Grushenka, Cap. III

Grushenka castigada y desvirgada por deseo de su ama

CAPÍTULO TRES

A la mañana siguiente, bastante temprano, Grushenka, que había dormido profundamente en una cama que le pareció la mejor que había tenido nunca, fue despertada por un griterío ruidoso. Con ojos interrogantes miró a su alrededor. Cientos de muchachas y mujeres parecían animar el gran desván, bostezando, gritando, parloteando y riendo en una confusión de lavarse y provocarse y vestirse y advertencias de que se dieran prisa. Realmente eran solo sesenta y tres sirvientas las alojadas aquí, con edades desde los quince hasta alrededor de los treinta y cinco. No se admitían en el palacio de la ciudad mujeres más jóvenes o más viejas.

Las muchachas se ponían todo tipo de vestidos, según fueran sus obligaciones; las criadas de la cocina, vestidos oscuros de lana; las de la mantelería y cubertería un traje blanco a modo de uniforme; el equipo de costura, cachemiras de flores. Las criadas de cámara personales y de dormitorio de la Princesa, entre ocho y diez, y las favoritas especiales de la Princesa dormían cerca de los apartamentos de los amos.

Algunas mujeres privilegiadas ancianas y las cocineras tenían cuartos en el sótano.

Pronto estuvieron todas ellas sentadas en largos bancos en un gran vestíbulo cerca de la cocina del sótano y devorando grandes cantidades de sopas humeantes y pan blanco. Katerina siempre se aseguraba de que los sirvientes comieran mucho. No es que estuviera preocupada de sus gustos y deseos, simplemente quería mantenerlos contentos y saludables, para que fueran capaces de realizar sus tareas hasta la última onza. Katerina era bastante fanática en este sentido y cualquier holgazán podía estar seguro de que tendría que soportar el látigo, si no era un castigo más duro.

Tras el desayuno Grushenka recibió la escueta orden de ir al cuarto de baño. No podía imaginar la razón. Nunca antes se le había permitido más de un baño al mes, bañarse resultaba caro porque significaba quemar madera. Sin embargo ahora fue bañada y restregada minuciosamente. Aún más, a las muchachas del baño se les había dicho que la lavaran cada día después del desayuno y que se aseguraran de que estaba impecable o de otro modo lo lamentarían.

Las muchachas del baño no dieron ocasión; la restregaron y frotaron y la limpiaron por todas partes.

Luego le dijeron a Grushenka que llevara su ropa en el brazo y esperara a Katerina en el probador . Se sentó en un baúl de roble lleno de sedas preciosas y bordados, temblorosa después del baño, con la ropa apretada contra el cuerpo.

Muchas criadas cruzaban la habitación, de aquí para allá, a veces le hacían una seña amistosa, la mayoría ni se daba cuenta de su presencia.

Al cabo apareció Katerina y, al ver a Grushenka, se dirigió a un armario y tomó una caja de polvos y una gran borla de empolvar. Empezó a enseñarle como aplicarse polvos por todo el cuerpo, sin omitir ninguna parte. Luego recordó de repente el asunto del afeitado. Mandó a buscar a Boris, que pronto estuvo allí con su equipo de navajas de afeitar y jabón.

“Ya escuchaste lo que dijo su Alteza ayer,” le indicó al barbero. “Aféitale completamente el pelo de debajo de los brazos y entre las piernas. Pero no la cortes. Hemos pagado un buen precio por la zorra.”

Boris hizo que Grushenka mantuviera los dos brazos estirados en alto y la enjabonó y afeitó bajo los brazos, con habilidad y rapidez. Luego miró para comprobar si Katerina todavía estaba allí. Nunca antes había afeitado a una chica entre las piernas y quería divertirse un poco con ello. Pero Katerina estaba allí a pie firme, apoyándose en un bastón de roble mientras miraba severamente a Boris, que apartó rápidamente los ojos.

Grushenka se tumbó sobre una mesa con las piernas separadas. Katerina vio que las marcas de la vara eran claramente visibles como cardenales entre rojo y violeta.

