y pronto de convirtió en una amante apasionada. Los sirvientes de la casa que la habían probado la alababan con ojos brillantes. ¡Vaya muchacha! ¡Qué figura! ¡Vaya amante! ¡Un volcán!

Hubo semanas agradables, semanas emocionantes, semanas durante las cuales su cuerpo se llenaba y su mente se aclaraba, semanas sin sueños, llenas de realidad. Miraba a las otras muchachas con curiosidad investigadora. Aprendió de ellas sobre sus asuntos amorosos, y estudió a su ama con ojos evaluadores.

Se preguntaba, ¿no podría ella apañárselas para conseguir un muchacho agradable como marido y una casita con algunos acres y tener también hijos? ¿Por qué no? Aprendió quién influía sobre el amo y el ama, e hizo planes; puso los ojos en uno de los mejores servidores personales del Príncipe y, aunque nunca hablaba con él ni se acostaba con él, creía que se había enamorado de él.

Pero todo aquello se acabó de repente, y fue de nuevo su ama la que provocó el cambio, su ama que era, por derecho y por ley, el destino de Grushenka.

Nelidova acostumbraba a empezar muchas cosas, daba muchas órdenes y se olvidaba de ellas. Su mente divagaba.

Todo lo que no tuviera que ver con su amante (del que tendremos que hablar más tarde) se hacía un poco al azar. Pero Nelidova recordó una noche, cuando venía del dormitorio de su marido, después de una larga batalla amorosa, que Grushenka había sido su medio de averiguar como cambiaba un nido de amor con las repetidas visitas de muchos pájaros del amor. Así que envió a buscarla.

Grushenka había tenido un rápido e insignificante encuentro con un hombre mayor aquella noche, como una hora antes, y estaba todavía despierta cuando la criada personal de Nelidova vino a buscarla. Se puso una sábana alrededor de los hombros y se dirigió, desnuda y descalza, a la cámara de su Alteza. (Hay que recordar que toda la gente, de clase alta o baja, hombre o mujer, dormía sin camisa de noche en aquellos tiempos, y se dice que María Antonieta, unos cincuenta años más tarde, fue la primera en ponerlas de moda.)

Nelidova acababa de lavarse y estaba sentada desnuda, delante de la mesa de su tocador, mientras una de las criadas le trenzaba el largo pelo negro en coletas. Estaba de buen humor y le dijo a Grushenka que esperara a que terminaran con el pelo. A los pocos minutos tomó en su regazo a la muchacha desnuda. Preguntó si se la habían metido a diario, si las herramientas habían sido grandes y largas, si había aprendido a hacer adecuadamente el amor y si le gustaba. Grushenka contestaba automáticamente  “Sí” a cada una de las preguntas.

Luego Nelidova abrió suavemente las piernas de la muchacha y la examinó a conciencia. No había cambios a la vista. El pequeño nido del amor era tierno e inocente, como si jamás hubiera soportado ni una sola máquina masculina. Las labios tal vez fueran un poco más rojos, y más llenos, pero todavía estaban firmemente cerrados y eran delgados. La Princesa los abrió y toqueteó a la muchacha, que se estremeció bajo sus caricias. La Princesa la movió algo más hacia sus rodillas, abrió un poco sus propias piernas y observó su propio nido de amor, que estaba muy abierto y con gruesos labios como alas.

Aparentemente no era el hacer el amor sino la mano de la naturaleza lo que había hecho la diferencia. Todo parecía ir bien y la Princesa estaba a punto de mandar a su doble a la cama de nuevo, pero, en su falta de satisfacción con el amor imperfecto que había recibido de su marido, se sintió inducida a jugar más con el nido del amor de Grushenka. Su dedo empezó a rozarla con más insistencia. Le sobó también la entrada trasera, luego volvió a la puerta principal. Grushenka se inclinó hacia el hombro de su ama, pasó un brazo alrededor de ella y, con la mano libre, acarició los pechos llenos de Nelidova y sus pezones.  Ella se preparó para alcanzar el éxtasis, meneando el trasero todo lo que podía en su posición sentada.

Justo cuando Grushenka empezaba a sentirse a gusto la Princesa se sintió enfadada de que la muchacha disfrutara con ello mientras que ella solo sentía que su nido del amor la estaba incomodando. Con su antigua maldad pellizcó a Grushenka entre las piernas con sus uñas puntiagudas, haciéndole un  terrible daño en las tiernas partes internas de los labios. Asustada y gritando, Grushenka saltó del regazo de la mujer, sujetándose con las manos la zona dolorida, eludiendo instintivamente a su ama. Nelidova, enfadada por los gritos de la muchacha, los nervios desquiciados, dijo que la culpable tenía que ser castigada. Mientras buscaba una zapatilla de cuero sus ojos tenían una expresión espantosa. Regañó a Grushenka y la hizo tumbarse en su regazo.