“Tiene la piel más suave que todas ellas,” pensó la vieja ama de llaves, pero no con piedad, más bien resuelta a azotarla más a menudo para conseguir que se acostumbrara.

Grushenka temblaba nerviosa mientras Boris, con las tijeras, cortaba los largos rizos del Monte de Venus y más abajo.

Luego la enjabonó con la brocha, sin respetar los labios de la deliciosa gruta, y finalmente estiró la piel con dos dedos de la mano izquierda. Empezaba a colocar los dedos entre los labios de la raja, como para extender mejor la piel, pero Katerina le golpeó bruscamente con el bastón y se lo pensó mejor. Aplicó una toalla húmeda y el trabajo estuvo listo. El nido de amor de Grushenka yacía abierto. Los finos labios rojos estaban ligeramente separados. Unos labios un poco largos, con el agujero de entrada acomodado allí un poco bajo, justo en la vecindad de la entrada trasera, que era pequeña y muy contraída. Boris, ahora con una palpitante erección, estaba loco por hacer uso de este delicioso pequeño tesoro. Incluso le habría gustado besarlo un poco, hacerle cosquillas y saborear sus desnudos contornos con la lengua. Pero Katerina le mandó largarse y se vio forzado a encontrar solaz con un material menos encantador. Había muchas chicas por allí que estaban enamoradas de su robusto dardo, y rápidamente se las apañó para encontrar un rincón oscuro y una joven complaciente.

Katerina pidió que vinieran un par de vestidoras de las salas de costura de la puerta de al lado. Hizo que vistieran a Grushenka con uno de los trajes de la Princesa para ver si realmente podría hacer de modelo para el nuevo armario de verano. Le pusieron largas medias de seda y una camiseta con hilos de oro. Luego vinieron unos largos bombachos, sujetos y cerrados con cintas en los tobillos. Le ataron encima un  corpiño carmesí sin tirantes (en esa época se llevaban los tirantes en Europa Occidental, pero no en Rusia, donde a las mujeres elegantes les gustaba enseñar los pechos con los pezones asomando por encima de los vestidos). Luego le abrocharon y abotonaron una túnica, que hacía el papel de falda y blusa, sobre esta cayó una capa larga y suelta, dejando los brazos desnudos debajo. Durante este proceso todas las chicas de los departamentos de costura y sastrería habían dejado su trabajo y observaban con impaciencia. Cuando Grushenka estuvo lista y le dijeron que caminara por la enorme sala de arriba abajo, dando la vuelta y exhibiendo la ropa y a sí misma, las mironas aplaudieron con las manos y patearon con los pies.

“¡Es nuestra Princesa!” gritaron, “¡Es igual que ella! ¿Os lo podíais imaginar?”

Katerina escuchaba este arrebato con satisfacción. Sí, había encontrado el caballo de la ropa para su ama. Se enseñó a Grushenka que de ahora en adelante se la iba a usar como modelo de pruebas para su Alteza.

En aquel mismo instante empezó para Grushenka un largo período de esperar y soñar, soñar y esperar, hasta que algún diseñador de ropa viniera y le pusiera alguna ropa encima, le hiciera dar una y otra vuelta, hacer que se la probara, admirara su propia obra o maldijera a las costureras que hubieran hecho un mal trabajo.

Al principio estas pruebas eran muy desagradables para Grushenka, porque todos estos operarios, hombres y mujeres, algunos de ellos siervos, otros gente libre que se llamaban a ellos mismos artistas, le tocaban el cuerpo por todas partes y se tomaban con ella muchas libertades. Esto era todavía más así porque era una falsificación tan perfecta de su Madame, ante la cual todos estos hombres se arrastraban como gusanos. Era así bastante agradable para ellos manosearle los pechos, pellizcarle los pezones y jugar con su nido del amor con bastante dedicación. Grushenka odiaba especialmente esto último, e intentaba apartarlos, consiguiendo solo que la pincharan dolorosamente con una aguja en las nalgas o el pecho. De modo que se acostumbró a ello, especialmente cuando se dio cuenta de que cuando se resistía la acosaban mucho más, pero si se quedaba tranquila los hombres no eran tan insistentes.

Normalmente las cosas transcurrían de esta manera: un mísero ayudante de sastre, que tenía la orden de probarle algo, le metía el dedo en el nido del amor y decía: “Preciosa mañana, su Alteza. ¿Le gustó el instrumento del amor del Príncipe la noche pasada?” Y, riéndose de su propio chiste, empezaba con su trabajo.

Pasaron meses de esta forma, primero en el palacio de Moscú, luego en una de las grandes posesiones del campo; meses de soñar y esperar. Por supuesto que Grushenka, mientras tanto, se puso al tanto de la gran familia. Escuchaba los cotilleos sobre el brutal y borracho Príncipe, al que la Princesa odiaba, pero fastidiaba; del joven amante que se había agenciado la Princesa; de la manera en que su asistenta le hacía el amor a ella para satisfacer sus eternas ansias. Pero Grushenka escuchaba estas historias sin darse cuenta y nadie parecía darse cuenta de su presencia. Era difícil decir en que podía estar pensando, tal vez en las nubes que pasaban por encima o en un pájaro del gran árbol al otro lado de la ventana.

Luego llegó el día que cambiaría toda su vida. La Princesa había salido a una fiesta y había resultado mal. Incluso su amante la había ignorado, había flirteado abiertamente con una rival. La Princesa había bebido demasiado y había tenido una pelea con otra señora. Su marido, el Príncipe, furioso con semejante comportamiento incorrecto, la había abofeteado violentamente en la cara mientras volvían a casa. Nelidova estaba enloquecida. Acusaba a todo el mundo salvo a ella misma. Hizo volar el látigo libremente sobre las espaldas de las muchachas que la desvestían y todavía no conseguía librarse de su rabia. Cuando vio su vestido largo de brocado con las franjas plateadas en el suelo recordó de repente que Grushenka había hecho de modelo para que diera su aprobación aquella misma tarde. En su estado enloquecido imaginó que aquel vestido, y, por tanto, la muchacha que se lo había presentado, era responsable de sus desgracias. Eran las dos en punto de la noche y Grushenka se despertó rápidamente cuando la arrastraron desnuda fuera de su cama.

Borracha de sueño y sabiendo que no había cometido ninguna falta, la muchacha fue llevada ante su ama. La Princesa, ahora en la cama, la acusó, en los términos más infames, de haberla inducido a ponerse un vestido inconveniente. Luego ordenó a una de sus camareras que azotara a Grushenka en la espalda desnuda con el látigo de cuero que descansaba, siempre listo para este propósito, sobre la mesa del tocador. Otra criada se puso delante de Grushenka, volviéndole la espalda hacia ella, sujetó los brazos de la asustada muchacha por encima de los hombros y la dobló hacia delante de manera que Grushenka perdió el apoyo de los pies en el suelo y se tumbó indefensa sobre la espalda de la camarera. La flagelación empezó enseguida. Los cortantes golpes silbaban en el aire. Los hombros, la espalda, las nalgas fueron alcanzados una y otra vez por una lluvia de golpes. Grushenka no sabía que la muchacha que la azotaba  aplicaba su castigo con gran maestría, haciendo sonar con fuerza el látigo, pero teniendo cuidado de que la tralla cortara la carne lo menos posible, porque la muchacha estaba enfadada con su Madame y lo sentía por la víctima inocente. A pesar de esto, Grushenka sufría un dolor horrible y gritaba y pataleaba todo lo que podía. La Princesa estaba tumbada en la cama, los dientes apretados de rabia, los dedos con sus largas uñas adoptando la forma de garras, como si quisiera arrancar la carne de los huesos de la muchacha. Aunque nadie se lo dijo, finalmente la flageladora dejó de golpear como si estuviera exhausta de blandir el látigo, y Nelidova no le ordenó seguir porque de repente se sintió mal debido al licor que había bebido.