A continuación cayeron sobre las nalgas y los muslos de Grushenka palmadas restallantes. El dolor se transformaba en un rayo caliente con cada golpe que le atravesaba el cuerpo. La zapatilla no tenía piedad. Grushenka se agitaba y pataleaba, lloraba y gritaba, luego atenuó su llanto en sollozos. Sentía las nalgas y las piernas como si le hubieran aplicado un hierro al rojo.

La lucha posterior ante sus ojos no dejó a la Princesa insensible. Empezó a sentirse un poco mejor; no, sentía agudamente que su nido del amor estaba ardiendo, y actuó en consecuencia.  Dejó caer a Grushenka en la alfombra, luego le sujetó la cabeza y la forzó a colocarse entre sus propias piernas abiertas. Una de sus criadas viendo lo que iba a pasar se apresuró a colocarse tras su ama, le abrazó los pechos y, llegando con los brazos desde la parte de atrás, tiró de ella suavemente hacia atrás, colocándola así en una postura en que pudiera disfrutar.

Grushenka no sabía que hacer. Había oído, por supuesto, que la Princesa era aficionada a que le besaran entre las piernas sus criadas de dormitorio, y sabía que se suponía que algunas sirvientas hacían lo mismo entre ellas. (El “amor entre señoras” era en aquel tiempo más común de lo que lo es hoy. Era un arte practicado con gran delicadeza en los harenes, y la familia rusa era todavía muy parecida a un harén.) Pero Grushenka no sabía exactamente que se esperaba de ella, nadie le había enseñado estas cosas. Estaba medio sofocada por la apasionada presión con la que la Princesa le apretaba la cara contra el expectante orificio. Besó o intentó besar el vello que rodeaba la entrada; pero mantuvo la lengua dentro de la boca, y solo los labios rozaron y restregaron por encima el campo de batalla.

Nelidova consideró este tratamiento resistencia obstinada. Dejó ir a Grushenka y la apartó con una firma patada con sus pies desnudos. Una de sus criadas de dormitorio ocupó inmediatamente el lugar de Grushenka (la muchacha dijo más tarde que lo había hecho para evitar un asesinato, tanta locura había en los ojos de su ama) y, con caricias aprendidas y apropiadas de su lengua, llevó a la joven y apasionada Princesa hasta la satisfacción. Nelidova alcanzó su objetivo gruñendo y gimiendo, maldiciendo y mezclando con sus palabras tiernas expresiones que se suponía estaban dirigidas a su amante. Finalmente cerró los ojos y colgó exhausta en los brazos de la sierva que la sujetaba. Las criadas la llevaron a la cama y la dejaron suavemente entre las sábanas. Grushenka se escabulló de la habitación esperando que todo estaría olvidado al día siguiente. Se hizo el propósito de preguntar a una de las chicas como satisfacer al ama en caso de que fuera llamada de nuevo para esta tarea.

A la tarde siguiente quedó claro que Nelidova no había olvidado. Ordenó que Katerina se presentara con Grushenka. La Princesa ordenó brevemente y sin explicaciones: “Dale a esa chica cincuenta latigazos con el látigo de piel de vaca trenzada y hazlo tú misma. Y de ahora en adelante no se le permitirá que se la metan.”

Katerina apretó los labios. Si seguía las órdenes de su ama la muchacha estaría muerta al crepúsculo. Nunca podría soportarlo. Los hombres morían con menos que ese número de golpes.

Llevó a la temblorosa y sollozante muchacha al sótano, donde en un rincón alejado había una sala para el castigo de los siervos, equipada con instrumentos de tortura. Katerina la llevó al bloque de flagelación y Grushenka, con los ojos bañados en lágrimas, se desnudó sin resistencia y se tumbó sobre la especie de silla de montar del centro del bloque. Katerina le encadenó las manos y los pies a unos anillos. Luego preguntó a la asustada muchacha y Grushenka, con la cabeza colgando hacia el suelo, le relató los acontecimientos de la noche anterior.

Katerina pensaba intensamente mientras sopesaba los diferentes látigos en busca de uno más ligero. Miró el cuerpo blanco, desnudado para el castigo. Luego miró el látigo y lo tiró.

“¡Escucha!” dijo. “Una no debería confiar en semejante perra como lo eres tú, pero te perdonaré si puedes mantener la boca cerrada. Inmediatamente después  de esto te meterás en la cama y te quedarás allí durante dos días y estarás enferma, dirás a todo el mundo que te puse encima ropa húmeda para que no se te hicieran ampollas en la piel. Si haces lo que te digo, te librarás con poca cosa, porque no sabías hacerlo mejor y no fue culpa tuya.”