Grushenka estaba ahora tirada en el suelo, y, poniendo ambas manos en su espalda dolorida, caminó, con las piernas separadas como de montar a caballo, para salir de la habitación.

En ese momento los ojos de la Princesa se fijaron en el precioso Monte de Venus de Grushenka, que, habiendo sido afeitado como de costumbre, estaba totalmente abierto a la vista. La Princesa lo miró atentamente porque estaba configurado de forma distinta al suyo mismo, y, mientras se suponía que la muchacha tenía un cuerpo similar al suyo, la hendidura del amor era ciertamente una excepción.

Nelidova no dijo ni una palabra sobre esta diferencia pero la mantuvo en la cabeza. Había habido una ocasión en la que algo había ido aparentemente mal con su propia hendidura, y no pudo descifrar que era lo que pasaba. Había ocurrido que en aquel tiempo estaba en Moscú un español, un aventurero que vivía de su ingenio, un caballero sin duda, pero un personaje turbio y un buscador de fortunas. Se le había permitido entrar en sociedad porque representaba la cultura occidental, superior y muy admirada; también porque contaba historias elegantemente dudosas y todo tipo de chismes de los ayudas de cámara de los caballeros y damas bien conocidos de París, Londres y Viena. Este encantador de señoras, con sus ojos brillantes y corto mostacho negro (no llevaba barba larga como los buenos rusos), tenía fama de besar entre las piernas a las señoras, un acto que era inimaginable en un noble ruso y una moda que se había llevado recientemente de Italia a París, según se decía. Nelidova se había propuesto cazar a este caballero con ese propósito concreto.

Había arreglado sentarse una noche junto a él en la mesa de juego y había colocado a su lado una pila de rublos de oro. Más tarde los derribó con el codo en dirección a él. No intentó recuperar el oro con el que le había bañado. Por supuesto el caballero aprovechó esta oportunidad y más tarde, por la noche, paseó con ella por el parque, donde se sentaron en un banco. Sus palabras habían volado a raudales en tono  romántico y había admirado sus hermosos pies, que excitaban su pasión hasta un punto que no le quedaba más remedio que besárselos. Había empezado por los pies y había ido subiendo tiernamente por las pantorrillas y los muslos que besó fervientemente. Nelidova, aparentemente vencida por su ardor, se había echado hacia atrás, abriendo levemente y con aprensión sus bien formadas piernas, de modo que la raja de sus bombachos permitía cualquier intrusión que se deseara.

Luego el caballero había abierto esta raja con dedos aristocráticos, aplicado muchos besos en la pequeña parte del vientre y se aproximaba gradualmente a su objetivo. Había ido más allá besando con sus labios la carne cercana a la entrada. Luego, de repente, se había detenido. Aplicó un rápido beso a la raja y se levantó abruptamente sin hacer precisamente la cosa que ella había preparado tan cuidadosamente.

Esa noche, cuando volvió a casa, Nelidova había investigado delante de un espejo para averiguar qué era lo que estaba mal en su gruta. Sí, los labios eran gruesos y con forma de alas, y dejaban bastante abierta la entrada que se suponía que debían cerrar. Pero ¿no tenían todas las casadas esos orificios? Y ¿qué era lo que pasaba con el suyo? En todo caso esa noche Nelidova había hecho que una de sus camareras le hiciera el amor durante horas y, cuando la muchacha estaba cansada y no se aplicaba al cosquilleo con la lengua con la fuerza y velocidad suficientes, su ama le prometió el látigo si no se comportaba con más efectividad.

¿Cómo era posible que Grushenka tuviera un nido del amor más bonito que el suyo? ¿Cómo era posible que el suyo propio no fuera lo bastante bueno para este sinvergüenza y timador del aventurero español? Una tarde, cuando Nelidova estaba tumbada ociosamente en su sofá preparó su mente para averiguarlo. Para empezar mandó a buscar a Grushenka.

Hizo que la muchacha se quitara la ropa y le alegró ver las franjas azules y rojas que había dejado el látigo, especialmente en uno de los costados donde el extremo de la tralla había cortado la carne. Luego le pidió a Grushenka que se acercara mucho a ella, con las piernas bien abiertas, para que pudiera inspeccionarla.

Desde luego el nido del amor estaba hecho con mucha finura; la Princesa tuvo que admitirlo pese al enojo que sentía. Los labios eran finos y rosados y cortaban el óvalo de la colina de Venus en una curva especial que hacía que no sobresalieran y se hincharan como los suyos.

Hizo que Grushenka mantuviera abierto el orificio con los dedos. La raja era poco profunda y de un rojo brillante, y el pasadizo tenía su abertura cerca de un pequeño agujero en la parte más baja del cuerpo entre las piernas.

Con los ojos en la hermosa gruta, pero sin meter los dedos, Nelidova empezó a interrogarla.

“¿Cuándo te la metieron la última vez?” empezó.

Grushenka apenas entendía el significado de la pregunta. Pero la Princesa insistió:

“¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te metieron un dardo?”

Ahora Grushenka supo que significaba y contestó con bastante firmeza. “Ningún hombre me ha tocado nunca, su Alteza. Soy virgen.”

“¡Oh!” pensó la Princesa. “¡Claro! Cuando estaba con las monjas probablemente mi nido era como el suyo. Pero desde que ese viejo bastardo (se  refería, por supuesto, al Príncipe) me mete dentro cada vez con más frecuencia su maldita máquina...”

Sin embargo en alto dijo, con una carcajada. “Lo arreglaré, mi niña, ¡y ahora mismo! ¡Nunca te la han metido! Una virgen con granos, ¿eh? Túmbate aquí ahora y pronto nos ocuparemos de ti.”

Se levantó del sofá con buen humor. Disfrutaba de su espléndida idea. Pasaría el rato de forma picante.

¿Quién se encargaría del trabajo? Oh, sí, estaba su mozo de cuadra, aquel tipo ancho de hombros con el gran matojo de pelo despeinado. Su pelo rubio haría un buen contraste con el pelo negro oscuro de Grushenka. Nelidova había mirado algunas veces con deseo a Iván (tenía la costumbre de llamar Iván a todos los criados varones) y más de una vez le había mirado los brazos y piernas musculosos y había descansado los ojos en sus pantalones. Lo habría probado ella misma, pero no deseaba el tipo de amor masculino brutal que le ofrecía su marido: Sin embargo era justo el hombre adecuado para violar a aquel bulto estúpido del sofá.

Iván había estado cargando heno. Cuando llegó llevaba pantalones de lino y una camisa abierta, con heno todavía pegado en la ropa y el pelo, y traía con él el aroma del establo. Mientras tanto las cinco o seis camareras que siempre rodeaban a su ama no habían estado ociosas. Disfrutaban por anticipado, como Madame, del espectáculo que se aproximaba. Le habían puesto un cojín a Grushenka  debajo del trasero; con muchas risitas se habían embadurnado algún ungüento y le habían metido los dedos en el nido del amor; y la habían compadecido en tono de mofa, diciéndole que la iba a rajar.

Grushenka yacía muy quieta, sujetándose la cara con las manos, intranquila y a la expectativa. Quizás había soñado durante los últimos meses con el amante al que se entregaría. Quizás hubiera hecho de él un héroe romántico, algún hombre de los que les gusta la luna. Y aquí estaba ella, esperando a ser violada por un mozo de cuadras.

“Iván,” dijo la Princesa, “te he llamado porque esta pobre chica se me quejó de que ningún hombre le ha hecho nunca el amor y que la virginidad le produce un terrible picor. Te he elegido a ti para que le hagas la metida de su vida. Venga, muchacho, y haz feliz a una pobre y ansiosa virgen. Saca tu herramienta y hazle el amor.”