Tras esto Katerina la golpeó varias veces con mano dura sobre las nalgas, lo que no dolía menos que la zapatilla de la noche anterior. “Y una cosa más. Vas a aprender a hacerle el amor perfectamente a una mujer para que lo sepas mejor la próxima vez. ¿Entendido?”

Katerina tenía algo en mente cuando tomó esta decisión. Nelidova estaba gastando sus criadas a ritmo rápido y Katerina siempre tenía que suministrar otras nuevas. La Princesa, con todo lo cruel y bestial que podía ser (como mucha gente que llega de la nada al poder) era igualmente de buen corazón y cuidadosamente amigable cuando estaba de buen humor. A ninguna de sus criadas personales le gustaba quedarse mucho tiempo con ella. El pequeño látigo de cuero de empuñadura dorada estaba siempre demasiado cerca y el humor del ama cambiaba con demasiada rapidez. La forma de escapar de ella era casarse. A veces se lo pedían abiertamente y conseguían lo que querían, incluso el hombre que habían elegido para ellas mismas. A veces hacían para quedarse preñadas y entonces las reñían o incluso las dejaban algunos días en una sala a oscuras a pan y agua. Nunca eran castigadas muy severamente (las mujeres orientales tienen un respeto religioso hacia la mujer preñada) y al final le buscaban normalmente un marido. Luego era cosa de Katerina encontrar otra criada; guapa, de buena figura, bien entrenada para lavar y vestir al ama, despierta, entusiasta y también una buena lesbiana.

Las criadas vivían en una gran sala donde, cuando no estaban ocupadas, esperaban la llamada de la Princesa. Pasaban el tiempo contando historias lascivas, jugando unas con otras, dándose gusto en reuniones para hacer el amor. Siempre estaban listas para eso, porque solo llevaban ligeras blusas rusas, con un escote tan bajo que la mitad del pecho estaba expuesto, y amplias faldas sin ninguna otra ropa debajo. Al agacharse y levantarse la falda ofrecían la postura adecuada para el látigo y tumbándose y subiéndose la falda estaban listas para un jueguecillo de lengua.

Después de que Grushenka pasara dos días en soledad en la cama, fue entregada a una instructora eficiente en los artes del juego de lengua. Tres o cuatro muchachas jóvenes, de no más de diecisiete años, fueron forzadas por esta mujer, que tenía más de treinta y entendía bien su trabajo. Las chicas tenían que aplicarse el tratamiento unas a otras y luego tenían que mostrarle su habilidad a la profesora trabajando sobre ella. Si no hubiera sido por el hecho de que esta profesora siempre tenía una vara en la mano que utilizaba si no estaba satisfecha, Grushenka habría disfrutado de su instrucción.

Cuando la pusieron delante del nido del amor de una jovencita rubia y le dijeron que lamiera primero alrededor de los labios, luego entrara al orificio de atrás y finalmente se concentrara en el pequeño brote que sobresalía hacia la cumbre, le gustó y sintió las cosquillas del movimiento de su lengua. Tal vez porque esta muchacha respondía muy bien, estremeciéndose de gusto y pasión bajo la tierna lengua de Grushenka. Grushenka también disfrutó enormemente cuando una de las muchachas se ocupó de su propio hambriento orificio, y respondió con tanto deleite que la profesora tuvo que detener la actuación antes de que llegara a su objetivo. A Grushenka no le importó.

Cuando le llegó el turno de demostrar sus habilidades recién adquiridas haciéndole el amor a su instructora, deslizó, sin que se notara, un dedo en su propia raja, y, mientras se restregaba la tan buscada cima, le hizo el amor a la mujer con una habilidad tan sorprendente que esta corneja madura profetizó que ella, Grushenka, llegaría a ser una amante famosa. La mayoría de las campesinas aprendían a tiempo de satisfacer incluso un refinado amor entre señoras, pero lo hacían automáticamente, se perdía el vigor, y esa fluidez del amor que no podía describirse.

Grushenka nunca más volvería a ser tocada por un hombre. Sin embargo la pequeña diversión que tenía mientras aprendía a ser amante de señoras se terminó rápidamente.

No sabía que hacer para satisfacer la pasión que había desarrollado. ¿Debería tomar un amante secreto, como hacían tantas otras muchachas? Había el peligro de que la pillaran y terminara con los huesos rotos en el potro. ¿Debería empezar un asunto con otra muchacha? Eso también podría llevarla a algún terrible castigo. Probó con su propio dedo, incluso robó una vela y jugó consigo misma en la cama. No estaba bien; de hecho se sentía infeliz al día siguiente y lloraba sin razón. Pero, mientras hasta allí su vida había sido como la de la mayoría de las otras muchachas, estaba a punto de empezar un nuevo y excitante capítulo para ella.