Iván miró desconcertado llevando la mirada desde su ama hasta la figura desnuda del sofá y de nuevo de una a la otra. Movió las manos delante del cuerpo como si estuviera sujetando una gorra y se dio la vuelta a su alrededor, intranquilo. No se movió. ¿Era una trampa o iba en serio? La Princesa empezaba a impacientarse.

“¡Bájate los pantalones y prepárate! ¿No has oído?” le gritó.

Iván se soltó mecánicamente los pantalones. Cayeron a sus pies y se levantó la camisa hasta el ombligo. Los ojos de todas las muchachas, a excepción de Grushenka, se clavaron en su gran instrumento, oscuro, de color marrón, que dejaba colgar su cabeza de forma indiferente y no apta para el trabajo.

“Ahora vete y besa a tu novia,” siguió el ama, inclinándose sobre la mesa del tocador y restregándose entre las piernas con la palma de la mano, un poco excitada.

Lentamente Iván se movió hacia el sofá. Luego, decidido a seguir adelante, retiró las manos de Grushenka de su cara, se dobló sobre ella y la besó en la boca. Las camareras aplaudieron. Pero Grushenka yacía tan inerte que Iván volvió a perder el ánimo. Se movió nervioso, miró a la muchacha desnuda y a los demás, luego no hizo nada  más. Su dardo estaba aún flácido.

Fue otra vez la Princesa la que tuvo que reanimar la situación. “Túmbate sobre ella, tonto del culo,” gritó. “Y tú,” dijo señalando a una de sus chicas, “hazle a esa máquina suya un buen toqueteo o bésasela bien para que se le ponga tiesa, a ese gran cerdo.”

Se hizo como ordenaba. Iván, entorpecido en sus movimientos por los pantalones que le rodeaban los tobillos, se tumbó encima de Grushenka. Una de las camareras, obedeciendo la orden de Nelidova, le acarició el dardo con dedos expertos. Otra muchacha, de forma más bien voluntaria, atraída por sus firmes nalgas desnudas, empezó a estrujárselas un poco y, en plan juguetón, le insertó un dedo en su hendidura.

Iván era un mozo de cuadra fuerte y robusto, de modo que no resultó sorprendente que empezara a hincharse y crecer bajo tales atenciones. Y, de repente, empezó a disfrutar con la tarea que se le había asignado. Su dardo se convirtió en una lanza rígida. Sus musculosas nalgas empezaron a moverse de forma inquieta y nerviosa, e intentó restregar su enorme máquina sobre el vientre de Grushenka. Pero seguía firmemente retenida en la mano de la camarera, que no estaba dispuesta a dejar ir un juguete tan agradable.

Grushenka seguía con las piernas cerradas y apretaba las rodillas con tanta fuerza que le hacían daño. Pero Iván luchaba para meterse entre ellas. Se movió un poco, colocó su fuerte mano entre sus muslos y, con un tirón repentino, le levantó la pierna derecha muy arriba, casi hasta el hombro de ella.

A continuación se colocó entre las piernas con las suyas. Su arma descansó firmemente sobre su blanco. La resistencia de la muchacha le había excitado, lo que siguió hizo que su máquina estuviera a punto de reventar. En el momento en que el dardo la tocó, Grushenka perdió su apatía. Con un grito salvaje empezó a luchar. Iván tenía los brazos rodeándola, el izquierdo sobre su hombro derecho, el derecho en mitad de su espalda. El firme agarre y su peso impedían que se lo quitara de encima, pero Grushenka podía mover las nalgas y las piernas e hizo un amplio uso de estas cuando el peligroso dardo se puso en contacto con su nido del amor. La Princesa, que habría matado a cualquier siervo que no cumpliera sus órdenes, estaba encantada viendo esta lucha, y deslizó la mano bajo su camiseta para aplicar una suave caricia con los dedos a su punto anhelante de cosquillas. Iván intentó encontrar su camino. Movió su mano derecha bajo las nalgas de la luchadora muchacha. Levantó sus propias nalgas e intentó encontrar la entrada con empujones hábiles. Finalmente la muchacha que le había acariciado previamente las nalgas vino en su ayuda. Dio la vuelta al sofá y cogió la otra rodilla de Grushenka, la forzó hacia arriba contra el hombro de Grushenka y la movió de manera que su virginal agujero del amor quedara desprotegido y abierto. Luego la otra chica tomó el instrumento de Iván y dirigió su cabeza hacia la entrada rosácea.

“¡Ahora!” gritaron todas las espectadoras, e Iván, comprendiendo que estaba al fin en posición, bajó su arma con fuerza. Apretando la mano derecha contra las nalgas de la muchacha con un firme y lento golpe hizo avanzar el dardo en el interior del nido del amor hasta la empuñadura.

Grushenka dejó escapar un terrible grito. Después se quedó quieta como un cadáver. Iván se movió hacia atrás y adelante varias veces hasta que, gruñendo apasionadamente, sintió que no podía aguantar más. Finalmente descargó, llenó de entusiasmo, inexorablemente, abundantemente, lanzando su ardiente fluido dentro de ella. Luego relajó los músculos, se tumbó sobre ella respirando con dificultad, estúpidamente exhausto.

La Princesa estaba furiosa, sus criadas decepcionadas. Habían esperado ver un encuentro de penetración bueno y prolongado y se había acabado antes de que empezara de verdad y todo lo que quedaba ahora eran dos cuerpos inmóviles uno encima del otro.

Realmente no había nada emocionante en aquello.

“¡Fuera de aquí! ¡Bruto!” ordenó la Princesa. “Vuelve a tu establo y quédate allí. ¡Vosotros los siervos sois demasiado estúpidos, incluso para meterla!” (Pero miraba con interés su dardo todavía tieso, que deslizaba lentamente fuera de su alojamiento, cubierto de sangre.)

Iván recogió sus pantalones, sacudió la cabeza para que soltara las gotas y salió de la habitación como un hombre apaleado. No se atrevió a levantar la vista ni a mirar a Grushenka.

Grushenka yacía con la cara pálida, como un cadáver, sobre el sofá, la mitad de su cuerpo todavía elevada sobre el cojín, goteando sangre de su herida y manchando los muslos y el cojín. Se había desmayado y se podía ver que estaba bastante mal. Con gran disgusto la Princesa hizo que se la llevaran a su habitación.

¿Qué clase de muchacha era esta que ni siquiera podía aguantar que se la metieran? Eso fue lo que más tarde dijo Nelidova a una dama durante el té de la tarde, cuando estaba contando la historia, y añadió que las campesinas tontas eran demasiado estúpidas para poder decirlo con palabras. La dama no era de esa opinión. Le contestó que a menudo preparaba una fiesta para algunas de sus sirvientas y sus siervos, que montaban espectáculos muy excitantes, disfrutando de sus formas de hacer el amor por las tres vías. Prometió invitar a Nelidova como espectadora a una fiesta de esas. La Princesa aceptó gentilmente.

Mientras tanto Grushenka estaba en cama, cuidada por Katerina. Katerina tenía miedo de que este episodio pudiera dejarla embarazada y, aunque sabía cómo conseguir un aborto, tenía miedo de que la figura de Grushenka pudiera cambiar y Grushenka había llegado a ser muy útil. Las escenas que la Princesa acostumbraba a montar a causa de las pruebas se habían evitado desde que Grushenka había adoptado su lugar como modelo. Por ello Grushenka había sido lavada y limpiada y, pese a sus protestas, se le había practicado una irrigación caliente, con agua en la que Katerina había puesto unos polvos. A continuación le pusieron una toalla húmeda fría entre las piernas. No aliviaba el dolor en el orificio rasgado. Todavía tenía que superar el impacto que había tenido la violación. El ama de llaves la dejó quedarse en cama todo el día siguiente, mientras murmuraba, “¡Que muchacha tan blanda! ¡Que muchacha tan blanda!”